Me estaban enterrando viva. Un verdugo con una capucha de plástico negro me iba echando tierra encima. «Anda, dinos la hora, rica», decía. Lotty y Max Loewenthal estaban sentados allí cerca comiendo espárragos y bebiendo coñac, haciendo caso omiso de mis impotentes gritos. Desperté del sueño sudando y jadeante, pero cada vez que volvía a dormirme empezaba otra vez la pesadilla.
Cuando al fin me levanté definitivamente la mañana estaba acabando. Tenía el cuerpo tirante y dolorido, y la cabeza llena de los vapores que una noche inquieta deja siempre tras de sí. Deambulé hacia el cuarto de baño con piernas pesadas y torpes. Permanecí un buen rato en remojo en la bañera, sin que Peppy dejara de observarme con ansiedad desde la puerta.
Tuvo que haber sido Kappelman el que había dispuesto la emboscada de anoche. Era el único que sabía que yo había salido, el único que conocía los afanosos cuidados que me prodigaba el Sr. Contreras. Pero por mucho que me esforzara, no lograba imaginar por qué lo habría hecho.
El pensar que pudiera haber asesinado a Nancy era del todo increíble. Los amores agriados llevan por lo menos a una persona al día a la comisaría de la Veintiséis con California. Pero un crimen pasional no tenía nada que ver conmigo. Ninguna de mis maquinaciones sobre Humboldt, sobre Pankowski y Ferraro, sobre Chigwell parecía conectar con Ron Kappelman. A menos que supiera algo sobre el documento de seguros de Jurshak que quisiera desesperadamente mantener oculto. ¿Pero cuál había podido ser su participación en aquello?
Era más fácil creer que Art Jurshak hubiera montado el abortado ataque anoche. Después de todo, pudo haber despistado al viejo sin saber que yo no estaba en casa, y decidido después quedarse al acecho hasta que volviera. Mi cabeza se devanaba infructuosamente. El agua se quedó fría, pero no me moví hasta que el teléfono empezó a sonar. Era Bobby, más animado y más alerta de lo que me era posible tolerar en mi estado febril.
– La Dra. Herschel dice que la dejaste en mitad de la noche. Creo haberte dicho que no fueras por tu casa hasta que te diera aviso de que había pasado todo.
– No quise esperar hasta la Segunda Venida de Cristo. ¿A quién encontrasteis anoche aquí?
– Cuidado con el vocabulario cuando hables conmigo, jovencita -dijo Bobby automáticamente; es de los que cree que las chicas buenas no deben hablar como polizontes empedernidos. Y aunque sabe que lo hago casi por hacerle entrar al trapo, no puede resistirse a embestir. Antes de que yo pudiera regalarle con lo de no ser un subalterno para que me diera órdenes, que son trapos que yo tampoco puedo resistir, prosiguió apresuradamente.
– Pescamos a dos tipos rondando tu puerta. Dicen que habían subido solamente a fumarse un cigarrillo, pero llevaban ganzúas y pistolas. El fiscal estatal nos los ha dejado veinticuatro horas por ocultar y no tener registradas armas delictivas. Queremos que vengas para una rueda de reconocimiento; a ver si identificas a alguno de estos caballeros como participante en el ataque del miércoles.
– Ya, claro -dije apagadamente-. Llevaban impermeables negros de los que tienen capuchas que cubren gran parte de la cara. No estoy segura de poder reconocerlos.
– Estupendo -Bobby no hizo el menor caso de mi falta de ardor-. Voy a mandar a uno de uniforme a recogerte dentro de media hora; a menos que sea demasiado pronto para ti.
– Como la Justicia, yo nunca duermo -dije educadamente, y colgué.
