9

Julia se ocupó de que los dos afligidos ancianos tomaran un café bien fuerte. Tomó prestada la porcelana blanca de Ernst con soles amarillos ölandeses y le sirvió una taza a cada uno antes de abandonar la habitación con la sensación de haber hecho algo útil para variar. Sentados en el sofá, John y Gerlof se pusieron a hablar de Ernst en voz baja.

Comentaban pequeñas historias y fragmentos de recuerdos, a menudo sin interés, sobre los errores que Ernst había cometido cuando le contrataron como cantero al poco de mudarse a Öland, o acerca de las preciosas esculturas que había creado con posterioridad en su taller. Julia comprendió que, aparte de los años que había pasado de marinero en el mar Báltico durante la guerra, Ernst había dedicado toda su vida adulta a dar forma a la piedra. Cuando la cantera cerró a finales de los años sesenta, continuó trabajando por su cuenta. Recogía las piedras que los canteros habían desechado y las cortaba, tallaba y creaba con ellas una especie de arte.

– Adoraba esta cantera -comentó Gerlof, y miró por la ventana-. De haber tenido dinero seguramente se la habría comprado a Gunnar Ljunger de Långvik; no quería vivir en otro lugar. Lo sabía todo sobre extraer, cortar y trabajar las diferentes clases de piedras.

– Ernst hacía las lápidas más bonitas -dijo John-. Cualquiera que pasee por los cementerios de Marnäs y Borgholm puede verlas.

Sentada en silencio, Julia miraba un montón de viejos libros sobre la región apilados sobre la mesa junto al sofá. Escuchaba a John y Gerlof, pero no se le quitaba de la cabeza el estado en que había encontrado a Ernst.

Lennart Henriksson, el primer policía en llegar al lugar del accidente, se había apresurado a cubrir a Ernst con una manta que llevaba en el coche y luego la había acompañado al interior de la casa. Se había quedado con ella pero no había dicho gran cosa, y Julia se había sentido a gusto con él. Tras el día de la desaparición de Jens ya había oído demasiadas palabras de consuelo vacías, palabras que ella no había pedido.

– ¿Tienes fuerzas para llevarme a casa, Julia? -preguntó Gerlof cuando hubo bebido el café y acabado de contar historias.

– Sí.

Se levantó para ir a la cocina y fregar las tazas, ligeramente irritada por la pregunta.

«He encontrado a un hombre aplastado bajo un bloque de piedra -pensó-, con la boca ensangrentada y los ojos fuera de las órbitas. Pero no es la primera vez que veo sangre; también he visto muertos. He pasado por cosas peores.»

Y entre los pensamientos que la roían de pronto recordó algo que quizá fuera importante. Se detuvo en la puerta y se volvió hacia su padre.

– Me pidió que te dijera algo. Se me había olvidado. -Gerlof alzó la vista-. Ernst -aclaró-. Me lo encontré junto a la casa al llegar a Stenvik, y me encargó que te dijera… Lo comentó justo antes de irse. -Guardó silencio e intentó recordar-. Algo sobre que lo más importante era el pulgar, no la mano.

– ¿Que el pulgar era lo más importante? -inquirió Gerlof.

Julia asintió con la cabeza.

– ¿Sabes a qué se refería?

Gerlof lo pensó e hizo un gesto negativo. Miró a John.

– ¿Y tú?

– Ni idea -repuso John-. ¿Es un refrán?

– Pues eso fue lo que dijo -añadió Julia, y siguió su camino hacia la cocina.


Julia y Gerlof regresaron al camping en el Ford, y John los siguió en su propio coche. Una cortina de nubes grises se había extendido por el estrecho de Kalmar y ocultaba el sol. El Stenvik que los dos ancianos habían revivido en sus historias, donde la gente vivía y trabajaba todo el año y cada granja y sendero tenían su nombre, había vuelto a adormecerse. Todas las casas estaban vacías y cerradas, las aspas de los molinos de viento ya no giraban y los largos hilos para pescar anguilas que antaño colgaban de postes de madera en el estrecho habían desaparecido.

Después de que Julia girase y se detuviera junto al minigolf John aparcó su coche y se dirigió hacia ellos. Gerlof bajó la ventanilla y su amigo miró a Julia.

– Cuida de tu padre.

Era la primera vez que John Hagman se dirigía directamente a ella.

Julia asintió.

– Lo intentaré.

– Mantenme informado, John -le pidió Gerlof junto a ella-. Llámame si ves a alguien… desconocido.

