Gerlof agonizaba, y los muertos se le aparecían.
Los muertos también hacían ruido. Los huesos de un guerrero caído en alguna batalla olvidada de la Edad de Bronce repiqueteaban en la playa; cerró los ojos para no ver al fantasma danzando allí abajo, pero oía claramente los chasquidos.
Cuando abrió los ojos vio a su amigo Ernst Adolfsson dando vueltas en círculos por el prado con el cuerpo ensangrentado y buscando piedras en la hierba.
Y cuando Gerlof miró el mar la Muerte misma pasó navegando en el crepúsculo, con viento de proa, a bordo de un viejo barco de madera con velas negras.
Lo peor de todo fue cuando Ella, su mujer, apareció sentada en camisón junto al manzano; lo observó con el semblante serio y le rogó que dejara de luchar. Gerlof cerró los ojos y deseó realmente abandonarse y embarcarse con ella en la nave negra; deseaba dormirse y escapar de la lluvia y el frío, librarse de las preocupaciones, fingir sencillamente que estaba en la cama de la residencia de Marnäs. No sabía por qué se mantenía despierto. La muerte tardaba mucho en llegar, y eso le molestaba.
En la playa proseguían los chasquidos, y Gerlof giró lentamente la cabeza y abrió los ojos.
El horizonte, la línea entre el cielo y el mar, había desaparecido en la oscuridad.
Pero ¿de dónde venían los chasquidos? ¿Eran realmente viejos huesos o era otra cosa? ¿Había alguien ahí?
En alguna parte de su cuerpo adormecido subsistía un pequeño deseo de vivir, y Gerlof consiguió incorporarse lentamente, apoyándose en el viejo manzano. Fue como izar la vela mayor en el temporal: difícil, pero no imposible. Contó: Uno, dos, tres, y se puso de rodillas.
«Vamos, vamos», pensó, y apoyó el pie derecho en el suelo.
Tuvo que descansar unos minutos. Permaneció inmóvil a no ser por sus rodillas temblorosas, antes de tomar el último impulso para erguirse, como un levantador de pesos.
«Vamos, vamos.»
Lo consiguió. Se levantó, con una mano apoyada en el árbol y la otra en el bastón.
La vela mayor estaba izada; ahora la nave podría zarpar. Utilizaría el motor si fuera necesario. Gerlof siempre había cuidado de sus máquinas. Sus barcos tenían motores de combustión interna. Una vez en marcha había que lubricarlos cada hora, pero nunca se había olvidado de hacerlo.
«Vamos», se dijo.
Se apartó del árbol y dio un pequeño paso hacia el mar. Se sintió bastante bien; sus articulaciones estaban adormecidas y ya no le dolían.
Se mantuvo cerca del muro, donde la hierba era más corta que en el prado, y se aproximó lentamente a la playa. El viento soplaba del mar, y notó cómo se le metía en los huesos a través de la camisa mojada. Pero los chasquidos eran cada vez más fuertes, y el ruido lo animó a proseguir. Cada vez estaba más seguro de lo que era.
Tenía razón, era una bolsa de plástico vacía.
O mejor dicho, una bolsa de basura, grande y negra y medio enterrada en la arena. Seguramente la habían arrojado al agua desde algún barco en el Báltico. En la playa había más basura: un viejo envase de leche, una botella de plástico verde, una lata oxidada. Era lamentable cómo la gente tiraba la porquería por la borda; pero si Gerlof quería sobrevivir iba a necesitar esa bolsa de plástico. Si la desenterraba, le hacía un agujero en el fondo y se metía en ella, le protegería de la lluvia y mantendría el calor corporal durante la noche.
Bueno.
No estaba mal para una mente congelada.
Lo difícil sería llegar a la playa, pues el prado acababa en un pronunciado saliente creado por el embate de las olas. Era empinado como un escalón y se alzaba medio metro por encima de la arena.
Veinte años antes, o tal vez sólo diez, Gerlof habría podido bajar a la playa sin ningún problema, pero ahora ya no confiaba en su equilibrio.
Gerlof se concentró, inhaló una profunda bocanada de aire helado y se lanzó hacia delante levantando el pie derecho y alargando el bastón.
No tuvo suerte. El bastón se hundió en la arena mojada.
Gerlof cayó hacia delante, pero soltó demasiado tarde el bastón, que se partió con un crujido.
Al precipitarse sobre la playa, intentó parar la caída con la mano derecha. Cuando aterrizó, la arena le pareció tan dura como un suelo de piedra y por fin se quedó sin aliento.
Unos metros más allá estaba la bolsa de plástico.
No podía moverse, tenía algo roto. Intentar alcanzar la bolsa había sido una buena idea, pero esta vez no le quedarían fuerzas para levantarse.
Cerró de nuevo los ojos. Ni siquiera los abrió cuando llegó a sus oídos el ronroneo de un motor.
Ese ruido no era asunto suyo.