17

– Le eché la culpa a mi madre -dijo Julia-. Por haberse tumbado a echar la siesta ese mediodía. -Parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y prosiguió-: A papá aún más…, es decir, a Gerlof…, por haber bajado a la playa a reparar la red. Si hubiera estado en casa Jens no habría salido; el niño adoraba a su abuelo. -Julia se sorbió los mocos y suspiró-. Les he culpado durante años -confesó-, pero en realidad fue culpa mía. Dejé a Jens para ir a Kalmar a encontrarme con un hombre. A pesar de que sabía que sería una pérdida de tiempo. Ni siquiera apareció. -Guardó silencio, y añadió-: Era el padre de Jens, Michael. Nos habíamos separado; él vivía en Skåne, pero prometió coger el tren para verme. Yo creía que podíamos intentarlo de nuevo, pero él no pensaba así. -Se sorbió de nuevo los mocos-. Así que Michael no fue de mucha ayuda cuando Jens desapareció; estaba en Malmö…, pero la mayor culpable fui yo.

Lennart guardaba silencio mientras escuchaba al otro lado de la mesa -sabía escuchar, pensó Julia- y la dejaba hablar. Cuando ella calló, dijo:

– No fue culpa de nadie, Julia. Como decimos en la policía, se trató sencillamente de una serie de desafortunadas coincidencias.

– Sí -convino Julia-. En caso de que fuera un accidente.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lennart.

– Quiero decir que… También podría ser que cuando Jens salió se encontrara a alguien que se lo llevó.

– Sí… pero ¿quién? -inquirió Lennart-. ¿Quién haría algo así?

– No lo sé -repuso Julia-. ¿Un loco? Tú que eres policía sabes más de eso.

Lennart asintió lentamente con la cabeza.

– Se necesitaría estar perturbado…, muy perturbado -añadió-. Y entonces, seguro que tenía antecedentes penales por otros crímenes. En aquel tiempo no había nadie con ese perfil en Öland. Créeme, buscamos sospechosos. Llamamos a muchas puertas, indagamos en el registro criminal.

– Lo sé -repuso Julia-. Hicisteis lo que pudisteis.

– En la policía creímos que había bajado a la playa -apuntó Lennart-. Está a sólo un centenar de metros, y ese día era fácil desorientarse en la niebla. Muchos de los ahogados en el estrecho de Kalmar desaparecen para siempre; no fue la primera vez ni será la última… -Guardó silencio-. Seguro que te resulta difícil hablar de esto y yo no…

– No te preocupes -le interrumpió Julia. Recapacitó y añadió-. No creí que fuera una buena idea venir aquí en otoño y enfrentarme de nuevo a todo, pero me ha sentado bien. Empiezo a superar lo de Jens; sé que él no volverá. -Se esforzó por parecer muy segura-. Tengo que seguir viviendo.


Era martes por la tarde en Marnäs. Julia sólo había entrado en la comisaría para saludar a Lennart, pero se había quedado. Y Lennart, que al parecer estaba a punto de finalizar su jornada de trabajo, apagar el ordenador e irse a casa, no la había apremiado.

– ¿Así que esta noche no estás ocupado? -preguntó Julia.

– Sí, pero más tarde -contestó Lennart-. Soy miembro de la Comisión Municipal de Vivienda y tenemos una reunión por la tarde, aunque no empieza hasta las siete y media.

Julia quiso preguntarle qué partido político representaba, pero corría el riesgo de que la respuesta no le gustara. Asimismo, le habría gustado saber si estaba casado, pero también le daba miedo la respuesta.

– Podemos encargar una pizza en Moby Dick -propuso Lennart-. ¿Te apetece?

– Vale.

La comisaría tenía una cocina en una sala interior. Aunque la oficina era impersonal, allí las cortinas, las jarapas rojas del suelo y hasta un par de cuadros en las paredes conferían cierta comodidad hogareña. Una cafetera impoluta reposaba sobre la encimera igual de impoluta. En una esquina había una mesa baja con dos sillones donde se sentarían cuando llegaran las pizzas de jamón del bar del puerto.

Mientras comían empezaron a hablar -no sólo a charlar-, y su conversación a media voz trató en gran parte de la pena y la añoranza.

