19

El día del entierro de Ernst Adolfsson, Gerlof se despertó en el frío y gris amanecer, sintiéndose como si se hubiera caído al suelo desde una gran altura. El dolor de las articulaciones y rodillas era paralizante.

Era el estrés, el síndrome de Sjögren que volvía a visitarlo; un verdadero incordio. Necesitaría una silla de ruedas para ir a la iglesia.

El síndrome reumático que padecía era un acompañante, no un amigo, a pesar de que muchas veces Gerlof había intentado darle la bienvenida y desarmarlo relajándose e intentando ser amable con él. Aunque le daba a Sjögren acceso ilimitado a su cuerpo, no servía de nada. Cuando aparecía siempre se mostraba igual de implacable: se lanzaba sobre él, se introducía en sus articulaciones, arrancando y tirando de sus nervios, le secaba la boca y le provocaba escozor de ojos.

Gerlof le dejaba hacer hasta que se cansaba. Se reía en su cara.

– Vuelvo al cochecito -constató tras el desayuno.

– Dentro de nada estará andando de nuevo, Gerlof.

Marie, su asistente ese día, le colocó un pequeño cojín para que apoyara la espalda y desplegó con los zapatos de charol el reposapiés de la silla de ruedas.

Con su ayuda, y no poco esfuerzo, Gerlof se había puesto su único traje negro, que brillaba de tantos lavados. Lo había comprado para el entierro de Ella, su mujer, y después lo había utilizado en una docena de funerales de amigos y familiares en la iglesia de Marnäs. Más tarde o más temprano lo llevaría puesto en su propio entierro.

Encima del traje llevaba su abrigo gris, alrededor del cuello una gruesa bufanda de lana y una gorra de fieltro calada encima de los ojos. Ese sombrío día de mediados de octubre la temperatura había descendido a cero grados.

– ¿Preparado? -preguntó Boel al salir de la oficina-. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

Siempre preguntaba lo mismo.

– Depende de lo inspirado que esté hoy el pastor Högström -señaló Gerlof.

– Podremos calentar tu almuerzo en el microondas -le tranquilizó Boel-, si hiciera falta.

– Muchas gracias -respondió Gerlof, que no creía que volviera con hambre después del entierro de Ernst.

Pensó que Boel, en su necesidad de controlarlo todo, se alegraría de que Sjögren le hubiera obligado a utilizar la silla de ruedas, pues así era más fácil de dirigir. Pero dentro de nada, cuando el síndrome se hubiera tranquilizado, estaría de nuevo en pie. Volvería a andar, y entonces encontraría al asesino de Jens.

Marie se puso los mitones y sujetó el manillar de la silla de ruedas.

Subieron al ascensor, que bajó despacio, y salieron al aire frío y luminoso; descendieron la rampa y llegaron a la rotonda. La gravilla congelada crujió bajo las ruedas de la silla cuando tomaron el desierto camino de la iglesia.

Gerlof apretó los dientes. Aborrecía la impotencia que sentía al ir en silla de ruedas, pero intentó relajarse y dejarse llevar.

– ¿Llegamos tarde? -preguntó.

Había tardado mucho tiempo en vestirse.

– No demasiado -dijo Marie-. Sólo un poco, es culpa mía… Menos mal que la iglesia queda cerca.

– Así nos evitamos la espera -comentó Gerlof, y Marie rió educadamente.

Eso le gustó: no todos los asistentes del hogar Marnäs comprendían que era obligación de los jóvenes reírse de la bromas de los mayores.

Continuaron su camino hacia la iglesia y Gerlof inclinó la cabeza para protegerse el rostro del viento cortante que soplaba desde el estrecho de Kalmar. Lo conocía de sobra: era un viento fuerte y constante procedente del sudoeste que habría impulsado a un velero hacia el norte bordeando la costa sueca hasta Estocolmo. Pero un día como éste no echaba de menos el mar. Las olas habrían azotado la cubierta, el frío habría helado las bancadas. Después de más de treinta años en tierra Gerlof aún se sentía capitán, y ningún marinero deseaba hacerse a la mar en invierno.

