Julia llamó a Gerlof desde el teléfono de Ernst Adolfsson para contarle que le había encontrado muerto, y dónde.
Gerlof entendió lo que le contaba; sin embargo, consiguió que no le afectara demasiado y se concentró en escuchar la voz de su hija. Sonaba excitada, naturalmente, pero no asustada. Julia conservaba el dominio de sí misma.
– Así que Ernst ha muerto -dijo Gerlof. El auricular permaneció en silencio-. ¿Estás segura? -preguntó.
– Soy enfermera -replicó ella.
– ¿Has llamado a la policía? -preguntó él.
– He llamado a urgencias -respondió-. Van a enviar a alguien. Pero la ambulancia no le servirá a Ernst… Es demasiado tarde. -Guardó silencio durante unos segundos-. Seguro que también viene la policía, aunque haya sido un accidente. Tiene…
– Voy para allá -dijo Gerlof. Lo decidió mientras pronunciaba las palabras-. Seguro que la policía llegará enseguida, pero yo tampoco tardaré. Siéntate a esperar en el sofá de Ernst.
– Sí. Esperaré -dijo Julia-. Te esperaré.
Todavía sonaba tranquila.
Colgaron. Gerlof permaneció frente al escritorio unos minutos antes de reunir fuerzas.
Ernst. Ernst estaba muerto. Gerlof se tomó su tiempo para asimilar estos hechos. Hasta hacía poco contaba con dos amigos íntimos vivos. John y Ernst. Ahora sólo le quedaba uno.
Cogió su bastón y se levantó. Estaba decidido a ir a la cantera, a pesar de que el reumatismo y la pena entorpecieran sus movimientos más que nunca. Al salir al pasillo, oyó unas risas en la cocina y se encaminó hacia allí.
Boel se hallaba con una chica nueva, a la que al parecer estaba enseñando a poner en marcha el lavaplatos. Al descubrir a Gerlof le sonrió, pero en cuanto se fijó en su semblante se puso seria.
– Boel, tengo que ir a Stenvik. Ha ocurrido un accidente. Mi mejor amigo ha muerto -anunció Gerlof con resolución-. Tendría que llevarme alguien.
No retiró la mirada; al fin Boel asintió con la cabeza. Aborrecía los cambios en la rutina diaria, pero esta vez no discutió.
– Espere un par de minutos, yo le llevaré -dijo simplemente.
Al llegar al desvío norte de Stenvik, que conducía a la cantera, Gerlof, que ocupaba el asiento del copiloto, levantó el brazo y señaló hacia delante.
– Tomaremos la carretera del sur -dijo él.
– ¿Por qué? -preguntó Boel-. Debes ir…
– Tengo dos amigos en Stenvik -dijo Gerlof-. Uno era Ernst. Debo informar al otro sobre lo ocurrido.
No era un desvío largo; pronto apareció la salida sur con el letrero de «CAMPING» cubierto de cinta aislante para indicar que las instalaciones de Stenvik estaban provisionalmente cerradas. Lo había puesto John Hagman, aunque el riesgo de que en octubre se presentara alguien con la tienda o la caravana era mínimo.
A la izquierda apareció la pequeña garita cerrada, y tras ella el minigolf donde se encontraba un hombre de mediana edad vestido con un mono verde que sostenía una escoba con gesto cansino. Lanzó una tímida mirada al coche. Era Anders Hagman, el único hijo de John. Estaba soltero y no hablaba mucho, y Gerlof casi siempre lo había visto con ese desgastado mono (quizá tenía unos cuantos).
De pronto el camino que conducía al camping se hizo visible.
– Ya hemos llegado -informó Gerlof-. Es esa casa de allí.
Señaló un pequeño edificio de ventanas diminutas a la vera del camino que parecía la casa del guarda. Ante la puerta había aparcado un oxidado Volkswagen Passat verde: John se hallaba en casa.