Más tarde Julia no recordaría cuál de los dos había empezado a abordar temas personales, pero supuso que había sido ella.

– Tengo que seguir viviendo -reflexionó-. Si Jens desapareció en el estrecho tendré que aceptarlo. No es la primera vez que ha pasado algo así, como tú dices -añadió tras una pausa-. El caso es que él tenía mucho miedo al agua, no le gustaba jugar en la playa. Así que a veces he pensado que se dirigió hacia el interior, hacia el lapiaz. Sé que suena raro… pero Gerlof también lo cree.

– También buscamos por el lapiaz -murmuró Lennart-. Ese día buscamos por todas partes.

– Lo sé, y he intentado recordar… ¿Nos vimos entonces? -preguntó Julia-. Tú y yo, quiero decir.

Recordaba a los policías que la habían interrogado cuando Jens desapareció como una serie de caras anónimas. Le preguntaron cosas, ella respondió de forma mecánica. No le importaba quiénes eran, sólo que encontraran a Jens.

Mucho después comprendió que algunas de las preguntas de la policía se habían basado en la posibilidad de que ella misma -por alguna razón desconocida, quizá porque estaba loca- hubiera matado a su propio hijo y ocultado su cuerpo.

Lennart negó con la cabeza.

– Nunca nos vimos…, al menos no hablamos. Los encargados de tratar con la familia fueron otros policías y, como te dije, mi tarea consistió en dirigir la búsqueda. Reuní a los voluntarios en Stenvik y peinamos la playa durante toda la tarde; yo mismo conduje por los caminos de los alrededores de Stenvik y por el lapiaz. Pero no encontramos nada…

Él guardó silencio y suspiró.

– Fueron días horribles -prosiguió-, sobre todo porque yo…, yo había pasado por una situación parecida, en mi vida privada. Mi padre fue…

Guardó silencio.

– Algo he oído, Lennart -intervino Julia con tacto-. Astrid Linder me contó lo que le pasó a tu padre…

Lennart asintió con la cabeza y bajó la vista.

– Sí, no es ningún secreto -reconoció.

– Nils Kant -dijo Julia-. ¿Cuántos años tenías cuando… cuando ocurrió?

– Ocho. Tenía ocho años -dijo Lennart con la mirada clavada en el suelo-. Había comenzado la escuela en Marnäs. Era uno de los últimos días de clase, un día soleado y precioso. Estaba contento; deseaba que llegaran las vacaciones de verano. De pronto, entre los alumnos empezó a correr el rumor de que había habido un tiroteo en el tren a Borgholm; habían disparado a alguien de Marnäs…, pero no se sabía nada con certeza. No me enteré de lo que había ocurrido exactamente hasta que llegué a casa. Mi madre estaba allí con su hermana. Se quedaron sentadas en silencio un buen rato, hasta que al fin mi madre me contó lo que había pasado.

Lennart guardó silencio, ensimismado en sus recuerdos. Julia creyó ver en su mirada ausente al niño de ocho años conmociona-do y triste de aquel día.

– ¿No podéis llorar los policías? -preguntó con tiento.

– Sí -respondió Lennart en voz baja-, pero se nos da mejor ocultar nuestros sentimientos. -Después añadió-: Nils Kant…, no sabía nada de él. Era más de diez años mayor que yo, y nunca nos habíamos visto a pesar de que vivíamos a sólo un par de kilómetros de distancia. Y de pronto había matado a mi padre.

De nuevo se hizo un silencio.

– Y después, ¿qué sentiste por él? -preguntó Julia finalmente-. Quiero decir que comprendería que lo odiaras…

Estaba pensando en sí misma, y en las veces que había imaginado cómo reaccionaría si encontrara al asesino de Jens. ¿Qué haría?, se preguntaba.

Lennart suspiró y miró más allá de la oscura ventana que daba a la parte posterior de la comisaría.

– Sí, odiaba a Nils Kant. Con todas mis fuerzas. Pero también le temía. Sobre todo de noche, cuando no podía dormir. Me aterraba que regresara a Öland para matarnos a mí y a mi madre. -De nuevo guardó silencio-. Tardé mucho tiempo en superar esos miedos.

