16.- Visita a domicilio

Eran pasadas las doce del mediodía cuando Manheim y yo terminamos nuestra conversación. Me dirigí hacia el Loop, compré una Coca light y un sándwich -de cecina, que reservo para las ocasiones en que necesito estar bien alimentada- y me los llevé a la oficina.

Comprendía los argumentos de Manheim. Hasta cierto punto. Si Humboldt hubiera perdido un pleito como ése podría haber sido desastroso, la clase de conflicto que llevó a la empresa Johns-Manville a declararse en quiebra. Pero la situación de Manville había sido distinta: sabían que el asbesto era tóxico y ocultaron el dato. Por eso, cuando la repugnante verdad se supo, los obreros pusieron una demanda de daños punitivos.

Humboldt no habría tenido que enfrentarse más que a una serie de demandas de indemnización. Con todo, podría haber sido peliagudo. Digamos que hubiera habido mil obreros en la fábrica a lo largo de un período de diez años y todos hubieran muerto: a cuarto de millón por barba, aun si Ajax fuera quien pagara, habría sido un buen pellizco.

Me chupé la mostaza de los dedos. Quizá estuviera considerando la cuestión erróneamente… quizá se tratara de que Ajax se había negado a pagar… que Gordon Firth le hubiera dicho a su amiguete Gustav Humboldt que echara tierra sobre cualquier intento de reabrir el caso. Pero Firth no tenía modo de saber que yo estaba metida en aquello; no era posible que se hubiera corrido la voz por Chicago a tanta velocidad. O quizá lo fuera. No se sabe lo que es una auténtica fábrica de chismes y rumores hasta que no se ha pasado una semana en una gran corporación.

Y además ¿por qué habían amenazado a Manheim a causa de la apelación? Si Humboldt llevaba las cuestiones legales derechas como un clavo, no le acarreaba ningún provecho apretar a Manheim; lo único que conseguiría era que un juez anulara el fallo. De modo que no podía haber sido su compañía la que quisiera quitarle de en medio.

O acaso fuera algún empleado de nivel bajo. Alguien que creyera que podía cobrar notoriedad en la compañía retorciendo un poco el brazo a los demandantes. No era un escenario totalmente imposible. Existe una suerte de atmósfera corporativa donde la ética es algo laxa y los subordinados creen que la forma de ganarse a la dirección es pisando sobre el cadáver de sus rivales.

Pero eso seguía sin explicarme por qué había mentido Humboldt sobre el pleito. ¿Por qué cargar a los pobres diablos con una acusación de sabotaje cuando todo lo que querían era un poco de dinero de indemnización? Me pregunté si merecería la pena intentar hablar con Humboldt otra vez. Vi su cara llena y jovial con los fríos ojos azules. Hay que nadar con cuidado cuando compartes el agua con un gran tiburón. No estaba segura de querer entrevistarme todavía con aquel pez gordo.

Gemí para mis adentros. El problema se extendía ante mi vista como las ondas de un estanque. Yo era la piedra arrojada en el centro y las ondas iban alejándose de mí progresivamente. Sencillamente, no podía atender a tantas líneas intangibles yo sola.

Procuré dirigir mi atención hacia algunos problemas que me habían llegado con el correo, entre ellos una notificación de falta de fondos para cubrir un cheque que me había pagado una pequeña ferretería por una cuestión de sisa que yo le había resuelto hacía unas pocas semanas. Hice una llamada que no me produjo el menor bienestar y decidí cerrar por aquel día. Acababa de encestar el correo en la papelera cuando sonó el teléfono.

Una voz eficiente de contralto me informó de que era Clarissa Hollingsworth, secretaria personal del Sr. Humboldt.

Di un respingo en la silla. Había de estar alerta. Yo no tenía ganas de ir a verle, pero el tiburón quería nadar hacia mí.

– Sí, Srta. Hollingsworth. ¿En qué puedo servir al Sr. Humboldt?

– Creo que no requiere ningún servicio -me dijo distante-. Sólo me ha pedido que le comunique cierta información. Sobre una persona llamada… espere… Louisa Djiak.

Se atascó en el nombre; tendría que haber practicado su pronunciación antes de llamar.

Repetí el nombre de Louisa correctamente.

– ¿Sí?

– El Sr. Humboldt dice que ha hablado con el Dr. Chigwell sobre ella y que es probable que Joey Pankowski fuera el padre de la niña -también tuvo dificultades con Pankowski. Me esperaba algo más de la secretaria particular del Sr. Humboldt.

Me retiré el auricular de la oreja y lo contemplé, como si pudiera ver en él la expresión de la Srta. Hollingsworth. O la de Humboldt. Al fin volví a acercármelo a los labios y pregunté:

– ¿Sabe quién le hizo esa pesquisa al Sr. Humboldt?

– Creo que se interesó él personalmente en el asunto -dijo con tono estirado.

Yo respondí lentamente:

– Es posible que el Dr. Chigwell haya inducido a error al Sr. Humboldt. Es importante que lo vea para hablar la cuestión con él.