«Desconocidos», pensó Julia, y recordó un accidente acaecido en los años cincuenta, siendo aún una niña: un hombre negro de amplia sonrisa que apenas hablaba inglés, y nada de sueco, había aparecido en Stenvik un verano; iba de casa en casa con una maleta en la mano. La gente de la aldea había cerrado su puerta y se había negado a abrirle hasta que alguien se atrevió a preguntarle qué quería. Al final resultó no ser un ladrón, sino un cristiano de Kenia que vendía Biblias y libros de salmos. En Stenvik los extraños nunca habían sido bienvenidos.

– Vale, vale, ya hablaremos -se despidió John Hagman.

Julia le observó dirigirse hacia su casa y coger la escoba como si fuera su posesión más preciada. Con ella en la mano se encaminó a la pista de golf y comenzó a gesticular de nuevo hacia su hijo Anders.

– John ha llevado el camping durante veinticinco años -explicó Gerlof-. Ahora el responsable es su hijo, que se pasa el día en las nubes. Así que John tiene que barrer, pintar y mantener el lugar… Debería tomárselo con más calma, pero no me hace caso. -Suspiró-. Bueno -añadió a continuación-. Ahora podemos pasar por casa.

Julia negó con la cabeza.

– Te llevo a Marnäs.

– Me gustaría pasar por casa -insistió Gerlof-. Ya que tengo una chófer tan buena.

– Es muy tarde -se opuso Julia-. Había pensado regresar hoy a Gotemburgo.

– No hay prisa -replicó Gerlof-. Gotemburgo no se va a mover de donde está.


Más tarde Julia no recordaría si fue ella o Gerlof quien propuso que se quedaran a pasar la noche en la casa.

Quizá lo decidieron cuando su padre entró en la sala de estar con el abrigo puesto y se dejó caer, con un pesado suspiro, en el único sillón de la habitación. O quizá después de que ella saliera a la calle para abrir la llave de paso del agua debajo de la tapa del pozo y accionara el interruptor de la electricidad en el armario de la cocina. O tras encender la lámpara del techo, enchufar los radiadores eléctricos y preparar una infusión de flor de saúco en la cocina. Tal vez llegaran a un acuerdo tácito de pasar la noche en Stenvik.

Julia encendió el móvil para que Gerlof pudiera llamar a la residencia y avisar de que pasaría la noche fuera.

Después él se dio una vuelta por el jardín.

– No hay rastro de ratas -anunció satisfecho al volver a entrar en la casa.

Sin decir nada, Julia echó un vistazo cauteloso a la pequeña habitación en sombras, como si se hallara en un museo. Parte de su pasado estaba en aquella casa, desde que era una niña, pero le parecía guardado en vitrinas de cristal.

¿Qué había de interés allí? Poca cosa. Cinco pequeñas habitaciones con los muebles cubiertos con sábanas blancas, seis estrechas camas sin hacer, una pequeña cocina con una ventana en donde las moscas muertas yacían como desgarbadas letras junto al cristal. De la pared colgaba una vieja carta de navegación del norte de Öland desvaída por el sol, y encima de un buró reposaba una fotografía enmarcada de Julia a los quince años; posaba con una sonrisa tensa junto a su hermana Lena; en un rincón, una librería. Aparte de eso, las habitaciones contenían tan pocas pertenencias personales como las casas de alquiler.

No había alfombras en el suelo de madera, que estaba helado.

Y apenas veía nada que le recordara a su infancia.

Pero en su día había habido más objetos personales, y al abrir el cajón inferior del buró de su habitación de la infancia, Julia encontró uno: la fotografía enmarcada de un niño pequeño bronceado por el sol que vestía un jersey de algodón y sonreía tímidamente al fotógrafo. Durante muchos años esa foto había estado sobre el buró, pero alguien la había escondido.

Julia la colocó en su sitio de siempre. Estudió la imagen de su hijo desaparecido y le entraron ganas de beber un vaso de vino tinto; si tomaba unos cuantos obtendría el calor y el olvido que anhelaba, aparte de que le sería más fácil permanecer en esa casa. Pero no quería que Gerlof supiera que bebía.

Éste parecía ajeno a los sentimientos de su hija; iba lentamente de una habitación a otra como si éste fuera su verdadero hogar.

Y lo era, en cierta manera. Desde que Julia tenía memoria, al jubilarse, su padre había pasado en la casa todos los veranos y fines de semana, primero con Ella y luego solo. Cuando sus nietos regresaban al continente tras las vacaciones de verano él les despedía con la mano desde la verja.

