14

– Ha sido una historia de las que se cuentan en la hora de las sombras -comentó Astrid en voz baja.

Cuando acabó el relato sobre Nils Kant, la botella de vino estaba vacía. La luz del sol había desaparecido poco a poco tras la ventana de la cocina y se había convertido en una delgada línea granate en el horizonte.

– Y qué le pasó al policía del tren; ¿murió? -preguntó Julia.

– Estaba muerto cuando el revisor llegó al vagón y lo encontró -dijo Astrid-. Le había disparado en el pecho.

– ¿Al padre de Lennart?

Astrid asintió.

– Lennart tenía ocho o nueve años cuando ocurrió, así que no recuerda los detalles -explicó, y añadió-: Pero seguro que le influyó. Sé que no le gusta hablar de la muerte de su padre.

Julia bajó la vista a su vaso de vino.

– Ahora entiendo por qué tampoco quiere hablar de Nils Kant -dijo Julia, que gracias al efecto embriagador del vino sintió una súbita afinidad con el policía de Marnäs: él había perdido un padre, ella había perdido un hijo.

– Claro -convino Astrid-. Y esos rumores de que Nils Kant aún está vivo le afectan mucho.

Julia alzó la vista.

– ¿Quién dice eso? -preguntó.

– ¿No lo has oído?

– No. Pero he visto la tumba de Kant en Marnäs -señaló Julia-. Hay una lápida y una fecha y…

– Ya no hay mucha gente que se acuerde de Nils Kant, pero los que lo recuerdan, los viejos… Hay quien cree que sólo había piedras en el ataúd que regresó a casa del extranjero -dijo Astrid.

– ¿Gerlof también lo piensa? -preguntó Julia.

– Nunca ha dicho nada al respecto -respondió Astrid-. Por lo menos yo no lo he oído. Es un viejo capitán de mar, así que es probable que nunca haya dado crédito a esos rumores. Toda esta cháchara sobre Nils Kant no son más que… rumores y chismes. Algunos cuentan que los días de niebla le han visto al borde de la carretera mirando los coches, barbudo y canoso… y hay quien lo ha visto vagar por el lapiaz, igual que cuando era joven, o en medio del gentío en Borgholm durante el verano. -Astrid negó con la cabeza-. En cambio yo nunca le he visto el pelo. Seguro que está muerto.

Recogió los vasos de vino y se levantó de la mesa de la cocina. Julia permaneció sentada y se preguntó si su madre y ella habrían estado sentadas así, hablando, si Ella aún estuviera viva. No lo creía: su madre apenas le había hablado nunca de lo que pensaba.

A continuación Julia sintió algo cálido y suave contra la pernera de su pantalón, pero sólo se trataba de Willy, el fox terrier de Astrid, que se había acercado silenciosamente por debajo de la mesa. Alargó la mano, le rascó el áspero pelo del cuello y miró pensativa por la ventana de la cocina el arrebol del sol sobre el continente.

– Me encantaría quedarme aquí -declaró.

Astrid se dio la vuelta desde el fregadero.

– Pues quédate. No tienes por qué irte, no es muy tarde. Podemos seguir hablando.

Julia negó con la cabeza.

– Quiero decir que…, ojalá pudiera quedarme a vivir en Stenvik.

Era verdad. Quizá sólo fuera efecto del vino, pero en ese momento todos los veranos de su infancia en la aldea sonaban como una bonita melodía en su cabeza, una canción popular ölandesa; como si su lugar en el mundo fuera Stenvik. A pesar del dolor asociado a la desaparición de Jens, a pesar de la muerte de Ernst.

– ¿No puedes quedarte? -quiso saber Astrid-. Pero al menos te quedarás hasta el entierro de Ernst en Marnäs, ¿no?

Julia volvió a negar con la cabeza.

– Tengo que devolverle el coche a mi hermana. -Era una razón bastante lamentable, pues ella también era propietaria del Ford, pero fue la única que se le ocurrió-. Me iré mañana por la noche o pasado.

Se levantó de la mesa con cierto esfuerzo. Después del vino había perdido estabilidad.

– Muchísimas gracias por la cena, Astrid.

– Ha sido muy agradable -repuso ella, y por una vez esbozó una amplia sonrisa-. Deberíamos vernos de nuevo, antes de que te vayas. O la próxima vez que vengas a Stenvik.

– Sí, lo haremos -aseguró Julia, que acarició a Willy y salió por la puerta de la cocina.

En el exterior aún no era noche cerrada, apenas atardecía, así que no hacía falta que fuera a casa tanteando en la oscuridad.

– ¡Si te asusta la oscuridad, ven a casa! -gritó Astrid a su espalda-. Piensa que ahora en Stenvik no queda nadie más que tú y yo y John Hagman. Aquí llegaron a vivir hasta trescientas personas. Había una asociación contra el alcoholismo y una misión y una hilera de molinos junto al mar. Ahora sólo quedamos nosotros.

