10

Gerlof no respondió a la pregunta de Julia sobre Nils Kant. Se limitó a señalar por encima del hombro de su hija, la oscuridad al otro lado de la ventana.

– La familia Kant vivía justo allí abajo -indicó-. En la gran casa amarilla. Estaban aquí antes de que nosotros construyéramos esta casa.

– Recuerdo que cuando era niña allí vivía una señora mayor -rememoró Julia.

– Era Vera, la madre de Nils -explicó Gerlof-. Murió a principios de los años setenta. Llevaba muchos años viviendo sola. Era rica… Su familia era dueña de un aserradero en Småland y ella poseía muchas tierras a lo largo de la costa, pero me parece que su dinero nunca le dio la felicidad. Según creo, sus parientes aún andan peleándose por lo que queda de herencia, pues la casa está vacía y en ruinas. O quizá nadie se atreva a vivir allí.

– Vera Kant… -repitió Julia-. La recuerdo vagamente. No caía muy bien, ¿verdad?

– No, estaba demasiado amargada, y era muy rencorosa -respondió Gerlof-. Si tu abuelo le había hecho algo malo, odiaba a tu madre y también a ti, incluso a tu perro, para siempre jamás. Era orgullosa y malhumorada. Cuando murió su marido, enseguida volvió a adoptar su nombre de soltera.

– ¿Y nunca paseaba por la aldea?

– No. Vera era un alma solitaria -dijo Gerlof-, Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su casa, añorando a su hijo.

– ¿Y qué hizo él? -volvió a preguntar Julia.

– Bastantes cosas… -respondió Gerlof-. Cuando era niño la gente sospechó que había matado a su hermano pequeño en la playa. Al parecer, Nils y su hermano estaban solos cuando ocurrió, y él dijo que había sido un accidente…, así que nunca sabremos la verdad.

– ¿Erais amigos?

– No, qué va. Era unos cuantos años menor que yo, y yo embarqué muy joven. Así que de pequeño apenas lo traté.

– ¿Y de mayor?

Gerlof estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero hablar de Nils Kant no le hacía ninguna gracia.

– En absoluto -dijo finalmente-. Como te he dicho, se marchó de la aldea. -Levantó la mano y señaló hacia la pequeña librería en una esquina de la habitación-. Allí hay un libro sobre Nils Kant. En la tercera estantería empezando por arriba: ese del delgado lomo amarillo.

Julia se levantó y fue hacia la librería. Buscó y finalmente sacó un libro de la tercera estantería. Leyó el título.

– Crímenes de Öland.

Lanzó una mirada inquisitiva a Gerlof.

– Ése es -dijo él-. Lo escribió hace unos años un colega de Bengt Nyberg, del Ölands-Posten. Léelo y podrás enterarte de casi todo.

– Vale. -Miró el reloj-. Pero esta noche no.

– No. Vámonos a la cama -convino Gerlof.

– Me gustaría dormir en mi habitación -apuntó Julia-. Si puedo.

Sí que podía. Gerlof escogió el dormitorio contiguo, el que Ella y él habían compartido durante años. Su cama de matrimonio ya no estaba, pero las nuevas ocupaban el mismo lugar. Mientras Gerlof estaba en el baño Julia le hizo la cama, una actividad para la que él ya no estaba capacitado.


Cuando ella terminó y se fue a su habitación, Gerlof se quitó los calzoncillos largos y la camiseta y se metió en la cama. El colchón era más duro que al que ahora estaba acostumbrado.

Permaneció tumbado en la oscuridad, pensando, pero allí ya no se sentía en casa igual que en su habitación de Marnäs. Había dado un gran paso al reconocer que era demasiado viejo para vivir solo en Stenvik y mudarse, pero quizás había sido una buena decisión. Allí no tenía que lavar los platos ni hacerse el café.

Gerlof escuchó durante un rato el viento entre los árboles y luego se durmió. Y en algún momento de la noche soñó que yacía en una cama de dura piedra en la cantera.

Encima de él, el cielo era azul oscuro, hacía viento, pero sobre el suelo flotaba una extraña y tenue niebla.

Ernst Adolfsson estaba en el borde del precipicio y miraba la cantera con las cuencas vacías.

Gerlof abría la boca para preguntarle a su amigo si había sido él quien había tirado la escultura a la cantera y en ese caso qué había querido decir, pero al oír un susurro Ernst se daba la vuelta.

«Yo los maté a todos.»

Era Nils Kant quien había susurrado.

«Gerlof… Tu nieto te manda saludos.»

Nils Kant había venido caminando por el lapiaz con su escopeta humeante, y ahora estaba al otro costado de la casa de Ernst. Pronto llegaría a su lado. Gerlof alzó la cabeza y contuvo la respiración, lleno de expectación; por fin vería cómo era Nils Kant de adulto, de hombre mayor. ¿Todavía tendría pelo? ¿Sería canoso? ¿Tendría barba?