– Hay quien dice que aún vive -murmuró Julia-. ¿Lo has oído?

Lennart la miró.

– ¿Quién?

– Nils Kant.

– ¿Que está vivo? -dijo Lennart-. Eso es completamente imposible.

– Ya. Tampoco yo creo que…

– Kant está muerto y enterrado -insistió Lennart, y cortó un trozo de pizza-. ¿Quién dice eso?

– Tampoco yo me lo creo -repitió Julia de inmediato-. Pero desde que llegué a la isla Gerlof no he dejado de hablar de él; es como si quisiera convencerme de que Nils Kant está detrás de la desaparición de Jens. Que el día de su desaparición mi hijo se encontró con Nils Kant. A pesar de que entonces Nils llevaba muerto diez años.

– Murió en 1963 -confirmó Lennart-. El ataúd llegó al puerto de Borgholm ese otoño. -Bajó la mirada-. Y no sé si debería desvelarlo pero…, el caso es que la policía de Borgholm abrió la caja. Con mucha discreción, no sé bien si por miedo o respeto a Vera Kant; quiero decir que aún tenía mucho dinero y tierras…, pero abrieron el ataúd.

– ¿Y había un cuerpo dentro? -preguntó Julia.

Lennart asintió con la cabeza.

– Yo lo vi -murmuró, y añadió-: Tampoco esto es del todo oficial, pero cuando desembarcaron el ataúd…

– De uno de los buques de carga de Malm -añadió Julia.

Lennart asintió.

– En efecto. ¿Ha sido Gerlof el que te ha informado de todos los detalles? -preguntó y, sin esperar respuesta, prosiguió-: Acababan de destinarme a Marnäs, tras un par de años en Växjö, y pedí permiso para viajar a Borgholm y presenciar la apertura del ataúd. Obedecía a móviles de carácter exclusivamente personal, no profesional, pero mis colegas se mostraron comprensivos. El ataúd esperaba a que los empleados de la funeraria fueran a buscarlo en un almacén del puerto, dentro de una caja de madera con documentos y sellos de algún consulado de Sudamérica. -Guardó silencio, y luego continuó-: Un agente de mediana edad abrió la tapa. Y allí estaba el cuerpo de Nils Kant, medio reseco y recubierto de un moho velloso. Un doctor del hospital de Borgholm que estaba presente constató que se había ahogado en agua salada. Al parecer había pasado bastante tiempo en el mar, pues los peces habían empezado…

Otra vez tenía la mirada perdida, pero de pronto se fijó en la mesa y pareció advertir que estaban sentados comiendo pizza.

– Te ahorraré los detalles, perdona -se excusó.

– No tiene importancia -replicó Julia-. Pero ¿cómo supisteis que era Kant? ¿Fue por las huellas dactilares?

– No había muestras fiables de las huellas dactilares de Nils Kant -señaló Lennart-. Tampoco de su dentadura. Al final se le identificó por una antigua lesión en su mano izquierda. Se había roto algunos dedos en una pelea en la cantera de Stenvik. Yo mismo he oído contar esa historia a varios vecinos de pueblo. Pues bien, el cuerpo del ataúd tenía exactamente la misma lesión. Así que el asunto se zanjó.

Durante unos segundos volvió a imperar el silencio en la cocina de la comisaría.

– ¿Qué sentiste? -preguntó Julia-. Quiero decir al ver el cuerpo de Kant.

Lennart recapacitó.

– En realidad, nada. Yo quería ver a Kant vivo. A un cadáver no se le pueden pedir responsabilidades.

Julia asintió, meditabunda. Quería pedirle un favor a Lennart.

– ¿Has estado alguna vez en casa de Kant? -preguntó-. ¿A alguien de la policía se le ocurrió buscar a Jens allí?

Lennart negó con la cabeza.

– ¿Por qué razón tendríamos que haber buscado allí dentro?

– No lo sé. Trato de imaginar adónde dirigió sus pasos Jens. Si no bajó a la playa ni fue al lapiaz, quizás entrara en alguna casa vecina. Y la de Vera Kant se encuentra a unos pocos metros de la nuestra…

– ¿Y para qué iría allí? -preguntó Lennart-. ¿Y por qué se quedaría?

