42.- Obsequio de Humboldt

Creo que la última vez que me sentí así de mal fue el día después del funeral de mi madre, cuando su muerte se me hizo súbitamente real. Quise llamar a Caroline, a su casa y a PRECS. Tanto Louisa como una secretaria accedieron a transmitirle un mensaje, pero donde quiera que se encontrara Caroline no deseaba hablar conmigo. Unas mil veces pensé en llamar a McGonnigal, y pedir a la policía que estuvieran al tanto; pero ¿qué podían hacer ellos por un ciudadano atormentado?

Hacia las cuatro pedí a Peppy al Sr. Contreras y me la llevé al lago en coche. No tenía ánimos para correr, aunque la perra los tenía en abundancia, pero me hacía falta su afecto silencioso y la anchura del cielo y el agua para aliviar mi espíritu. No era impensable que Humboldt, un mal perdedor a todas luces, tuviera algún sustituto de Dresberg, de modo que mantuve una mano sobre la Smith & Wesson en el bolsillo de la chaqueta.

Tiré palos a la perra con la mano izquierda. A ésta no le pareció gran cosa la distancia a la que cayeron, pero fue a buscarlos de todos modos para demostrarme su falta de resentimiento por ello. Cuando hubo agotado una parte de sus excedentes de energía, nos sentamos mirando al agua mientras yo sostenía la pistola con la mano derecha.

En algún punto remoto de mi mente sabía que debía idear el modo de tomar la iniciativa con Humboldt, para evitarme tener que ir por ahí con la mano en el bolsillo el resto de mis días. Podía acudir a Ron Kappelman y obligarle a hablar, para saber cuánto había estado revelándole a Jurshak sobre mi investigación. Tal vez incluso supiera el modo de llegar hasta Humboldt.

La perspectiva de entrar en acción me parecía tan imposible que sólo con pensarlo se me cargaron los párpados y se me nubló el cerebro. Incluso la idea de ponerme en pie y caminar hasta el coche me iba a exigir mayor esfuerzo del que podía realizar. Me habría quedado allí mirando a las olas hasta la primavera si Peppy no se hubiera hartado y hubiera empezado a darme empujoncitos con el hocico.

– ¿No lo entiendes, verdad? -le dije-. A las perras retreiver no les crean mala conciencia los cachorros de sus vecinos. No se sienten obligadas a cuidarlos hasta la muerte.

La perra convino conmigo alegremente, con la lengua fuera. Paseamos hasta el coche; o, mejor dicho, yo paseé y Peppy danzó en espiral a mi alrededor para asegurarse de que no me perdía ni volvía a caer en estado catatónico.

Cuando llegamos a casa el Sr. Contreras salió apresuradamente con las sábanas y las toallas de Lotty ya limpias. Le di las gracias como mejor supe, pero le comuniqué que deseaba estar sola.

– Y quedarme un rato con la perra. ¿De acuerdo?

– Claro, claro, niña, desde luego. Lo que quieras. Echa de menos tus carreras, eso sin duda, o sea que probablemente se quedará contigo encantada, para cerciorarse de que no la has olvidado.

De vuelta en mi piso, volví a intentar hablar con Caroline, pero o no estaba o se negaba a hablar conmigo. Descorazonada, me senté al piano y empecé a trabajar en Ch'io scordi di te. Era el aria predilecta de Gabriella y convenía a mi ánimo de melancólica autocompasión el tocar la pieza entera, y después aplicar mi empeño en cantarla. Sentí en los párpados el escozor de mis lágrimas de lástima sentimentaloide y volví a la parte central, donde es más melódica la frase de la soprano.

Cuando sonó el teléfono salté hacia él anhelante, segura de que sería Caroline dispuesta a hablar conmigo al fin.

– ¿Srta. Warshawski? -era la voz temblona del mayordomo de Humboldt.

– ¿Sí, Anton? -mi tono era sereno, pero una descarga de adrenalina despejó mi estado letárgico como los rayos del sol la niebla.

– El Sr. Humboldt desea hablar con usted. Por favor, no se retire -la voz denotaba una gélida desaprobación. Tal vez creyera que Humboldt tenía intención de convertirme en su querida y temiera que yo fuera de clase demasiado baja para el estilo del Roanoke.

Pasó alrededor de un minuto. Intenté hacer que Peppy viniera al teléfono y me hiciera de secretaria pero no mostró el más mínimo interés. Al fin, el pastoso barítono de Humboldt vibró en el auricular.

