Julia se acercó lentamente a Gerlof, que desenvolvió el pequeño paquete encima de la mesa. Ella le miró las manos, llenas de arrugas, manchas marrones y venas azul oscuro. Le temblaban los dedos al tantear el papel de seda. El crujido de éste al abrirse a Julia le pareció ensordecedor.
– ¿Necesitas ayuda? -preguntó.
– No hace falta.
Tardó varios minutos en abrirlo; o quizá sólo lo pareció. Al fin desplegó la última capa de papel y Julia pudo ver lo que había ocultado. El zapato se encontraba dentro de una bolsa de plástico transparente: en cuanto lo vio, no pudo apartar la vista de él.
«No voy a llorar -pensó-, es sólo un zapato.» Luego notó que sus ojos se llenaban de una intensa calidez y tuvo que parpadear para poder ver a través de las lágrimas. Observó la suela negra de goma y las tirillas de cuero marrón, resecas y agrietadas por el paso del tiempo.
Una sencilla sandalia, una pequeña y desgastada sandalia de niño.
– No sé si es el zapato auténtico -dijo Gerlof-. No es bueno estar demasiado seguro, ¿verdad?
Julia no respondió. Estaba segura. Se enjugó las lágrimas de las mejillas con la mano y luego levantó la bolsa de plástico con cuidado.
– La metí en la bolsa tan pronto como llegó -explicó Gerlof-. Puede haber huellas dactilares…
– Lo sé -dijo Julia.
Era tan ligera, tan ligera. Cuando una madre tiene que ponerle a su hijo pequeño una sandalia como ésta, la recoge del suelo junto a la puerta de la calle sin pensar en su peso. Luego se acerca a él y se agacha, siente su calor corporal y toma su pie mientras él se sujeta con la mano al jersey de ella y permanece en silencio o suelta cualquier cosa, el típico parloteo infantil que la madre sólo escucha a medias pues está pensando en otra cosa. En los recibos que hay que pagar. En la lista de la compra. En hombres ausentes.
– Yo le enseñé a Jens a ponerse las sandalias solo -dijo Julia-. Tardé todo un verano, pero cuando comencé a estudiar en otoño él ya sabía hacerlo. -Aún sujetaba el zapatito-. Por eso pudo salir solo ese día, escaparse… Se puso los zapatos él solo. Si no le hubiera enseñado él no habría…
– No lo pienses.
– Lo que quiero decir es… que yo se lo enseñé para ahorrar tiempo -dijo Julia-. Para mí.
– No te eches la culpa, Julia -insistió Gerlof.
– Gracias por el consejo -replicó ella sin mirarle-, pero llevo veinte años culpándome.
Guardaron silencio y Julia comprendió que su recuerdo ya no eran pequeños huesos en la playa de Stenvik. Vio a su hijo vivo, cuando se agachaba para ponerse las sandalias muy concentrado, con sus torpes deditos.
– ¿Quién la encontró? -preguntó al fin, y miró a Gerlof.
– No lo sé. Llegó por correo.
– ¿Quién la envió?
– No tenía remitente -informó Gerlof-. Llegó en un sobre marrón con un matasellos borroso. Pero creo que la enviaron desde Öland.
– ¿No había carta?
– Nada -respondió Gerlof.
– ¿Y no sabes quién la envió?
– No -dijo Gerlof sin más, pero ahora ya no miraba a Julia a los ojos; tenía la vista clavada en la mesa.
Quizás intuyera más de lo que deseaba contar. Pero no lo dijo. Julia suspiró.
– Pero podemos hacer otras cosas -sugirió Gerlof de pronto.
Después guardó silencio.
– ¿Como qué?
– Bueno…
Gerlof parpadeó en silencio y la miró como si hubiera olvidado por qué la había invitado a venir.
Pero Julia tampoco tenía ni idea de lo que debían hacer, y permaneció callada. Cayó en la cuenta de que, obsesionada con ver la sandalia y poder sostenerla en la mano, no se había fijado en el cuarto de su padre.