En lugar de eso, Ernst se dio la vuelta y desapareció al doblar por la esquina; se deslizó lentamente en la niebla como un silencioso barco fantasma. Gerlof le llamó a gritos, pero Ernst ya no estaba.

Cuando al fin despertó la pena por su amigo se había tornado en inmenso dolor.


– Gira a la derecha -le indicó Gerlof a Julia en el coche al día siguiente.

Julia lo miró y frenó.

– Vamos a Marnäs, ¿verdad? -inquirió Julia-. A la residencia.

– Luego. Todavía no -replicó Gerlof-. Había pensado que antes podríamos tomar un café en Stenvik.

Julia se lo quedó mirando unos segundos y luego giró a la izquierda. Volvieron a la carretera que discurría por encima de la costa. Gerlof dirigió automáticamente la vista hacia su cobertizo para controlar que los cristales no estuvieran rotos.

– Gira otra vez a la izquierda -dijo a continuación, y señaló con la mano una casa en el camino de la costa-. Allí es donde vamos.

Julia frenó y giró por la carretera sin mirar si venía tráfico por el carril opuesto o echar un vistazo al retrovisor.

– Aquí vive una señora mayor -comentó ella cuando el coche se detuvo frente a la casa-. La vi anteayer. Paseaba con su perro.

– No es tan mayor -respondió Gerlof-. Astrid Linder sólo tiene sesenta y siete o quizá sesenta y ocho años. Acaba de jubilarse; fue médico en Borgholm durante muchos años. Pero se crió aquí.

– ¿Y vive en Stenvik todo el año?

– Ahora sí. Yo dejé la casa de verano, pero Astrid, al enviudar, hizo lo contrario. Se mudó a la suya -Gerlof abrió la puerta; al inclinarse le dolieron las articulaciones y suspiró-. Pero ella está más en forma que yo, claro.

Gerlof sacó las piernas, pero Julia tuvo que rodear el coche y ayudarle a apearse. Le dio las gracias con un asentimiento de la cabeza y juntos se dirigieron a la casa.

Gerlof miró alrededor.

– Siempre que regreso a Stenvik hago como si en todas las casas viviera gente durante todo el año. A veces me parece que las cortinas se mueven. Veo sombras paseando por el camino, miro de reojo y capto pequeños movimientos… Los fantasmas se ven mejor por el rabillo del ojo.

Julia no respondió.

Abrió la puerta de madera del muro bajo de piedra. El jardín estaba vacío, pero tenía muebles.

En una terraza de piedra caliza ante la casa había cuatro sillas de plástico alrededor de una mesa también de plástico, y a su lado un pequeño enano de porcelana con caperuza verde contemplaba la bahía con una sonrisa afectada.

Se oyeron excitados ladridos de perro desde la casa antes de que llegaran a la entrada y llamaran al timbre.

– ¡Silencio, Willy! -gritó una voz de mujer, pero el perro no se tranquilizó.

Cuando la puerta se abrió, se lanzó como un pequeño rayo blanco y marrón contra las piernas de Julia y Gerlof, que tuvo que sujetarse a su hija para no perder el equilibrio.

– ¡Tranquilo, tontorrón! -gritó Astrid de nuevo.

Se encontraba en el umbral de la puerta, bajita y con el pelo blanco, y atractiva a los ojos de Gerlof.

– Hola, Astrid.

Ella cogió la correa del fox terrier, lo sujetó y alzó la vista.

– Hola, Gerlof, ¿has vuelto a casa? -Luego divisó a Julia y preguntó rápidamente-: Vaya, ¿tienes una nueva novia?


Aunque el sol brillaba débilmente, el viento otoñal que soplaba en la isla era constante y helador. Aun así Astrid Linder sirvió el café en la terraza, buscó una manta con la que tapar a Gerlof y ella se puso un grueso jersey verde de lana.

– Necesito un jersey -observó Gerlof.

– No, hombre, no. Se está muy bien, y el aire es muy puro -replicó Astrid, y fue a buscar el café y las galletas, que no eran caseras.

No le gustaba hacer galletas. Sirvió el café y se sentó.

Gerlof había presentado a Julia como su hija pequeña, ella y Astrid se habían saludado, habían comentado la increíble energía que tenía Willy y observado cómo se calmaba lentamente y se tumbaba debajo de la mesa. Ninguno había mencionado a Ernst.

Gerlof no creía que Astrid recordara a Julia. Ésa fue la razón de que se sorprendiera cuando ella dijo en voz baja de pronto:

– Seguramente no te acuerdes de mí, Julia, pero… participé en la búsqueda por la playa ese día. Mi marido y yo.