– Srta. Warhsawski. Le quedaría muy agradecido si me hiciera una visita esta noche. Hay alguien conmigo que se arrepentiría mucho de no conocer.

– Vamos a ver -respondí-. Dresberg y Jurshak están en el hospital. Troy está detenido. Ron Kappelman ya no me interesa demasiado. ¿Quién le queda?

Soltó su risa espontánea para demostrarme que los pequeños contratiempos del lunes no eran ya más que un recuerdo lamentable.

– Es usted siempre muy directa, Srta. Warshawski, Le aseguro que no habrá tiroteos si es tan amable de hacerme la visita.

– ¿Cuchillos? ¿Jeringuillas? ¿Calderos de productos químicos?

Volvió a reír.

– Digamos simplemente que se arrepentiría usted toda la vida si no se entrevistara con mi visitante. Le enviaré un coche a las seis.

– Es usted muy amable -dije oficiosa-, pero prefiero conducir yo. Y voy a llevar un amigo.

El corazón me latía cuando colgué, y por la cabeza me pasaron toda clase de conjeturas desmelenadas. Tenía a Caroline de rehén, o a Lotty. No podía verificar lo de Caroline, pero sí llamé a Lotty a la clínica. Cuando vino al teléfono, sorprendida por mi premura, le expliqué dónde iba.

– Si a las siete no has tenido noticias mías, llama a la policía -le di los números de casa y de la oficina de Bobby.

– ¿No irás sola, verdad? -me preguntó Lotty con ansiedad.

– No, no, me llevo un amigo.

– ¡Vic! ¿No será el viejo entrometido? Va a ser más traba que ayuda.

Reí levemente.

– No, estoy totalmente de acuerdo. Me llevo a uno que es callado y fiable.

Sólo después de prometerle que la llamaría tan pronto como saliera del Roanoke accedió a que fuera sin escolta policial. Cuando colgamos me volví hacia Peppy.

– Venga, chica. Vas a conocer las guaridas de los ricos y poderosos.

La perra se mostró interesada como siempre en cualquier expedición. Me observó, con la cabeza ladeada, mientras comprobaba la Smith & Wesson una última vez para cerciorarme de que hubiera una bala en la recámara, después saltó escaleras abajo delante de mí. Conseguimos salir sin dar el parte al Sr. Contreras; estaría en la cocina preparando la cena.

Miré a mi alrededor cautelosamente para asegurarme de no estar metiéndome en una trampa, pero nadie acechaba. Peppy saltó al asiento trasero del Chevy y nos pusimos en marcha hacia el sur.

El portero del Roanoke me saludó con la misma cortesía paternal que en mi primera visita. Al parecer, Anton no le había informado de que yo era un peligro para la sociedad. O quizá el recuerdo de mi propina de cinco dólares dominara sobre cualquier mensaje desagradable del piso doce.

– ¿El perro viene con usted, señora?

– Sonreí.

– El Sr. Humboldt nos está esperando.

– Desde luego, señora -nos dejó en manos de Fred en el ascensor.

Yo avancé con gracia experimentada hacia el banco del fondo. Peppy se sentó en mis pies, con la lengua colgando, jadeando ligeramente. No estaba acostumbrada a los ascensores, pero encajó su suelo trepidante con la serena apostura de un campeón. Cuando fuimos depositados olisqueó el suelo de mármol del vestíbulo de Humboldt, pero se irguió a mi lado cuando Anton abrió la ornamentada puerta de madera.

Anton contempló a Peppy fríamente.

– Preferimos que no suban perros, dado que sus hábitos son poco previsibles y controlables. Pediré a Marcus que lo mantenga en el vestíbulo hasta que se vaya usted.

Yo sonreí un poco brutalmente.

– Me parece que los hábitos incontrolables van a combinar a la perfección con el estilo de su jefe. No entro sin ella, de modo que considere si Humboldt tiene mucho interés en verme.

– Muy bien, madame -el hielo de su voz había alcanzado la gradación Kelvin-. ¿Quiere seguirme?

Humboldt estaba sentado frente a la chimenea de la biblioteca. Bebía de un vaso pesado de cristal tallado -whisky con soda, me pareció-. El estómago se me revolvió cuando le vi, volviendo a invadirme la ira, sacudiéndome todo el cuerpo.

