Una tarde, en la residencia de Marnäs, Gerlof estaba sentado a su escritorio y tenía la libreta delante. Sujetaba un bolígrafo en una mano pero no escribía nada.
Cuando se sentaba al escritorio se podía convencer fácilmente de que no era tan mayor como creía y de que aún le quedaban fuerzas de sobra; pasados unos minutos se pondría en pie para fortalecer las piernas, se estiraría y daría un paseo.
Salir. Bajar hasta la playa de Stenvik, sacar el bote y remar hasta el barco que esperaba en aguas más profundas. Levar el ancla, izar las velas y salir a recorrer mundo.
A Gerlof siempre le había fascinado que un capitán ölandés pudiera alcanzar cualquier costa que se propusiera. Con un poco de suerte, mucha habilidad, el equipo adecuado y suficientes provisiones a bordo, podría navegar desde Öland hasta cualquier puerto del mundo y luego regresar a casa. Fantástico. Qué libertad.
Unos minutos después sonó el timbre de la cena en el pasillo, y Gerlof retornó a su cuerpo sin fuerzas. Tenía las piernas rígidas y nunca recuperaría el vigor para izar las velas.
Los años en el mar habían pasado rápido. En realidad no habían sido tantos. Gerlof había seguido a su padre como segundo en el Ingrid María, su pailebote, a finales de los años veinte. Cinco años después, cuando su padre regresó a tierra para convertirse en agente marítimo, él se hizo cargo de la nave, le cambió el nombre por Vind y se dedicó a transportar leña y artículos de madera de Småland a Öland. A la edad de veintidós años ya era capitán.
Durante la Segunda Guerra Mundial había prestado servicio como práctico en los alrededores de Öland y en dos ocasiones se vio obligado a presenciar el naufragio de sendos buques con hombres a bordo, cuyos capitanes creyeron conocer un camino más seguro, a través del campo de minas, que el que les indicaba el práctico.
Durante esos años Gerlof había vivido con un constante terror a las minas marinas. En una pesadilla, que aún le despertaba algunas noches bañado en un sudor frío, se encontraba en la borda del barco del práctico y miraba el reluciente mar bajo la puesta de sol. De pronto veía una gran mina negra justo debajo de la superficie, vieja y oxidada, con unos pinchos que sólo unos segundos más tarde chocarían contra la nave y activarían el explosivo.
La nave no se podía detener, se deslizaba en silencio acercándose más y más a los pinchos… y Gerlof siempre se despertaba justo antes de que el casco chocara contra la mina.
Después de la guerra compró su segundo barco, el Vågryttaren, y empezó a navegar entre dos islotes, Borgholm y Stockholm, a través del canal de Södertälje. Transportaba mármol de Öland, es decir, piedra caliza roja para las nuevas construcciones de la capital, y en el viaje de vuelta, carburante, mercancía variada o cal para la Asociación Central de Borgholm. En los puertos que encontraba a lo largo de la ruta siempre atracaban naves conocidas, y si alguna se encontraba en apuros los otros barcos le echaban una mano.
En aquel tiempo no había rivalidades y Gerlof recibió mucha ayuda durante la noche de diciembre de 1951, cuando se incendió el Vågryttaren, anclado en Ängsö. El fuego empezó en el cargamento de aceite de linaza, y Gerlof y su segundo, John Hagman, alcanzaron la cubierta a duras penas, antes de que se extendiera por todo el barco. Ninguno de los dos sabía nadar, pero a su lado había otro buque de Oskarshamn y pudieron subir a bordo. Recibieron todo el apoyo necesario, pero al final se vieron forzados a cortar las amarras del Vågryttaren y dejar que se alejara a la deriva en plena noche.
Un buque en llamas hundiéndose en la noche invernal constituía para Gerlof todo un símbolo de la navegación ölandesa, aun cuando por aquel entonces no fuera capaz de verlo. Pudo haber dejado los barcos al ser declarado inocente en el informe del accidente naval, pero por puro despecho compró otro buque de motor con el dinero del seguro y continuó trabajando como capitán durante nueve años más. El Nore fue su último barco y el más bonito y esbelto, con una bella popa y un maravilloso motor de combustión interna. En ocasiones aún oía las pulsaciones del motor del Nore dentro de su cabeza justo antes de dormirse.