– No lo sé. Quizás entrara, y resbalara, o… Quién sabe, puede que Vera Kant estuviera tan loca como su hijo.

«Quizás entraste en la casa, Jens, y Vera Kant cerró la puerta detrás de ti.»

– Dudo que sirva de mucho -prosiguió en voz alta-, pero ¿te gustaría echar un vistazo a la casa? ¿Conmigo?

– Un vistazo… ¿Me estás proponiendo entrar en la casa de Kant? -inquirió Lennart.

– Sólo para echar un vistazo, antes de que regrese a Gotemburgo mañana -prosiguió Julia, y le sostuvo la mirada, que ahora expresaba reserva. Tenía ganas de contarle que había visto luz en el interior de la vivienda pero temía habérselo imaginado-. No es ningún delito entrar en una casa abandonada, ¿verdad? Y siendo policía puedes entrar donde te dé la gana, ¿no?

Lennart negó con la cabeza.

– Tenemos unas reglas muy estrictas -repuso-. Como soy el único policía de la zona a veces me las salto un poco, pero…

– Nadie nos verá -interrumpió Julia-. Stenvik está casi desierto, y todas las casas que rodean la de Vera Kant son de verano. Ahí no vive nadie.

Lennart miró su reloj.

– Ahora tengo que irme a la reunión -comentó.

Julia pensó que al menos no había rechazado de plano su propuesta.

– ¿Y más tarde?

– ¿No querrás entrar ahí esta noche?

Julia asintió con la cabeza.

– Ya veremos -dijo Lennart-. La reunión puede prolongarse. Te llamaré si terminamos temprano. ¿Tienes móvil?

– Sí, llámame.

Había un par de lápices sobre la mesa de la cocina y Julia arrancó un trozo del cartón de la pizza y anotó su número. Lennart se lo guardó en el bolsillo de su pechera y se levantó.

– No hagas nada por tu cuenta -la advirtió, y la miró.

– Te lo prometo.

– La última vez que pasé la casa de Vera amenazaba ruina. -Lo sé. No entraré sola -aseguró Julia. Pero si Jens se hallaba allí, solo en la oscuridad, ¿podría perdonarle que su madre no hubiera ido a buscarle?


Cuando salieron de la comisaría las calles de Marnäs estaban desiertas. Las luces de las tiendas se habían apagado y sólo el quiosco del otro lado de la plaza seguía abierto. Daba la sensación de que el aire húmedo fuera a helarse.

Lennart apagó la luz y cerró la puerta de la comisaría tras sí.

– ¿Te vas a Stenvik?

– Quizá. -De pronto le vino una idea a la cabeza-. Lennart, ¿has averiguado algo de la sandalia? ¿La que te dio Gerlof?

El policía le lanzó una mirada inquisitiva, luego se acordó.

– No, lo siento. Todavía no. La envié a Linköping en un sobre lacrado, al laboratorio criminal, pero todavía no he recibido respuesta. Los llamaré la semana que viene. Pero quizá no deberíamos tener muchas esperanzas. Ha pasado demasiado tiempo y ni siquiera es seguro que sea auténtica…

– Lo sé… No tiene por qué ser de mi hijo -replicó Julia al punto.

Lennart asintió con la cabeza.

– Hasta luego, Julia.

Le tendió la mano, lo que resultó una forma algo impersonal de despedirse después de haber compartido sus intimidades. Pero Julia tampoco era muy dada a abrazar a la gente, así que le estrechó la mano.

– Adiós. Gracias por la pizza.

– De nada. Te llamaré después de la reunión.

Al despedirse, Lennart se quedó mirándola un segundo más de la cuenta, de una forma que más tarde podría dar lugar a interpretaciones interesadas. Después se dio la vuelta.

Julia cruzó la calle en dirección al coche. Condujo lentamente alejándose del centro de Marnäs, pasó por delante de la residencia, donde quizá Gerlof estuviera tomando el café de la tarde, y al final dejó atrás la iglesia a oscuras y el cementerio.

