Permanecí sentada en el coche con la calefacción encendida, hojeando las carpetas de Nancy. Fui dejando a un lado todo lo relacionado con los asuntos rutinarios de PRECS. Quería descargarlo en la oficina de la calle Comercial antes de salir hacia Chicago Sur.
Buscaba algo que pudiera informarme de por qué el Concejal Jurshak se oponía a la planta de reciclaje de PRECS. Eso era lo que Nancy había querido averiguar la última vez que hablé con ella. Si la habían matado por algún dato comprometedor que ella conocía sobre el Sector Sur, suponía que tendría que estar relacionado con la planta.
Al fin encontré en efecto un documento que exhibía el nombre de Jurshak, pero no tenía nada que ver con la propuesta de reciclaje; ni ningún otro asunto medioambiental. Era una fotocopia de una carta, fechada en el año 1963, dirigida a la Compañía de Seguros Descanso del Marino, donde se explicaba que Jurshak & Parma era a la sazón compañía garante de la fábrica Xerxes de Químicas Humboldt. Adjunto a la carta había un estudio actuarial que ponía de manifiesto que las pérdidas de Xerxes estaban al nivel de las de otras compañías similares de la zona y solicitaba se le aplicara la misma prima.
Leí el informe completo tres veces. No le veía sentido. Es decir, no tenía sentido que fuera éste el documento por el que habían matado a Nancy. Los seguros de vida y médicos no son mi especialidad, pero éste tenía el aspecto de una póliza perfectamente normal y clara. Ni siquiera se me habría antojado fuera de lugar de no haber sido por su antigüedad y por no guardar conexión alguna con el tipo de trabajo de Nancy.
Había una persona que podía explicarme su significado. En fin, más de una, pero no me apetecía presentarme ante Art el Viejo con ella. «¿De dónde ha sacado esto, jovencita?» «Ah, pues andaba revoloteando por la calle, ya sabe cómo son estas cosas.»
Pero era posible que el joven Art me lo dijera. Pese a estar claramente situado en la periferia de la vida de su padre, acaso supiera lo suficiente sobre la parte de seguros para aclararme el documento. O, si Nancy lo había encontrado y tenía algún valor para ella, pudo habérselo dicho. En realidad, tuvo que decírselo, por eso estaba el joven Art tan nervioso. Sabía por qué la habían matado y no quería dar el soplo.
Aquella me pareció una teoría sólida. Pero cómo conseguir que Art me descubriera lo que sabía era cuestión totalmente distinta. Contraje el rostro en un esfuerzo por concentrarme. Cuando aquello no produjo resultados probé relajando todos los músculos y esperando que alguna idea subiera flotando hasta mi cabeza. Por el contrarío, me encontré pensando en Nancy y en nuestra infancia. La primera vez que había ido a cenar a su casa, en cuarto grado, en que su madre nos sirvió spaghetti de lata. Tuve miedo de contar a Gabriella lo que habíamos comido; creí que no me dejaría volver a una casa donde no hacían su propia pasta.
Fue Nancy la que me convenció de que hiciera la prueba para el equipo de baloncesto de la escuela superior. Yo siempre fui buena en deportes, pero mi juego era el softball. Cuando me admitieron en el equipo, mi padre clavó un cesto a un lado de la casa y jugó con Nancy y conmigo. Solía asistir a todos nuestros partidos en la escuela, y después del último partido de la universidad, contra Lake Forest, nos llevó a la Sala Empire para tomarnos unas copas y bailar. Él nos había enseñado a retirarnos, a simular un pase y después girar y encestar, y yo había ganado el partido en los últimos segundos precisamente con ese movimiento. Simular y encestar.
Me incorporé. Nancy y yo funcionamos juntas tantas veces en el pasado, que ¿por qué no ahora también? No tenía prueba alguna, pero que el joven Art creyera que la tenía.
Saqué la agenda más reciente de Nancy de entre el amontonamiento de papeles del asiento contiguo al mío. Había apuntado tres números de teléfono de Art en su ilegible letra. Los descifré, adivinando a medias, y fui hacia el teléfono público que había delante de la casa de la playa.
