34.- Golpe bancario

Salí vacilante de la casa y fui hacia el coche, con el estómago levantado, la garganta apretada y amarga de bilis. Lo único en que podía pensar era en llegar hasta Lotty, sin parar a coger nada, ni un cepillo de dientes, ni una muda. Ir directamente a la cordura.

Llegué hasta allí de milagro. En la Calle Setenta y Uno una bocina estridente me devolvió al mundo súbitamente. Hice un cauto rodeo por el parque Jackson, pero estuve a punto de atropellar a un ciclista que cruzó el paseo como una flecha hacia la Cincuenta y Nueve. Aún después de aquello, la aguja del indicador de velocidad siguió subiendo sin querer hacia las setenta millas.

Max estaba bebiéndose un coñac en el salón de Lotty cuando llegué. Le sonreí espasmódicamente. Con un gran esfuerzo, recordé que los dos habían ido juntos a un recital y pregunté si lo habían pasado bien.

– Soberbio. El Quinteto Cellini. Los conocimos en Londres cuando estaban empezando después de la guerra.

– Recordó a Lotty una noche en la Sala Wigmore en que se habían ido las luces, y ellos dos habían sostenido linternas sobre las partituras para que sus amigos pudieran continuar el concierto.

Lotty rió y empezó a añadir sus propios recuerdos cuando se interrumpió.

– ¡Vic! No te había visto la cara a la luz cuando entraste. ¿Qué ha pasado?

Forcé los labios en una sonrisa.

– Nada por lo que peligre mi vida.

Sólo una conversación peregrina que te contaré algún día.

– Yo tengo que irme de todos modos, querida -dijo Max levantándose-. Me he quedado demasiado tiempo bebiéndome tu excelente coñac.

Lotty le acompañó a la puerta y volvió apresuradamente.

Procuré volver a sonreír. Pero, para mi consternación, empecé a sollozar.

– Lotty, yo creía que conocía todos los horrores que la gente se hace mutuamente en esta ciudad. Hombres que se matan por una botella de vino. Mujeres que echan lejía a sus amantes. Por qué ha de afectarme esto tanto es algo que no entiendo.

– Toma -Lotty me puso un poco de coñac en los labios-. Bébete esto y cálmate un poco. Intenta contarme lo que ha pasado.

Tragué parte del coñac, que arrastró de mi garganta el sabor a bilis. Mientras Lotty me cogía la mano, solté la historia sin detenerme. Cómo había advertido el parecido entre el joven Art y Caroline, y había pensado que la madre del chico debía tener alguna relación con el padre de Caroline. Que después había sabido que era el padre el que estaba emparentado con la abuela de Caroline.

– Esa parte no fue tan espantosa -dije ahogando un sollozo-. Quiero decir que sí es espantoso, claro, pero lo que me puso totalmente enferma fue esa horrenda beatería fregadita de los Djiak y su insistencia en que había sido culpa de Louisa. ¿Sabes cómo la criaron? ¿Con qué rigidez vigilaron a las dos hermanas? Ni salidas, ni chicos, ni una charla sobre el sexo. Y después el hermano de la madre. Abusó de una de las niñas y le dejaron quedarse por ahí a ver si abusaba de la otra. Y entonces la castigaron.

Estaba levantando la voz; ya no podía controlarla.

– No puede ser, Lotty. No debe ser. Yo tendría que poder evitar que pasaran cosas tan viles, pero no tengo ningún poder.

Lotty me rodeó con sus brazos, y me estrechó sin hablar. Pasados unos momentos mis sollozos cedieron, pero seguí recostada en su hombro.

– No puedes curar al mundo entero, Liebchen. Sé que lo sabes. Sólo se puede trabajar con una persona a la vez, en escala menor. Y sobre esas personas a las que ayudas sí tienes un gran efecto. Son sólo los megalómanos, los Hitlers y parecidos, los que creen que tienen la solución para la vida de todos los demás. Tú perteneces al mundo de los cuerdos, Victoria, al mundo de los limitados.

Me llevó a la cocina y me dio los restos del pollo que había guisado para Max. Siguió sirviéndome coñac hasta que empecé a sentir sueño. Después me llevó a la habitación de invitados y me quitó la ropa.