Humboldt miró severamente a Anton cuando Peppy entró pegada a mi talón izquierdo, pero el mayordomo dijo con voz distante que yo rehusaba entrar sin ella. Humboldt cambió inmediatamente de personaje, preguntando amablemente el nombre de la perra y procurando hacer aspavientos sobre su estupendo aspecto. Ésta, sin embargo, había percibido su hostilidad y no respondió. Yo caminé ostentosamente por la habitación con ella, invitándola a husmear en los rincones. Corrí las pesadas cortinas de brocado, pero daban al lago; no había lugar alguno donde pudiera esconderse un tirador emboscado.

Solté la cortina.

– Me esperaba a medias una descarga de fuego de metralleta. No me diga que mi vida va a caer en la monotonía.

Humboldt soltó su risita honda.

– Nada le afecta, Srta. Warshawski, ¿no es así? Es usted realmente una mujer extraordinaria.

Me senté en la butaca frente a Humboldt; Peppy se puso delante de mí, mirando de él a mí con preocupación, la cola baja. Le acaricié la cabeza y se sentó sobre las patas traseras, tensa.

– ¿Su misterioso invitado no ha llegado aún?

– Mi invitado no va a moverse -rió suavemente para sí-. He pensado que usted y yo charlemos un ratito antes. Quizá no sea necesario traer al invitado. ¿Whisky?

Sacudí la cabeza.

– Sus refinadas bodegas me están despertando ideas que sobrepasan mis ingresos; no puedo permitirme acostumbrarme a ellas.

– Sí que podría, Srta. Warshawski. Podría, insisto, si dejara de ir por ahí con esa desmedida propensión a buscar camorra.

Me recosté en el asiento y crucé las piernas.

– Eso sí que es realmente indigno de usted. Yo me esperaba que me abordara usted de forma mucho más espléndida, o al menos más sutil.

– Venga, venga, Srta. Warshawski. Reacciona usted con excesiva rapidez la mayoría de las veces. Podría hacer cosas peores que escucharme.

– Pues sí, supongo que podría seguir una gira de los Cubs. Pero será mejor que hable de una vez para que sepa si voy a tener que estar sorteando las balas de sus secuaces toda la vida.

Humboldt se resistía a alterarse.

– Ha estado prestando mucha atención a mis asuntos recientemente, Srta. Warshawski. De modo que le he devuelto el cumplido interesándome mucho por los suyos.

– Apuesto a que mis pesquisas han sido mucho más apasionantes que las suyas -mantuve la mano sobre la cabeza de Peppy.

– Es posible que tengamos ideas distintas de lo que puede ser apasionante. Por ejemplo, me intrigó sobremanera saber que debe usted un total de quince mil dólares de su piso y que no le resulta fácil pagar las mensualidades de la hipoteca.

– Por Dios, Gustav. ¿No va usted a someterme a la monserga de que va a hacer que el banco me anule la hipoteca, verdad? Ya empieza a aburrirme.

Él prosiguió como si no hubiera hablado.

– Sus padres han muerto los dos, tengo entendido. Pero tiene una buena amiga que es para usted como una especie de madre, creo… una tal Dra. Charlotte Herschel. ¿Sí?

Cerré los dedos con tal fuerza en el pelo de Peppy que ésta dejó oír un pequeño gemido.

– Si algo le ocurre a la Dra. Herschel… cualquier cosa… desde un pinchazo de rueda hasta que sangre por la nariz… usted estará muerto en las siguientes veinticuatro horas. Es una profecía de hierro forjado.

Volvió a soltar su risa espontánea.

– Es usted tan activa, Srta. Warshawski, que se imagina que los demás somos todos igualmente dispuestos. No, estaba pensando más en la vida profesional de la Dra. Herschel. Si podrá conservar la licencia.

Esperó a que volviera a producirse mi reacción, pero logré recobrar la suficiente presencia de ánimo para permanecer en silencio. Cogí el New York Times de la mesita que nos separaba y empecé a hojear la sección de deportes. Los Islanders iban viento en popa; qué decepcionante.

– ¿No siente usted curiosidad, Srta. Warshawski? -preguntó al fin.

– No especialmente -empecé a disertar sobre las perspectivas de los Mets después de su concentración para el entrenamiento-. En fin, hay tantas cosas rastreras que podría hacer usted que sería una pérdida de tiempo pensar con cuál de ellas ha topado esta vez.