Boel frenó y detuvo el coche. Gerlof abrió la puerta y se apeó con la ayuda de su bastón, y casi en el mismo instante se abrió la puerta de la casita. Un hombre de baja estatura que vestía un mono azul oscuro y tenía el pelo gris peinado hacia atrás y recogido en una pequeña coleta sobre la nuca salió en calcetines a la escalera de madera. Era John Hagman, a quien las visitas nunca le cogían desprevenido.
Padre e hijo regentaban el camping de Stenvik durante el verano. Anders solía pasar el invierno en Borgholm.
John, en cambio, se quedaba el año entero en Stenvik y se ocupaba sólo del mantenimiento diario del camping cuando Anders no aparecía. Era demasiado trabajo para un anciano, y Gerlof le habría ayudado de no haber sido aún mayor que John.
Gerlof le saludó con la cabeza, y el otro le devolvió el saludo y se puso un par de botas de goma que había en la escalera.
– Vaya -dijo al acercarse-. Qué sorpresa.
– Sí. Ha ocurrido un accidente.
– ¿Dónde?
– En la cantera.
– ¿Ernst? -preguntó John en voz baja.
Gerlof asintió.
– ¿Está herido?
– Bueno. Algo peor. Mucho peor.
John lo conocía desde hacía casi cincuenta años; después de retirarse habían mantenido la relación. Sólo con ver la mirada de Gerlof comprendía lo mal que lo estaba pasando.
– ¿Hay alguien allí? -preguntó.
– Debería -respondió Gerlof-. Mi hija Julia iba a llamar. Ella está allí. Llegó ayer de Gotemburgo.
– Vaya. -John dio un par de pasos hacia el interior de la casa y salió con un anorak y un llavero-. Podemos ir en mi coche. Voy a avisar de que nos vamos.
Gerlof asintió; le parecía bien. Seguro que Boel querría regresar a la residencia, y así él podría hablar con John a solas.
Éste se encaminó hacia Anders, se detuvo frente a él y le dijo algo en voz baja. Su hijo negó con la cabeza. John señaló a Gerlof, que oyó cómo levantaba la voz. Sabía que los Hagman tenían una relación tirante, dependían demasiado el uno del otro.
Al fin, Anders asintió con la cabeza y John hizo un gesto de negación y le dio la espalda. La discusión había terminado.
Mientras John abría la portezuela de su coche, Gerlof se encaminó lentamente hacia Boel para agradecerle que le hubiera traído.
– Así que Ernst ha muerto -comentó John sentado al volante.
– Eso dice Julia -respondió Gerlof a su lado, y desvió la mirada hacia la playa y el mar refulgente al pie de la carretera de la costa.
– Le ha caído una piedra encima.
– Una gran piedra. Es lo que me ha contado Julia -añadió Gerlof.
Advirtió que no ocurría un accidente en la cantera desde hacía sesenta años, y ahora que estaba cerrada le había caído una piedra encima a su amigo.
– He traído la llave de repuesto -declaró John-. Por si se han llevado a Ernst.
– ¿Te dejó una llave? -preguntó Gerlof, a quien Ernst nunca le había dado muestras de semejante confianza.
Tampoco él le había dejado una copia de la llave de su casa a Ernst. Tal vez nunca habían confiado de verdad el uno en el otro.
– Ernst sabía que no fisgonearía -explicó John.
– A lo mejor deberíamos echar un vistazo en la casa -replicó Gerlof-. En realidad no sé qué tenemos que buscar. Pero debemos hacerlo.
– Sí. Ahora es diferente.
Gerlof no dijo nada más y se limitó a mirar al frente por el parabrisas; acababan de cruzarse con una ambulancia en la carretera de la costa. Era la primera vez que Gerlof veía una ambulancia en Stenvik.
Avanzaba lentamente por la carretera de la cantera y llevaba las luces azul oscuro del techo apagadas. No era una buena señal, pero era lo que esperaban. John redujo la velocidad al cruzarse con el otro vehículo, que luego giró por el camino norte de la aldea.
– El verano pasado vendió muchas obras -dijo John tras una pausa-. Nos gastamos algunas bromas al respecto, sobre si Ernst tenía más clientes que peces tenía yo en la red.
