36

– ¡Allí está!

Julia había gritado con todas sus fuerzas, y Lennart frenó con tal ímpetu que el coche derrapó. Pero como no circulaban a mucha velocidad, se detuvo casi al instante, y quedó atravesado en la carretera. Se encontraban al sur de la salida de Stenvik.

– ¿Dónde? -preguntó Lennart.

Julia señaló un punto al otro lado del parabrisas.

– Lo veo -dijo ella-. Allí… en el campo. ¡Está allí tumbado!

Lennart se inclinó hacia delante. Aceleró y giró el volante.

– Daré la vuelta. -El coche viró sobre la carretera mojada-. Me meteré por este camino…

Pero cuando tomaron el angosto camino de grava Julia cayó en la cuenta de su error. No era un cuerpo. Era…

Lennart detuvo el coche y Julia abrió rápidamente la puerta. Pero fue demasiado lenta con las muletas y él llegó primero.

Se agachó y recogió la prenda tirada en la cuneta.

– Es sólo un abrigo -dijo, y lo alzó-. Un abrigo abandonado.

Julia se acercó y lo inspeccionó. Contuvo el aliento.

– Es el abrigo de papá.

– ¿Estás segura? -preguntó Lennart-. Parece que…

– Mira en el bolsillo interior.

Lennart abrió el abrigo y hurgó en el bolsillo. Sacó una cartera y la abrió.

– Debería de llevar una linterna… -murmuró, e intentó sostener la cartera a la luz de los faros.

– Es de Gerlof -dijo Julia-. La reconozco.

Lennart sacó un viejo carné de conducir y asintió.

– Sí. Es de él.

Entonces miró alrededor.

– ¡Gerlof! -gritó-. ¡Gerlof!

Pero el viento y el motor del coche ahogaron sus gritos.

– Volvamos al coche y miremos -dijo él-. No conozco el camino… Creo que lleva a la playa.

Se dio la vuelta, regresó al coche y efectuó una llamada por la radio.

Julia lo siguió y se sentó en el asiento del copiloto.

– El helicóptero ahora sabe dónde estamos -informó Lennart.

Puso la primera y condujo lentamente, mirando detenidamente por el parabrisas.

– Apagaré las luces; así veremos mejor.

El camino ante ellos se tornó oscuro como boca de lobo, pero cuando se les acostumbraron los ojos, Julia pudo distinguir el lapiaz a ambos lados de la carretera. Cada nueva sombra que descubría le parecía un anciano tendido en la hierba, pero advertía que era sólo un enebro.

De pronto Lennart señaló el cielo.

– Allí está -dijo-. Por fin.

Julia vio cómo un par de parpadeantes luces rojas y blancas surcaban el cielo. En el momento en que comprendió que pertenecían al helicóptero, la radio de la policía crepitó de nuevo.

– Me parece que han encontrado algo -dijo Lennart-. En la playa.

Aceleró, torció en una curva, y al segundo siguiente, de repente, les deslumbró una luz blanca. Era otro coche.

– ¡Joder! -exclamó Lennart.

Frenó, pero demasiado tarde. El otro coche se acercaba a ellos a gran velocidad.

– ¡Agárrate!

Julia apretó los dientes y estiró los brazos, preparándose para el choque.

El golpe la lanzó hacia delante, pero la contuvo el cinturón de seguridad; al mismo tiempo vio cómo la parte delantera del coche quedaba espachurrada como si fuera de papel.

El cinturón de seguridad había funcionado, pero le había hecho mucho daño en las costillas.

Silencio. Tras el choque transcurrieron unos segundos de silenciosa inmovilidad.

Julia oyó que Lennart respiraba y blasfemaba en voz baja.

A continuación encendió las luces. Sólo uno de los faros parecía funcionar e iluminaba el reluciente coche que había chocado contra ellos.

Lennart se estiró hacia la guantera cuya tapa había saltado; cogió la pistola.

– ¿Estás bien, Julia? -preguntó.

Ella parpadeó y asintió.

– Sí… Al menos eso creo.

– Quédate aquí. Ahora vuelvo.