Dejó el vaso de whisky con un golpe seco y se inclinó hacia adelante. Peppy gruñó levemente con la garganta. Yo deposité lo que parecía ser una mano tranquilizadora en su cabeza: es difícil imaginar que un perro retreiver vaya a atacar a nadie, pero si no te gustan los perros puede que no lo sepas.

Humboldt no perdía de vista a Peppy.

– ¿De modo que está dispuesta a sacrificar su casa y la carrera de la Dra. Herschel por su obstinado orgullo?

– ¿Qué es lo quiere que haga? -dije con irritación-. ¿Tirarme al suelo con una pataleta? Estoy dispuesta a creer que tiene usted muchos más medios que yo en poder, dinero y demás. Si quiere restregármelo por las narices, no se corte. Pero no espere que reaccione como si me emocionara.

– No saque sus conclusiones con tanta prisa, Srta. Warshawski -replicó quejumbroso-. No le faltan alternativas. Simplemente no quiere enterarse de cuáles son.

– Muy bien -sonreí vivazmente-. Cuéntemelas.

– Primero haga que el perro se tumbe.

Le hice a Peppy una señal con la mano y obedientemente se echó en el suelo, pero sus cuartos traseros siguieron tensos, listos para saltar.

– Le estoy ofreciendo posibilidades. No debe reaccionar tan rápidamente a la primera. Ése es uno solo de los cuadros, comprende, su hipoteca y la licencia de la Dra. Herschel. Hay otros. Podría pagar su deuda y tener aún dinero suficiente para comprarse un coche más adecuado a su personalidad que ese Chevy viejo; como ve, he estado haciendo mis indagaciones. ¿Qué coche le gustaría, de tener la oportunidad?

– Huy, pues no lo sé, Sr. Humboldt. No lo he considerado detenidamente. Quizá ascendiera a un Buick.

Humboldt suspiró como un padre decepcionado.

– Debería escucharme con más seriedad, jovencita, o se va a encontrar pronto sin alternativas.

– Está bien, está bien -dije-. Me gustaría llevar un Ferrari, pero ése ya lo tiene Magnum. Entonces un Alfa… O sea, que me da el piso y el deportivo y la licencia de la Dra. Herschel. ¿Y qué quiere de mí como muestra de agradecimiento por tanta generosidad?

Sonrió: todo el mundo puede ser presionado o comprado.

– El Dr. Chigwell. Un hombre dispuesto y trabajador, pero, dicho sea, no de gran valía. Desgraciadamente, tener que contratar a un doctor en una zona industrial no da acceso a médicos del calibre de la Dra. Herschel.

Dejé el periódico y las caricias a la perra para demostrar que era toda atención.

– Fue anotando datos sobre nuestros empleados de Xerxes durante años. Sin mi conocimiento, claro está; no puedo estar al tanto de todos los detalles de una operación de las dimensiones de Químicas Humboldt.

– Usted y Ronald Reagan -murmuré compasiva.

Me miró receloso, pero yo mantuve una expresión de interés atento en la cara.

– Sólo recientemente he conocido la existencia de estas notas. La información que contienen es inútil porque es totalmente inexacta. Pero si cayera en manos indebidas podría parecer muy perjudicial para Xerxes. Podría resultarme difícil demostrar que todos los datos que reunió eran falsos.

– Especialmente a lo largo de un período de veinte años -dije yo-. Pero si obtuviera esos cuadernos, ¿dejaría en paz mi hipoteca? ¿Y retiraría toda amenaza contra la Dra. Herschel?

– Y habría además una bonificación para usted por todos los trastornos de que ha sido objeto por el exceso de celo de algunos de mis amigos.

Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y me alargó un papel escrito para que lo inspeccionara. Tras echarle un vistazo desinteresado lo dejé caer en la mesita que había entre los dos. Me costó trabajo aquella impasibilidad: el documento representaba dos mil acciones de preferencia de Químicas Humboldt. Cogí el Times nuevamente y busqué el resumen de la bolsa.

– Cerró a 101 3/8 ayer. Una bonificación de doscientos mil dólares sin gastos de corretaje. Estoy impresionada -me recosté en la butaca y le miré directamente a los ojos-. El problema es que podría doblar la cantidad sólo con estafar a Químicas Humboldt. Si el dinero fuera muy importante para mí. Pero es que no lo es. Y además no ha tenido ni una mierda de éxito con los cuadernos, porque ya están en manos de un abogado y de un equipo médico de especialistas. Está usted muerto. No sé qué le costarán los próximos pleitos, pero quizá medio billón no sea una cifra desorbitante.

