Era el primer día de primavera de verdad, un día soleado y caluroso, con flores y pájaros por todas partes, y el cielo parecía elevarse sobre Öland como una sábana azul celeste sacudida por el viento. Un día en el que la vida se mostraba repleta de posibilidades una vez más, sin que importara la edad de las personas.
Para Bengt Nyberg, el reportero local, el verdadero principio de año en Öland no llegaba hasta la primavera, cuando ésta se dignaba aparecer. En días como ése procuraba pasar al aire libre el máximo tiempo posible.
A Bengt le debían muchos días de vacaciones. Podría dedicarse a pasear y disfrutar del calor primaveral y el canto de los ruiseñores en el lapiaz, donde los últimos charcos de nieve derretida se secaban al sol, pero ese día en particular quería trabajar.
Bengt cerró los ojos unos segundos para disfrutar del calor del sol y luego posó la vista en la iglesia de Marnäs, que se erigía al otro lado del muro de piedra.
El invierno anterior, cuando habían abierto la tumba, habían acudido muchos curiosos y advenedizos al cementerio, una auténtica marea humana que el cordón policial a duras penas había conseguido mantener alejada. Ese jueves sólo había unas cuantas personas en el entierro, y el pastor les había pedido que se quedaran al otro lado del muro del cementerio.
Así que Bengt, provisto de su bloc de notas, era el único reportero presente en la ceremonia, aparte de un joven fotógrafo que habían enviado de la redacción central en Borgholm (pese a que Bengt les había dicho que él mismo sacaría las fotos), y que no paraba de moverse de un lado a otro. Se trataba de una historia importante, quizá se pudiera vender a los periódicos de la capital, y en ese caso la sencilla cámara y las instantáneas de Bengt Nyberg no servirían.
El fotógrafo que habían enviado era novato. Oriundo de Småland, se llamaba Jens, igual que el niño desaparecido, y probablemente veía el Ölands-Posten como un primer paso en su carrera profesional, una carrera que con toda seguridad le llevaría a trabajar al cabo de unos años en algún periódico vespertino de Estocolmo. Era ambicioso, pero aburrido. Cuando no sacaba fotos se pasaba el rato hablando de famosos a los que quería fotografiar a escondidas, o de caballos con los que iba a ganar fortunas. Bengt no estaba interesado en ninguno de los dos temas.
Jens era muy inquieto. Tan pronto como el responsable del cementerio asignó a los periodistas un lugar al otro lado del muro, el joven se puso a buscar un sitio mejor blandiendo la cámara.
– Creo que podré entrar en el cementerio -le dijo a Bengt, y miró ansioso por encima del muro-. Si me cuelo…
Bengt negó con la cabeza y no se movió.
– Quédate aquí -murmuró-. Estaremos bien.
Así que permanecieron al otro lado del muro y esperaron al sol. Pasado un rato apareció el cortejo fúnebre. La cámara de Jens empezó a zumbar.
Julia Davidsson, la madre, caminaba lentamente detrás del pastor por el camino de piedra. Junto a ella iba Gerlof, el abuelo. Ambos vestían de negro. Tras ellos iba un hombre alto de la edad de Julia; llevaba un abrigo oscuro.
– ¿Quién es ese hombre? -susurró Jens tras bajar la cámara.
– El padre del niño -repuso Bengt.
Julia Davidsson sujetaba a su padre del brazo, y él se apoyó en ella hasta que llegaron a la tumba, que se encontraba al sur de la torre de la iglesia. Permanecieron juntos mientras bajaban el ataúd. Gerlof inclinó la cabeza, y Julia lanzó una rosa.
Bengt pensó que ahí terminaba la historia. Habían ocurrido tantas desgracias en la isla en sólo seis meses. El espantoso final de Ernst Adolfsson en la cantera de Stenvik, en otoño; la muerte violenta de Gunnar Ljunger en la comisaría unos meses después; la sandalia infantil que la policía encontró en su caja de seguridad en la oficina del hotel de Långvik, y que pertenecía al mismo par que la que el ahora difunto naviero, Martin Malm, había enviado a Gerlof tiempo atrás.
El caso parecía cerrado, pero de pronto Lennart Henriksson había solicitado una nueva reconstrucción de la muerte de Ljunger, a la que siguió una acusación contra él por el asesinato de Gunnar Ljunger y el homicidio involuntario de Jens Davidsson.
Y para acabar, un gris día de invierno se había abierto la tumba de Nils Kant.
Los técnicos de la policía habían levantado una especie de tienda de campaña sobre la tumba, como si fuera una pequeña ermita de lienzo blanco junto a la iglesia. Trabajaron en silencio durante varios días; de vez en cuando se refugiaban en el pórtico caldeado de la iglesia. Durante la exhumación no sólo se había encontrado el cuerpo de Nils sino también los restos de un hombre, que hasta la fecha seguía sin identificar. Seguramente se trataba de un ciudadano sueco que había vivido en Latinoamérica durante años. Allí había sido asesinado.
Oculto en un hoyo bajo el ataúd de Nils Kant, la policía finalmente encontró un tercer cuerpo, mucho más pequeño que los anteriores. Y el caso quedó resuelto.
Periodistas, cadenas de radio nacional y reporteros de televisión llegaron a Marnäs a fin de cubrir la noticia. Para un periodista local había sido una experiencia frenética encontrarse en el centro de los acontecimientos, pero a Bengt le costaba mantener una distancia profesional con las historias sobre las que escribía, y a menudo se había sentido abrumado por la tristeza. Había tratado a Lennart Henriksson durante décadas, y el drama de su detención estaba lejos de alegrarle.
Pero ahora el sol brillaba, como para celebrar el año nuevo ölandés. Después de más de veinte años bajo tierra, el pequeño recibiría al fin una sepultura apropiada.
Cuando concluyó la breve ceremonia junto a la tumba, Julia y Gerlof se encaminaron lentamente hacia la iglesia, seguidos, a un par de metros de distancia, por Michael, el padre de Jens.
Por lo que Bengt alcanzó a ver desde el otro lado del muro, Julia y Gerlof no cruzaron una palabra durante todo el funeral. Pero tuvo la sensación de que se sentían tan unidos como pueden llegar a estarlo dos miembros de una familia, y sintió cierta envidia.
– Bueno, ya está -dijo el fotógrafo, y bajó la cámara-. ¿No?
– Sí, claro -repuso Bengt-. Ahora podemos irnos a casa.
No había apuntado ni una sola palabra en el bloc y lo más probable era que sólo escribiera un pequeño pie de foto para el periódico.
Sería suficiente. Pero si le preguntaban luego cómo había sido el entierro del pequeño, Bengt Nyberg respondería que le había parecido luminoso, digno y tranquilo, como…, como una especie de conclusión.