Las campanas comenzaron a repicar cuando pasaron junto a la parada de autobús y giraron por el camino que conducía a la iglesia. El desolado y prolongado tintineo que emitían resonaba sobre el paisaje llano, y Marie no podía menos de apresurarse.

Gerlof no tenía prisa en llegar al entierro; lo veía como un ritual para los demás dolientes. Él ya se había despedido de Ernst hacía una semana, cuando fue a la cantera con John. La añoranza que sentía por su amigo se mezclaba con la pena por la muerte de Ella, y sabía que sólo su propia muerte le libraría de ambas. Al mismo tiempo tenía la desagradable sensación de que Ernst no descansaba en paz y esperaba impaciente a que Gerlof colocara en su sitio todas las piezas del puzle que él había dejado tras sí.

Había al menos media docena de coches estacionados en el pequeño aparcamiento frente a la iglesia. Buscó con la vista el Ford rojo de Julia, pero no lo encontró. En cambio vio el Volvo de Astrid Linder y supuso que Julia, su hija, viajaba con ella desde Stenvik. En caso de que hubiera asistido al entierro.

La iglesia encalada del siglo XIX de Marnäs se perfilaba contra el cielo gris. Durante más de mil años los cristianos se habían reunido en el mismo lugar. Ésta era la tercera iglesia, edificada cuando la construcción medieval se tornó demasiado estrecha y ruinosa.

Entraron en el cementerio y recorrieron apresuradamente el sendero de piedra; luego Marie aminoró el paso y tiró de la silla de ruedas para cruzar el bajo umbral de la puerta de la iglesia.

Gerlof se quitó el gorro tan pronto como traspasaron el pórtico. Éste estaba oscuro y desierto, pero la nave se hallaba abarrotada de gente vestida de negro.

Flotaba un leve murmullo en el ambiente; el servicio aún no había comenzado.

Muchas de las cabezas agachadas se volvieron discretamente hacia él cuando entró por el pasillo lateral izquierdo de la iglesia. Qué aspecto más lamentable y débil debía de ofrecer a la gente, pensó. Y así se sentía, débil y en un estado lamentable, pero con la cabeza lúcida: eso era lo más importante.

Algunas personas iban a los entierros para ver quién sería el próximo en estirar la pata. «Pues miradme -pensó Gerlof-, que no me veréis peor que ahora.»

Pronto se levantaría y andaría.

Una pequeña mano blanca le saludaba desde uno de los bancos delanteros. Pertenecía a Astrid Linder, que llevaba puesto un sombrero negro con velo. Había un sitio libre a su lado en la cuarta fila, y no pareció darse cuenta de que Gerlof iba en silla de ruedas.

Marie se detuvo, y Gerlof se puso en pie con su ayuda y se sentó en el banco junto a Astrid.

– No te has perdido nada -le susurró ella al oído-. Ha sido aburridísimo.

Gerlof apenas hizo un gesto de asentimiento, después de lanzar una mirada de soslayo al otro lado de Astrid y comprobar que Julia no estaba allí.

Marie retrocedió con la silla de ruedas hacia la salida mientras se apagaba el murmullo bajo los altos arcos de la iglesia cuando el cantor comenzó a tocar el salmo «La vieja cabaña». Gerlof había escuchado la triste melodía en más entierros de los que podía recordar. La música le tranquilizó y miró con detenimiento alrededor.

La iglesia estaba repleta de ancianos. Del centenar de personas que había reunidas allí sólo unos pocos tenían menos de cincuenta años.

El asesino de Ernst estaba ahí, oculto entre los dolientes; Gerlof no tenía la menor duda.