Lennart abrió la puerta y dejó que el aire frío entrara en el coche. Julia titubeó y a continuación también abrió su puerta.

Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del otro vehículo. Un hombre de anchos hombros salió dando un traspié.

– ¿Quién eres? -oyó gritar a Lennart.

– ¿De dónde coño sales? -La otra voz hablaba aún más fuerte-. ¡Enciende las luces, joder! ¿Por qué no llevas las luces encendidas cuando conduces?

– Tranquilízate -dijo Lennart-. Soy policía.

– ¿Quién eres…? ¿Eres Henriksson? -replicó la voz.

Julia apoyó los pies sobre la hierba, buscó las muletas y se apeó del coche, a pesar de que el suelo estaba inclinado.

– ¿Vienes de la playa? -preguntó Lennart.

A la luz de los faros, Julia reconoció al otro conductor. Era de Långvik: el dueño del hotel.

Luego recordó su nombre: Gunnar Ljunger.

– ¿Quién es ésa? -gritó.

Le pareció que Lennart también lo había reconocido.

– Tranquilízate, Gunnar. ¿De dónde vienes?

– De… de la playa. -Ljunger había bajado la voz-. Estaba dando un paseo en coche.

– ¿Has visto a Gerlof Davidsson? -preguntó Lennart.

Ljunger guardó silencio unos segundos.

– No -dijo al cabo de un rato.

– Lo estamos buscando -dijo Lennart, y señaló con el dedo-.

Ese helicóptero también.

– ¿Ah, sí?

A Julia le sorprendió la falta de interés de Ljunger. Dio un par de pasos y le preguntó a Lennart por encima del capó:

– ¿Está muy lejos la playa?

– No mucho. A un centenar de metros.

Julia no necesitaba saber nada más.

– Voy para allá -anunció.

Sujetó las muletas con fuerza y, rodeando el coche de Ljunger, empezó a caminar por el sendero de grava.

– Gunnar, tendrás que retirar el coche del camino -le oyó decir a Lennart a su espalada-. Tengo que bajar a la playa.

– Henriksson, no puedes…

– Apártalo -repuso Lennart alzando la voz-. Y espérame sentado en el coche, tenemos que aclarar…

El viento a su espalda acalló la voz de Lennart. En cuanto estuvo lejos de los coches, Julia vio de nuevo las luces del helicóptero; había aterrizado unos metros más allá.

Avivó el paso, resbaló un par de veces en los charcos del camino de grava, pero consiguió mantener el equilibrio con las muletas, y siguió adelante.

Cuando estuvo más cerca vio, a la luz del foco del helicóptero, cómo dos hombres con monos grises se agachaban sobre un bulto en la playa. Un cuerpo. Lo levantaban de la arena y lo envolvían.

– ¡Papá!

Los hombres le lanzaron una rápida mirada y siguieron con su trabajo.

El cuerpo estaba tendido en la playa envuelto en una manta, pero no se movía. Julia deseó con todas sus fuerzas que levantara la cabeza, o hiciera algún movimiento, pero no dio señales de vida hasta que ella llegó a la playa.

Gerlof tosió. Un sonido seco y ronco.

– ¡Papá! -gritó Julia de nuevo.

El anciano volvió lentamente la cabeza hacia ella.

– Julia…

Tosió de nuevo.

– Cuidado -dijo uno de los hombres-. Ahora vamos a levantarlo.

Alzaron a Gerlof con la manta y lo trasladaron hasta el helicóptero.

– ¿Puedo acompañarlo? -preguntó Julia tras ellos, y añadió-: Soy su hija. Y soy enfermera.

– No puede -contestó sin mirar el hombre que tenía más cerca-. No tenemos sitio.

– ¿Adónde lo llevan? -preguntó.

– A urgencias, al hospital de Kalmar.

Ella los siguió hasta el helicóptero, a pesar de que las muletas se hundían en la hierba. Hizo todo lo que pudo por mantenerse cerca del cuerpo envuelto en la manta.

– Papá, luego iré a verte al hospital.