– ¿Prefiere dejar sin trabajo a su amiga, la mujer que ha sido como una madre para usted, en beneficio de unas personas que no conoce y que no son dignas de su consideración en todo caso?

– Si ha hecho indagaciones sobre mí ya sabrá que Louisa Djiak no es una simple conocida -respondí agriamente-. Y le desafío a que idee cualquier trampa contra la Dra Herschel que su fama de probidad no pueda superar.

Sonrió de un modo que le prestó un fuerte parecido con un tiburón.

– Vamos, Srta. Warshawski. Debe aprender a no precipitarse. Yo jamás haría una amenaza que no me supiera capaz de cumplir.

Tocó un timbre empotrado en la repisa de la chimenea. Anton apareció tan rápidamente que debía estar merodeando por el vestíbulo.

– Trae a la otra visita, Anton.

El mayordomo inclinó la cabeza y salió. Volvió unos instantes después con una mujer de unos veinticinco años. Su cabello castaño estaba peinado en una permanente corta que le rodeaba toda la cabeza de apretados ricitos, dejando excesivamente al descubierto su enrojecido cuello. Era evidente que se había tomado muchas molestias sobre su aspecto; supuse que su vestido de volantes de acetato sería el mejor que tenía, dado que los toscos zapatos de tacón alto habían sido teñidos del mismo color azul turquesa. Bajo la densa máscara de maquillaje que cubría su acné tenía una expresión beligerante y algo asustada.

– Le presento a la Sra. Portis, Srta. Warshawski. Su hija fue paciente de la Dra. Herschel. ¿No es eso, Sra. Portis?

Ella asintió con la cabeza vigorosamente.

– Mi Mandy. Y la Dra. Herschel hizo algo que no tendría que haber hecho; una mujer mayor con una niña. Mandy estaba chillando y llorando cuando salió de la sala de reconocimiento, tardé varios días en tranquilizarla y enterarme de lo que había pasado. Pero cuando me enteré…

– Se fue al abogado estatal y presentó un informe completo -terminé yo suavemente, pese a la rabia que hacía arder mis mejillas.

– Como es natural, estaba demasiado afectada para saber qué hacer -dijo Humboldt con tal untuosidad que me dio ganas de matarle a tiros-. Es muy difícil acusar a un médico de cabecera, especialmente cuando tiene los apoyos con que cuenta la Dra. Herschel. Por eso doy gracias por mi posición, que me permite ayudar a una mujer como ésta.

Yo le miré incrédula.

– ¿De verdad piensa que puede llevar a los tribunales a alguien del buen nombre de la Dra. Herschel con una mujer como ésta de testigo? Un abogado experto la haría pedazos. No es usted solamente un egomaníaco, Humboldt; encima es estúpido.

– Tenga cuidado a quién llama estúpido, joven. Un abogado experto puede descomponer a cualquiera. Pero no hay nada que despierte la animadversión de un jurado más rápidamente. Y además, ¿qué tal le iría la publicidad al trabajo de la Dra. Herschel? Especialmente si se unen a la Sra. Portis otras madres con hijas que la doctora haya tratado. Después de todo, la Dra. Herschel tiene casi sesenta años y no se ha casado: el jurado empezaría sin duda a sospechar de sus inclinaciones sexuales.

Las palpitaciones de mi garganta latían tan violentamente que apenas podía respirar, no digamos ya pensar. La perra gimoteaba levemente a mis pies. Me forcé a acariciarla delicadamente; eso me ayudó a recuperar un ritmo cardiaco más pausado. Me levanté y fui hacia el teléfono que había en la mesita en un rincón, con Peppy pegada a mis talones.

Lotty seguía en la clínica.

– ¡Vic! ¿Estás bien? Son ya casi las siete.

– Estoy bien físicamente, Dra. Herschel. Pero mentalmente estoy algo trastornada. Necesito explicarte algo y conocer tu reacción. ¿Tienes una paciente llamada Sra. Portis?

Lotty se quedó algo perpleja pero no hizo preguntas. Volvió al teléfono de inmediato.

– Una mujer que vino a verme una vez hace dos años. Su hija Amanda tenía ocho años por entonces y vomitaba mucho. Yo insinué la posibilidad de problemas psicológicos y aquello la hizo salir de allí resoplando.

