13

Julia ni siquiera recordaba el primer vaso de vino que había tomado. Había visto cómo Astrid lo servía en la mesa de la cocina, había visto cómo el líquido rojo remolineaba en la copa y había alargado la mano ansiosa para cogerla, y de pronto ya estaba vacía. El sabor a vino permanecía en su boca y una cálida dosis de alcohol se esparcía por su cuerpo; era la misma sensación que haberse reencontrado con un viejo amigo.

El sol se ponía al otro lado de la ventana de la casa de Astrid, y Julia, que había dado un largo paseo en bicicleta por la costa, tenía agujetas en las piernas.

– ¿Quieres otro? -preguntó Astrid.

– Sí, gracias -aceptó Julia, intentando parecer lo más tranquila e indiferente posible-. Estaba bueno.

Se lo habría bebido aunque hubiera sabido a vinagre.

Intentó tomarse el segundo con más calma. Dio un par de tragos, lo dejó sobre la mesa y suspiró.

– ¿Has tenido un día duro? -preguntó Astrid.

– Bastante -respondió Julia.

Pero en realidad no había ocurrido gran cosa.

Había paseado en bicicleta por la costa en dirección norte hasta Långvik, el pueblo vecino, donde había almorzado. Y después había tenido que oír cómo un viejo vendedor de huevos de una pequeña granja le decía que su hijo Jens había sido asesinado. No sólo estaba muerto y enterrado desde hacía tiempo, sino que había sido asesinado.

– Un día bastante duro -repitió Julia, y apuró su segundo vaso de vino.


La noche anterior, que Julia se había preparado para pasar sola en el cobertizo, había sido estrellada.

Las estrellas parecían constituir su única compañía en la playa desierta. La luna pendía como la esquirla de un hueso grisáceo en el este, pero Julia permaneció en la playa oscura como boca de lobo mirando las estrellas durante media hora antes de subir al cobertizo. Desde allí se veía otra luz tranquilizadora: la lámpara del jardín de Astrid en la acera de enfrente. Las demás luces de las casas habitadas que brillaban a lo largo de la costa de sur a norte estaban alejadas y eran casi tan tenues como las de las estrellas, pero la luminosa lámpara de Astrid anunciaba que había otras personas en la oscuridad.

Julia se quedó plácidamente dormida con una rapidez inusual, y tras ocho horas de descanso se despertó con el rumor de las olas que rompían contra la playa, de forma casi acompasada con su respiración.

El paisaje pedregoso estaba en calma; abrió la puerta y miró las olas sin pensar en restos de huesos.

Subió a la casa de Gerlof para lavarse y desayunar. Más tarde se dio una vuelta por el jardín, donde encontró una vieja bicicleta de mujer detrás del cobertizo de las herramientas. Julia supuso que sería de Lena. Estaba oxidada y necesitaba que la engrasaran, pero tenía las ruedas hinchadas.

Así que decidió ir al norte y almorzar en Långvik. Allí intentaría encontrar a un anciano llamado Lambert y le pediría disculpas por haberle golpeado años atrás.


El camino de la costa era de grava, estaba polvoriento y tenía muchos baches, pero se podía circular por él en bicicleta. Y el paisaje era maravilloso, como lo había sido siempre, con el lapiaz a la derecha y el mar reluciente unos metros más abajo del acantilado a la izquierda. Al pasar en bicicleta, Julia evitó mirar hacia el fondo de la cantera; no quería saber si los rastros de sangre aún seguían allí.

Después de eso, el resto del paseo en bicicleta fue muy agradable; el sol le daba de lado y el viento por la espalda.

Långvik se encontraba a cinco kilómetros al norte de Stenvik, pero era un pueblo más grande y completamente diferente. Tenía una playa con arena de verdad, un puerto deportivo para barcos de recreo, varios edificios de apartamentos en el centro y casitas de verano tanto al norte como al sur.

«TERRENOS A LA VENTA», anunciaban los carteles al borde del camino. Todavía se edificaba en Långvik: las cercas y las estacas para señalar los linderos y los nuevos caminos de grava que avanzaban por el lapiaz iban a morir entre grandes palés de tejas plastificadas y montones de madera impermeabilizada.

También había un hotel en el puerto, cómo no, que iba de un lado a otro de la playa, y tenía tres pisos y un restaurante enorme.

Julia comió un plato de pasta en el establecimiento y la invadió una vaga sensación de nostalgia. Había ido a bailar al lugar a principios de los años sesenta con otros jóvenes de Stenvik. Aunque entonces el hotel era más pequeño, ya imponía. Tenía un gran porche de madera que daba a la playa, y allí bailaban hasta la medianoche. Ponían música rock americana e inglesa, y entre disco y disco escuchaban el rumor de las olas en la oscuridad. Olor a sudor, a aftershave y a cigarrillos. Julia había bebido su primer vaso de vino en Långvik y a veces la llevaban a casa en una motocicleta estridente a altas horas de la noche. Mientras atravesaba la oscuridad a toda velocidad y sin casco, tenía la profunda sensación de que la vida sería cada vez más maravillosa.

El porche había desaparecido, y el hotel había sido ampliado y disponía de luminosos salones de conferencias y piscina propia.

Tras almorzar, Julia comenzó a leer el libro que Gerlof le había dejado, titulado Crímenes de Öland. En el capítulo «El asesino fugado», leyó unas páginas dedicadas a Nils Kant, sobre lo que había hecho un día de verano de 1945 en el lapiaz, y a continuación:


Así pues, ¿quiénes eran los dos hombres uniformados que Nils Kant ejecutó a sangre fría aquel soleado día en el lapiaz?