¿Estaba Lennart Henriksson casado o soltero? Julia no lo sabía y no se atrevía a preguntarlo.

De camino a Stenvik se preguntó si no se habría desnudado demasiado delante del policía, si no habría insistido más de la cuenta en sus remordimientos. Pero hablar le había sentado bien y le había dado cierta perspectiva del extraño día que había pasado en Borgholm, en que Gerlof se había sacado sus nuevas teorías de la manga, a saber, que el asesino de Jens se encontraba enfermo en una lujosa casa en Borgholm y que Nils Kant, el asesino de Henriksson, el policía provincial, quizás estuviera vivo y vendiera coches en la misma ciudad; era difícil saber si su padre le tomaba el pelo o no.

No. No eran cosas para tomarse a broma. Pero no parecía que esas ideas les llevaran a ninguna parte.

Lo mejor sería volver a casa.

Decidió que regresaría a Gotemburgo al día siguiente. Primero iría al entierro de Ernst Adolfsson; luego se despediría de Gerlof y de Astrid, y emprendería el viaje de vuelta a casa por la tarde, y allí intentaría llevar una vida mejor de la que había llevado hasta entonces. Beber menos vino, tomar menos pastillas. Pediría que le dieran el alta cuanto antes y empezaría a trabajar como enfermera de nuevo. Dejaría de vivir en el pasado y de dar vueltas a misterios que no tenían solución. Llevaría una vida normal e intentaría mirar hacia delante. Y la primavera siguiente podría regresar y visitar a Gerlof, y quizá también a Lennart.

Las primeras casas de Stenvik aparecieron a un lado de la carretera y frenó. Detuvo el coche junto a la casa de Gerlof a oscuras; se bajó, abrió la verja y entró el coche en el jardín. Decidió que pasaría la última noche en su habitación. Dormiría por última vez junto a los buenos y los malos recuerdos.

Al entrar encendió unas cuantas luces. Después salió de la casa y bajó al cobertizo para recoger el cepillo de dientes y el resto de sus pertenencias, incluidas las botellas de vino que se había traído de Gotemburgo y que, contra todo pronóstico, no había abierto.

Mientras avanzaba por el camino vecinal, tuvo muy presente que la casa de Vera Kant se erguía en la oscuridad a su izquierda; pero no volvió la cabeza. Apenas echó un rápido vistazo a las luces de las casas de Astrid y John en dirección sur, antes de bajar al cobertizo.

Después de recoger todas sus cosas se fijó en el viejo quinqué que colgaba de una ventana; tras unos segundos de indecisión lo descolgó del gancho y se lo llevó a la casa. Por si acaso.

Cuando volvía observó la casa de Vera tras los altos setos de espino blanco: grandes y negros. Esta vez no había ninguna luz encendida detrás de las ventanas.

«Nunca buscamos allí dentro», había dicho Lennart.

¿Y qué motivo habrían tenido para entrar en la casa? Vera Kant no estaba bajo sospecha de haber secuestrado a Jens.

Pero ¿y si Nils Kant se hubiera escondido allí? ¿Y si su madre lo hubiera protegido? ¿Y si Jens hubiese salido al camino envuelto en la niebla y hubiera echado a andar hacia el mar y se hubiera detenido ante la verja de Vera Kant y hubiese abierto la puerta y entrado…?

No, era demasiado rocambolesco.

Julia siguió caminando hasta la casa de verano. Entró en el interior caldeado y encendió todas las luces de la casa. Sacó una botella de vino tinto de la bolsa y, dado que era su última noche en Öland, la abrió en la cocina y se sirvió un vaso. Bebió de pie junto a la encimera, y al terminar lo volvió a llenar de inmediato. Se lo llevó al salón.

Notó cómo el alcohol se esparcía por su cuerpo.

Un vistazo. Si la reunión de Lennart en Marnäs terminaba temprano y llamaba… entonces le pediría que fuera a verla. Pero ¿y si no quería entrar en la casa donde había crecido el asesino de su padre? ¿Aunque sólo fueran a echar un vistazo?

Era como si Gerlof le hubiera contagiado una especie de fiebre; Julia no podía dejar de pensar en Nils Kant.