El primer número resultó ser el de las oficinas del distrito electoral, donde los tonos melosos de la Sra. May negaron todo conocimiento sobre el paradero del joven Art mientras intentaba sonsacarme quién era y qué buscaba. Hasta me ofreció pasarme con Art padre, antes de que yo lograra cortar la conversación.
Marqué el segundo número y salieron las oficinas Jurshak & Parma de seguros. Allí, una recepcionista de tonos nasales me dijo después de un rato que no había visto al joven Art desde el viernes y que le gustaría saber cuándo la habían contratado para cuidar al niño. La policía no se había pasado por allí aquella mañana para preguntar por él y tenía que pasar a máquina un contrato para las doce y que le contara cómo iba a hacerlo si…
– No la entretengo más -dije bruscamente, y le colgué el teléfono.
Hundí las manos en los bolsillos en busca de monedas pero había utilizado mis últimos recursos. Nancy había escrito una dirección a lápiz junto al tercer número, en la Avenida G. Aquélla tenía que ser la casa de Art. En todo caso, si se ponía el chico al teléfono, probablemente colgaría. Era mejor enfrentarme a él en persona.
Volví al coche y regresé hacia el Sector Este, entre la Ciento Quince y la Avenida G. La casa estaba a medio camino de la manzana, un edificio de ladrillo nuevo con uuna valla alta a su alrededor y cierre electrónico en la entrada. Toqué el timbre y esperé. Estaba a punto de volver a tocar cuando una voz de mujer llegó vacilante por el automático.
– Quisiera ver a Art hijo -vociferé-. Me llamo Warshawski.
Se produjo un largo silencio y después la cerradura se abrió con un clic. Empujé el portón y me introduje en la posesión. Al menos se parecía más a una gran posesión que a la típica casita del Sector Este. Si ésta era realmente la residencia de Art, presumí que sería porque aún vivía con sus padres.
Por modesta que fuera la impresión que producían las oficinas de Art el Viejo, no había escatimado en comodidades domésticas. El solar que había a la izquierda había sido anexionado y convertido en un precioso patio ajardinado. En un extremo había una construcción de cristal que podría albergar una piscina interior. Dado que a espaldas de la propiedad corría una reserva forestal, todo ello producía la sensación de estar en el campo a sólo media milla de una de las zonas industriales más activas del mundo.
A paso vivo recorrí el acceso de losas de piedra hasta la entrada, una galería porticada cuyas columnas tenían un aspecto algo incongruente junto al ladrillo moderno. Una rubia marchita me esperaba en el umbral. El entorno tenía alguna pretensión de magnificencia pero ella era puro Sector Sur, con su vestido de flores recién planchado y el delantal almidonado encima.
Me saludó nerviosa, sin intentar invitarme a pasar.
– ¿Quién… quién ha dicho que era?
Saqué una tarjeta del bolso y se la entregué.
– Soy amiga del joven Art. No habría querido molestarle en casa pero no le han visto en la oficina del distrito y es importante que me ponga en contacto con él.
Sacudió la cabeza ciegamente, un movimiento que le prestó un fugaz parecido con su hijo.
– No… no está en casa.
– No creo que le importe hablar conmigo. De verdad, Sra. Jurshak. Sé que la policía está intentando localizarle, pero yo estoy del lado de su hijo, no de los otros. Ni del de su padre -añadí con un destello de inspiración.
– De verdad, no está en casa -me miró afligida-. Cuando el sargento McGonnigal vino preguntando por él, el Sr. Jurshak se puso furioso, pero no sé donde está, señorita… No le he visto desde después del desayuno, ayer por la mañana.
Intenté digerir el dato. Quizá el joven Art no había estado en condiciones de conducir anoche después de todo. Pero si había tenido un accidente, su madre habría sido la primera en enterarse. Aparté de mí una inoportuna visión de la Laguna del Palo Muerto.
– ¿Me podría dar los nombres de algunos de sus amigos? ¿Alguien con quien tenga bastante confianza para pasar allí la noche sin avisar?
– El sargento McGonnigal me preguntó lo mismo. Pero… pero nunca ha tenido amigos. Vamos, es que yo he preferido que se quedara en casa por la noche. No me gustaba que anduviera por ahí como muchos chicos de ahora, metiéndose en drogas y en bandas, y es mi único hijo, que si lo pierdo no tengo otro. Por eso estoy tan preocupada. Sabe que me pongo muy nerviosa si no sé dónde está y sin embargo, míralo, fuera la noche entera.