Probablemente fueran soldados alemanes que habían conseguido cruzar el mar Báltico, huyendo de los duros combates en Kurland, en la costa oeste de Letonia, durante la etapa final de la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes de Kurland estaban rodeados por el Ejército Rojo, y la única manera de escapar era hacerse a la mar en un navío. Los riesgos eran enormes en esa época, a pesar de lo cual tanto soldados como civiles eligieron escapar a Suecia cruzando el Báltico.

Sin embargo, no son más que conjeturas. Los soldados muertos no llevaban ni papeles ni pasaportes que pudieran identificarlos, y acabaron reposando en una tumba anónima.

Pero habían dejado muchos rastros tras sí. Lo que Nils Kant no sabía al abandonar los dos cuerpos tendidos en el lapiaz era que esa misma mañana habían encontrado abandonada en una ensenada a algunos kilómetros al sur de Marnäs una pequeña motora verde con nombre ruso.

En la barca medio inundada se encontraron, entre otras cosas, cascos de soldados alemanes, docenas de latas de conserva oxidadas, un orinal, un remo roto y un pequeño bote de polvos contra los piojos rusos del doctor Theodor Morell, médico personal de Hitler, confeccionado en Berlín exclusivamente para soldados de la Wehrmacht.

El hallazgo de la barca despertó la curiosidad -al igual que cualquier objeto extraño que apareciera en la costa de Öland- y muchos habitantes de Marnäs se enteraron antes que Kant de la presencia de extraños en la zona. Algunos incluso salieron en su búsqueda, con o sin armas.

Nils Kant no enterró a los soldados que había matado, ni siquiera los ocultó. Un cadáver en el lapiaz suele atraer rápidamente muchos animales y aves carroñeras, y su alboroto y sus peleas por la presa se ven y oyen a mucha distancia.

Era sólo una cuestión de tiempo que alguien que rastreara el lapiaz encontrara a los soldados muertos.


Cuando la camarera del restaurante recogió los platos de su mesa, Julia cerró el libro y contempló la playa desierta a unos pasos del hotel.

La historia sobre Nils Kant era interesante, pero el hombre estaba muerto y enterrado, y no entendía por qué Gerlof consideraba de vital importancia que ella la leyera.

– ¿Me dice cuánto es?

– Sí. Cuarenta y dos coronas.

La camarera era joven, probablemente no había cumplido los veinte, y parecía contenta con su trabajo.

– ¿Abrís todo el año? -preguntó Julia al entregar el dinero.

Le sorprendía ver tanta gente, no sólo en Långvik sino también en el hotel del puerto, pues ya estaban en otoño.

– Entre noviembre y marzo sólo abrimos los fines de semana, para conferencias -explicó ella.

Tomó el dinero y abrió la cartera que llevaba a la cintura para sacar unas cuantas monedas de una corona.

– Quédate con el cambio -dijo Julia, que lanzó una mirada al agua gris al otro lado de la ventana del restaurante y continuó-: Una pregunta… ¿Sabes si en Långvik vive un tal Lambert? Lambert y un apellido acabado en «son»; Svensson, Nilsson o Karlsson. ¿Vive algún Lambert por aquí?

La camarera lo pensó un momento y luego negó con la cabeza.

– ¿Lambert? Ese nombre debería recordarlo, pero no creo haberlo oído.

Julia pensó que era demasiado joven para conocer a los ancianos de Långvik. Asintió y se levantó, pero la camarera prosiguió:

– Pregúntele a Gunnar. Gunnar Ljunger. Es el dueño del hotel. Conoce a casi todo el mundo de Långvik. -Se dio la vuelta y señaló-. Vaya a la entrada principal y tuerza a la izquierda, y luego siga por el ala corta del hotel. Allí encontrará las oficinas. A estas horas Gunnar debería estar allí.

Julia dio las gracias por la información y salió del restaurante. Con el almuerzo había bebido agua: un día más, empezaba a convertirse en una costumbre. Era agradable tener la cabeza despejada, pensó cuando notó el aire frío del aparcamiento del hotel, aunque si tenía que ver a Lambert otra vez le habría venido bien un trago de vino.

Svensson o Nilsson o Karlsson.


Julia se atusó el cabello y dio la vuelta al hotel. Vio una puerta de madera, y a su lado una serie de letreros con nombres de empresas; en el superior ponía «LÅNGVIK CONFERENCE CENTER AB». Abrió la puerta y penetró en un pequeño recibidor con moqueta amarilla y grandes plantas de plástico.

Tuvo la sensación de haber entrado en una oficina del centro de Gotemburgo. Sonaba música de fondo. En la recepción había una joven bien vestida, y a su lado, acodado sobre el mostrador, un hombre igual de joven con camisa blanca. Ambos miraron a Julia como si hubiera interrumpido una importante conversación, pero la recepcionista sonrió y la saludó enseguida. Julia devolvió el saludo, tensa como siempre que hablaba con personas desconocidas, y a continuación preguntó por Gunnar Ljunger.

– ¿Gunnar? -repitió la recepcionista, y miró al hombre del mostrador-. ¿Ha vuelto de comer?

– Sí -afirmó él, y cabeceó hacia Julia-. Venga. Le mostraré el camino.

Julia le siguió por un corto pasillo que acababa en una puerta entreabierta. Llamó con los nudillos mientras la abría.

– ¿Papá? Tienes visita.

– Muy bien -respondió una voz grave-. Pase.

El despacho no era especialmente grande, pero la vista de la playa y el Báltico que se dominaba desde la ventana panorámica era fantástica. El dueño del hotel, Gunnar Ljunger, estaba sentado a un escritorio; tenía la barba canosa y pobladas cejas grises, y tecleaba una rechinante calculadora. Vestía camisa blanca y tirantes, y una chaqueta marrón colgaba del respaldo de su silla. Sobre la mesa, junto a la calculadora, había un ejemplar abierto del Ölands-Posten, y parecía estar ojeando el periódico al mismo tiempo que calculaba.