Y cerró la puerta de la cocina antes de que Julia tuviera tiempo de responder.

La embriaguez que había sentido en la cocina de Astrid empezó a remitir al aire libre, o por lo menos eso le pareció a Julia. La noche era clara y fría, y débiles luces titilaban a lo lejos en el continente, al otro lado del estrecho. En la costa ölandesa brillaban aún más luces, procedentes de casas y lámparas demasiado alejadas para ser visibles de día.

Julia llevaba consigo la llave de la casa de Gerlof, y después de andar unos metros por el cantil torció hacia el interior. Avanzó por el camino vecinal todo lo recto que pudo, echó una mirada al jardín de Vera Kant, y durante un instante se preguntó si la vieja Vera habría podido ver a su querido hijo Nils antes de morir.

El jardín estaba en silencio e invadido por las sombras. Julia siguió subiendo hacia la casa de verano, abrió la puerta y encendió la luz del recibidor.

Ahí no había sombra alguna. Jens estaba en la casa, pero sólo como un vago recuerdo. Jens estaba muerto.

Utilizó el cuarto de baño para asearse, ir al retrete y lavarse los dientes.

Cuando acabó apagó la luz del recibidor y por último recogió su móvil, que había dejado cargando durante todo el día. De pie en el recibidor tras la ancha ventana de cristal marcó el número de Gerlof en la residencia de ancianos. Respondió a la tercera señal.

– Davidsson.

– Hola, soy yo.

Siempre tenía remordimientos de conciencia cuando hablaba con Gerlof sin estar sobria del todo, pero no tenía otro remedio.

– Hola -saludó su padre-. ¿Dónde estás?

– En casa. He cenado con Astrid, y ahora bajaré al cobertizo a dormir.

– Bien. ¿De qué habéis hablado?

Julia recapacitó.

– Hemos hablado de Stenvik…, y de lo que le sucedió a Nils Kant.

– ¿Todavía no has leído el libro que te dejé? -quiso saber Gerlof.

– No lo he acabado -respondió Julia, y cambió de tema de conversación-: ¿Iremos pronto a Borgholm?

– Eso había pensado -aseguró Gerlof-, si me dan permiso en la residencia. Creo que dentro de poco necesitaré un permiso escrito de Boel para poder salir de aquí.

Era una muestra de su peculiar sentido del humor.

– Si te dan permiso -dijo Julia-, pasaré a recogerte mañana a las nueve y media.

De pronto guardó silencio y se inclinó hacia la ventana.

Vio algo fuera, una luz pálida…

– ¿Hola? -inquirió Gerlof-. ¿Estás ahí?

– ¿Vive alguien en la casa de al lado? -preguntó Julia al auricular con la mirada fija en la ventana.

– ¿Qué casa?

– La de Vera Kant.

– Ahí no ha vivido nadie desde hace veinte años -respondió Gerlof-. ¿Por qué?

– No sé.

Julia entornó los ojos y escudriñó en la oscuridad. Ya no se veía ninguna luz. Sin embargo, estaba segura de haber visto una luz en una de las habitaciones de la planta baja hacía un instante.

– ¿De quién es la casa? -preguntó ella.

– Bueno… de unos parientes lejanos -recordó Gerlof-. Hijos de unos primos de Vera, creo. Nadie ha mostrado el más mínimo interés en remozarla. Habrás visto el estado del jardín; ya estaba mal cuando Vera murió en los años setenta. -Al otro lado de la ventana la oscuridad era total-. Bueno -prosiguió Gerlof-, nos vemos mañana.

– ¿Vamos a ver al hombre que se llevó a Jens?

– Nunca dije eso -observó Gerlof-. Sólo te he prometido señalarte al hombre que me envió el sobre con la sandalia. Sólo eso.

– ¿No es la misma persona? -dijo Julia.

– No lo creo -replicó Gerlof.

– ¿Puedes explicar por qué?

– Lo haré en Borgholm.

– Vale -aceptó Julia, que no tenía fuerzas para seguir hablando-. Hasta luego.

Apagó su móvil.


Al regresar por el camino vecinal, Julia pasó más despacio que antes por delante del jardín de Vera Kant. La oscuridad era absoluta bajo los densos árboles centenarios. Escrutó las grandes ventanas vacías de la casa. Todas estaban apagadas. La casa ruinosa se recortaba como una gran sombra contra el cielo nocturno. La única manera de saber si alguien se ocultaba ahí dentro era…, entrar en la casa de Vera y comprobarlo por sí misma.

Pero ir sola era una locura; Julia lo sabía. La casa de Vera Kant estaba embrujada, pero…

¿Y si Jens había entrado en la casa ese día? ¿Y si aún seguía allí dentro?

«Ven, mamá. Ven aquí, recógeme…»

No. No podía pensar eso.

Julia siguió descendiendo hasta el cobertizo, abrió, entró y cerró la puerta de la calle tras de sí.

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