Miró alrededor. En su condición de enfermera localizó rápidamente dónde se encontraban los timbres de alarma en las paredes, y como hija descubrió que Gerlof había traído de casa sus recuerdos marineros. Las tres placas de madera lacada de sus tres barcos, el Vågryttaren, el Vind y el Nore, colgaban encima de las fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de los navíos. De otra pared colgaban también enmarcados los permisos de navegación con sus pólizas y timbres. En la librería junto al escritorio se alineaban sus cuadernos de bitácora forrados de cuero; junto a ellos había un par de maquetas de barco que habían navegado al interior de sendas botellas.
Todo estaba tan pulcramente ordenado como en un museo marítimo, limpio como una patena, y Julia descubrió que envidiaba a su padre; el anciano podía quedarse en su habitación entre sus recuerdos; no tenía que salir al mundo real, donde uno estaba obligado a lograr objetivos y fingirse joven y agudo intentado demostrar su valía constantemente.
Sobre la mesilla de noche de Gerlof había una Biblia y media docena de botes de pastillas. Julia dirigió la vista de nuevo al escritorio.
– Todavía no me has preguntado cómo estoy, Gerlof -observó en voz baja.
Gerlof asintió.
– Y tú no me has llamado papá -contestó él.
Silencio.
– ¿Cómo estás? -preguntó él.
– Bien -dijo Julia, lacónica.
– ¿Todavía trabajas en el hospital?
– Sí -respondió ella, sin mencionar que llevaba mucho tiempo de baja por enfermedad. En cambio, añadió-: Pasé por Stenvik antes de venir aquí. Le eché un vistazo a la casa.
– ¡Ah, sí! ¿Cómo estaba?
– Como siempre. Cerrada.
– ¿Se ha roto alguna ventana?
– No -dijo Julia-, pero había un hombre por allí. O, mejor dicho, llegó mientras yo estaba allí.
– Seguro que era John -dijo Gerlof-. O Ernst.
– Se llamaba Ernst Adolfsson. ¿Os conocéis?
Gerlof asintió.
– Es escultor. Un viejo cantero. Es de Småland, pero…
– Pero es buena persona, ¿verdad? -interrumpió Julia con rapidez.
– Lleva viviendo aquí mucho tiempo -añadió Gerlof.
– Sí, lo recuerdo vagamente de cuando era niña… Antes de irse dijo algo extraño sobre una historia de la guerra. ¿Hablaba de la Segunda Guerra Mundial?
– Le echa un vistazo a la casa de vez en cuando -explicó Gerlof-. Ernst vive en la cantera y utiliza las piedras desechadas para sus esculturas. Antes trabajaban allí cincuenta hombres, ahora sólo queda Ernst… Me ha ayudado un poco con esto.
– ¿Esto? ¿Te refieres a lo que le ocurrió a Jens?
– Efectivamente. Hemos hablado y especulado un poco -respondió Gerlof, y a continuación preguntó-: ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
– Bueno… -Julia no estaba preparada para esa pregunta-. Aún no lo sé.
– Quédate un par de semanas. Te sentará bien.
– Demasiado tiempo -repuso Julia rápidamente-. Tengo que volver a casa.
– ¿Tienes que volver? -inquirió Gerlof, como si se sorprendiera.
Miró de reojo la sandalia sobre la mesa y Julia siguió su mirada.
– Me quedaré un tiempo. Os ayudaré.
– ¿Con qué?
– Con… lo que tengáis que hacer. Para pasar página.
– Bien -dijo Gerlof.
– ¿Qué hay que hacer? -preguntó ella.
– Hemos de hablar con unas personas… escuchar sus historias. Como se hacía antes.
– ¿Te refieres a… más personas? -dijo Julia-. ¿Lo hicieron unos cuantos?
Gerlof miró la sandalia.
– Quiero hablar con ciertas personas de Öland -declaró-. Creo que saben algo.
Una vez más había evitado responder directamente a las preguntas de Julia. Ésta empezaba a estar harta y deseaba marcharse, pero ahora se encontraba allí y además, había traído pasteles.
«Me quedaré, Jens -pensó-, unos días, por ti.»
– ¿Se puede conseguir café por aquí? -preguntó Julia.
– Por lo general sí -contestó Gerlof.