– Hola -saludó, y le lanzó una mirada a Julia.

– Hola.

– ¿En qué puedo ayudarla?

Ljunger sonrió y siguió realizando operaciones en la calculadora.

– Sólo quería preguntarle una cosa -dijo Julia, y dio un tímido paso hacia el interior-. Estoy buscando a Lambert.

– ¿Lambert?

– Lambert de Långvik… Lambert Karlsson creo que se llama.

– Querrá decir Lambert Nilsson -corrigió Ljunger-. No hay otro Lambert por aquí.

– Sí…, se llama Nilsson -se apresuró a rectificar Julia.

– Pero Lambert ha muerto -apuntó Ljunger-. Murió hace cinco o seis años.

– Ah.

Julia sintió una repentina decepción, aunque en parte había esperado esa respuesta. Lambert ya parecía viejo esa tarde de los años setenta en que había llegado en su motocicleta para averiguar qué le había ocurrido a su hijo.

– Sven-Olof, su hermano pequeño, aún vive aquí -añadió Ljunger, y señaló detrás de Julia-. Sven-Olof Nilsson. Está en la colina, detrás de la pizzería, donde también vivía Lambert. Sven-Olof vende huevos, así que tendrá que buscar una casa que tenga gallinas en el jardín.

– Gracias.

– Si va a verlo, dígale que ahora es mucho más barato conectarse a la red de agua municipal -añadió Ljunger, y sonrió-. Es el único en todo Långvik que aún piensa que es mejor usar el pozo de su propiedad.

– Se lo diré.

– ¿Es usted cliente del hotel? -preguntó Ljunger, cuando Julia se disponía a marcharse.

– No, pero solía venir a bailar aquí cuando era joven… Vivo en Stenvik. Me llamo Julia Davidsson.

– ¿Es familia del viejo Gerlof? -preguntó Ljunger.

– Soy su hija.

– Vaya -exclamó él-. Pues dele recuerdos de mi parte. Nos ha hecho unos cuantos barcos en botellas para el restaurante. Queríamos encargarle más.

– Se lo diré.

– Stenvik es muy bonito, ¿verdad? -comentó Ljunger-. Tranquilo y apacible, con la cantera cerrada y las casas de campo vacías. -Esbozó una sonrisa-. Aquí hemos optado por otra vía, claro: expandirnos y apostar por el turismo, el golf y las conferencias. Creemos que es la única manera de mantener con vida los pueblos de la costa del norte de Öland.

Julia asintió, no sin cierta vacilación. -Parece que funciona -comentó.


¿Debería Stenvik haber apostado también por el turismo?, se preguntó Julia mientras abandonaba la oficina del hotel y salía al aparcamiento ventoso. Ya nunca se sabría, pues Långvik les había tomado demasiada delantera. En Stenvik nunca se podría construir un hotel en la playa ni una pizzería. La aldea continuaría semidesierta la mayor parte del año y sólo reviviría un par de meses cuando llegaran los veraneantes; y no había nada que hacer.

Pasó ante una pequeña gasolinera junto al puerto, continuó por la calle principal del pueblo y dejó atrás la pizzería.

La calle enfilaba hacia el interior y subía por una ladera; el viento le daba en la espalda. En la cima había una arboleda y tras ella un muro bordeaba el jardín de una casa encalada y un gallinero de piedra con un corral vallado.

No se veía gallina alguna, pero un cartel de madera junto a la verja anunciaba: «SE VENDEN HUEVOS».

Julia se adentró por un camino de desiguales baldosas de piedra caliza. Pasó junto a una bomba de agua pintada de verde y recordó las palabras de Gunnar Ljunger sobre la red de agua municipal.

La puerta de la casa estaba cerrada, pero había un timbre. Tras pulsarlo, no ocurrió nada; pasado un rato se oyó un ruido sordo y a continuación se abrió la puerta. Apareció un anciano, delgado y lleno de arrugas, con un ralo cabello plateado pegado al cráneo.

– Hola -saludó.

– Hola -respondió Julia.

– ¿Vienes por huevos?

El anciano debía de haber interrumpido su almuerzo, pues aún masticaba.

Julia asintió. Buena idea, podía comprar huevos.

– ¿Es usted Sven-Olof? -dijo ella, sin sentir el malestar que experimentaba cada vez que hablaba con una persona nueva.

Quizás había empezado a acostumbrarse a tratar a desconocidos en Öland.

– Sí, sí -confirmó el hombre, y se calzó un par de grandes botas negras de goma que estaban al otro lado de la puerta-. ¿Cuántos quiere?

– Bueno… Media docena será suficiente.

Sven-Olof Nilsson salió de la casa y justo antes de que cerrase la puerta un silencioso gato salió a hurtadillas como una sombra negra detrás de él. No le dedicó a Julia ni una mirada.

– Voy a buscarlos -dijo el hombre.

– Vale -repuso Julia, pero cuando Sven-Olof se encaminó hacia el gallinero ella lo siguió.

Él abrió la puerta verde y entró en el suelo de tierra, y Julia se detuvo en el umbral; allí no había gallina alguna, sólo bandejas con huevos blancos sobre una mesita.

– Voy a coger unos recién puestos -anunció Sven-Olof; abrió una puerta desvencijada y entró en el cuarto de las gallinas.

Julia sintió el olor de las aves y vislumbró estanterías de madera en las paredes, pero apenas había luz, pues las bombillas estaban apagadas. El aire estaba cargado y polvoriento.

– ¿Cuántas gallinas tiene? -preguntó.