– Lo dudo mucho, Srta. Warshawski. El Sr. Humboldt y el doctor han trabajado juntos mucho tiempo. Si le ha dado esa información al Sr. Humboldt tiene absolutas garantías.

– Es posible -procuré adoptar un tono conciliador-. Pero el propio Sr. Humboldt me dijo que la gente de su personal intenta en ocasiones protegerle de los asuntos desagradables. Sospecho que algo así ha ocurrido en este caso.

– ¿Ah, sí? -dijo con irascibilidad-. Es posible que usted trabaje en un ambiente donde no se puede confiar en los demás. Pero el Dr. Chigwell ha sido un socio totalmente fiable del Sr. Humboldt durante cincuenta años. Quizá sea algo que una persona como usted no pueda entender, pero la idea de que el Dr. Chigwell haya mentido al Sr. Humboldt es totalmente ridícula.

– Una cosa más antes de que me cuelgue el teléfono llena de santa indignación. Alguien engañó terriblemente al Sr. Humboldt en cuanto al verdadero carácter del pleito que Pankowski y Ferraro pusieron a Xerxes. Por eso no me fío demasiado de este último dato informativo.

Se produjo una pausa, después dijo con desgana:

– Le hablaré del asunto al Sr. Humboldt. Pero dudo de que desee hablar con usted.

Eso fue lo máximo que pude arrancarle a la secretaria. Fruncí otra vez el ceño mirando al teléfono, pensando en qué le diría a Humboldt si lo veía. En vano. Cerré la oficina y cogí el coche para ir a la pequeña ferretería de la calle Diversey. No habían querido hablar conmigo por teléfono, pero cuando vieron que estaba dispuesta a expresarme sin miramientos delante de sus clientes me llevaron a la parte trasera y a regañadientes me extendieron otro cheque. Más diez dólares de gastos por el que no tenía fondos. Lo ingresé en mi banco directamente y me fui a casa.

Colándome por la entrada trasera conseguí dar esquinazo al Sr. Contreras y a la perra. Me detuve en la cocina para inspeccionar los fondos alimenticios. Seguían siendo míseros. Me hice una fuente de palomitas y me la llevé al salón. Palomitas de maíz y cecina -um-mm, rico.

Las cuatro y media es una hora espantosa para encontrar algo que ver en la TV: hice el recorrido por los programas de juegos, Barrio Sésamo y la expresión radiante de El gourmet frugal. Finalmente apagué el aparato asqueada y alcancé el teléfono.

Chigwell aparecía en la guía a nombre de Clio. Fue ella quien respondió a la tercera señal, con voz distante, inflexible. Sí, me recordaba. No creía que su hermano quisiera hablar conmigo, pero iría a ver de todos modos. No, no quería.

– Mire, Srta. Chigwell. Me fastidia tener que ponerme pesada, pero hay una cosa que quisiera saber. ¿Le ha llamado Gustav Humboldt en los últimos días?

Se mostró sorprendida.

– ¿Cómo lo sabe?

– No lo sabía. Su secretaria me proporcionó una cierta información que en teoría Humboldt había recibido de su hermano. Quería saber si Humboldt se la había sacado de la manga.

– ¿Qué fue lo que, según él, le dijo Curtís?

– Que Joey Pankowski era el padre de Caroline Djiak.

Me pidió que le explicara quiénes eran ambos, y después marchó a comprobar la cuestión con su hermano. Tardó un cuarto de hora en volver. Terminé las palomitas y ejecuté algunos ejercicios de piernas, tumbada con el teléfono junto al oído para poder oírla a su vuelta.

Su voz irrumpió bruscamente:

– Dice que sabía lo de ese hombre, que la madre de la muchacha se lo había contado todo cuando la habían contratado.

– Ya veo -dije débilmente.

– El problema es que te puedes pasar toda una vida con una persona sin saber cuándo te está mintiendo. No sé qué parte se ha inventado Curtís, pero le puedo decir una cosa: está dispuesto a decir cualquier cosa que Humboldt le pida.

Mientras me esforzaba por añadir estos datos a mi cerebro reblandecido, me extrañó otra cuestión:

– ¿Por qué me dice todo esto, Srta. Chigwell?

– No lo sé -respondió sorprendida-. Es posible que después de setenta y nueve años esté harta de que Curtis se escude en mí. Adiós -colgó con un clic seco.

Me pasé el sábado calentándome los cascos con Humboldt y Chigwell, incapaz de imaginar motivo alguno para que pergeñaran una historieta sobre Louisa y Joey, incapaz de ingeniar alguna forma de echarles mano. Cuando Murray Ryerson, director de la sección de sucesos delictivos del Herald Star, me llamó el domingo porque uno de sus chupatintas había destapado el dato de que Nancy Cleghorn y yo habíamos sido compañeras de curso, incluso accedí a hablar con él.