– Entonces podemos tomar café con los pasteles -dijo Julia, y a riesgo de sonar tan desagradable como su previsora hermana mayor, preguntó-: ¿Dónde voy a dormir esta noche? ¿Se te ocurre algo?
Gerlof alargó lentamente la mano hacia el escritorio. Sacó una cajita y rebuscó con los dedos en su interior. Se oyó un cascabeleo y a continuación extrajo un llavero.
– Aquí tienes -dijo, y se lo tendió-. Esta noche puedes dormir en el cobertizo… Ahora hay electricidad.
– Pero no puedo…
Julia seguía sentada en la cama y miró a Gerlof. Todo lo que pasaba parecía planeado por él.
– ¿No está lleno de redes y cosas así? -preguntó finalmente-. ¿Boyas, piedras y botes de brea?
– Lo he tirado todo, ya no pesco -dijo Gerlof-. Nadie pesca en Stenvik.
Julia cogió el llavero.
– Antes apenas se podía entrar en el cobertizo, había tantos cachivaches -rememoró ella-. Recuerdo que…
– Ahora está limpio -la interrumpió Gerlof-. Tu hermana lo ha arreglado.
– ¿Tengo que dormir en Stenvik? -preguntó ella-. ¿Sola? -La aldea no está desierta. Sólo lo parece.
Media hora después de finalizar la visita a Gerlof, Julia había regresado a Stenvik y se encontraba al borde del oscuro mar. El cielo seguía muy nublado, como por la mañana, y sumido en sombras. Se acercaba el crepúsculo y Julia se moría por un vaso de vino, seguido por otro. Vino o una pastilla.
Era culpa de las olas. Las olas, que esa noche rompían apaciblemente contra la gravilla y las piedras de la playa, pero que cuando arreciaba la tormenta podían alcanzar la altura de un hombre y precipitarse hacia tierra con un bramido interminable. Arrastraban todo tipo de cosas desde el fondo del estrecho: restos de naufragios, peces muertos y restos de huesos.
Julia no quería fijarse en lo que había entre las piedras de la playa.
No se había bañado en Stenvik ni una sola vez desde aquel día.
Se dio la vuelta y observó el pequeño cobertizo. Allí sobre la playa parecía diminuto y solitario.
«Tan cerca de ti, Jens.»
Julia no sabía por qué había cogido las llaves que le ofrecía su padre y había aceptado dormir allí, pero podría pasar una noche. Nunca había tenido miedo a la oscuridad, y estaba acostumbrada a estar sola. Un día o quizá dos; lo aguantaría. Luego regresaría a casa.
Llevaba colgados el bolso en bandolera y el petate al abrir el candado de la puerta blanca del cobertizo. Una última racha del frío viento del estrecho la empujó al oscuro interior.
Al cerrar la puerta tras de sí el silbido del viento enmudeció de golpe. Entre las cuatro paredes reinaba el silencio.
Encendió la luz cenital y permaneció de pie al otro lado de la puerta.
Gerlof tenía razón.
El cobertizo no estaba como ella lo recordaba.
Ya no era el lugar de trabajo de un pescador, repleto de redes pestilentes y boyas rotas y pilas de amarillentos ejemplares del Ölands-Posten en el suelo. Desde que Julia había estado allí por última vez, su hermana mayor lo había restaurado y amueblado como un pequeño cuarto de estar, con las paredes recubiertas de paneles de madera acuchillada y parqué de pino encerado. Había una pequeña nevera, un radiador eléctrico y una placa de cocina junto a la ventana que daba a la playa. Bajo la que daba al campo se veía una brújula de barco de bronce y latón pulido sobre una mesa; otro recuerdo marinero de Gerlof.
En el cobertizo se respiraba un aire seco. Había un ligero olor a alquitrán, pero en cuanto subiera los estores y abriera las pequeñas ventanas enseguida se iría. Podría vivir aquí sin problemas, aparte de la soledad total.
Seguramente Ernst Adolfsson, instalado en la cantera, era el vecino más cercano. Conducía un viejo Volvo PV, y a ella le habría gustado verlo venir ahora por el camino vecinal, pero cuando miró por la ventana por encima de la brújula, nada se movía en el exterior, sólo la rala hierba agitada por el viento en el cantil. Hasta las gaviotas habían desaparecido.