– Ahora ya no muchas -respondió Sven-Olof-. Unas cincuenta…, ya veremos durante cuánto tiempo podré conservarlas.

Se oyó un ligero cloqueo en el interior de la habitación.

– Me han dicho que Lambert murió.

– ¿Qué… Lambert? Sí, murió en el ochenta y siete -declaró Sven-Olof desde la oscuridad.

Julia no entendía por qué el hombre no encendía la luz, pero quizá tuviera las bombillas fundidas.

– Conocí a Lambert -explicó Julia-, hace muchos años.

– Vaya -replicó Sven-Olof-. Hay que ver.

No parecía especialmente interesado en escuchar ninguna historia sobre su hermano muerto, pero Julia no tenía más remedio que continuar:

– Fue en Stenvik, donde vivo.

– Vaya -repitió Sven-Olof.

Julia dio un paso hacia él atravesando el umbral en la oscuridad. El aire estaba lleno de polvo y olía a cerrado. Oía cómo las gallinas se agitaban nerviosas cerca de la pared, pero no podía ver si estaban libres o enjauladas.

– Mi madre, Ella, llamó a Lambert -prosiguió-, necesitábamos… Necesitábamos ayuda para encontrar a una persona. Llevaba desaparecida tres días, no había rastro de él por ninguna parte. Entonces Ella empezó a hablar de Lambert. Dijo que él podía encontrar cosas. Dijo que todo el mundo lo conocía por ese don.

– ¿Ella Davidsson? -preguntó Sven-Olof.

– Sí. Llamó y al día siguiente él llegó en una vieja motocicleta de carga.

– Sí, le gustaba ayudar -asintió Sven-Olof, que ahora sólo era una sombra en la habitación. Su voz baja apenas se oía entre el sordo cloqueo de las gallinas-: Lambert encontraba cosas. Soñaba con ellas y luego las encontraba. Cuando la gente se lo pedía también buscaba agua con una varita de zahorí de madera de avellano. Eso era muy apreciado.

Julia asintió con la cabeza.

– Cuando vino a nuestra casa se trajo su propia almohada. Quería dormir en el cuarto de Jens, rodeado de las cosas del niño. Y se lo permitimos.

– Sí, siempre lo hacía así -confirmó Sven-Olof-. Veía cosas en sueños. Gente que se había ahogado y cosas que habían desaparecido. Y acontecimientos futuros, cosas que ocurrirían. Soñó durante varias semanas con el día de su propia muerte. Dijo que le llegaría pronto en la cama de su habitación, a las dos y media de la madrugada, y que el corazón se le pararía y la ambulancia no llegaría a tiempo. Y eso fue lo que pasó, justo el día que él había predicho. Y la ambulancia no llegó a tiempo.

– Pero ¿aquello funcionaba siempre? -preguntó Julia-. ¿Todo coincidía?

– No siempre -dijo Sven-Olof-. A veces no soñaba nada. O no recordaba el sueño; eso pasaba a veces. Y nunca aparecían los nombres; en sus sueños nadie tenía nombre.

– Pero cuando decía algo -insistió Julia-, ¿acertaba siempre?

– Casi siempre. La gente confiaba en él.

Julia dio un par de pasos adelante. Tenía que contárselo.

– Yo llevaba tres noches sin dormir cuando su hermano llegó en su motocicleta -musitó-. Pero esa noche tampoco logré dormir. Permanecí tumbada despierta y lo oí acostarse en la cama de la habitación de Jens. Los muelles crujían cuando se movía. Después se hizo el silencio, pero fui incapaz de conciliar el sueño. Cuando se despertó a las siete de la mañana yo estaba sentada en la cocina, esperándolo.

Las gallinas cloqueaban nerviosas a su alrededor, pero Sven-Olof no hizo ningún comentario.

– Lambert había soñado con mi hijo -prosiguió ella-. Lo vi en su mirada cuando entró en la cocina con su almohada bajo el brazo. Me miró, y cuando le pregunté dijo que había soñado con Jens. Parecía triste; estoy segura de que pensaba contar más cosas, pero yo no tuve fuerzas para escucharlo. Le di una bofetada y le grité que se marchara. Mi padre, Gerlof, lo acompañó hasta la motocicleta junto a la verja, y yo me quedé en la cocina llorando y oí cómo se alejaba. -Hizo una pausa y suspiró-. Fue la única vez que vi a Lambert. Lo siento.

El gallinero se sumió en el silencio. Hasta las gallinas se habían calmado.

– Ese niño… -empezó Sven-Olof en la oscuridad-. ¿Se refiere a ese horrible caso que ocurrió? ¿El pequeño que desapareció en Stenvik?

– Era mi hijo, Jens -dijo Julia, que ahora hubiera dado lo que fuese por una copa de vino-. Sigue desaparecido.

Sven-Olof no dijo nada.

– Me gustaría saber… ¿Nunca comentó Lambert nada sobre lo que soñó aquella noche?

– Aquí hay cinco huevos -dijo una voz desde la oscuridad-. No encuentro más.

Julia comprendió que no pensaba responder a más preguntas.

Exhaló un pesado y profundo suspiro.

– No tengo nada -se dijo a sí misma-. No tengo nada.

La vista se le había empezado a acostumbrar poco a poco a la oscuridad, y pudo ver a Sven-Olof inmóvil en medio del gallinero, mirándola, con cinco huevos apretados contra el pecho.

– Lambert tuvo que haber dicho algo, Sven-Olof -insistió ella-. Alguna vez tuvo que decirle algo sobre lo que soñó aquella noche. ¿Qué dijo?

Sven-Olof tosió.

– Sólo habló del niño en una ocasión. -Julia guardó silencio. Contuvo la respiración-. Había leído un artículo en el Ölands-Posten -prosiguió Sven-Olof-. Fue unos cinco años después de lo ocurrido. Lo leímos durante el desayuno. Pero el periódico no contaba nada nuevo.