Después llamó Murray. Habían cerrado la edición de mañana antes de recibir aviso de sus soplones policiales de que se había hecho una detención en mi casa. Su jefe, conociendo nuestra amistad, le había despertado con la noticia. Murray siguió bombeando con incansable energía durante varios minutos. Finalmente le interrumpí malhumorada:
– Me voy a una rueda de reconocimiento. Si entre ellos están Art Jurshak o el Dr. Chigwell te doy un telefonazo. Por cierto, que el bueno del doctor anda con la clase de gente a la que le gusta colarse en las casas ajenas.
Colgué a medio berrido de Murray. El teléfono volvió a sonar cuando me dirigía a grandes pasos hacia mi habitación para vestirme. Decidí no hacer caso: que Murray se enterara de las cosas por la radio o similares. Mientras me cepillaba el pelo con desabrida mala gana, el Sr. Contreras me trajo el desayuno a la puerta. Mi deseo de anoche de tener su compañía se había agotado. Bebí una taza de café con displicencia y le dije que no tenía tiempo para comer nada. Cuando empezó a ponerse pesado perdí los estribos y le contesté una impertinencia.
Sus ojos de un pardo desvaído se llenaron de una expresión herida. Recogió a la perra con sosegada dignidad y se fue. De inmediato me sentí avergonzada y corrí tras él. Pero estaba ya en el vestíbulo y yo no llevaba las llaves. Volví escaleras arriba.
Mientras cogía llaves y bolso, metiéndome la Smith & Wesson en la cinturilla del pantalón, llegó el hombre de uniforme para llevarme a la rueda de reconocimiento. Cerré el cerrojo de seguridad con cuidado -algunos días no me molesto en hacerlo- y corrí escaleras abajo. Cuanto antes empezara, antes acabaría, o lo que fuera que dijo Lady Macbeth.
El hombre de uniforme resultó ser una mujer, Agente de Patrulla Mary Louise Neely. Era tranquila y seria, iba embutida como una vara en su uniforme azul marino agresivamente planchado y se dirigió a mí con un «señora» que me hizo agudamente consciente de los doce años o más que nos separaban. Me abrió la puerta con eficiencia militar y me escoltó por el caminillo hasta el coche patrulla que esperaba.
El Sr. Contreras estaba frente a la casa con Peppy. Yo quería hacer algún gesto de reconciliación, pero la severa presencia de la agente Neely me dejó sin palabras. Le alargué la mano, pero él cabeceó muy tieso, llamando a la perra con voz aguda cuando ésta saltó tras de mí.
Intenté hacer preguntas perspicaces a la agente sobre su trabajo y sobre si los Cubs o los Sox conseguirían empeorar su espantosa actuación de la pasada temporada. Pero la agente me desdeñó por completo, manteniendo fija su grave mirada para malhechores sobre la Carretera del Lago, susurrando periódicamente en el transmisor que llevaba colgado a la solapa.
Recorrimos las seis millas hasta el Distrito Central a buen paso. Paró el coche briosamente en el aparcamiento policial unos quince minutos después de salir de mi casa. Está bien, era sábado y escaso el tráfico, pero con todo era una demostración impresionante.
Neely me guió con ligereza por el laberinto del viejo edificio, intercambiando sobrios saludos con otros agentes, y me llevó a la sala de observación. Allí estaba Bobby, con el sargento McGonnigal y el detective Finchley. Neely les hizo un saludo tan impetuoso que temí que fuera a caerse de espaldas.
– Gracias, agente -Bobby la despidió cordialmente-. Ahora nos hacemos cargo nosotros.
Comprobé que me sudaban levemente las palmas de las manos y el corazón me latía algo más rápidamente. No quería ver a los hombres que me habían envuelto en la manta el miércoles. Por eso había huido de mi casa anoche. Me tenían acobardada, del todo y a fondo. ¿Y ahora iba a tener que comportarme como un perro obediente bajo la mirada vigilante de la policía?
– ¿Tienen nombre los dos que cogisteis anoche? -pregunté, manteniendo un tono sereno, procurando disimular con un poco de arrogancia.