Junto a Astrid se sentaba su hermano Carl, el último jefe de estación de Marnäs, que había acabado trabajando de ferretero al cerrar la estación a mediados de los años sesenta. En la actualidad estaba jubilado. Fue Axel Månsson, el compañero mayor de Carl, quien había dado la orden de partida al tren en que viajaba Nils Kant ese día de verano al acabar la guerra, pero Cari también estaba allí. Entonces era el chico de los recados de la estación y le había contado a Gerlof cómo vio que Margit, la vendedora de billetes, llamaba por teléfono a la policía de Marnäs e informaba en un murmullo que el joven señorito Kant acababa de comprar un billete a Borgholm. Incluso vio, algunos minutos más tarde, al policía provincial Henriksson llegar corriendo desde Marnäs y avanzar pesadamente por el andén con su inmensa barriga para intentar detener al sospechoso de asesinato.

Cari fue quizás el último ölandés vivo que vio de cerca a Nils Kant de adulto, pero cuando en una ocasión Gerlof le preguntó cómo era éste, se limitó a negar con la cabeza: tenía muy mala memoria para los rostros.

Unos bancos más allá se sentaban otros jubilados de Marnäs: Bert Lindgren, el antiguo director de la Casa del Pueblo, que había sido marinero y navegado por los mares del mundo entero entre los años cincuenta y sesenta, y junto a él Olof Håkansson, pescador de anguilas, y después Karl Lundstedt, coronel del ejército en Kalmar, que tras jubilarse se había mudado a su casa de verano en Långvik.

No era raro que los jubilados se mudaran a Marnäs, pero Gerlof sabía que lo que necesitaba el norte de Öland no eran más ancianos, sino jóvenes y trabajo.

La música del órgano dejó de sonar. El pastor Åke Högström, oficiante en Marnäs desde hacía unos diez años, se situó frente al féretro de madera blanco adornado con rosas. Sostenía entre las manos una gran Biblia de piel marrón y miraba seriamente a la congregación a través de sus gafas redondas.

– Nos hemos reunido hoy aquí para despedir a nuestro amigo y cantero Ernst Adolfsson. -El pastor hizo una pausa, se ajustó las gafas y luego prosiguió con el funeral formulando una pregunta importante-: Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?

«Primera Epístola a los Corintios, segundo capítulo», anotó Gerlof en su fuero interno.

– Nosotros, los hombres, sabemos muy poco los unos de los otros -predicó el pastor-; sólo Dios lo sabe todo. Ve todas nuestras faltas y deficiencias y, sin embargo, desea darnos paz eterna…

Gerlof cerró los ojos y escuchó con tranquilidad; apenas dejó que lo asaltaran los sentimientos alguna vez que otra. Cuando entonaron el salmo 113 sobre la rosa florida afinó lo mejor que pudo. A continuación el pastor dirigió la oración, se leyeron más citas de la Biblia y salmos, y luego se cantó el bonito himno Donde las flores nunca mueren.

Aunque consideraba que se había despedido de Ernst en su casa de la cantera, Gerlof sintió un nudo en la garganta cuando en los últimos acordes de la música de órgano seis hombres se levantaron con gravedad y se acercaron para cargar el féretro. Entre ellos estaban sus amigos Gösta Engström de Borgholm y Bernard Kollberg, que había regentado durante décadas la tienda de Solby, un pueblo al sur de Stenvik, y solía llevarle las provisiones a Ernst en coche. El resto eran parientes del finado que residían en Småland.

Le habría gustado levantarse y cargar el féretro sobre sus hombros, pero no pudo hacer otra cosa que permanecer sentado hasta que todos comenzaron a ponerse en pie. Entonces apareció Marie con la silla de ruedas.

– Creo que ahora puedo caminar -anunció, pero no podía, claro.

Marie le ayudó a volver a la silla y, cuando estuvo lista, Astrid se acercó y la tocó en el hombro.

– Ya lo llevo yo -dijo decidida mientras cogía las cosas.

Marie le lanzó una mirada dubitativa; Astrid era menuda y delgada como un gorrión, pero Gerlof sonrió animoso.

– Todo irá bien, Marie -la tranquilizó.

Ésta asintió y Astrid condujo la silla de ruedas por el pasillo acompañada de su hermano Cari.

– Ahí está John -señaló ella.

Gerlof giró la cabeza y vio que John Hagman abandonaba la iglesia acompañado de su hijo Anders.