– Para variar -dijo Julia, cansada-. Nunca había nada nuevo que contar, y sin embargo, han seguido escribiendo sobre el caso.

– Estábamos sentados a la mesa de la cocina y yo había leído el periódico primero -explicó Sven-Olof-. Luego lo cogió Lambert. Y cuando vi que leía el artículo sobre el niño le pregunté qué pensaba. Lambert bajó el periódico y dijo que el niño estaba muerto.

Julia cerró los ojos. Y asintió con la cabeza en silencio.

– ¿En el estrecho? -preguntó.

– No. Lambert dijo que había ocurrido en el lapiaz. Lo habían asesinado en el lapiaz.

– Asesinado -dijo Julia, y un escalofrío le recorrió la piel.

– Lambert dijo que lo había matado un hombre. El mismo día de su desaparición, un hombre lleno de odio lo había matado en el lapiaz. Luego había enterrado al niño en una tumba junto a un muro de piedra.

Reinó de nuevo el silencio. Una gallina aleteó nerviosa en alguna parte junto a la pared.

– Lambert no dijo nada más -concluyó Sven-Olof-. Ni sobre el niño ni sobre el hombre.

«Ningún nombre», pensó Julia. En los sueños de Lambert nadie tenía nombre.

Sven-Olof se movió de nuevo. Salió de la habitación de las gallinas con los cinco huevos en el regazo y miró asustado a Julia, como si temiera que la mujer fuera a pegarle.

Ella suspiró.

– Ahora ya lo sé. Gracias.

– ¿Necesita una caja? -preguntó Sven-Olof.


Julia lo sabía.

Podía intentar convencerse de que Lambert se había equivocado o que su hermano se lo había inventado todo, pero no valía la pena. Lo sabía.

Cuando volvía a casa desde Långvik se detuvo en el camino de la costa sobre la playa desierta, contempló cómo el agua se convertía en espuma en el rompiente y lloró durante diez minutos.

Lo sabía, y la certeza era terrible. Era como si sólo hubieran pasado unos días desde la desaparición de Jens, como si aún sangraran todas las heridas internas. Ahora comenzaba a aceptar su muerte en su corazón, paso a paso. Tenía que suceder lentamente, para que la pena no la ahogara.

Jens estaba muerto.

Lo sabía. Aun así deseaba ver a su hijo de nuevo, ver su cuerpo. Si no era posible, al menos deseaba saber qué le había ocurrido. Ésa era la razón de su viaje a Öland.

Las lágrimas se secaron con el viento. Después de un rato, Julia se sentó en el sillín de la bicicleta y reanudó su marcha.

Encontró a Astrid, que paseaba el perro junto a la cantera. La mujer invitó a Julia a cenar, y no dijo nada de sus ojos enrojecidos por el llanto.

Le ofreció chuletas de cerdo, patatas cocidas y vino tinto. Julia comió mucho y bebió aún más, más de lo que debería. Pero tras el tercer vaso de vino ya no le resultaba tan duro asumir que Jens llevaba muerto mucho tiempo; sólo sentía un apagado dolor en el pecho. En realidad, después de que pasaran los primeros días sin que el niño diera señales de vida, nunca había habido ninguna esperanza. Ninguna esperanza…

– ¿Así que hoy has estado en Långvik? -preguntó Astrid.

Las reflexiones de Julia se interrumpieron y asintió con la cabeza.

– Sí. Y ayer estuve en Marnäs -dijo rápidamente para evitar pensar en Långvik y en los infalibles sueños de Lambert Nilsson.

– ¿Ocurrió algo allí? -preguntó Astrid, y rellenó el vaso de Julia.

– No mucho -respondió ella-. Estuve en el cementerio; visité la tumba de Nils Kant. Gerlof creía que debería verla.

– Esa tumba, vaya -dijo Astrid, y levantó su vaso de vino.

– Un pregunta… -empezó Julia-. Quizá no puedas responderme, pero esos soldados que Nils Kant mató en el lapiaz… ¿Llegaron muchos a Öland?

– No, que yo sepa -dijo Astrid-. Quizá fueran un centenar los que consiguieron llegar a Suecia por el Báltico, pero la mayoría desembarcó en la costa de Småland. Deseaban volver a casa, claro, o viajar a Alemania. Pero Suecia tenía miedo a Stalin y los devolvieron a la Unión Soviética. Fue una cobardía. Pero seguro que ya has leído todo esto.

– Sí, algo…, pero hace mucho tiempo.

Recordaba vagamente haber estudiado en la escuela algo sobre los refugiados de guerra en Rusia, pero en aquella época a ella no le interesaba especialmente la historia de Suecia o de Öland.

– ¿Qué más hiciste en Marnäs? -quiso saber Astrid.

– Bueno… Almorcé con el policía de allí -explicó Julia-. Lennart Henriksson.

– Vaya -dijo Astrid-. Se trata de un hombre simpático. Y bastante atractivo.

Julia asintió.

– ¿Hablaste de Nils Kant con Lennart? -preguntó Astrid.

Julia negó con la cabeza, recapacitó y dijo:

– Bueno, mencioné que había estado en la tumba de Kant. Pero no hablamos más del asunto.

– Será mejor que no se lo nombres más -aconsejó Astrid-. Se lo toma a mal.

– ¿Se lo toma a mal? -repitió Julia-. ¿Por qué?

– Es una vieja historia -respondió Astrid, y bebió un trago de vino-. Lennart es hijo de Kart Henriksson.

Echó una mirada grave a Julia, como si eso lo explicara todo.

Pero Julia no entendió nada y negó con la cabeza.