«No estamos en verano y tengo que volver pronto a casa», pensó Julia junto a la puerta, con las llaves del coche en la mano, pero lo que dijo en voz alta fue:

– Lena y yo dormíamos en una litera cuando estábamos aquí… Yo ocupaba la de arriba.

Gerlof asintió.

– Cuando nos reuníamos todos en vacaciones estábamos un poco apretados, pero no recuerdo que nadie se quejara.

– No. Sólo me acuerdo de que era divertido pasar todo el verano con los primos… En mi recuerdo todos los días eran soleados -añadió, y a continuación miró el reloj-. Será mejor que nos vayamos a dormir.

– ¿Ya? -dijo Gerlof, y enderezó la carta de navegación de la pared-. ¿No quieres preguntarme nada más?

– ¿Preguntar?

– Sí.

Gerlof retiró lentamente la sábana que cubría un sillón del salón y la dobló.

– Pregunta lo que quieras -insistió.

Se sentó lentamente, y entonces el teléfono de Julia sonó desde el bolsillo de su chaqueta, que había dejado en el recibidor a oscuras.

La señal digital resultó extraña en el silencio, y se apresuró a responder.

– Hola, soy Julia.

– Hola. ¿Qué tal? -Era Lena; probablemente la única persona que conocía aquel número de teléfono-. ¿Ya has llegado?

– Sí…, sí, ya estoy aquí.

¿Qué podía decir? Se encontró con el reflejo de su mirada preocupada en la oscura ventana y no tuvo ánimo para contarle nada de lo que había sucedido: ni el asunto de la sandalia de Jens ni la muerte en la cantera.

– Todo está bien -dijo por fin.

– ¿Has visto a Gerlof?

– Sí…, estamos en la casa.

– ¿En la casa de Stenvik? -inquirió Lena-. ¿No acudiréis a dormir ahí?

– Sí -dijo Julia-. Hemos abierto la llave del agua y la electricidad.

– Papá no debe enfriarse -la advirtió Lena.

– No le pasará nada -replicó Julia, y se avergonzó, y después se avergonzó de avergonzarse-. Sólo estamos hablando. ¿Qué quieres?

– Bueno…, se trata del coche. Marika ha llamado; al parecer tiene que ir a un curso de teatro en Dalasland el fin de semana que viene, así que lo necesitará. Le dije que no habría problema… No vas a quedarte en Öland, ¿verdad?

– Me quedaré unos días -respondió Julia.

Marika era la hija del matrimonio anterior de Richard, el marido de Lena. Julia creía que Marika y su hermana no se llevaban bien, pero al parecer ahora su relación era lo suficientemente buena como para que le prestara el coche de Julia.

– ¿Cuánto tiempo?

– No sé decirte. Unos cuantos días.

– Pero ¿cuántos? ¿Tres días? -insistió Lena-. ¿Traerás el coche el domingo?

– El lunes -respondió Julia rápidamente.

No importaba qué día de la semana escogiera Lena, ella habría añadido uno más.

– No llegues muy tarde -le pidió Lena.

– Lo intentaré -dijo Julia-. Lena…

– Bien. Saluda a papá. Adiós.

– Lena… ¿fuiste tú quien guardó la foto de Jens en el cajón del buró?

Pero Lena ya había colgado.

Julia apagó el móvil con un suspiro.

– ¿Quién era? -preguntó Gerlof desde su sillón.

– Tu otra hija -respondió Julia-. Manda saludos.

– Ah -dijo Gerlof-. ¿Quiere que vuelvas a casa?

– Sí. Quiere vigilarme.

Julia se sentó en la esquina opuesta al sillón de Gerlof. Su infusión de flor de saúco y miel la esperaba sobre la mesa. Se había enfriado, no obstante se la bebió.

– ¿Está preocupada por ti?

– Un poco -respondió Julia.

«Al menos preocupada por su coche», pensó ella.

– Esto es bastante más seguro que Gotemburgo -señaló Gerlof, y sonrió.

Pero debió de recordar lo que había sucedido durante el día en la cantera y la sonrisa desapareció de su rostro. Bajó la vista y guardó silencio. Julia tampoco dijo nada.

La casa se caldeaba lentamente. La noche caía al otro lado de las ventanas; pronto serían las diez. Julia se preguntó si habría sábanas en la casa. Debería haberlas.