Gerlof se percató de que su hija se ponía rígida al otro lado de la mesa y abría la boca lentamente buscando las palabras.

– Gracias -dijo finalmente-. No lo recuerdo. Ese día fue todo tan confuso…

– Lo sé, lo sé -asintió Astrid, y bebió un sorbo de café-. Todo el mundo estuvo dando vueltas. La policía envió barcos al estrecho, pero nadie sabía adónde ir. Mandaron a un grupo de aldeanos a recorrer la playa hacia el sur y nosotros fuimos con otro grupo hacia el norte. Caminamos sin parar por la costa, miramos en el agua y debajo de todas las barcas que había en la playa, y detrás de cada roca. Al final se hizo de noche y ya no se veía nada, ni siquiera podíamos vernos las manos, así que tuvimos que dar media vuelta. Fue horrible.

– Sí -convino Julia, y bajó la mirada-. Todo el mundo salió en su búsqueda aquella tarde. Hasta que anocheció.

– Fue terrible -recordó Astrid-. Y no fue ni el primero ni el último que desapareció en el estrecho.

Se hizo el silencio en torno a la mesa. El viento soplaba débilmente. Willy bufó y se movió inquieto entre los pies de Astrid.

– Ahora ha aparecido la sandalia del niño -anunció Gerlof al rato.

Se dirigía a Astrid pero observó la mirada sorprendida de Julia por el rabillo del ojo.

– ¡Dios mío! -exclamó Astrid-. ¿Estaba en el mar?

– No -respondió Gerlof-. En tierra. Alguien la ha debido de guardar durante todos estos años, pero hasta el momento no sabemos quién.

– Pero ¡cómo! -exclamó Astrid-. ¿No se había… ahogado?

Julia dejó su taza de café sobre la mesa pero no dijo nada.

– Al parecer, no -continuó Gerlof-. Es complicado. Aún no sabemos mucho.

– Gerlof, el hombre que nombraste ayer -intervino Julia-, Nils Kant, ¿podría saber algo de Jens? ¿Tú crees?

– ¿Nils Kant? -repitió Astrid, y miró a Gerlof-. ¿Por qué habláis de él?

– Ayer lo nombré por casualidad.

Julia desvió su mirada insegura de Astrid a Gerlof, como si hubiera dicho algo inadecuado.

– Sólo pensaba… que quizás estuviera involucrado. Puesto que parece que causó muchos problemas antes.

Astrid suspiró.

– Creía que a estas alturas Nils Kant ya estaba olvidado -se lamentó-. Al marcharse de Stenvik…

– Está olvidado, en principio -interrumpió Gerlof-. Al menos Julia no había oído hablar de él hasta ayer.

– Era un poco mayor que yo -continuó Astrid-, no obstante fuimos a la misma clase en el instituto. Siempre estaba de mal humor, nunca lo vi contento. No paraba de buscar pelea y era un muchacho grande. Las chicas le teníamos miedo… y los chicos también. Aunque era él quien empezaba las peleas, siempre le echaba la culpa a algún otro.

– Yo me libré de él en la escuela; era mayor que Kant -dijo Gerlof-, pero John Hagman me ha hablado de sus peleas.

– Después comenzó a trabajar en la cantera de la familia -prosiguió Astrid-, pero eso tampoco fue bien.

– Allí también tuvo sus altercados. Un capataz casi se ahoga. -Negó con la cabeza-. ¿Te acuerdas, Astrid, de que la noche en que Nils dejó de trabajar allí un barco de carga se incendió? Se llamaba Isabell. Estaba al resguardo del viento en el puerto de Långvik y el capitán se despertó por el fuego. Tuvieron el tiempo justo de remolcarlo hasta el otro lado del faro del puerto antes de que ardiera por completo. «Combustión espontánea» determinó la investigación, pero aquí en Stenvik muchos pensaron que Nils Kant le había prendido fuego. Tuvo que ser entonces cuando empezó todo.

Julia le lanzó una mirada inquisitiva.

– ¿El qué?

– Bueno… Nils Kant se convirtió en el chivo expiatorio de Stenvik -explicó-. Le echaban la culpa de todas las desgracias que ocurrían.

– No todas -intervino Astrid-. Sólo de los crímenes. Incendios, robos y animales heridos…

– También de los accidentes -añadió Gerlof-. Si se quebraban las aspas de los molinos o si las redes se rompían o si las barcas se soltaban y se iban a la deriva…

– Se merecía que todo el mundo sospechara de él -justificó Astrid-. Se lo ganó a pulso.

– Pero tenía su historia -arguyó Gerlof-. Un padre estricto que murió cuando él era pequeño y una madre que le decía sin cesar que él era mejor que todos los de la aldea. No tuvo una educación muy sana, la verdad.

Astrid asintió con la cabeza, pero permaneció en silencio y pensativa un rato antes de preguntar en voz baja.