– ¿Quién?

– El jefe de policía de Marnäs -explicó Astrid-. O el policía provincial, como se llamaba entonces.

– ¿Y qué hizo?

– Él fue el responsable de detener a Nils Kant por haber disparado a los alemanes -dijo Astrid.


Öland, mayo de 1945


Nils Kant sierra su escopeta.

Se encuentra en la calurosa leñera, donde los troncos de los abedules se amontonan hasta el techo, y tiene la espalda encorvada. Parece que el montón de leña vaya a caérsele encima en cualquier momento. Su Husqvarna reposa sobre el ancho tronco de cortar, con el cañón casi recortado. Nils apoya la bota del pie izquierdo sobre la culata de la escopeta y maneja la sierra de arco con ambas manos. Lenta pero obstinadamente corta el cañón, y de vez en cuando espanta las moscas que revolotean en la leñera e intentan posarse sin cesar en su rostro sudado.

En el jardín no se oye un alma. Vera, su madre, está en la cocina y prepara su mochila. Una tensa espera llena el aire primaveral.

Nils sierra y sierra, y al fin la hoja se come los últimos milímetros de hierro y el cañón se desprende y cae al suelo de piedra de la leñera emitiendo un breve sonido metálico.

Lo recoge, lo introduce en un pequeño agujero en el fondo del montón de leña y deja la sierra sobre el tronco de cortar. Saca dos cartuchos del bolsillo y carga el arma.

Luego sale de la leñera y coloca la escopeta a la sombra, junto a la entrada.

Está preparado.

Han pasado cuatro días desde que disparó en el lapiaz, y todo Stenvik ya sabe lo ocurrido. «SOLDADOS ALEMANES ENCONTRADOS MUERTOS – EJECUTADOS CON UNA ESCOPETA», rezaba la primera página del Ölands-Posten del día anterior. Los titulares eran tan grandes como cuando hace tres años el bosque costero de las afueras de Borgholm fue bombardeado por aviones.

Los titulares mienten: Nils no ha ejecutado a nadie. Hubo un intercambio de disparos con dos soldados y, al final, él resultó vencedor.

Pero quizá no todos lo vean de esa forma. Por una vez Nils ha bajado a la aldea por la tarde, ha pasado por el molino y se ha encontrado con la mirada silenciosa del molinero. No les ha contado nada, pero sabe que hablan de él a sus espaldas. Los rumores corren. Y las historias sobre lo que ocurrió en el lapiaz se esparcen como las ondas en el agua.

Entra en la casa.

Vera, su madre, está de pie inmóvil y en silencio; de espaldas a él, mira el lapiaz por la ventana. Él advierte la rigidez de sus hombros bajo la blusa gris, su inquietud y su pena.

Lo temores de Nils son también mudos.

– Tengo que irme -anuncia él.

Ella apenas asiente con la cabeza y no se da la vuelta. Sobre la mesa, junto a ella, están la mochila y la pequeña maleta preparadas, y Nils se acerca y las coge. Es casi insoportable; si intenta decir algo más la voz se le ahogará: así que simplemente se va.

– Volverás, Nils -dice su madre con voz afónica tras él.

Él asiente con la cabeza sin que ella pueda verlo y coge su gorra azul de la repisa de los sombreros, junto a la puerta. En la gorra está escondida su petaca de latón, llena de coñac. La guarda en la mochila.

– Bueno, ya es la hora -dice en voz baja.

En la mochila lleva un monedero con dinero para el viaje, y además, veinte billetes grandes de su madre fuertemente enrollados al fondo del bolsillo trasero del pantalón.

Al llegar a la puerta se da media vuelta. Ve a su madre de perfil en la cocina, pero sigue sin mirarle. Quizá no pueda. Tiene las manos juntas sobre el vientre, clava las largas uñas blancas en la palma de sus manos, le tiembla el mentón.

– Te quiero, mamá -dice Nils-. Volveré.

Sale rápidamente por la puerta, baja los escalones de piedra hasta el jardín. Se detiene junto a la leñera para recoger la escopeta antes de rodear la casa y adentrarse entre los fresnos.

Nils sabe cómo abandonar la aldea sin ser visto, y es lo que hace. Camina agachado por los senderos de vacas, por las espesas breñas alejadas del camino vecinal, trepa por encima de muros cubiertos de liquen y de vez en cuando se detiene a escuchar voces susurrantes tras el zumbido de los insectos que revolotean sobre la hierba.

Sale a la luz del sol en el lapiaz del sudoeste de la aldea sin ser visto.

Allí ya no corre ningún peligro; Nils se orienta mejor que cualquiera; por la hierba se mueve con rapidez y facilidad. Divisa cualquier ser vivo antes de que éste le vea. Camina en dirección al sol, dando un amplio rodeo para no pasar por el lugar donde encontró a los alemanes. No quiere ver si los cuerpos aún están allí o si ya se los han llevado. No quiere pensar en ellos, pues son ellos los que le obligan a abandonar a su madre.

Los soldados muertos le obligan a alejarse, durante un tiempo.

«Tienes que ocultarte -le dijo su madre la noche anterior-. Tomarás el tren a Borgholm en Marnäs, y después pasarás con el transbordador Svea a Småland. El tío August se encontrará contigo en Kalmar, y allí harás lo que él diga; y te quitarás la gorra cuando le des las gracias. No hables con nadie, y no vuelvas a Öland hasta que las cosas se hayan calmado. Pues acabarán calmándose, Nils, si sabemos esperar.»

De pronto le parece oír un grito apagado a su espalda y se detiene. Pero no percibe nada más. Nils se mueve con cuidado entre los enebros, pero no puede retrasarse. El tren no espera.