– El Sr. Contreras -dije torpemente-. Olvidé decirle que iba a pasar aquí la noche. ¿Puedes llamarle por favor? Si no, Bobby Mallory va a empezar a drenar el lago buscándome.

– Desde luego, cariño. Lo haré en cuanto estés dormida. Descansa y no te preocupes.

Cuando desperté el domingo por la mañana estaba algo aturdida como resultado del exceso de coñac y lágrimas. Pero era la primera vez que dormía profundamente desde la agresión; había disminuido el dolor de los hombros hasta el punto de no notarlo ya con cada movimiento.

Lotty me trajo el New York Times con un plato de panecillos frescos y mermelada. Pasamos la mañana relajada de prensa y café. A mediodía, cuando quise empezar a hablar de Art Jurshak -sobre el modo de evitar a sus ubicuos guardaespaldas para hablar con él- Lotty me hizo callar.

– Hoy es día de descanso para ti, Victoria. Nos vamos al campo, a respirar aire puro y a desconectar totalmente de toda preocupación. Así mañana nos parecerá todo más posible.

Yo cedí con todo el buen talante que me fue posible, pero Lotty tenía razón. Nos fuimos a Michigan, pasamos el día paseando por las dunas de arena, dejando que el aire frío del lago nos batiera el cabello. Remoloneamos por las pequeñas vinaterías y compramos una botella de vino de cereza y arándanos de recuerdo para Max, que se enorgullecía de su paladar. Cuando finalmente regresamos a casa hacia las diez de la noche, me sentía totalmente depurada.

Fue una suerte que me tomara ese día de descanso. El lunes resultó ser largo y frustrante. Lotty se había ido ya cuando desperté; hace su ronda de visitas en el Beth Israel antes de abrir su clínica a las ocho y media. Me había dejado una nota diciendo que había revisado los cuadernos del Dr. Chigwell después de irme a la cama, pero no estaba segura de la interpretación de los valores sanguíneos que el doctor había apuntado. Se los había llevado a una amiga especializada en nefrología para que los descifrara.

Llamé al Sr. Contreras. Me dio un parte de noche sin percances, pero dijo que el joven Art estaba empezando a impacientarse. Le había dejado una máquina de afeitar y una muda de ropa interior, pero no sabía cuánto tiempo podría retener al muchacho en el piso.

– Si quiere marcharse que se vaya -le dije-. Es él quien quería protección. No me importa demasiado si ahora no quiere aceptarla.

Le dije que me pasaría por allí para hacer una maleta pequeña, pero que iba a quedarme con Lotty hasta que tuviera más garantías frente a los merodeadores nocturnos. El Sr. Contreras asintió melancólico: hubiera preferido con mucho que mandara al joven Art con Lotty y me alojara con él y Peppy.

Tras haber ido a mi casa para ducharme y cambiarme de ropa, bajé a pasar unos minutos con Peppy y el Sr. Contreras. La tensión de las últimas semanas empezaba a labrar profundas líneas en el rostro del joven Art. O acaso fueran las treinta y seis horas pasadas con el Sr. Contreras.

– ¿Has… has hecho algo? -su voz vacilante se había reducido a un murmullo patético.

– No puedo hacer nada hasta no haber hablado con tu padre. Tú puedes ayudarme en eso. No veo cómo puedo colarme entre sus guardaespaldas para verlo a solas.

Eso le alarmó mucho: no quería que Art padre supiera que había recurrido a mí; entonces sí que se vería en un brete. Razoné con él e intenté engatusarle sin resultado. Por último, ya un tanto harta, fui hacia la puerta.

– No tengo más remedio que llamar a tu madre y decirle que sé dónde estás. Estoy segura de que no tendrá inconveniente en arreglar una entrevista entre tu padre y yo a cambio de saber que su preciado bebé está sano y salvo.

– Coño, Warshawski -siseó-. Sabes que no quiero que hables con ella.

El Sr. Contreras se ofendió por la manera de hablarme del muchacho y empezó a interrumpir. Yo levanté la mano, lo cual le paró los pies gracias al cielo.

– Entonces ayúdame a ponerme en contacto con tu padre.

Al final, fulminándome, accedió a llamar a su padre para decirle que tenía que hablarle a solas y acordó una cita frente a la fuente de Buckingham.