– Pues Humboldt se la ha sacado de algún escondrijo. Y la ha convencido para que sostenga que abusaste de su hija. Sexualmente, comprendes. A menos que le entregue las notas de Chigwell.

Lotty quedó en silencio un momento.

– ¿Mi licencia a cambio de los cuadernos, en otras palabras? -dijo por último-. ¿Y pensaste que tenías que llamarme para contestar?

– No me sentía capacitada para hablar en tu nombre en una cuestión así. Me ofrece también doscientos talegos en acciones, para que te hagas una idea del calibre del soborno. Y mi hipoteca.

– ¿Está contigo? Dile que se ponga. Pero debes saber que voy a decirle que no tuve que pasar por ver cómo los fascistas mataban a mis padres para ceder ante ellos a mi vejez.

Me volví hacia Humboldt.

– La Dra. Herschel quiere hablar con usted.

Se incorporó en la butaca poniéndose en pie. Casi el único indicio de su edad era el esfuerzo que le costaba levantarse. Yo me situé junto a él mientras hablaba con Lotty, con aliento corto y jadeante. Pude oír el conciso contralto de Lotty explayándose, sermoneando a Humboldt como si fuera un mal estudiante, aunque no distinguía las palabras exactas.

– Está cometiendo un error, doctora, un error muy serio -dijo Humboldt con gravedad-. No, no, no voy a tolerar más insultos por teléfono, señora.

Colgó y me dirigió una mirada furibunda.

– Esto lo van a sentir. Las dos. Creo que no aprecia el calibre de mi poder en esta ciudad, joven

Las venas del cuello seguían palpitándome.

– Son tantas las cosas que no aprecia usted, Gustav, que no sé siquiera dónde empezar. Está usted muerto. Acabado en esta ciudad. El Herald-Star está investigando sus conexiones con Steve Dresberg y créame, las encontrarán. Puede que usted crea que están enterradas bajo siete capas de tierra, pero Murray Ryerson es un buen arqueólogo y ya le están ardiendo los dedos. Pero hay más; es el fin de su compañía. Su pequeño emporio químico no es bastante fuerte para absorber el golpe cuando todos los casos de la xerxina empiecen a rodar. Puede que tarde seis meses, puede que dos años, pero va a tener que hacer frente a medio billón en demandas, por lo menos. Y va a ser como hacer blanco con ratas en un barril el demostrar que hubo alevosía por su parte. Esa empresa que ha levantado -va a ser como la calabaza de Jonás, que creció en una noche y se pudrió en otra-. Es usted carne muerta, Humboldt, y está tan loco que no es capaz siquiera de oler la putrefacción.

– ¡Te equivocas, zorra polaca! ¡Te voy a demostrar lo equivocada que estas! -lanzó el vaso de whisky al otro lado de la habitación donde se estrelló contra una de las librerías-. Te voy a hacer pedazos con la misma facilidad que a ese vaso. Gordon Firth no va a volver a contratarte. Te vas a quedar sin licencia. No vas a tener otro cliente en tu vida. Te voy a ver en Madison Oeste con los demás borrachos y vejestorios y me voy a reír. Me voy a reír a carcajadas.

– Hágalo -dije ferozmente-. Estoy segura de que sus nietos disfrutarán mucho con el espectáculo. En realidad, estoy convencida de que querrán oír toda la historia de cómo envenenó a la gente para maximizar su maldita rentabilidad.

– ¡Mis nietos! -rugió-. ¡Si te atreves a acercarte a ellos ni tú ni tus amigos vais a volver a pasar una noche tranquila en esta ciudad!

Siguió vociferando, con una escalada de amenazas en las que incluyó no sólo a Lotty sino a otros amigos cuyos nombres habían desenterrado sus chupatintas. El pelo del pescuezo de Peppy empezó a levantarse y gruñó alarmantemente. Yo mantuve una mano en su collar y apreté el timbre de la chimenea con la otra. Cuando Anton entró señalé hacia los cristales rotos.

– Supongo que querrá recoger eso. Y creo que la Sra. Portis se sentiría mejor si la llevara con Marcus para que le buscara un taxi. Ven, Peppy.

Nos fuimos todo lo rápidamente posible, pero me pareció seguir oyendo los gritos maníacos hasta el vestíbulo.

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