Al salir del recinto y sentir el viento helado, Gerlof se abrochó el abrigo, y entonces se dio cuenta de que llevaba un objeto plano en el bolsillo. Recordó que había traído el monedero de Ernst.

Al sacarlo notó la piel desgastada entre los dedos y le preguntó a Astrid:

– ¿Has visto hoy a mi hija?

– No -respondió ella-. ¿No regresaba hoy a Gotemburgo? Tampoco he visto el coche.

– Vaya -se lamentó Gerlof.

Así que Julia al final se había marchado por la mañana. Pensó que podía haber venido al entierro, o haberle llamado para despedirse de él. Pero su hija era así. Al menos había conseguido que se quedara en Öland más tiempo del que tenía previsto, y aunque no habían hecho grandes progresos, Gerlof creía que a Julia le había sentado bien la visita. La llamaría dentro de poco a Gotemburgo.

– ¿Es el monedero de Ernst? -preguntó Astrid señalándolo.

Gerlof asintió con la cabeza.

– Quiero dárselo a sus parientes.

También les entregaría todo lo que contenía, menos el recibo del museo de la madera de Ramneby, que Gerlof había ocultado en su escritorio.

– Eres muy honrado, Gerlof -comentó Astrid.

– A César lo que es del César -sentenció él-. No me gusta dejar cabos sueltos.

Se encontraban en medio de las tumbas y avanzaban lentamente entre lápidas conocidas. Gran parte de las más bonitas las había tallado Ernst antes de jubilarse, entre otras, la amplia losa de Ella. Era sencilla y hermosa, y había espacio de sobra para el nombre y las fechas de Gerlof debajo de los de su esposa.

La fosa recién cavada para Ernst se hallaba en una hilera de tumbas pertenecientes a los vecinos de Stenvik. El cortejo fúnebre se había situado en torno a la sepultura formando un semicírculo, y Astrid empujó con decisión la silla de ruedas entre los dolientes. Gerlof miró el profundo agujero abierto a sus pies. La fosa era negra y fría, y si alguien caía dentro sería totalmente incapaz de salir. No le apetecía nada acabar ahí abajo, por mucho que Sjögren y el frío se confabulasen para tirar de sus articulaciones.

Los hombres que cargaban el féretro hicieron una pausa junto a la tumba, y a continuación introdujeron cuidadosamente el ataúd en la tierra. Gerlof vio más rostros conocidos. Bengt Nyberg, el redactor del Ölands-Posten, se encontraba al otro lado de la tumba, por fin sin una cámara entre las manos. Gerlof intentó recordar desde cuándo vivía y trabajaba como redactor en Marnäs. Quince, veinte años quizá. Procedía del continente, como muchos otros.

Junto a él estaba Örjan Granfors, el granjero, a quien le habían requisado las vacas de su propiedad, al nordeste de Marnäs, durante los años ochenta. Gerlof recordó que también le habían condenado por no cuidarlas bien.

Al lado de Granfors, muy juntos, vio a Linda y Gunnar Ljunger, los dueños del hotel de Långvik. Hablaban en voz baja, seguramente sobre las nuevas casas que se estaban construyendo en el pueblo de veraneo. Junto a ellos se encontraba Lennart Henriksson, el policía. Vestía traje negro en lugar de uniforme.

Gerlof miró de nuevo la tumba. ¿Qué habría querido Ernst que hiciera él? ¿Cuál era el siguiente paso?

En las últimas visitas que le había hecho su amigo durante el otoño, había insistido en hablarle sobre Nils Kant y el pequeño Jens, volviendo una y otra vez sobre ambos misterios como si estuviera convencido de que guardaban una relación que no era evidente para nadie más.

Con el tiempo Gerlof había acabado por aceptar la desaparición de Jens, de la misma manera que se había reconciliado con la muerte de Ella.

Pero a principios de septiembre, Ernst había ido a visitarlo a la residencia de Marnäs para hablar con él. Llevaba un libro delgado de tapa blanda.