Justo antes de que lo introdujeran en el helicóptero, Gerlof levantó la cabeza, y ella pudo ver su rostro. Estaba pálido. Pero sus ojos se abrieron y la miraron de repente. Dijo algo, con una voz apenas audible.

– ¿Qué? -Se inclinó para oír mejor.

– Fue Ljunger -susurró Gerlof.

– ¿Fue qué, papá? -preguntó Julia susurrando a su vez.

– El que se llevó… a nuestro Jens.

Acto seguido Gerlof desapareció, le colocaron en el asiento trasero del helicóptero como si fuera un paquete y la puerta se cerró.

– Ahora tendrá que apartarse -dijo uno de los pilotos antes de cerrar su puerta.

Julia retrocedió torpemente con las muletas.

Cuando las hélices comenzaron a rotar ella se encontraba a cincuenta metros y vio cómo giraban cada vez más deprisa. Un milagro de la ciencia. Se oyó un fuerte traqueteo en la oscuridad, y el helicóptero despegó con su padre dentro y se elevó hacia el cielo negro. Cuando ganó altura puso rumbo a toda velocidad hacia el sudoeste.

Poco a poco volvió a oírse el débil rumor de las olas y el viento. Alguien gritó a lo lejos y Julia volvió la cabeza.

Era Lennart. Los dos coches seguían en el recodo del camino, y a pesar de que a Julia le dolían los brazos agarró las muletas y regresó al lugar del accidente.

– ¿Era Gerlof? -preguntó Lennart cuando ella llegó.

Julia asintió.

– Se lo han llevado a Kalmar.

– Bien.

Gunnar Ljunger estaba sentado en su coche con la puerta abierta; había sido imposible retirarlo para dejar pasar al policía.

Tras la colisión no había manera de encender el motor. Cuando giraba la llave sólo se oía un agónico clic.

Ljunger golpeó irritado el volante de cuero.

– Tendrás que cerrar el coche con llave y dejarlo aquí -dijo Lennart-. Puedes acompañarnos a Marnäs.

Ljunger suspiró; no tenía elección. Cogió una cartera de su Jaguar y se subió al coche de policía, sentándose junto a Lennart. Julia tuvo que acomodarse en el asiento trasero.

¿Qué había estado haciendo en la playa? ¿Qué le había dicho a Gerlof?

Ljunger mantenía la espalda erguida y parecía no percibir su mirada, pero dentro del coche se respiraba un aire muy tenso.

– ¿Me lo vas a contar ahora? -preguntó Lennart tras algunos minutos.

– ¿Contar qué?

– ¿Qué hacías en el camino de la playa?

– Disfrutaba del tiempo -dijo Ljunger lacónico.

– ¿Por qué conducías tan rápido?

– Tengo un Jaguar.

– ¿Sabías que Gerlof estaba en la playa?

– No.

Julia suspiró.

– Está mintiendo -le dijo a Lennart.

Ljunger no protestó.

– Lo más probable es que el helicóptero detectara tu calor corporal, Gunnar -dijo Lennart-. Gerlof estaba demasiado helado. Fue una suerte que te encontraras allí.

Tampoco en esa ocasión hizo ningún comentario. Ljunger miraba por el parabrisas con los ojos entreabiertos; o todo le era indiferente o estaba muy cansado.

Pasaron unos minutos y el coche de policía entró en el centro de Marnäs.

Había una plaza libre justo enfrente de la comisaría, y Lennart aparcó. Abrió la oficina y entraron los tres.

Lennart encendió la luz y el ordenador. Ljunger se situó en medio de la habitación, como un militar frente a su tropa.

– Sólo haré una breve declaración, nada más -anunció, y miró a Lennart-. No pienso quedarme aquí más tiempo del necesario. Quiero irme a casa.

– Como todos, Gunnar -replicó Lennart. Se sentó a su escritorio, ante el ordenador-. ¿Quieres un café?

– No. -Ljunger miró a Julia y preguntó-. ¿Ella se queda?

Lennart se puso tenso al oír que se refería a Julia como «ella», pero la mujer se limitó a negar con la cabeza. Tenía otras cosas en las que pensar.