Había dos pequeñas camas en el cobertizo. Vació sus bolsas en una de ellas: ropa, el neceser, los zapatos de repuesto y un montón de libros de bolsillo de la colección romántica Rosa que había guardado en el fondo de la bolsa y que leía a escondidas. Colocó los libros sobre la mesilla de noche.
En la pared junto a la puerta colgaba un pequeño espejo con marco de madera barnizada, y Julia se estudió el rostro en él. Parecía cansada y tenía muchas arrugas, pero la piel no era tan gris como en Gotemburgo. El fuerte viento de la isla le había dado un poco de color a las mejillas.
¿Qué podía hacer ahora? Al salir de la residencia de ancianos, se había comido un perrito caliente insípido en un pequeño puesto callejero que había al lado, y no tenía hambre.
¿Leer? No.
¿Beberse el vino que había traído? No, todavía no.
Decidió explorar los alrededores.
Julia salió del cobertizo y caminó lentamente hacia la playa y luego siguió hacia el sur por la orilla. A medida que recobraba el equilibrio que había tenido cuando era una colegiala en Stenvik y se pasaba el día saltando ágilmente por la playa, le resultó más y más sencillo andar por las piedras.
En línea oblicua al cobertizo aún se veía Gråöga, pero las olas y el hielo invernal la habían arrastrado hacia el mar. Gråöga era una roca larga y delgada de un metro de altura que parecía el lomo de un caballo. En el pasado, Julia la había convertido en su piedra personal, y al pasar junto a ella la acarició. Con los años parecía haberse hundido en el suelo.
El molino también parecía más pequeño. Era el edificio más alto de Stenvik y se erigía al borde del cantil, a unos doscientos metros al sur del cobertizo. Pero cuando Julia llegó a las rocas descubrió que éstas eran demasiado empinadas para poder subir por ellas.
Al sur del molino había otros cobertizos en la parte interior de la bahía, donde se colocaba el muelle de baño de Stenvik durante el verano. No se veía un alma.
Julia se dirigió a la carretera y continuó hacia el norte pasando de largo junto al cobertizo de Gerlof. Se detuvo y miró el mar, hacia el continente. Småland era apenas una línea gris en el horizonte. Ningún barco surcaba el mar.
Julia se dio la vuelta lentamente para empaparse del entorno, como si el paisaje costero fuera un acertijo que ella podría resolver si daba con la clave correcta.
Si había sucedido lo que todo el mundo se temía, si Jens había conseguido descender hasta la playa, entonces esa tarde debía de haber andado por allí, entre la niebla. Ahora podía seguir su rastro, aunque eso ya lo habían hecho, claro. Ella, la policía, todos los habitantes de Stenvik habían participado en la búsqueda.
Recorrió unos cientos de metros y llegó a la cantera.
Estaba cerrada, claro. Ya nadie extraía piedra caliza de la montaña. En un cartel de madera con la pintura cuarteada ubicado junto al camino de la costa aún se leía «STEN IK PIEDRA, S. A.». Un desvío se internaba en el lapiaz, pero tanto éste como el paisaje ocre desaparecían de golpe en una amplia hondonada. Julia se acercó al borde de la roca, que caía a plomo en línea recta hasta el fondo.
La cantera no tendría más de cuatro o cinco metros de profundidad, pero era más amplia que varios campos de fútbol. Los ölandeses habían extraído piedras de ella durante siglos, habían trabajado hasta alcanzar la roca, pero a Julia le pareció como si la hubiesen abandonado de la noche a la mañana. Aún había filas de bloques de piedra cortados en un extremo sobre la grava.
Al otro lado de la cantera se perfilaban altas y claras figuras colocadas sobre el lapiaz: no había suficiente luz y estaban demasiado lejos para captar los detalles, pero después de un rato Julia comprendió que se trataba de estatuas de piedra. Parecían una serie de obras de arte de diversos tamaños. Justo al borde de la cantera se alzaba un bloque de piedra del tamaño de una persona, con la punta afilada parecía la torre de una iglesia medieval. Quizá fuera una copia de la iglesia de Marnäs.