– Sí -gruñó Bobby-. Joe Jones y Fred Smith. Es casi tan divertido tratar con ellos como contigo. Y sí, hemos pedido una comprobación de huellas dactilares, pero estas cosas nunca van tan rápidas como quieres. Podemos montar una acusación por vagabundeo en propiedad privada y por llevar armas ocultas y sin licencia. Pero tú sabes y yo sé que el lunes vuelven a estar en la calle a menos que podamos añadir intento de asesinato. De modo que tienes que decirme si son los amigos que te mandaron a nadar el miércoles.
Movió la cabeza en dirección a Finchley, un negro de paisano que yo conocí cuando empezaba a patrullar. El detective fue hacia la puerta del extremo opuesto de la habitación y dio algunas órdenes a unas personas no visibles para que formaran la fila.
El reconocimiento por parte de testigos presenciales no es esa gran revelación que aparece en los dramas de género legal. Bajo tensión, la memoria te juega malas pasadas: tienes la certeza de haber visto a un hombre algo negro con vaqueros y era en realidad un gordo blanco con traje de calle. Cosas así. Probablemente una tercera parte de mis actuaciones como defensor de oficio se habían fundado en la exposición de increíbles casos de identidad equivocada. Por otra parte, la tensión puede grabar recuerdos indelebles -un gesto, una mancha de nacimiento- que vuelven cuando ves otra vez a la persona. Nunca está de más intentarlo.
Con las manos metidas en los bolsillos para ocultar su temblor, acompañé a Bobby hasta la ventana de observación de visión unilateral. McGonnigal encendió la luz en nuestro lado y la pequeña habitación del otro lado se recortó claramente.
– Tenemos dos grupos -murmuró Bobby en mi oído-. Ya conoces el procedimiento: piénsalo despacio, pide al que te parezca que se vuelva de espaldas o lo que quieras.
Seis hombres entraron con estudiada pugnacidad. Todos eran, a mi juicio, parecidos entre sí: blancos, corpulentos, en torno a los cuarenta años. Intenté imaginármelos con capuchas negras, el verdugo de mi pesadilla de esta mañana.
– Pídeles que hablen -dije bruscamente-. Que digan «Anda, dinos la hora, rica», y después «Tírala aquí, Troy. En el sitio marcado con la X».
Finchley transmitió la petición a los agentes invisibles que dirigían el espectáculo. Uno por uno, los hombres fueron balbuciendo las palabras obedientemente. Yo no hacía más que observar al segundo tipo por la izquierda. Tenía una especie de sonrisa reservada, como si supiera que iba a ser imposible sostener una acusación en serio. Los ojos. ¿Podría recordar los ojos del hombre que se me había acercado a la orilla del lago? Fríos, inexpresivos, calculando las palabras para tocarme en lo más débil.
Pero cuando el hombre habló no reconocí su voz. Era ronca, con el sonsonete del Sector Sur, no el tono impasible que yo recordaba.
Moví la cabeza.
– Creo que es el segundo por la izquierda. Pero no reconozco la voz y no puedo decirlo con absoluta seguridad.
Bobby asintió imperceptiblemente y Finchley dio orden de llevarse a la fila.
– ¿Y? -pregunté-. ¿Es ése?
El teniente sonrió con renuencia.
– Creí que iba a ser como una aguja en un pajar, pero es el tipo que cogimos delante de tu puerta anoche. No sé si tu identificación será suficiente para el fiscal del estado. Pero quizá podamos enterarnos de quién ha pagado su fianza.
Trajeron a la segunda fila, una serie de hombres negros. Sólo había visto de cerca a uno de mis atacantes. Aun presumiendo que Troy fuera uno de los hombres que tenía ante mí, no pude señalarlo, incluso con prueba de voz.
Bobby estaba de un humor excelente por mi identificación del primer hombre. Me ayudó afablemente con todos los trámites y llamó a la agente Neely para que me llevara a casa, despidiéndome con una palmadita en el brazo y la promesa de comunicarme cuándo sería la primera fecha para el juicio.