No sabía qué decir, porque con cualquiera de los comentarios que me apetecía hacer habría dejado de hablar conmigo. Al final pregunté si era la primera vez que había pasado tanto tiempo fuera de casa.
– No, no -dijo simplemente-. Algunas veces tiene que trabajar toda la noche. Cuando hay una presentación importante que hacer para un cliente o algo así. En los últimos meses ha tenido varias de ésas. Pero nunca sin llamarme.
Sonreí levemente para mis adentros: el chico era más emprendedor de lo que yo había imaginado. Pensé unos instantes y después dije con cuidado:
– Yo participo en uno de esos casos importantes, Sra. Jurshak. El nombre de la cliente es Nancy Cleghorn. Art está buscando unos papeles que le interesan. ¿Podría decirle que los tengo yo?
El nombre no pareció tener significado alguno para ella. Al menos no palideció y se desmayó, ni retrocedió alarmada. Por el contrario, me pidió que lo apuntara porque tenía una memoria horrible, y estaba tan preocupada por Art que no creía retener bien el nombre ni a la fuerza. Escribí el nombre de Nancy y un breve mensaje informándole de que tenía sus carpetas al dorso de la tarjeta.
– Si algo ocurre, Sra. Jurshak, puede dejarme un mensaje en ese número. A cualquier hora, día o noche.
Cuando llegué al portón ella seguía en el umbral de la puerta, con las manos envueltas en el delantal.
Sentí no haber sido más insistente con el joven Art anoche. Estaba asustado. Sabía lo que fuera que Nancy sabía también. De modo que o bien mi aparición había sido el último giro de la tuerca -había huido para evitar la suerte de Nancy-; o había encontrado ya la suerte de Nancy. Tendría que ir a ver a McGonnigal, decirle lo que sabía, o más bien lo que sospechaba. Pero. Pero. En realidad no tenía nada concreto. Acaso sería mejor dar al chico veinticuatro horas para que reapareciera. Si ya estaba muerto, daría igual. Pero si seguía vivo, debía informar a McGonnigal para que pudiera contribuir a que continuara así. Di vueltas y vueltas al asunto.
Al final aplacé la decisión volviendo en el coche a Chicago Sur, primero para entregar las carpetas de Nancy en PRECS, después para hacer una visita a Louisa. Se mostró encantada de verme, apagó la tele con el control remoto y después me asió la mano con dedos quebradizos.
Cuando fui poco a poco llevando la conversación hacia Pankowski y Ferraro y su fracasado pleito, pareció auténticamente sorprendida.
– No sabía que esos dos estuvieran tan enfermos -dijo con su voz ronca-. Yo los veía de vez en cuando antes de morir y nunca dijeron ni esta boca es mía de eso. Ni sabía que hubieran llevado a Xerxes a juicio. Esa compañía se portó muy bien conmigo; quizá los chicos se metieron en líos. No sería raro con Joey: siempre fue un problema para alguien. Por lo general, alguna chica que no tenía la cabeza en su sitio. Pero el bueno de Steve, ése era el hombre cabal a machamartillo, ya me entiendes. No veo por qué no le iban a pagar a él su indemnización.
Le conté lo que sabía de sus enfermedades y su muerte y sobre la angustiosa vida de la Sra. Pankowski. Aquello provocó su risa rasgada de toses.
– Ya, yo le podría haber dicho algunas cosillas de Joey. Todas las chicas del turno de noche podían, bien mirado. Yo ni siquiera sabía que estuviera casado el primer año que trabajé allí. Cuando me enteré puedes estar bien segura de que le di el pasaporte. Conmigo no iba eso de ser la otra mujer. Claro que hubo otras menos quisquillosas, y te tenías que reír con él. Es terrible pensar que tuvo que pasar por lo que estoy pasando yo estos días.
Charlamos hasta que Louisa se sumió en su sueño jadeante. Era evidente que nada sabía de las preocupaciones de Caroline. Tenía que reconocérselo a la mocosa; protegía bien a su madre.