Julia se dio cuenta de que estaba viendo la obra de piedra de Ernst Adolfsson.
Detrás de las estatuas alineadas se erguía una casa de madera, un cubo granate en medio del lapiaz, entre arbustos y enebros, y junto a ella se hallaba el voluminoso Volvo aparcado. Había luz en varias de las ventanas de la casa.
Decidió echarle otro vistazo a la obra de Ernst Adolfsson a la mañana siguiente, antes de dejar Stenvik.
Desde allí también veía Blå Jungfrun como una pequeña colina gris azulada que se recortaba en el horizonte. Blåkulla era otro de los parajes de la isla adonde, según la leyenda, las brujas viajaban para celebrar fiestas en compañía de Satanás. Nadie vivía allí, Blå Jungfrun era parque nacional, pero se podían hacer excursiones en barco durante el día. En su infancia Julia había ido allí con Lena, Gerlof y Ella en un día soleado.
En la playa había visto muchas piedras redondas y bonitas, pero Gerlof le había advertido que no se las llevara. Le traería mala suerte, y ella no había cogido nada. A pesar de eso, había tenido mala suerte en la vida.
Julia le dio la espalda a la isla de las brujas y regresó al cobertizo.
Veinte minutos más tarde estaba sentada en la cama del cobertizo, escuchando el viento; no sentía ningún cansancio. A las diez intentó leer uno de los libros de amor que había traído, El secreto de la hacienda, pero la trama avanzaba lentamente. Lo cerró y se quedó mirando la brújula sobre la mesa, junto a la puerta.
En ese momento podría haber estado en Gotemburgo, sentada a la mesa de la cocina con una copa de vino tinto y mirando las farolas que iluminaban la calle desierta.
Stenvik estaba oscuro como boca de lobo. Había salido a orinar, había resbalado en las piedras y había estado a punto de perderse en la oscuridad, a pocos metros del cobertizo. Ya no veía el mar cuesta abajo, sólo oía el rumor de las olas y el restallido que producían al romper sobre la grava de la playa. En el cielo oscuro, gruesas y raudas nubes de lluvia se cernían sobre la isla como malos espíritus.
Mientras orinaba en cuclillas en la oscuridad con el culo al aire, se puso a pensar sin querer en el fantasma que había aparecido en la playa una noche a principios del siglo XX.
Recordó una de las historias que su abuela Sara contaba a la hora de las sombras: su marido y su hermano habían ido una noche de tormenta a la playa para poner sus barcos de pesca a resguardo de las olas.
Mientras estaban en el agua espumosa tirando y jalando de las barcas de madera, de repente apareció una figura en la oscuridad, un hombre que vestía un grueso impermeable y que empezó a tirar de una de las barcas en dirección opuesta, hacia el mar. El abuelo le gritó y la figura le devolvió el grito con acento extranjero mientras repetía sin cesar la misma palabra:
– ¡Ösel! ¡Ösel!
Los pescadores sujetaron la barca con fuerza, y la figura de pronto se dio la vuelta y se lanzó apresuradamente hacia las olas ensordecedoras. Desapareció en la tempestad sin dejar rastro.
Julia orinó rápidamente en el sendero junto al cobertizo para regresar cuanto antes al interior caldeado y cerrar la puerta tras sí. Recordó que no había agua corriente; tendría que ir a buscar un cubo a la casa.
Tres días después del temporal llegaron noticias del cabo norte de Öland: una nave había encallado en Boda y las olas la habían destrozado. La nave procedía de la isla estonia de Ösel. Toda la tripulación se había ahogado en la tormenta, así que el marinero que encontraron los pescadores ya estaba muerto. Muerto y ahogado.
La abuela había asentido con la cabeza a Julia en la hora de las sombras.
«Un fantasma de playa.»
Julia creía la historia a pie juntillas; era un buen relato; todas las viejas historias que había oído en la hora de las sombras le parecían ciertas. Seguro que los marineros ahogados aún deambulaban por la costa, solos y perdidos.
Julia no quería volver a salir esa noche. Decidió no ir a buscar agua; prescindiría de lavarse los dientes.
En las ventanas del cobertizo había unas gruesas velas rojas. Encendió una de ellas con su mechero antes de acostarse y la dejó arder un rato.