Después de un par de kilómetros llega al camino cubierto de grava. Del sur se acerca una carreta y Nils se apresura a cruzar y bajar a la cuneta. Pero del carro tira un solo caballo con la cabeza encorvada, y antes de que llegue Nils ya está lejos.

Ahora se halla más o menos en el centro de la isla y piensa en lo que ha leído en el periódico: se supone que los soldados alemanes siguieron esa carretera hace una semana, después de que el motor de su barca fallara y la corriente les arrastrara hasta el sur de Marnäs.

No quiere pensar en ellos, pero por un momento recuerda el estuche con las piedras preciosas que arrebató a los soldados y se recuerda enterrándolo bien hondo bajo el mojón. Estos últimos días, en los que su madre y él apenas han salido de casa, ha estado a punto de hablar de su botín de guerra varias veces, pero algo le ha hecho callar. Acabará contándoselo; desenterrará y le enseñará a su madre el tesoro, pero esperará a estar de regreso.

Veinte minutos más de caminata y se encuentra con el terraplén de la vía férrea. Es la vía estrecha que une Boda y Borgholm; Nils echa a andar hacia el norte y la sigue hasta la estación de Marnäs. El caserón de madera de la estación se alza solitario al sur del pueblo. Es estación de tren y oficina de correos al mismo tiempo, y Nils divisa el edifico en el momento en que los dos raíles se dividen y se convierten en cuatro.

La vía férrea está vacía. Su tren aún no ha llegado.

Nils ha ido y ha vuelto tres veces de Borgholm y sabe cómo se comporta un viajero. Entra en la estación, donde reina la tranquilidad y el silencio, se acerca a la ventanilla y compra un billete de ida a la ciudad.

La adusta mujer con gafas sentada detrás de la ventanilla enrejada levanta la vista y acto seguido la baja a la mesa para extender el billete. Su pluma de acero araña el papel.

Nils espera tenso, se siente observado y mira alrededor. Hay media docena de viajeros, en su mayoría hombres trajeados, sentados en los bancos de madera de la sala de espera. Aguardan solos o en grupos y unos cuantos tienen maletines de cuero negro a su lado. Nils es el único que lleva mochila y maleta.

– Aquí lo tiene. Último vagón, número tres.

Nils toma el billete, paga y sale al andén con la mochila colgada del hombro y la maleta en la mano. Tras unos minutos se oye el estridente silbato del tren, y a continuación la máquina aparece resoplando mientras arrastra tres vagones de madera pintados de rojo.

La negra y humeante locomotora de vapor transmite un enorme poderío al aminorar la marcha ante el edificio de la estación; los frenos chirrían.

Nils se sube al último vagón. Detrás de él, un revisor grita algo, las puertas de la estación se abren y salen los otros viajeros.

Al llegar al último peldaño, Nils se vuelve y los mira fijamente en silencio; los viajeros optan por dirigirse a los otros vagones.

El suyo está oscuro y vacío. Nils coloca la maleta en el portaequipajes y se sienta con la mochila a su lado en el asiento de piel junto a la ventana que da al lapiaz. El tren da una sacudida y empieza a moverse pesada y firmemente. Nils cierra los ojos y respira hondo.

El tren vuelve a detenerse con un estridente chirrido. Los vagones permanecen quietos.

Nils abre los ojos, espera. Aún está solo en el vagón.

Pasa un minuto, dos. ¿Qué ocurre?

Fuera alguien da un grito y por fin Nils siente cómo el tren se pone de nuevo en marcha. Toma velocidad poco a poco, y Nils ve pasar la estación y desaparecer tras él. En el vagón hay una corriente de aire frío que le recuerda a la brisa marina de la playa de Stenvik.

Deja caer los hombros lentamente. Apoya la mano sobre la mochila, la abre y se recuesta en el asiento. La velocidad aumenta sin cesar. Se oye el pitido del tren.

La puerta de su compartimento se abre de repente.

Nils vuelve la cabeza.

Entra un hombre corpulento con gorra y abrigo negro de policía con los botones relucientes. Mira a Nils a los ojos.

– Nils Kant de Stenvik -dice el hombre con expresión grave.

No es una pregunta, pero Nils asiente automáticamente.

Se siente clavado al asiento mientras el tren cobra velocidad a través del lapiaz. Un paisaje ocre por la ventanilla, cielo azul. Nils desea detener el tren y saltar, quiere regresar al lapiaz. Pero ahora va muy rápido, los raíles traquetean y el viento silba.

– Bien.

El hombre de uniforme se sienta pesadamente en el asiento de delante en diagonal a Nils, tan cerca que sus rodillas casi se tocan. Alisa los pliegues de su abrigo, abotonado de arriba abajo a pesar del calor. Su frente reluce de sudor bajo el ala de la gorra. Nils lo reconoce, vagamente. Henriksson. Es el policía provincial de Mamas.

– Nils -empieza Henriksson con naturalidad-, ¿vas de viaje a Borgholm?

El otro asiente con la cabeza.

– ¿Vas a visitar a alguien? -pregunta Henriksson.

Nils mueve la cabeza negativamente.

– Entonces, ¿qué vas a hacer?

Nils no responde.

El policía provincial vuelve la cabeza y mira por la ventanilla.

– Bueno, podemos viajar juntos -dice-, así mientras tanto tendremos una pequeña conversación.

Nils no dice nada.

El policía continúa:

– Cuando me han llamado y me han dicho que estabas aquí les he pedido que retrasaran un poco la salida, para que me diera tiempo a llegar a la estación y coger el tren. -Dirige de nuevo la mirada a Nils-. Tenía ganas de hablar contigo, ¿sabes?, sobre tus largos paseos por el lapiaz…

El tren comienza a reducir la marcha de nuevo; están entrando en una de las estaciones entre Marnäs y Borgholm. Tras la ventanilla de Nils pasa una pequeña casa de madera rodeada de manzanos. Le parece oler el aroma de crepes; su madre, la noche anterior, le ofreció crepes recién hechas con azúcar molido.