– ¿Has visto esto, Gerlof? -le preguntó.

El negó con la cabeza y se inclinó hacia delante.

Era el libro conmemorativo de la naviera Malm. Gerlof sabía por el Ölands-Posten que se había editado hacía unos meses, pero no lo había leído.

– Conoces a Martin Malm, ¿verdad? -dijo Ernst-. Ésta es una vieja fotografía de él a finales de los años cincuenta en el aserradero de la familia Kant, en Småland.

– No conozco mucho a Martin -respondió Gerlof cogiendo el libro no sin cierta sorpresa-. Coincidí con él en algunos puertos cuando éramos capitanes.

– Y después de dejar el mar, ¿volviste a verlo?

– Rara vez. En tres o cuatro ocasiones tal vez. Alguna que otra cena de antiguos capitanes.

– ¿Cenas?

– En Borgholm.

– ¿Sabes de dónde sacó Martin el dinero para su primer transatlántico? -preguntó Ernst.

– Pues… no. No lo sé -reconoció Gerlof-. ¿De su familia?

– De la suya no -respondió Ernst-. Procedía de la familia Kant.

– ¿Lo dice el libro? -se extrañó Gerlof.

– No, pero lo he oído contar -repuso Ernst-. Y mira esta foto: August Kant rodea con el brazo a Martin. ¿Tú le dejarías?

– No -dijo Gerlof.

Pero era cierto; el estricto director August Kant tenía la mano apoyada amigablemente en el hombro del también severo capitán de barco Martin Malm. Era muy extraño.

Ernst no quiso decir más, pero seguro que sabía cosas que no contó. Había visto u oído algo que le dio nuevas ideas. Había ido al museo de madera de Ramneby en busca de alguna casa sin decírselo a Gerlof. Y unas semanas más tarde tuvo una cita en la cantera con alguien, tal vez para llegar a un acuerdo del que Gerlof no debería saber nada.

– ¿Quieres acercarte para decirle adiós, Gerlof?

La pregunta de Astrid le sacó del mar de dudas en que se encontraba. Negó suavemente con la cabeza.

– Ya me despedí -afirmó.

Se lanzaron las últimas rosas sobre el féretro de Ernst y el entierro concluyó. Los asistentes se encaminaron hacia la casa parroquial junto a la iglesia para asistir a un pequeño ágape funerario.

– Nos sentará bien un poco de café -observó Astrid.

Retrocedió con la silla de ruedas y la empujó hacia la casa parroquial.

Pese a que Sjögren le atenazaba la nuca, Gerlof se estiró y miró al otro lado del cementerio; junto al muro oeste había una vieja lápida.

La tumba de Nils Kant.

¿Quién yacía allí, en realidad?


Puerto Limón, octubre de 1955


La ciudad junto al mar es oscura, ruidosa y apesta a barro y orín de perro.

Nils Kant le da la espalda. Está en el porche del bar del puerto Casa Grande, sentado a la mesa de los clientes habituales con una botella de vino frente a él, y dirige la mirada al mar, al litoral caribeño de Costa Rica. Aunque el olor a lodo y algas podridas no es mucho mejor que el hedor que flota sobre las callejuelas de la ciudad, al menos el mar es una vía de escape.

Normalmente pasa el día en algún muelle con la vista clavada en el refulgente mar.

El camino a casa. El mar es el camino a Suecia. Si tuviera suficiente dinero Nils podría viajar a casa.

Brinda por ello.

Levanta su vaso de vino tibio y le da un largo trago para olvidar las dificultades de su regreso a casa. Pues lo cierto es que no tiene suficiente dinero. Casi se le ha acabado. Un par de días a la semana carga plátanos y barriles de petróleo en el puerto, pero eso apenas le alcanza para el alquiler y la comida. Necesitaría trabajar más, pero no se encuentra del todo bien.

– Estoy enfermo -murmura por la noche.

Suele tener dolor de estómago y de cabeza, y le tiemblan las manos.

¿Cuántas veces ha brindado por Suecia en el porche de Casa Grande? ¿Por Öland? ¿Por Stenvik? ¿Y por Vera, su madre?