Gerlof asintió en silencio; no había mucho más que comentar. Aún sentía la muerte de Ernst como un gran peso sobre sus hombros.
John dobló por el pequeño sendero que conducía hasta la meseta elevada sobre la cantera y Gerlof observó las huellas de varios coches en el barro. Entonces vio el automóvil de Julia y el de Ernst; tras ellos había dos coches de policía y un vehículo más, un reluciente Volvo azul. Junto a él se hallaba un hombre de mediana edad con gorra y una cámara sobre la barriga.
– Bengt Nyberg se ha vuelto a comprar un coche -expuso Gerlof.
– Los redactores tienen un buen sueldo -constató John.
– ¿De verdad? -preguntó Gerlof, y John frenó a la altura de la señal «PIEDRA ARTESANAL – BIENVENIDOS», y apagó el motor.
Se hizo el silencio.
Gerlof se bajó del coche con dificultad; tenía las articulaciones entumecidas como de costumbre, y éstas protestaban ante los movimientos inusuales. Apoyó el bastón, estiró la espalda y saludó con la cabeza al redactor del Ölands-Posten, que se acercaba a ellos con una mano sobre la cámara.
– Se lo ha llevado la ambulancia -anunció Nyberg.
– Lo sabemos -replicó Gerlof.
– También me lo he perdido. He sacado unas fotos de los policías y del lugar, pero no creo que las podamos publicar. Aunque eso lo decidirán en Borgholm.
Parecía estar hablando de las fotografías de un coche en la cuneta o de una ventana rota. A Gerlof el reportero siempre le había parecido un hombre insensible.
– Será mejor olvidarse de las fotos -dijo Gerlof.
– ¿Sabéis quién lo ha encontrado? -preguntó Nyberg, y apretó un botón de la cámara.
El carrete comenzó a rebobinarse con un zumbido.
– No -respondió Gerlof.
Se encaminó lentamente hacia el borde de la cantera. ¿Dónde estaba Julia?
– Ahora vete a casa a escribir tu artículo, Bengt -le sugirió John, que iba detrás de Gerlof.
– Sí -convino Nyberg-. Mañana podréis leer los detalles.
Y se dirigió hacia su coche nuevo, entró en él y encendió el motor.
Gerlof pasó de largo la casa y el cobertizo y se dirigió lentamente a la cantera. Cuando se encontraba a pocos metros del borde del barranco vio a un policía uniformado que subía. Puso una pierna encima de la cornisa, se encaramó y a continuación se agachó para ayudar a un compañero más joven. Después se sacudió el polvo del uniforme y miró a Gerlof, que no reconoció a ninguno de los dos. Serían de Borgholm, o quizás hubieran venido del continente.
– ¿Es usted pariente? -preguntó el policía de mayor edad.
– Somos viejos amigos -contestó Gerlof-. Su familia vive en Småland.
El policía asintió con la cabeza.
– No hay mucho que ver -dijo.
– ¿Ha sido un accidente?
– Un accidente laboral -respondió el policía.
– Al parecer quiso mover la escultura hacia el borde -dijo el policía más joven, y señaló hacia el canto de la roca; en la hierba había una pequeña grieta-. Estaba aquí y tuvo que sujetar la piedra. Y después…
– Bueno, se resbaló o tropezó y se precipitó al vacío y le cayó la piedra encima -añadió el policía de más edad.
– Debió de ser muy rápido -observó el policía más joven.
Gerlof avanzó un paso adelante, apoyado en el bastón. En ese momento la vio.
La torre de iglesia, la mayor escultura de Ernst, reposaba en el fondo de la cantera. Se podía ver claramente dónde había chocado al caer. En el suelo había una profunda hendidura.
Un rastro de Ernst. Gerlof retiró rápidamente la mirada y observó lo que quedaba de la cantera, pero al pensar en la cantidad de lápidas y losas que se habían arrancado de la montaña durante años, desvió la vista y contempló la playa y el mar, y entonces, por fin, se sintió algo mejor.