En 1960 lo vendió y se quedó en tierra para trabajar en la oficina del Ayuntamiento de Borgholm, y comenzó su vida sedentaria sentado a su escritorio. La ventaja era, por supuesto, que podía regresar a casa con Ella cada noche. Se había perdido gran parte de la infancia de sus hijas, pero ahora, por lo menos, podría disfrutar de su adolescencia. Y cuando su hija pequeña, Julia, se quedó embarazada a finales de los años sesenta, a Gerlof no le importó que estuviera casada o no; había querido mucho al pequeño. Su nieto.
Jens Gerlof Davidsson.
Y entonces llegó ese día.
Era otoño, pero Julia estaba estudiando enfermería y se había quedado en Stenvik con Jens más tiempo que de costumbre. Michael, el padre de Jens, se encontraba en el continente. Después de comer, Julia había dejado a su hijo al cuidado de Ella y Gerlof y se había ido a Kalmar en coche cruzando el puente recién construido. Después de tomar el café, Gerlof, sin ninguna vacilación ni mal presentimiento, dejó a Jens con su esposa y bajó a desenredar unas redes de pesca que pensaba tender a la mañana siguiente.
Desde el cobertizo, había visto cómo la niebla se extendía por el estrecho de Kalmar; la niebla más espesa que había visto desde que dejara el barco. Cuando llegó a la playa la sintió en la piel como una fría cortina, y tiritó como si estuviera en la cubierta de un barco a merced del frío. Unos minutos después todo a su alrededor se sumergió en una bruma blanca en la que no se veía nada.
En ese momento debería haber regresado a casa, con Ella y Jens. Y pensó hacerlo. Pero se quedó en el cobertizo y trabajó en la red una hora más.
Eso fue lo que ocurrió. Pero como se quedó en el cobertizo y tenía buen oído, sabía una cosa de la que nunca consiguió convencer a nadie, quizá sólo a Julia: Jens no había bajado al mar ese día. En tal caso Gerlof lo habría oído. Quizá la niebla atenuara un poco los sonidos, pero se oían. Jens no se había ahogado como creía la policía, y su cuerpo no había sido arrastrado ni se había hundido en el fondo del estrecho de Kalmar.
Jens se había dirigido a otro sitio distinto al mar.
Gerlof se inclinó sobre la mesa y escribió una sola frase.
«EL LAPIAZ ES COMO UN MAR.»
Sí. Ahí fuera cualquier cosa podía haber pasado inadvertida.
Dejó el bolígrafo sobre la mesa y cerró la libreta, y al abrir el cajón volvió a ver la sandalia envuelta en el papel de seda, y junto a ella un delgado libro que había sido publicado ese año.
Se trataba de una obra conmemorativa de sesenta páginas, titulada Naviera Malm: 40 años. Debajo del título se veía la fotografía de un barco.
Ernst le había prestado el libro a Gerlof durante su última visita, hacía dos semanas.
– Esto puede darnos alguna pista -le había dicho-. Mira en la página dieciocho.
Gerlof sacó el libro, lo abrió y hojeó hasta esa página. Debajo del texto había una pequeña fotografía en blanco y negro que ya había estudiado muchas veces.
La imagen era antigua. Representaba un muelle de piedra en un pequeño puerto, sobre el que se amontonaba una partida de largas tablas. Detrás del montón de madera se veía la negra popa de un pequeño velero, similar a cualquiera de los que Gerlof había gobernado; junto al montón se alineaba un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo negra y gorra de visera. Dos de ellos estaban delante y tenían las piernas separadas; uno le pasaba el brazo amigablemente por el hombro al otro.
Gerlof observó a los hombres, que le devolvieron la mirada.
Llamaron a la puerta con los nudillos.
– Café, Gerlof -anunció la voz de Boel.
– Voy -respondió Gerlof, y empujó la silla hacia atrás.
Se levantó de la mesa con cierta dificultad.
Pero no podía apartar la vista de los hombres de la foto.
Ninguno de ellos sonreía, y Gerlof tampoco les sonreía, pues tras la última conversación con Ernst estaba casi seguro de que uno de ellos había causado la muerte de su nieto Jens, y a continuación había ocultado su cuerpo para siempre.
El único problema era que no sabía cuál de ellos lo había hecho.
Cerró con un suspiro el libro y lo guardó en el cajón del escritorio.
Luego cogió el bastón y salió lentamente a tomar un café.