Le pedí a Art que procurara fijar nuestro encuentro para las dos de aquel día; que volvería a llamar a las once para confirmar la hora. Cuando salí, oí al Sr. Contreras reprobándole por hablarme de modo tan descortés. Me dirigí hacia el sur con la única risa del día.

Mis padres habían hecho sus operaciones bancarias con el Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito. Mi madre me había abierto mi primera cartilla de ahorro allí cuando cumplí diez años para que pudiera ir guardando las monedas que iban cayendo en mis manos y mis ganancias de cuidar niños en pro de la educación universitaria que tanto me había prometido. En mi memoria, seguía siendo un lugar intimidante y sobredorado por todas partes.

Cuando me aproximé al mugriento edificio de piedra entre la Noventa y Tres y la Comercial, me pareció que se había encogido tanto con los años que tuve que comprobar el rótulo de la puerta para asegurarme de estar en el lugar debido. El techo abovedado, que tanto me impresionaba de pequeña, me parecía ahora simplemente cochambroso. En lugar de tener que ponerme de puntillas para mirar la cabina del cajero, miré hacia abajo a la muchacha con acné sentada tras el mostrador.

Ella no sabía nada sobre el informe anual del banco, pero me remitió con indiferencia a un funcionario del local. La verbosa historia que había preparado para explicar por qué lo quería fue innecesaria. El hombre maduro con el que hablé estaba encantado de encontrar a alguien interesado en un banco de ahorro en decadencia. Me habló largo y tendido sobre los fuertes valores éticos de la comunidad, donde la gente hacía lo posible por mantener en orden sus pequeños hogares, y que el propio banco volvía a negociar préstamos a su clientela de toda la vida cuando se veían en apuros.

– No hacemos informes anuales del tipo que está acostumbrada a estudiar, porque somos banca privada -concluyó-. Pero si lo desea puede ver nuestros balances de final de ejercicio.

– En realidad lo que quiero ver son los nombres del consejo de dirección -contesté.

– Desde luego -rebuscó en un cajón y sacó un montón de papeles-. ¿Está segura de no querer inspeccionar los balances? Si está pensando en invertir, puedo asegurarle que tenemos una situación extraordinariamente solvente, pese a la desaparición de una de las fábricas de la zona.

Si me hubieran sobrado unos miles de dólares, me habría sentido obligada a entregárselos al banco para disimular mi bochorno. Dadas las circunstancias, murmuré una evasiva y cogí la lista de directores que me ofrecía. Contenía trece nombres, pero sólo conocía uno: Gustav Humboldt.

«Ah, sí», me confirmó orgulloso mi informante, el Sr. Humboldt había accedido a formar parte del consejo de dirección del banco en los años cuarenta cuando empezó sus negocios en la zona. Y aún ahora que su compañía se había convertido en una de las mayores del mundo y era director de una docena de empresas Fortuna 500, seguía en el consejo del Metalúrgico.

– El Sr. Humboldt sólo ha dejado de asistir a ocho juntas en los últimos quince años -concluyó.

Yo farfullé algo que podía entenderse como desmedida admiración hacia la dedicación del gran hombre. El panorama empezaba a aparecer tolerablemente claro. Había alguna cuestión respecto a los seguros de la mano de obra de la fábrica Xerxes que Humboldt estaba decidido a no dejar salir a la luz. No veía qué era lo que aquello podía tener que ver con las muertes de Ferraro y Pankowski. Pero posiblemente Chigwell sabía lo que significaba el informe actuarial que yo había encontrado; quizá fuera eso lo que iban a revelar sus cuadernos médicos. Esa parte no me preocupaba demasiado. Era el papel personal de Humboldt lo que a un tiempo me enfurecía y me asustaba. Estaba harta de que me empujara de aquí para allá. Había llegado el momento de hacerle frente directamente. Logré librarme del esperanzado funcionario del Metalúrgico y me dirigí al Loop.

No estaba con ánimos para perder el tiempo buscando un aparcamiento barato. Paré el coche en un solar contiguo al Edificio Humboldt en Madison. Deteniéndome sólo lo preciso para peinarme mirándome en el espejo retrovisor, avancé hacia la caleta del tiburón.