Los brindis y las botellas que ha vaciado son incontables. Esa noche sería como muchas otras en el bar, si no fuera porque Nils celebra su trigésimo cumpleaños. Sabe que en realidad no hay nada que celebrar, y eso hace que se sienta mucho peor.

-Quiero regresar a casa [1] -murmura en la oscuridad.

Poco a poco ha aprendido a hablar español y algo de inglés, pero aún siente el sueco vivo en su interior.

Lleva más de diez años huyendo, desde que subió a bordo del carguero Celeste Horizon en el puerto de Gotemburgo, el verano que acabó la guerra.

En el barco le acomodaron en una cabina que era tan estrecha como un féretro, un ataúd de acero.

Ha viajado en muchos buques viejos por los mares de Sudamérica desde entonces, pero el Celeste fue el peor de todos. No había ni un solo lugar seco a bordo; la humedad del mar se introducía por cualquier sitio, y lo que no estaba mojado ni mohoso, estaba roto u oxidado. El agua corría o goteaba por todas partes. Durante un mes la luz nunca alcanzó el ojo de buey de su camarote, puesto que éste se hallaba a babor y la constante vía de agua hacía que la nave escorase hacia ese lado.

Los motores retumbaban todo el día. Nils yacía más muerto que vivo en una litera a oscuras y mareado como una sopa, y a menudo Henriksson, el policía provincial, se sentaba a su lado mientras una sangre oscura le manaba del pecho; entonces Nils cerraba los ojos y deseaba que el barco chocara contra una mina. En el mar había muchas, a pesar de que la guerra había acabado (el cerdo del capitán Petri se había encargado de recordárselo a Nils varias veces). También le había dejado claro que si el Celeste Horizon llegara a explotar, Nils sería el último en subir al bote salvavidas.

Mientras descargaban la mercancía en Inglaterra tuvo que permanecer en su camarote día y noche durante dos semanas, y casi se vuelve loco a causa del aislamiento; finalmente zarparon con rumbo oeste y se adentraron en el Atlántico.

Cerca de Brasil vio un albatros: una inmensa ave que planeaba libre y despreocupada con las alas extendidas sobre la cresta de las olas en el cálido aire que envolvía a la nave. Nils lo tomó como una buena señal y decidió quedarse un tiempo en el país. Abandonó el Celeste Horizon y al loco de Petri sabiendo que no los echaría de menos.

Pero en el puerto de Santos vio por primera vez un zángano y se quedó espantado. Eran seres deplorables que se acercaban tambaleándose al muelle, con la mirada perdida y la ropa hecha jirones, antes de que el Celeste Horizon atracase.

– Los zánganos -dijo despectivamente un marinero sueco en la borda junto a Nils, y le aconsejó-: Si se acercan mucho, tírales trozos de carbón.

Los zánganos eran hombres de los que nadie se acordaba, alcoholizados, que no encajaban ni en tierra ni en el mar. Marineros europeos que se habían bebido unas cuantas copas de más en la taberna y cuyos barcos habían zarpado abandonándolos en tierra.

Nils no era un zángano, se podía permitir dormir cada noche en un hotel, y apenas se quedó un par de meses en Santos. Bebía vino en bares donde los zánganos no ponían los pies, deambulaba por las blancas playas a las afueras de la ciudad; aprendió algo de español y portugués, pero no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. Adelgazó bastante pero aún era alto y ancho de hombros y nunca intentaron robarle, y añoraba Öland constantemente. Cada mes enviaba una postal a su madre sin remite para que supiera que estaba vivo.

Continuó hasta Río a bordo de un barco español; allí había más gente, pobres, ricos, cucarachas más gordas y más zánganos en el puerto y las playas. Y todo se repetía: deambular sin destino, beber vino, la añoranza y, finalmente, un nuevo barco para huir un poco más lejos. Consiguió que el dinero le durase más tiempo limpiando y fregando los barcos en que viajaba.