– «Ella» va a ir al hospital -replicó Julia-, a ver si su padre sobrevive. -Julia le clavó la mirada a Ljunger-. De paso, le preguntaré qué ha sucedido en la playa.

– Bien, hazlo.

Ljunger ni siquiera la miró, pero esbozó una extraña sonrisa, como si le hiciera gracia la situación.

– Siéntate, Gunnar -dijo Lennart, y señaló una silla junto a la mesa.

Después se acercó a Julia, que ya estaba junto a la puerta y bajó la voz.

– ¿Te apañarás sola?

Ella asintió y cogió las muletas.

– Intentaré coger un autobús nocturno -dijo-. Si no lo consigo, tomaré un taxi.

– De acuerdo -repuso Lennart-. ¿Me llamarás luego? En cuanto acabe con esto me iré a casa.

Julia esbozó una sonrisa y asintió, como si todo les hubiera salido bien esa noche.

– Hasta luego.

Le habría gustado abrazar a Lennart, pero no quería hacerlo delante de Gunnar Ljunger.

Descendió la escalera; y de nuevo se halló en la calle fría y desierta. La estación de autobuses estaba al otro lado de la plaza; había un autobús, pero ¿iría hacia el sur?

Un taxi hasta Kalmar le costaría cien coronas, así que sólo elegiría esa opción si no había más remedio. Iría al hospital aunque tuviera que vaciar su cuenta, no importaba que luego tuviera que pasar toda la noche sentada en la sala de urgencias. Quería estar allí cuando Gerlof despertara. Lennart comprendería que en ese momento Julia se debía a su padre; además, el policía tenía mucho trabajo esa noche.

Cruzó la calle con sus muletas y siguió caminando por la plaza.

De pronto pensó en la sonrisa, la extraña sonrisita que le había dirigido Gunnar Ljunger.

Le habían destrozado el coche y prácticamente le habían acusado de intentar matar a Gerlof, pero en la comisaría había sonreído como si estuviera seguro de que contaba con una vía de escape.

Gomo si pensara…

Julia se detuvo súbitamente al otro lado de la calle. Estaba a medio camino de la estación, pero se dio la vuelta sin pensárselo dos veces y se puso a saltar con las muletas para volver a la comisaría.

Aunque se hallaba a sólo unos metros, no llegó a tiempo.

Oyó un disparo cuando todavía se encontraba en la acera. Fue una breve detonación sin eco, pero salió del interior de la comisaría.

Se oyó un ruido sordo y seco a través de la ventana y unos segundos después otro tiro.

Julia dio tres saltos más con las muletas, pero acabó tirándolas al suelo y echó a correr.

Salvó los escalones que le separaban de la puerta de la comisaría con un par de zancadas y sintió una punzada de dolor en el pie.

Al abrir la puerta olió a pólvora, y se detuvo.

La comisaría estaba en silencio.

Julia se asomó con cautela; al principio sólo vio las piernas de Lennart junto a la mesa. Le dio un vuelco el corazón, pero enseguida advirtió que se movían.

Estaba arrodillado bajo la mesa; tenía una mano apoyada en el suelo y con la otra se apretaba la frente ensangrentada.

La cartuchera de Lennart estaba abierta; se dio la vuelta lentamente y le dirigió a Julia una mirada de confusión.

– ¿Dónde está Ljunger? -preguntó Lennart.

Julia comprendió lo que había ocurrido.

El que había recibido el disparo no era Lennart, sino Gunnar Ljunger.

Ésa era la vía de escape que había encontrado el dueño del hotel.

Ljunger ya no sonreía. Su cuerpo yacía en el suelo al otro lado de la mesa, y sus relucientes zapatos de piel se agitaban levemente. Había comenzado a formarse un charco de sangre bajo su cabeza, y tenía la chaqueta amarilla llena de salpicaduras rosadas. La sangre brillaba bajo la luz de la lámpara cenital.

Ljunger miraba fijamente el techo con la boca medio abierta. Sus ojos parecían sorprendidos, como si no comprendiera que todo se había acabado.

En la mano derecha aún sujetaba la pistola reglamentaria de Lennart.

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