El Edificio Humboldt albergaba los despachos corporativos de la compañía. Como la mayoría de los conglomerados industriales, el negocio de verdad se llevaba a cabo en las fábricas distribuidas por el mundo entero, por tanto no me extrañó que su cuartel general pudiera estar contenido en veinticinco pisos. Era una estructura estrictamente funcional, sin árboles ni esculturas en el vestíbulo. Los suelos estaban cubiertos con esa baldosa utilitaria que solía verse en los rascacielos antes de que Helmut Jahn y compañía empezaran a llenarlos de atrios forrados de mármol.

En el anticuado panel de anuncios negro del pasillo no aparecía el nombre de Gustav Humboldt, pero sí que las oficinas de la compañía estaban en la planta veintidós. Llamé a uno de los ascensores de puertas de bronce que me subió con parsimonia.

El corredor al que salí desde el ascensor era austero, pero el tono había cambiado sutilmente. La mitad inferior de las paredes estaba cubierta de la misma manera oscura que se veía en el suelo a ambos lados de la alfombra verde pálido. Sobre los paneles pendían grabados enmarcados de alquimistas medievales con retortas, sapos y murciélagos.

Avancé sobre la espesa alfombra verde hasta una puerta abierta que había a mi derecha. El alfombrado se continuaba al otro lado abriéndose en una gran explanada. La madera oscura se repetía en una mesa escritorio bien pulida. Tras ella había una mujer con un distribuidor telefónico y un procesador de textos. Ella estaba también impecablemente pulida, con el cabello oscuro recogido en un delicado moño que dejaba al descubierto las grandes perlas de unas orejas como conchas. Dejó el ordenador para saludarme con una cortesía experimentada.

– Vengo a ver a Gustav Humboldt -dije, procurando adoptar tono de autoridad.

– Comprendo. ¿Me dice su nombre, por favor?

Le entregué una tarjeta y se volvió con ella hacia los teléfonos. Cuando terminó sonrió con expresión disculpatoria.

– No la encuentro en el calendario de citas, Srta. Warshawski. ¿La espera el Sr. Humboldt?

– Sí. Me ha dejado mensajes por todas partes. Ésta es la primera ocasión que he tenido para contestarlos.

Regresó a los teléfonos. Esta vez, cuando terminó me pidió que me sentara. Me acomodé en un sillón con relleno excesivo y empecé a hojear un número del informe anual convenientemente depositado a su lado. Las operaciones brasileñas de Humboldt mostraban un asombroso crecimiento en el año anterior, constituyendo un sesenta por ciento de los beneficios del exterior. La inversión de un capital de 500 millones de dólares en el Plan del Río Amazonas rendía ya suculentos dividendos. No pude evitar preguntarme cuánto desarrollo haría falta para que el Amazonas adquiriera el aspecto del Calumet.

Estaba estudiando la descomposición de los beneficios por productos, y sintiendo un algo de satisfacción de propietario ante el buen comportamiento de la xerxina, cuando la pulida recepcionista me llamó: el Sr. Redwick iba a recibirme. La seguí hasta la tercera de una fila de puertas en un pasillito a espaldas de su mesa. Tocó con la mano y abrió, después regresó a su puesto.

El Sr. Redwick se levantó detrás de su mesa para alargarme la mano. Era un hombre alto y bien acicalado aproximadamente de mi edad, con ojos grises y distantes. Me estudió sin sonreír mientras nos estrechábamos las manos y pronunciábamos los saludos de rigor, después señaló hacia un pequeño tresillo junto a una pared.

– Tengo entendido que usted cree que el Sr. Humboldt quiere verla.

que el Sr. Humboldt quiere verme -le corregí-. No estaría usted hablando conmigo si no fuera así.

– ¿Con qué motivo cree que quiere verla? -apretó las yemas de los dedos entre sí.

– Me ha dejado un par de mensajes. Uno en la agencia de seguros de Art Jurshak, el otro en el Banco Metalúrgico de Chicago Sur. Ambos mensajes eran muy urgentes. Por eso he venido en persona.

– ¿Por qué no me dice lo que decían, y entonces podré juzgar si es o no necesario que hable con usted personalmente o si puedo yo ocuparme del asunto.

Sonreí.

– O goza usted de la absoluta confianza del Sr. Humboldt, en cuyo caso ya sabrá lo que decían, o no; en cuyo caso él preferirá con seguridad que no se entere usted.