Nils visitó una larga serie de puertos: Buenaventura, La Plata, Valparaíso, Chañaral, Panamá, Saint Martin en el Caribe, donde encontró muchos franceses y holandeses, La Habana, en Cuba, que estaba atestada de americanos. Y ninguna ciudad era mejor que las que había dejado atrás.

Tan pronto como desembarcaba en un nuevo lugar le enviaba una postal a su madre. Sin mensaje ni remitente, Vera comprendería que Nils estaba vivo y que pensaba en ella. No se metía en líos, no tiraba el dinero con las mujeres y casi nunca se peleaba.

Deseaba ir a Estados Unidos, y consiguió plaza en un barco francés que cruzaba el golfo hasta la tórrida Luisiana. Las luces de los bares de Nueva Orleans eran cálidas y doradas, pero no le dejaron entrar en el país sin pasaporte: así eran las cosas. No le quedaba dinero para pagar sobornos y tuvo que embarcarse de nuevo y volver al sur.

No soportaba tener que regresar a Sudamérica; además, allí también era cada vez más difícil cruzar las fronteras. Así que desembarcó en Costa Rica, en el puerto de Limón. Y se quedó.

Lleva viviendo en Limón más de seis años, entre el mar y la selva. En el bosque húmedo fuera de la ciudad hay bananos y azaleas grandes como manzanos, pero él nunca va. Echa de menos el lapiaz. La selva tropical huele a compost enmohecido y es sofocante. Al llover, las rectas calles de Limón se convierten en avenidas de lodo y las alcantarillas se desbordan.

Los días, las semanas y los meses pasan sin más.

Tras un año en Limón le escribió una carta por primera vez a su madre; en ella le contaba bastantes cosas que le habían ocurrido, y le daba su dirección en la ciudad.

En la carta de respuesta Vera había metido algo de dinero, y Nils le escribió de nuevo, rogándole a su madre que le ayudara a ponerse en contacto con su tío August. Nils quería regresar a casa. Llevaba fuera de Öland más de una década, y creía que ya había tenido suficiente castigo.

Si hay alguien que pueda ayudarle a regresar, es el tío August. Por muy buena voluntad que tenga su madre, nunca podría organizar el viaje de regreso sin ayuda.

Ha tardado lo suyo, pero ahora Nils está sentado a una mesa con un sobre ante él y una copa de vino; en el sobre, su dirección en Limón aparece escrita en tinta negra junto a un sello sueco por valor de cuarenta céntimos. La carta le llegó de Suecia hace tres semanas con un cheque de doscientos dólares, y la ha leído una y otra vez.

Es de su tío August en Ramneby, Småland. Ha sabido a través de su hermana Vera que Nils está en Latinoamérica y desea regresar a casa.

«Nunca podrás regresar a casa, Nils.»

Eso escribe su tío August. La carta sólo ocupa una cara y consiste casi únicamente en serias advertencias, pero lo que Nils lee una y otra vez es esta breve frase.

«Nunca podrás regresar a casa.»

Nils intenta olvidar esas palabras, pero no puede.

Lee la frase una y otra vez, y le parece que tiene a Henriksson, el policía provincial muerto, detrás de él leyendo por encima de su hombro.

«Nunca, Nils.»

Se sirve otra copa de vino. Los mosquitos, tan grandes como una corona sueca, zumban sobre la playa, y una reluciente cucaracha se desliza por la balaustrada de madera.

Se oyen risotadas procedentes del interior del bar, por las calles embarradas de la ciudad circulan ruidosas motocicletas. En Limón el silencio siempre brilla por su ausencia.

Nils bebe y cierra los ojos. El mundo da vueltas; se siente enfermo.

– Quiero regresar a casa -murmura en la oscuridad.

«Nunca.»

Nils tiene sólo treinta años; aún es joven.

No le hará caso a su tío August. En cambio, seguirá escribiendo a su madre. Le pedirá, le rogará. Ella se ocupará de él.

«Ahora puedes regresar, Nils.»

Ésas son las palabras que espera recibir en una carta suya.

Y tiene que llegar, pronto.

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