Una vela por Jens. También por su madre.
A la luz de la llama tomó una decisión: esa noche nada de vino ni pastillas. Se enfrentaría a la pena. Al fin y al cabo ésta estaba en todas partes, no sólo en Stenvik. Siempre que se cruzaba con un joven en la calle a Julia aún le embargaba una pena repentina.
Al ver su agenda de direcciones sobre la cama, junto al viejo móvil de Lena, cogió ambas cosas por puro impulso, pasó las hojas de la libreta hasta encontrar un número y lo marcó.
Funcionaba. Sonaron dos timbres, luego tres, y cuatro.
Entonces respondió una voz apagada de hombre.
– Diga.
Eran las diez y media de una noche entre semana. Había llamado demasiado tarde, pero ahora no tenía más remedio que continuar.
– ¿Michael?
– ¿Sí?
– Soy Julia.
– Ah… Hola, Julia.
Parecía más cansado que sorprendido. Intentó imaginar cómo sería él en la actualidad, pero no logró formarse ninguna imagen en la cabeza.
– Estoy en Öland. En Stenvik.
– Vaya… Yo estoy en Copenhague, como de costumbre. Estaba durmiendo.
– Sé que es muy tarde. Sólo quería decirte que ha aparecido una nueva pista.
– ¿Una pista?
– De nuestro hijo -aclaró ella-. De Jens.
Él guardó silencio unos segundos.
– Vaya.
– Así que he venido aquí… Quería que lo supieras. No es una pista importante, pero quizá pueda…
– ¿Cómo estás, Julia?
– Bien… Te llamaré si surge algo más.
– Vale. Veo que todavía tienes mi número. Pero la próxima vez llama más temprano.
– De acuerdo -respondió rápidamente.
– Adiós.
Michael colgó y el teléfono quedó en silencio.
Julia permaneció sentada con el móvil en la mano. Vaya. Así que funcionaba; lástima que hubiera marcado el número de la persona equivocada.
Michael había pasado página hacía mucho tiempo, ya antes de separarse. Desde el principio estuvo seguro de que Jens había bajado a la playa y se había ahogado. Unas veces ella lo había odiado por esa convicción, otras lo había envidiado a más no poder.
Cuando Julia se acostó unos minutos más tarde, con los pantalones y el jersey puestos, llegó la lluvia torrencial que se había estado anunciando toda la tarde.
Se desató en un instante, produciendo un repiqueteo rápido y enfurecido sobre el tejado de chapa del cobertizo. Julia, tumbada en la oscuridad, oía borbotar pequeños arroyos por la pendiente. Sabía que el cobertizo aguantaría; hasta ahora había superado todas las tormentas. Cerró los ojos y se durmió.
No oyó que la lluvia amainaba media hora más tarde. No oyó ruido de pasos en la cantera a oscuras, no oyó nada.
Öland, mayo de 1943
Nils ha demostrado ser el amo de la playa, el amo de Stenvik, y ahora domina todo el lapiaz que rodea la aldea. Todos los días, cuando termina de ayudar a su madre en la casa o en el jardín, lo recorre a grandes zancadas. Camina por el yermo ölandés bajo la luz amarilla del sol con el morral colgado al hombro y su escopeta en las manos.
Los conejos suelen ocultarse entre la maleza. Cuando creen que los han descubierto, se lanzan a una desenfrenada carrera campo a través; entonces hay que llevarse rápidamente la escopeta al hombro. Nils está siempre alerta cuando sale de caza.
Su casa y el lapiaz constituyen su único mundo desde que, después de la pelea con Lass-Jan años atrás, su madre le dijera que no podía trabajar más en la cantera. Ningún cantero quería trabajar con él. A Nils no le importa, se niega a regresar allí, también ha rehusado pedir perdón; lo único que le irrita es que su madre haya tenido que pagar a Lass-Jan el salario de las semanas en las que el capataz no ha podido trabajar, mientras se le curaban los dedos rotos.
Joder. ¡Todo fue culpa de Lass-Jan!