A continuación miró a la derecha, al borde de la roca, donde se alineaban las otras esculturas de piedra. Ernst las había colocado de manera que guardaran un par de metros de distancia entre ellas, pero a lo lejos se vislumbraba un espacio más ancho. Gerlof se dirigió hacia allí.
Había caído otra escultura desde ese lugar, una más pequeña. La vio tirada abajo en la cantera, un objeto largo y redondeado que tanto podía ser una especie de huevo como la cabeza de un trol. A diferencia de la torre de iglesia, aquella escultura se había partido en dos.
Vaya. Gerlof se dio la vuelta lentamente para no perder el equilibrio en el irregular terreno de grava y se encaminó hacia la casa.
– ¿Aún está Julia Davidsson? -preguntó a los dos policías.
Éstos se habían detenido a echarle un vistazo al cobertizo de Ernst, donde mazos, carretillas y una vieja pulidora se agolpaban junto a otras esculturas de piedra de diferentes tamaños.
– Está ahí dentro con Henriksson -dijo el policía de más edad, y señaló hacia la casa.
– Gracias.
La puerta estaba entornada, así que John debía de haber entrado. Gerlof subió con dificultad la pequeña escalera de madera. Intentó en vano limpiarse los pies en el felpudo. A continuación empujó la puerta.
Varios pares de zapatos le cortaban el paso; Gerlof tuvo que apartarlos con el bastón para poder pasar. Era impensable que él pudiera agacharse para descalzarse, así que entró en el pequeño recibidor con los zapatos puestos. De las paredes colgaban fotografías enmarcadas de viejos canteros que llevaban palancas y palas en las manos.
Del interior de la casa le llegaron unas voces quedas.
John estaba junto a la ventana del salón y miraba hacia fuera.
Julia se hallaba sentada en el sofá junto a otro policía uniformado, un hombre de cierta edad que se había quitado respetuosamente la gorra.
Gerlof lo saludó con un gesto de la cabeza.
– Hola, Lennart.
El hombre del sofá era el primer agente que Gerlof reconocía. Lennart Henriksson formaba parte del cuerpo desde hacía casi treinta y cinco años, trabajaba en la zona norte de Öland pero vivía en una casa al norte de Marnäs y dirigía una pequeña comisaría junto al puerto. Tenía el pelo cano y no le faltaba mucho para jubilarse. Por lo general tenía una mirada lánguida y los anchos hombros caídos, pero ahora, sentado junto a Julia, mantenía la espalda erguida.
– Hola, capitán -saludó Henriksson a Gerlof.
– Hola, papá -dijo Julia en voz baja.
Era la primera vez en muchos años que ella se dirigía a él con esa palabra, por lo que Gerlof dedujo que estaba algo conmocionada. Se acercó lentamente y se quedó de pie junto a la mesa.
– ¿Quieres sentarte? -preguntó el policía.
– No te preocupes, Lennart. A veces necesito un poco de ejercicio.
– Tienes buen aspecto, Gerlof.
– Gracias.
Se hizo un silencio. John pasó por detrás de ellos y abandonó el salón sin decir una palabra.
– Julia me estaba contando que es tu hija -dijo Lennart.
Gerlof asintió y de nuevo hubo un silencio.
– ¿Se ha ido la ambulancia? -preguntó Julia, y luego miró a Gerlof.
– Sí, John y yo nos la hemos cruzado al llegar.
Julia asintió.
– Entonces ya se lo han llevado.
– Sí, así es. -Gerlof miró a Henriksson-. ¿Ha venido algún médico?
– Sí. Un joven becario de Borgholm… Era la primera vez que lo veía. No ha hecho más que constatar lo que había ocurrido.
– ¿Ha dicho que fue un accidente? -preguntó Gerlof.
– Sí. Luego se ha marchado.
– Pero Ernst pasó la noche tirado bajo la lluvia.
– Sí -dijo Lennart-. Tuvo que ocurrir ayer por la tarde.
– Así que no había sangre -dijo Gerlof-. ¿Todas las huellas desaparecieron con la lluvia?