Gotemburgo, agosto de 1945


El primer verano tras los seis largos años de guerra mundial es radiante, caluroso y rebosa confianza en el futuro. En la gran ciudad de Gotemburgo van a construirse nuevas zonas residenciales, así que se derriban las viejas casuchas de madera. Nils Kant observa cómo las excavadoras trabajan mientras deambula por las calles de la ciudad.

Nils lee «PAZ EN EL MUNDO» en los carteles que cuelgan de las fachadas del centro. Unos días después compra el Göteborgs-Posten y lee el titular de la primera página: «LA BOMBA ATÓMICA. NUEVA SENSACIÓN MUNDIAL». Japón ha capitulado sin condiciones; la nueva bomba de los americanos ha puesto fin a la guerra. Para tener semejante éxito debe de haber sido una bomba increíble; eso es lo que Nils ha oído comentar a la gente en el tranvía, pero cuando ve en el periódico la fotografía de la inmensa nube en forma de seta que se alza hacia el cielo, por alguna razón recuerda la mosca azul que se posó en la mano del soldado muerto.

Por lo que a Nils respecta, la paz no ha llegado: la justicia aún le busca.

Es por la tarde. Nils se encuentra bajo un árbol en un pequeño parque a las afueras de la ciudad y ve a un joven trajeado que se aproxima por la calle con pasos apresurados.

Nils viste un traje oscuro de segunda mano que ha comprado en una tienda de Haga; ni es nuevo ni está demasiado raído. Lleva un sombrero calado; ya no se afeita, se ha dejado crecer la barba, una espesa barba negra que se recorta cada mañana frente al espejo de la pequeña habitación individual en Majorna.

Por lo que él sabe sólo hay una fotografía suya, y es de hace siete u ocho años: una fotografía de grupo del colegio en la que Nils aparece de pie en la última fila con los ojos en sombra por la gorra. Es borrosa y ni siquiera sabe si la policía habrá tenido acceso a ella; aun así hace lo posible para que no le reconozcan.

Desde la calle que discurre por debajo del parque se domina el puerto; es una de las más lúgubres de Gotemburgo, tiene más barro y charcos que las vías adoquinadas, y casas de madera sin pintar que parecen apoyarse unas en otras para no derrumbarse. Nils Kant, con su barba, su traje usado y su cabello peinado hacia atrás encaja en el ambiente. Parece pobre, pero no un criminal. Al menos eso espera.

Gran parte del éxito de su huida de Öland ha consistido en encajar, volverse invisible y pasar completamente desapercibido.


A Nils le costó muchísimo alejarse de la costa del Báltico, desde donde divisaba su isla entre los abetos. Merodeó un tiempo por los alrededores del aserradero del tío August, y no fue hasta el tercer día, una mañana en que vio un coche de policía aparcado junto a la oficina, cuando emprendió su marcha en dirección oeste.

Primero se adentró en el espeso bosque de abetos.

Gracias a sus correrías por el lapiaz estaba acostumbrado a caminar largos trechos y era hábil en encontrar el camino correcto con la ayuda del sol y su intuición.

Durante el mes de junio caminó por el campo como uno más de los muchos jóvenes humildes que se dirigían hacia alguna gran ciudad en busca de una nueva vida tras la guerra, y apenas llamó la atención. Pocas personas se fijaron en él. Evitó los caminos, andaba por el bosque, comía bayas, bebía agua de los riachuelos y dormía bajo algún abeto grande y espeso, o en un granero si llovía. Unas veces encontraba manzanas silvestres, otras se colaba en una granja y robaba huevos o una jarra de leche.

La provisión de toffees de crema de Vera se acabó al tercer día.

En Husqvarna se detuvo unas cuantas horas para visitar la ciudad de donde procedía su escopeta, pero no vio la fábrica de armas y no se atrevió a preguntar dónde se encontraba. Husqvarna parecía casi tan grande como Kalmar, y Jönköping, la ciudad más cercana, era todavía más grande. Aunque el traje le olía a bosque y sudor, las calles estaban tan atestadas que cuando salía a pasear nadie le miraba a los ojos.