Mi estado de ánimo, sin embargo, no era tan jovial. Cuando Neely me dejó en casa subí a ponerme los zapatos de correr. Todavía no me sentía con fuerza para una carrera, pero me hacía falta un paseo largo para aclarar mi cerebro antes de ver a Caroline por la tarde.
Primero, no obstante, tenía que reparar mis cercas. El Sr. Contreras me recibió distante, procurando disimular sus heridos sentimientos con un barniz de cortesía. Pero la sutileza no formaba realmente parte de su constitución. Cedió pasados unos minutos, me dijo que nunca más subiría a mi casa sin llamar antes, y me frió unos huevos con bacon para comer. Después, permanecí un rato sentada charlando con él, conteniendo mi impaciencia ante su prolongado flujo de reminiscencias irrelevantes. Además, cuanto más tiempo estuviera hablando él, más podía postergar el enfrentarme a una conversación mucho más difícil. Pese a ello, a las dos supuse que ya estaba bien de eludir a Lotty y salí hacia Sheffield.
No fue tan fácil hacer las paces con Lotty y darle un beso. Estaba en casa entre sus horas de clínica de la mañana y un concierto con Max por la tarde. Hablamos en la cocina mientras ella sobrecosía con diminutas puntadas el dobladillo de una falda negra. Por lo menos no me dio con la puerta en las narices.
– No sé cuántas veces he tenido que remendarte en los últimos diez años, Victoria. Muchas. Y prácticamente siempre ha sido una situación con riesgo de muerte. ¿Por qué te quieres tan poco?
Miré fijamente al suelo.
– No quiero que nadie me resuelva mis propios problemas.
– Pero anoche viniste aquí. Me metiste en tus problemas, y después desapareciste sin decir palabra. Eso no es independencia; eso es crueldad desconsiderada. Tienes que decidirte sobre lo que quieres de mí. Si es sólo que sea tu médico -la persona que te cose cuando te empeñas en meter la cabeza delante de una bala- muy bien. Pasaremos a encuentros fríos del todo. Pero si quieres que seamos amigas, no puedes comportarte con ese alegre desprecio por mis sentimientos hacia ti. ¿Lo comprendes?
Me froté la cabeza fatigada. Al fin miré hacia ella.
– Lotty, estoy asustada. Nunca he estado tan atemorizada desde el día en que mi padre me dijo que Gabriella se moría y no se podía hacer nada. Entonces supe que era un enorme error depender de alguien para que me solucionara las cosas. Ahora estoy, por lo visto, demasiado aterrada para resolverlos sola y estoy dando coletazos. Pero cuando pido ayuda me pone totalmente frenética. Sé que es difícil para ti. Y lo siento. Pero ahora mismo no consigo el suficiente distanciamiento para remediarlo.
Lotty terminó de pasar el hilo por el dobladillo y dejó la falda. Sonrió con gesto torcido.
– Sí. No es fácil perder a tu madre, ¿verdad? ¿Podíamos llegar a un acuerdo, querida? No te exigiré conductas que no puedes seguir. Pero cuando te encuentres en este estado, ¿me lo dirás, para que no me enfade tanto contigo?
Cabeceé unas cuantas veces, con la garganta tan apretada que me impedía hablar. Lotty se acercó a mí y me abrazó fuertemente.
– Tú eres la hija de mi corazón, Victoria. Ya sé que no es lo mismo que tener a Gabriella, pero el cariño está ahí.
Sonreí trémula.
– En vuestro ardor sois las dos iguales.
Después de aquello le hablé de los cuadernos que me había dejado allí. Prometió revisarlos el domingo, para ver si podía sacar algo en limpio.
– Y ahora tengo que vestirme, cariño. ¿Pero por qué no te vienes a pasar la noche? Es posible que nos venga bien a las dos.