La mirada distante se volvió aún más fría.

– Puede creer sin lugar a dudas que cuento con la confianza del Sr. Humboldt; soy su auxiliar ejecutivo.

Bostecé y me levanté para examinar un cuadro de la pared frente al sofá. Era un dibujo satírico del Trust Petrolero realizado por Nast, y en la medida en que mi mirada inexperta podía discernirlo, parecía un original.

– Si no está dispuesta a hablar conmigo, va a tener que marcharse -dijo Redwick secamente.

No me volví.

– ¿Por qué no pregunta primero al hombre fuerte; infórmele de que estoy aquí y poniéndome nerviosa.

– Ya sabe que está aquí y me pidió que la recibiera yo.

– Qué difícil es cuando las personas de carácter discrepan tan violentamente -dije pesarosa, y salí de la habitación.

Caminé deprisa, probando todas las puertas con que topaba, sorprendiendo a una serie de atareados asistentes. La puerta del fondo abría la cueva del hombre fuerte. Una secretaria, presumiblemente la Srta. Hollingsworth, levantó la cabeza extrañada de mi presencia. Antes de que pudiera formular una sola protesta, me había introducido en la cámara interior. Redwick me pisaba los talones, intentando agarrarme por los brazos.

Al otro lado de la puerta de caoba, en medio de toda una colección de muebles de oficina antiguos, estaba Gustav Humboldt, sentado con un documento sin abrir sobre las rodillas. Dirigió la mirada detrás de mí, hacia su auxiliar ejecutivo.

– Redwick. Creí haber dejado muy claro que no permitieran a esta mujer molestarme. ¿Es que ha llegado a la conclusión de que mis decisiones no tienen ya autoridad?

Con considerable disminución de su distante postura, Redwick intentó explicarle lo ocurrido.

– Realmente hizo todo lo que pudo -intervine yo compasiva-. Pero yo sabía que en el fondo se arrepentiría usted eternamente si no hablaba conmigo. Verá, acabo de venir del Banco Metalúrgico de Ahorro y Crédito, de modo que ya sé que fue usted quien presionó a Caroline Djiak para que me despidiera. Y además está el asunto del seguro médico y de vida que Art Jurshak ha estado gestionándole. No me parece el garante más apropiado, un hombre que se entiende con tipos como Steve Dresberg, y el inspector de seguros del Estado de Illinois probablemente coincidiría conmigo.

Estaba pisando terreno muy resbaladizo, porque no estaba segura de lo que el informe significaba. Era evidente que para Nancy era un bombazo, pero tan sólo podía conjeturar la razón. Continué trenzando posibilidades, dejando caer referencias a Pankowski y Ferraro, pero Humboldt se negó a morder el anzuelo. Caminó hacia su mesa y cogió el teléfono.

– ¿Por qué me mintió sobre el pleito? -proseguí en tono conversador cuando hubo colgado-. Comprendo que tener un gran ego es un sine qua non para alcanzar el éxito en la escala suya, pero tiene que ser muy miope para creer que iba a aceptar su palabra no contrastada sobre el asunto. Habían estado pasando demasiadas cosas en Chicago Sur para que yo no recelara de un jefazo de alto voltaje que…

Fui interrumpida por nuevas presencias: tres guardias de seguridad. No pude evitar sentirme halagada porque Humboldt creyera que hacían falta tantos hombres para sacarme de su edificio; uno sólo de aquel tamaño y aparente musculatura habría bastado dado el estado en que me encontraba. No tenía ánimos para hacer una exhibición de arrestos y me fui sin protestar.

Cuando me hicieron salir de la habitación -con más fuerza de la que realmente era necesaria- grité por encima del hombro:

– Vas a tener que buscarte ayuda más competente, Gustav. Los tipos que me tiraron a la Laguna del Palo Muerto están detenidos y es sólo cuestión de tiempo que se busquen una defensa diciendo a la policía quién les contrató.

No me respondió. Cuando Redwick cerró la puerta tras nosotros, sin embargo, oí a Humboldt decir:

– Alguien va a tener que hacerme el favor de callar a esa zorra metomentodo.

En fin, aquello parecía anular mi idea de volver a beber su excelente coñac nunca más.

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