Hasta se aventuró a comer en un restaurante y comprarse zapatos nuevos. Un par bueno costaba treinta y una coronas, que habría que restar a la suma que su madre le había dado, y que había incrementado su tío August. Sus reservas de dinero menguaban; no obstante, entró en un pequeño bar junto a la vía del tren y encargó un gran bistec, una cerveza y una copa de coñac Grönstedt, todo por dos coronas y sesenta y tres céntimos. Era caro, pero Nils pensó que se lo merecía después de la larga marcha.

Fortalecido tras la visita al bar salió de Jönköping y prosiguió su camino en dirección oeste atravesando los bosques de Västergötland durante algunas semanas más. Finalmente alcanzó la costa.


Gotemburgo es la segunda ciudad del reino, Nils lo aprendió en el colegio. Gotemburgo es enorme; hay manzanas y manzanas de altas casas a lo largo del río Gota, por sus calles circulan cientos de vehículos y gente de todo tipo. Al principio, Nils casi sintió pánico al verse rodeado de toda esa gente; los primeros días se perdía constantemente. En las calles cercanas al puerto ha oído idiomas extranjeros; hay marineros procedentes de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Holanda. Ha visto barcos partir rumbo a países lejanos y naves que atracan lentamente en los muelles con mercancías de otros lugares. Ha comido un plátano por primera vez en su vida; ennegrecido y algo podrido, pero aun así sabía bien. Un plátano de Sudamérica.

El puerto es enorme en comparación con los distintos puertos de Öland, inmenso y diferente. Hileras de grúas se recortan contra el cielo como negros animales prehistóricos y los remolcadores expulsan un humo espeso mientras se mueven entre los grandes transatlánticos que parten hacia aguas navegables. En el puerto de Gotemburgo las velas y los mástiles han desaparecido casi por completo; de un lado a otro de los muelles sólo se ven filas de cargueros de motor.

Nils se ha paseado por allí; ha estudiado los largos cascos de los barcos y ha pensado en los plátanos de Sudamérica.

Permanece lo menos posible en la desangelada habitación individual del hotel; regresa tarde y se levanta temprano. No echa de menos las frías noches en que dormía sobre un lecho de musgo y ramas de abeto en el bosque, pero cuando está tumbado en la cama entre esas cuatro paredes se imagina en una celda, y se pasa el rato temiendo oír los pesados pasos de la policía subiendo por la escalera.

Una noche la puerta de la habitación se abrió y la larga figura del policía provincial uniformado traspasó el umbral. Llevaba la ropa ensangrentada. Alargó la mano, de la que le chorreaba sangre a borbotones, hacia la cama.

«Tú me asesinaste, Nils. Al fin te he encontrado.»

Nils se levantó de un salto de la cama apretando con fuerza los dientes. La habitación estaba vacía.

Durante su estancia en Gotemburgo sólo le ha enviado una postal a Vera. Una postal en blanco y negro del faro de Vinga. Nils la ha enviado a Stenvik, en el otro extremo del país, sin escribir remitente o saludo alguno. Sólo se atreve a revelarle a su madre que sigue libre y se encuentra en algún lugar de la costa oeste.

Ahora el joven ha entrado en el parque. Tiene la edad de Nils y se llama Max.

Lo vio por primera vez tres días antes en un pequeño café del puerto: Max estaba sentado en un rincón a un par de mesas de distancia. Enseguida se fijó en él, pues fumaba cigarrillos que guardaba en una pitillera de oro y hablaba en voz alta, en un dialecto cerrado de Gotemburgo, con las camareras, el sonriente dueño del café y los demás clientes. Todos le llamaban Max. A veces entraba gente desde la calle y se sentaba a su mesa, hombres jóvenes y mayores que hablaban en voz baja. Max bajaba la voz a su vez, y la conversación se desarrollaba entre gestos y rápidos intercambios de palabras.

Max vendía algo, eso estaba claro, y dado que nunca entregaba ninguna mercancía a los que se acercaban a su mesa, Nils sospechó que vendía información y buenos consejos. Así que al rato se levantó y se sentó a la mesa del rincón sin presentarse. En cuanto lo tuvo cerca descubrió que Max era más joven que él; tenía el pelo grasiento y la cara llena de espinillas, pero una mirada despierta mientras le escuchaba.