– No temo a la muerte -dijo Gerlof de pronto-. Le tuve miedo durante muchos años en el mar, cuando era joven, miedo a encallar y a las minas y a las tormentas, pero ahora soy demasiado viejo… Y gran parte del miedo se esfumó cuando Ella fue al hospital. Ese otoño en que se quedó ciega y desapareció de nuestro lado poco a poco.

Julia asintió en silencio. Tampoco quería pensar en la muerte de su madre.

Ese día de septiembre Jens había podido salir de la casa e internarse en la niebla por dos razones. Una, porque Gerlof no estaba en casa. Y la otra, porque Ella, su abuela, se había ido a dormir la siesta. Aquel verano, un cansancio crónico se había apoderado de Ella insidiosamente y había podido con su habitual energía. No le encontraron ninguna explicación hasta que, al año siguiente, los médicos le diagnosticaron diabetes.

Jens había desaparecido y Ella, su abuela, lo había sobrevivido unos pocos años. Se fue marchitando, atormentada por la pena y la mala conciencia por haberse quedado dormida ese día.

– Cuando eres viejo, la muerte se convierte en una amiga -prosiguió Gerlof-. Una conocida, al menos. Sólo quiero que lo sepas, para que no creas que me costará superar… la muerte de Ernst.

– Bien -dijo Julia.

Pero en realidad no había tenido tiempo de pensar cómo se sentía Gerlof.

– La vida sigue -comentó éste, y bebió un sorbo de la infusión.

– En cierta forma -convino Julia.

Reinó el silencio durante unos minutos.

– ¿Querías que te preguntara algo? -dijo Julia al rato.

– Claro. Pregunta.

– ¿Qué?

– Bueno… Quizá quieras saber cómo se llamaba la escultura redonda que alguien tiró a la cantera. -Gerlof miró a Julia-. Esa piedra informe… Quizá la policía de Borgholm te preguntó por ella. O Lennart Henriksson.

– No -repuso Julia. Y recapacitó-. Ni siquiera creo que la hayan visto, sólo han mirado desde lejos, y la escultura de la torre de iglesia y… -Guardó silencio-. Yo tampoco he pensado en la piedra. ¿Qué tiene de especial?

– Es una buena pregunta -dijo Gerlof-. Pero lo más curioso es su nombre.

– ¿Cómo se llama?

Gerlof inspiró hondo y se recostó en el sillón. Soltó un profundo suspiro.

– En realidad Ernst no se había quedado muy contento con ella -dijo-. Se le había partido y no le gustaba el resultado. Así que la llamó «la Piedra de Kant». En recuerdo a Nils Kant.

De nuevo se hizo un silencio. Gerlof miró a Julia para ver su reacción, pero ella no supo por qué.

– Nils Kant -repitió, lacónica-. Vaya.

– ¿Habías oído antes el nombre? -quiso saber Gerlof-. Quizás alguien lo nombrara cuando eras pequeña.

– No lo recuerdo -dijo Julia-. Pero alguna vez he oído el apellido Kant.

Su padre asintió con la cabeza.

– La familia Kant vivía en Stenvik -explicó a continuación-. Nils era el hijo, la oveja negra…, pero cuando tú naciste, después de la guerra, ya no estaba aquí.

– Ah.

– Se había marchado -añadió Gerlof.

– ¿Qué espantoso crimen cometió Nils Kant? -preguntó Julia-. ¿Mató a alguien?


Öland, mayo de 1945


Nils Kant apunta con la escopeta a los dos soldados extranjeros y tiene el dedo en el gatillo. El viento y el trino de los pájaros se han detenido en el lapiaz. El paisaje se ha vuelto borroso; Nils sólo ve a los soldados y la boca de los dos cañones de su escopeta apuntándoles todo el rato.

Como si obedecieran una orden, los soldados se levantan despacio. Las piernas parecen flaquearles; necesitan apoyar las manos en la hierba para poder erguirse, y luego levantan las manos. Pero Nils no baja el arma.

– ¿Qué hacéis aquí? -pregunta.

Los hombres no contestan, sólo le miran con las manos alzadas por encima de su cabeza y no responden.

El que está delante retrocede medio paso, choca con el otro y se detiene. Parece más joven que el otro, pero los dos lucen una máscara grisácea de polvo y barro, y una barba negra de varios días, y es difícil calcular su edad. Tienen los ojos inyectados en, sangre y están tan cansados que parecen centenarios.

– ¿De dónde venís? -pregunta Nils.

No hay respuesta.