Nils mira al policía.

– El lapiaz… No tengo nada que decir.

– Yo creo que sí. -El policía provincial saca un pañuelo del bolsillo-. Creo que vale la pena hablar de ello, Nils, es algo que piensan muchos además de yo. La verdad siempre acaba saliendo a relucir.

El policía le mira a los ojos y se seca lentamente el sudor de la cara. Luego se inclina hacia delante.

– Estos últimos días varias personas de Stenvik se han puesto en contacto con nosotros. Han dicho que si queríamos saber quién había disparado su escopeta en el lapiaz, te preguntáramos a ti, Nils.

Éste ve a los dos soldados muertos tendidos en el suelo; recuerda su mirada fija.

– No -dice, y sacude la cabeza.

Le zumban los oídos. El tren se detiene.

– Nils, ¿te encontraste a los extranjeros en el lapiaz? -pregunta el policía, y se guarda el pañuelo.

El tren se detiene con una ligera sacudida. Tras medio minuto empieza a rodar de nuevo.

– Fuiste tú, ¿verdad?

El policía provincial le sostiene la mirada a la espera de una respuesta. Sus ojos le taladran.

– Hemos encontrado los cuerpos, Nils -insiste-. ¿Fuiste tú quien disparó?

– Yo no hice nada -responde él en voz baja, y tantea con los dedos la abertura de la mochila.

– ¿Qué has dicho? -pregunta el policía-. ¿Qué tienes ahí?

Nils no responde.

Las ruedas del tren empiezan a traquetear de nuevo, se oye el pitido del vapor; a Nils le tiemblan los dedos mientras rebuscan en el interior de la mochila, que cae a un lado con la abertura hacia él. Su mano derecha palpa entre la ropa y sus pertenencias.

El otro hombre se incorpora en el asiento, quizá comprende que está a punto de ocurrir algo.

Se oye el aterrorizado pitido del tren.

– Nils, qué tienes…

Los dedos agarran la escopeta recortada en el interior de la mochila. Nils acaricia el gatillo y la escopeta se sacude entre la ropa de la mochila.

El primer disparo destroza el fondo de la mochila, y un enjambre de perdigones desgarra el asiento al lado del policía provincial. Las astillas salpican el techo.

El hombre se sobresalta con el estruendo pero no intenta protegerse.

No tiene a donde ir.

Nils levanta rápidamente la mochila rota y dispara de nuevo, sin mirar adónde. La bolsa se hace pedazos.

El segundo disparo acierta al policía provincial. Su cuerpo es lanzado con tanta fuerza contra la pared que produce un crujido, cae pesadamente a un lado, rueda con la espalda sobre el asiento destrozado por el disparo y se desploma con violencia sobre el suelo del vagón.

Los raíles traquetean; el tren pasa volando por el lapiaz.

El policía está tendido en el suelo junto a Nils y sus brazos se sacuden débilmente. Éste sujeta la escopeta pero suelta la mochila rota y se pone en pie tambaleándose.

Diablos.

«Tomarás el tren a Borgholm», dice su madre dentro de su cabeza.

El plan se ha echado a perder.

Nils mira alrededor y ve cómo el paisaje desfila por la ventanilla.

El lapiaz sigue allí fuera, y el sol.

Vacía la mochila y la ropa destrozada cae; todo apesta a pólvora: calcetines, pantalones, un jersey de lana. Pero hay una pequeña bolsa de toffees al fondo, y el monedero y la petaca de latón con coñac tampoco se han roto. Coge la petaca, le da un rápido trago al tibio coñac y se la guarda en el bolsillo trasero. Se siente mejor.

El dinero, el jersey, la petaca, la escopeta y los toffees. No puede llevarse nada más. Tendrá que dejar la maleta con la ropa.

Nils pasa por encima del cuerpo inmóvil del policía provincial, abre la puerta y sale al espacio entre los vagones. El estruendo es ensordecedor.

El tren circula por el lapiaz. El viento causado por la velocidad le sacude, así que entorna los ojos. A través de una ventanilla ve el interior del vagón de delante; un hombre sentado le da la espalda y se mece al ritmo del tren. El disparo de perdigones ha sido amortiguado por la ropa de la mochila: la máquina traquetea sobre los raíles y al parecer nadie ha oído nada.

Nils abre la puerta lateral; percibe el aroma de la vegetación del lapiaz y ve la grava de la vía pasar a sus pies como un río gris claro. Baja al último peldaño, comprueba que no haya ningún obstáculo en el terraplén y salta.

Intenta correr por el aire y tomar tierra con las piernas en movimiento, pero el impacto le hace perder pie. Las ruedas del tren traquetean; el mundo da vueltas. Se abalanza contra el suelo, se da un fuerte golpe en la frente y se estira lo máximo que puede para no morir aplastado por el tren. Pero el terraplén lo empuja lejos.

Alza la cabeza y ve alejarse el convoy, mientras el último vagón que acaba de abandonar se hace más y más pequeño sobre la vía.

El tren desaparece en la distancia. Todo queda en silencio.

Lo ha conseguido.

Se incorpora lentamente y mira a su alrededor. Ha regresado al lapiaz, con la escopeta aún entre las manos.

No se ve ninguna casa, no hay nadie. Sólo la hierba infinita y el cielo azul.

Nils es libre.

Camina rápidamente por el lapiaz sin echar la vista atrás a la vía del tren, hacia la costa oeste de la isla.

Nils es libre, y ahora desaparecerá.

Ya ha desaparecido.

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