Sentarse a hablar con un desconocido después de tanto tiempo de soledad le resultó muy extraño, pero lo consiguió. Con la misma voz queda que los otros que se habían sentado a la mesa pidió un buen consejo. Y un favor muy importante. Max escuchó y asintió con la cabeza.

– Dos días -indicó.

Era el tiempo que necesitaba para conseguir el importante favor.

– Te daré veinticinco coronas -ofreció Nils.

– Treinta y cinco sería más conveniente -replicó el joven al vuelo.

Nils recapacitó.

– Treinta, entonces.

Max asintió y se inclinó hacia delante.

– No volveremos a vernos aquí -dijo bajando aún más la voz-. Nos encontraremos en un parque…, un buen parque que suelo utilizar.

Dio una dirección, se levantó y abandonó el café apresuradamente.


Ahora Nils espera en el parque. Lleva allí media hora; se ha dado una vuelta y ha comprobado que la zona está desierta, y ha encontrado dos vías de escape por si algo sale mal. No le ha dicho su nombre a su nuevo conocido, pero está seguro de que Max ha comprendido que la policía le busca.

El joven se acerca directamente a él sin mirar de reojo o hacer señas a algún observador oculto.

Aun así Nils no se tranquiliza, pero tampoco huye. Clava la mirada en Max, que ahora se ha detenido a unos metros de distancia.

– Celeste Horizon -dice-. Ése es tu barco. -Nils asiente con la cabeza-. Es inglés. -Max se sienta en una piedra entre los árboles y saca un cigarrillo-. Pero el capitán es danés, se llama Petri. No me ha hecho preguntas sobre la identidad del pasajero, sólo le interesa hablar de dinero.

– Pues hablemos -dice Nils.

– Ahora están cargando madera; zarparán dentro de tres días -anuncia Max, y expulsa el humo.

– ¿Rumbo adónde?

– A East London. Allí descargarán la madera, después irán a Durban para cargar carbón, y luego continuarán hasta Santos. Si quieres, puedes desembarcar allí.

– Pero yo quiero ir a América -suelta Nils sin pensárselo-. Quiero ir a Estados Unidos.

Max se encoge de hombros.

– Santos está en Brasil, al sur de Río -dice-. Siempre puedes coger otro barco desde allí.

Nils recapacita. ¿Santos está en Sudamérica? Puede ser un buen punto de partida para futuros viajes, antes de regresar a Europa.

Asiente con la cabeza.

– Bien.

Max se pone rápidamente en pie. Le tiende la mano.

Nils deposita cinco monedas de dos coronas en ella.

– Antes debo ver a ese tal Petri -indica-. Te daré el resto después. Enséñame dónde puedo encontrarlo.

Max esboza una sonrisa.

– Mañana preséntate en el puerto como un cargador más. -Nils le mira sin comprender, y Max prosigue-: Los cargadores van al puerto al amanecer y esperan que los contraten. Unos consiguen trabajo, otros tienen que volverse a casa. Tú bajarás al puerto y te reunirás con ellos mañana temprano… y te elegirán para cargar el Celeste Horizon.

Nils asiente de nuevo.

El joven guarda las monedas en el bolsillo a toda prisa.

– Me llamo Max Reimer. ¿Y tú?

Nils no contesta. ¿Acaso no ha pagado para evitar preguntas? Nota cómo se le acelera el pulso en la vena del cuello: es su ira que lentamente se despierta.

Max le sonríe satisfecho; no parece sentirse amenazado.

– Yo creo que eres de Småland -dice, y apaga el cigarrillo-. Tu acento es de por allí.

Nils sigue callado. Sabe que puede derribarlo; Max es más bajo que él y no le costaría ningún esfuerzo. Tirarlo al suelo y luego patearlo a conciencia. Utilizar una piedra pesada para liquidarlo y después ocultar el cuerpo en el parque.

Sería muy sencillo.

¿Y después? Después Max podría regresar por las noches, igual que el policía provincial.

– No preguntes más de la cuenta -le dice, y emprende la caminata por el parque hacia el puerto-. Podrías quedarte sin dinero.

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