Nils baja la mirada rápidamente y ve que los soldados no tienen equipaje. Los uniformes gris verdoso tienen las rodillas desgastadas y las costuras descosidas, y el soldado más próximo luce un desgarrón en la pernera.

Nils sostiene la escopeta, pero eso no le tranquiliza. Intenta respirar lentamente por la nariz para evitar que le tiemblen los brazos y el cañón de la escopeta oscile en todas direcciones. Una cinta de hierro invisible le aprieta cada vez con más fuerza la cabeza por encima de las orejas; el dolor le impide pensar con claridad.

– Nicht schiessen -jadea de nuevo el soldado que está delante.

Nils no entiende las palabras, pero le parece que hablan el mismo idioma que Adolf Hitler en la radio. Así que son alemanes de la gran guerra. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

«En barco -piensa-. Han debido de llegar en barco, cruzando el Báltico.»

– Tenéis que… seguirme -dice.

Habla lentamente para que los soldados le entiendan. Debe tomar el mando, al fin y al cabo el que tiene la escopeta en las manos es él.

Los mira y asiente con la cabeza.

– ¿Entendéis lo que digo?

Hablar le sienta bien, aunque no le entiendan. Mitiga el miedo y combate la parálisis de su cerebro. Nils podría llevarlos a Stenvik, podría convertirse en un héroe. Lo que piense la gente de la aldea no tiene importancia, pero su madre estaría orgullosa.

El soldado de delante asiente a su vez y baja lentamente los brazos.

– Wir wollen nach England fahren -dice-. Wir wollen in die Freiheit.

Nils le mira. La única palabra que ha entendido es «England», que en sueco suena igual, pero está seguro de que los soldados no son ingleses. Está casi seguro de que son alemanes.

El soldado que está detrás baja una de sus manos hacia el bolsillo de su uniforme.

– ¡No!

Él corazón de Nils late con fuerza, abre la boca.

El soldado introduce la mano en el bolsillo. Sus manos se mueven con rapidez; la mirada de Nils no puede seguirlas. Tiene que hacer algo y dice:

– Arriba las ma…

Un estruendo ahoga el final de la palabra. La escopeta sufre una sacudida.

El humo de la pólvora florece en la boca del cañón; durante un instante borra a los hombres que tiene delante.

Nils no ha tenido intención de disparar; sólo ha acariciado la escopeta con demasiada fuerza para señalar con ella, señalar hacia arriba. Pero la escopeta se ha disparado y ha dejado escapar una lluvia de plomo, que ha golpeado al soldado de delante y lo ha derrumbado.

Nils lo ve como una sombra tras la humareda de pólvora, una sombra que se desploma y se agita y queda tendida en la hierba.

El humo se desvanece, se apagan todos los sonidos, pero el soldado aparece tendido de lado con la chaqueta del uniforme desgarrada.

Durante unos segundos su cuerpo parece totalmente ileso, luego la sangre comienza a escaparse por los desgarrones de la tela como crecientes manchas negras.

El soldado cierra los ojos, agonizante.

– ¡Diablos! -se dice Nils en voz baja.

Lo ha hecho. Ha disparado, y además al soldado equivocado. No ha sido el soldado de delante el que se ha metido la mano en el bolsillo, pero es él quien está tendido en el suelo, ensangrentado.

Nils ha disparado a una persona como si fuera un conejo; él, y sólo él, ha sido quien ha disparado.

El soldado del suelo parpadea despacio, sus brazos se agitan débilmente y se esfuerza en levantar la cabeza, pero no lo logra.

Espira con cortos jadeos, tose, espira, pero nunca inspira. La sangre le cubre el uniforme.

Su mirada vaga alrededor, de un lado a otro, y finalmente se clava en el cielo.

Detrás de él el otro soldado, el que se palpaba el bolsillo con la mano, aprieta los labios con la mirada perdida. Permanece completamente inmóvil, pero sujeta algo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El objeto que ha sacado del bolsillo justo antes de que tronara el disparo.

No es un arma, es algo mucho más pequeño. Parece una pequeña piedra granate que brilla y resplandece, a pesar de que en el lapiaz no luce el sol.

Nils sujeta la escopeta, el soldado sujeta su pequeña piedra. Ninguno de los dos baja la mirada.

Nils ha disparado, ha matado. Desaparece la primera sensación de pánico y le embarga una fría tranquilidad. Ahora ha recuperado el control.

Nils espira, da un paso adelante hacia el soldado y asiente sin quitar los ojos de la pequeña piedra.

– Dámela -dice tranquilamente.

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