– Oí lo del accidente ayer en la radio local. ¿Cuándo será el entierro, Gerlof?

De pronto había cambiado de tema, pensó él: A no ser que Astrid también creyera que Nils Kant y la muerte de Ernst tenían algo que ver.

– El miércoles, creo -repuso-. He hablado con John por teléfono, y eso me ha parecido entender.

– ¿Y será en la iglesia de Marnäs?

– Sí -dijo Gerlof, y levantó su taza de café-. Aun cuando esa maldita torre de iglesia fuera su fin.

– Ernst solía tener mucho cuidado con las piedras -observó Astrid-. No entiendo qué hacía al borde del precipicio.

Gerlof negó con la cabeza, pero no dijo nada.


– ¿No hay nadie más? -preguntó Julia después de tomar café en casa de Astrid, mientras regresaban en coche a Marnäs.

– ¿Nadie más? -inquirió Gerlof.

– ¿No vive nadie más en Stenvik? ¿Ya hemos visto a todos los que viven aquí?

– Más o menos -repuso él-. A todos los auténticos habitantes de Stenvik. Luego están los que vienen de Borgholm y Kalmar el fin de semana. Son unas quince o veinte personas. No los conozco tan bien.

– Y durante el verano, ¿qué?

– Está abarrotado -dijo Gerlof-. Se llena de veraneantes… varios centenares. Cada vez hay más y más turistas. Construyen y construyen. Y en el camping de John, tres cuartos de lo mismo. Casi viene más gente que los habitantes que había cuando yo era pequeño. Pero en Långvik es aún peor, con el puerto y el hotel de la playa.

– Me acuerdo de cómo eran los veranos -rememoró Julia.

Gerlof suspiró.

– No debería quejarme. Los veraneantes traen dinero.

– Pero es imposible conocerlos a todos -dijo Julia, y frenó para girar hacia Marnäs.

– Sí, en verano no hay manera -convino Gerlof-. Es como en la ciudad donde vives: la gente entra y sale a su antojo.

– También pueden hacerlo ahora -señaló Julia-. En Stenvik no hay nadie que pueda verte…

De repente enmudeció, como si se le hubiera ocurrido algo.

– Astrid vigila bastante -observó Gerlof. Después notó el silencio de Julia y la miró-. ¿Qué te pasa?

– Me he acordado de que Ernst me dijo que esperaba una visita. Cuando me lo encontré anteayer en el cobertizo. Dijo: «Puedes pasar a ver las esculturas, pero esta tarde no, que tengo visita». O algo por el estilo.

– ¿Dijo eso? -preguntó Gerlof, y miró pensativo por la ventanilla.

– ¿Sería también él… Nils Kant?

– Quizás.

– ¿Esperaba Ernst su visita?

– No lo creo -contestó Gerlof.

El coche quedó en silencio. Pasaron ante la iglesia de Marnäs, y Gerlof recordó a su amigo y el entierro inminente. No tenía ganas de ir.

– Sabes más de lo que cuentas -dijo Julia al final.

– Un poco sí -reconoció Gerlof en voz baja-, pero no mucho. Tenemos unas cuantas hipótesis, John y yo.

Ernst también había tenido unas cuantas hipótesis, pensó con tristeza.

– Esto no es un juego -le reconvino Julia en voz baja-. Jens es mi hijo.

– Lo sé. -A Gerlof le habría gustado ser capaz de pedirle que dejara de hablar de Jens como si todavía estuviera vivo-. Y pronto oirás todo lo que pienso.

– ¿Por qué le hablaste de la sandalia a Astrid? -quiso saber Julia.

– Para que se divulgue la noticia -explicó Gerlof-. Seguro que Astrid la divulga, se le da bien. -Miró a Julia-. ¿Le contaste a la policía ayer lo de la sandalia?

– No. Tenía otras cosas en que pensar. ¿Y por qué deberíamos contarlo?

– Bueno, quizá logremos que suceda algo. Que aparezca alguien.

– ¿Que aparezca alguien?

– Nunca se sabe -dijo Gerlof, pero ya habían llegado a la residencia de ancianos.

Julia le ayudó de nuevo a salir del coche.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó él.

– No sé. Quizá vaya a la iglesia.

– Bien, hazlo. Puedes encender una vela en la tumba de Ella. Arriba, en la habitación, tengo una.

– Vale -aceptó Julia, y lo acompañó a la puerta.

– Puedes dar una vuelta por el cementerio. Cuando hayas encendido la vela de tu madre date una vuelta hasta el muro oeste de la iglesia y mirar las tumbas que hay allí.

– Vale. ¿Por qué? -preguntó Julia, y apretó el timbre que abría la puerta de entrada a la residencia de ancianos.

– Lo sabrás cuando lo veas -respondió Gerlof.

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