Él mismo no sabía por qué hacía estas preguntas o adónde le podían llevar, pero supuso que quería darse importancia. El deseo de ser importante es quizá lo último que se pierde.
– Tenía sangre en la cara -dijo Julia-. Un poco de sangre.
Gerlof asintió. Se oyeron unos pasos cansinos en el pasillo, y el policía más joven asomó la cabeza por la puerta del salón.
– Ya hemos acabado, Lennart -anunció-. Nos marchamos.
– Bien. Creo que me quedaré un rato más.
– De acuerdo, cuídate.
Gerlof detectó un tono respetuoso en la voz del joven policía. Quizá fuera por los muchos años de servicio de Lennart, o por el hecho de que su padre también hubiera sido policía y hubiera muerto en acto de servicio.
– Conducid con cuidado hasta Borgholm -dijo Henriksson, y su colega asintió con la cabeza y se marchó.
Tras él apareció John con un gran monedero de cuero marrón en la mano. Lo levantó para que lo vieran Gerlof, Julia y Henriksson.
– Tres mil doscientas cincuenta y ocho coronas por vender piedras -dijo-. Estaba en el cajón inferior de la cocina, debajo de las bolsas de plástico.
– Guárdalo, John -le pidió Henriksson desde el sofá-. Sería una tontería dejar tanto dinero aquí.
– Puedo guardarlo hasta que repartan la herencia entre sus parientes -intervino Gerlof, y alargó la mano hacia el monedero.
John pareció aliviado al entregárselo.
El silencio volvió a reinar en la habitación.
– Bueno -dijo Henriksson al rato. Se inclinó hacia delante y se levantó del sofá no sin cierto esfuerzo-. Tengo que irme.
– Gracias… -Julia permaneció sentada en el sofá; buscaba las palabras-… por haberme dedicado su tiempo.
– De nada. -Henriksson la miró-. No es nada agradable llegar el primero al lugar de un accidente mortal. A mí me ha pasado muchas veces durante todos estos años. Uno se siente muy… solo. Impotente.
Julia asintió.
– Ahora me siento mejor.
– Bien. -Henriksson se puso la gorra-. Tengo una oficina en Marnäs. Pásate si necesitas algo. -Miró a John y a Gerlof-. Vosotros también, claro. La oficina está abierta, sólo tenéis que venir. ¿Cerraréis vosotros?
– Sí -respondió Gerlof.
Y Henriksson se despidió con un gesto de la cabeza y salió.
Oyeron cómo arrancaba el coche y se alejaba lentamente.
– Nosotros también tenemos que irnos -le dijo Gerlof a Julia. Se guardó el monedero de Ernst en el bolsillo y miró a John-. ¿Podemos salir un momento? -preguntó-. Sólo quiero enseñarte una cosa… Algo que he observado.
– ¿Queréis que os acompañe? -dijo Julia.
– No hace falta.
Al salir de la casa John dejó que Gerlof se adelantara. Apoyado en su bastón éste salió a la escalera, bajó a la grava y dobló en la esquina hacia el borde de la cantera.
– ¿Qué vamos a ver? -dijo John.
– Se halla ahí, junto al borde; lo he descubierto antes de entrar… Aquí.
Gerlof señaló al fondo de la cantera, donde se encontraba la piedra pulida que parecía un gran huevo o una cabeza deformada partida en dos pedazos, uno grande y otro pequeño.
– ¿La reconoces? -le preguntó a John.
John asintió con la cabeza lentamente.
– Es la que Ernst llamaba «la Piedra de Kant» -dijo-. En broma.
– La han empujado -continuó Gerlof-. ¿Verdad?
– Sí -John asintió de nuevo-. Eso parece.
– Este verano estaba detrás de la casa -dijo Gerlof.
– Y ahí seguía la semana pasada cuando vine a ver a Ernst -confirmó John-. Estoy seguro.
– Ernst la tiró a propósito -añadió Gerlof. -Seguramente.
Los viejos amigos se miraron. -¿Qué piensas? -preguntó John.
– Bueno, no estoy seguro -Gerlof suspiró-. No sé. Creo que Nils Kant puede haber regresado.