En baloncesto Murray sigue a De Paul, o más bien se babea con ellos. Aunque yo vivo -y muero- todos los años con los Clubs, y conservo un cariño nostálgico por Otis Wilson de los Bears, me trae francamente sin cuidado que los Blue Demons vuelvan a hacer una canasta en toda su vida. En Chicago eso es máxima herejía; equivalente a afirmar que detestas los desfiles del día de San Patricio. Por tanto, acepté acarrearme hasta el Horizon para verlos enzarzarse con Indiana o Loyola o el que fuera.

– En todo caso -dijo Murray-, puedes sentarte y recordar que tú y Nancy hacíais las mismas jugadas sólo que mejor. Dará un sabor más intenso a tu memoria.

De Paul perdió una ganga, y Murray no cesó de hacer comentarios injuriosos sobre el joven Joey Meyer y el ataque en general durante la hora que pasamos para avanzar desde el aparcamiento hasta cruzar la barrera. Hasta que no estuvimos en Ethel's, un restaurante lituano del Sector Noroeste, y Murray hubo atiborrado su complexión de seis pies cuatro pulgadas con unas cuantas docenas de rollitos de col agridulce, no se centró en el verdadero meollo de aquella tarde.

– ¿Entonces qué interés tienes en la muerte de Cleghorn? -preguntó con indiferencia-. ¿Te ha pedido la familia que la investigues?

– A la poli le llegó un soplo de que se había ido al otro mundo por mí -me comí sosegadamente otra bolita gordezuela de masa. Tendría que correr diez millas a la mañana siguiente para quemar todo aquello.

– Venga, venga. Por lo menos una docena de personas va diciendo que has estado husmeando por allí. ¿De qué se trata?

Sacudí la cabeza.

– Ya te lo he dicho. Quiero salvar mi buen nombre.

– Ya, y yo soy el Ayatollah de Detroit.

Me encanta cuando estoy diciéndole la verdad a Murray y él se imagina que es una tremenda tapadera; me da una enorme ventaja. Desgraciadamente, no era mucho lo que se podía extraer de él. La policía había hecho una visita a Steve Dresberg, a su hombre de paja, Leon Haas, a otros cuantos ciudadanos probos de Chicago Sur -entre ellos algún antiguo amante de Nancy- y no tenían nada que pudiera considerarse realmente una pista.

Al fin, Murray se cansó del juego.

– Supongo que hay suficiente para publicar una historieta de interés humano sobre Nancy y tú en la universidad, viviendo con una miseria y estudiando a los clásicos en el tiempo que os quedaba entre zurra y zurra a los mejores equipos femeninos de la región. Me fastidia sacarte en blanco y negro cuando no te lo has ganado, pero al menos el fiscal del estado tendrá el nombre de Nancy en las narices.

– Muy agradecida, Murray.

Cuando me dejó en mi casa de la calle Racine, me metí en el coche y arranqué hacia Hinsdale. La entrevista con Murray me había dado una idea maldita sobre la forma de presionar a Chigwell.

Eran casi las siete cuando toqué el timbre de su puerta lateral, no precisamente la hora ideal para hacer una visita. Cuando la Srta. Chigwell salió a la puerta intenté adoptar un aspecto serio y fiable. Sus graves facciones no me daban ningún indicio de la medida en que lo estaba consiguiendo.

– Curtís se niega a hablar con usted -me dijo con su tono brusco, sin mostrarse sorprendida por mi aparición.

– A ver cómo le cae esto -sugerí con ademán serio y fiable-. Su fotografía en la portada del Herald Star y algunos detalles entrañables de su carrera médica.

Me miró sombría. Por qué simplemente no me daba con la puerta en las narices era algo que no entendía. Y aún me intrigó más que marchara a transmitir el mensaje. Me recordó a unos primos vejestorios de mi querido ex marido Dick, dos hermanos y una hermana que vivían juntos. Los hermanos se habían peleado hacía unos trece años y se negaban a hablarse, por lo que tenían que pedir a la hermana que les pasara la sal, la mermelada y el té, y ella obedecía dócilmente.

Sin embargo, esta vez el Dr. Chigwell vino a la puerta en persona, no confiando la mermelada a su hermana. Con su delgado pescuezo oscilando hacia adelante tenía todo el aspecto de un pavo maltratado.

– Oiga usted, jovencita. No tengo por qué aguantar amenazas. Si no se ha ido de esta puerta en treinta segundos llamo a la policía y puede explicarles a ellos por qué ha iniciado esta campaña de acoso.

Me tenía cogida. Me imaginaba intentando explicar a un policía suburbano -o incluso a Bobby Mallory- que uno de los diez hombres más ricos de Chicago me estaba mintiendo y buscando la connivencia de su antiguo médico de fábrica para ello. Bajé la cabeza resignada.

– Considéreme ida. El periodista que vendrá a verle por la mañana se llama Murray Ryerson. Le hablaré de sus antiguos historiales médicos y demás.

– ¡Fuera de aquí! -su voz había adoptado un tono silbante que me heló la sangre.

Me fui.

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