La pelea también le ha dejado un recuerdo a él: dos dedos de la mano izquierda rotos. Se negó a visitar al médico en Marnäs, y los dedos se han curado de mala manera, se le han torcido hacia dentro y le resulta difícil doblarlos. No importa; es diestro y puede sujetar la escopeta.
La gente de la aldea evita a Nils, pero eso tampoco le importa. Algunas veces se ha cruzado con Maja Nyman de camino al lapiaz, pero ella apenas lo mira, tan muda como el resto. Maja tiene grandes ojos azules, pero él no la necesita.
Su madre le ha dado una escopeta Husqvarna de dos cañones para que le haga compañía. Y él le lleva todos los conejos que caza, así ella se libra de que los tacaños campesinos de la aldea la timen con el precio de la carne.
El blanco campanario de la iglesia de Marnäs se divisa al este, en el horizonte, pero Nils no necesita referencias. Ha aprendido a moverse por el laberinto del lapiaz; sus largos muros de piedra, peñascos, arbustos e interminables llanuras cubiertas de hierba.
Ante él se encuentra el mojón, un pequeño montículo de piedras que recuerda el asesinato perpetrado por un jornalero enloquecido en la persona de un cura u obispo, siglos antes del nacimiento de Nils. Aún hoy, la gente que pasa por allí coloca piedras. Él nunca lo hace, pero le gusta sentarse ahí a comer.
Se detiene, recapacita y siente una ligera sensación de hambre en el estómago. Se encamina hacia el mojón, aparta algunas piedras romas y se sienta con la escopeta a mano y el morral sobre las rodillas.
Lo abre y encuentra dos sándwiches de queso y dos de salchicha envueltos en papel de estraza, y una botellita de leche turbia. Todo se lo ha preparado su madre; sin pedirle permiso, Nils ha rellenado la petaca plana de latón del bolsillo de su chaleco con un coñac que ella guarda en el suelo al fondo de la despensa.
En primer lugar abre la petaca y da un largo trago que le caldea la garganta, y a continuación abre el paquete de sándwiches. Come y bebe con los ojos cerrados y deja que sus pensamientos fluyan.
Nils piensa en la caza. Esta mañana no ha capturado ningún conejo, pero tiene toda la tarde para hacerlo.
Después piensa en la guerra, que aún llena los noticiarios en cuanto enciende la radio.
Suecia no ha sufrido ataques, a pesar de que, durante el verano de 1941, tres destructores alemanes entraran por equivocación en una zona minada al sur de Öland y volaran por los aires. Más de cien soldados de Hitler acabaron ahogados o murieron quemados en un mar de aceite. Y muchos ölandeses creyeron que la guerra había llegado definitivamente al verano siguiente, cuando un bombardero alemán dejó caer ocho bombas por error en el bosque bajo las ruinas de Borgholm.
El estruendo de las explosiones llegó hasta Stenvik. A Nils le despertaron los secos estallidos y miró fijamente por la ventana con el corazón desbocado; juraría haber oído el motor del avión al alejarse de la isla. Quizá fuera un Messerschmitt. Se quedó escuchando y deseó más explosiones, que cayera una lluvia de bombas alrededor de Stenvik.
Pero no hubo invasión alemana, y ya es demasiado tarde para que Hitler haga algo. Nils ha leído algunos artículos en el Ölands-Posten sobre la gran capitulación en Stalingrado en pleno invierno, a comienzos de año. Hitler parece estar en el bando perdedor.
Nils oye el relincho de un caballo a sus espaldas.
Abre los ojos y vuelve la cabeza. Ve unos cuantos detrás de él. Cuatro jóvenes animales blancos y marrones han aparecido tras el mojón, y trotan en fila india formando un pequeño arco, las cabezas gachas y levantando finas nubes de polvo alrededor de sus patas. Los cascos apenas hacen ruido al pisar la hierba.
Caballos. Se mueven en manadas a su antojo por el lapiaz. Un par de veces, atento a los conejos, no se ha fijado dónde ponía los pies y ha pisado sus excrementos, que están por todas partes como diminutos mojones marrones.
Parece que esta pequeña manada se encamina a un lugar determinado, pero cuando Nils emite un corto silbido agudo e introduce su mano izquierda en el morral, el caballo que va en cabeza aminora el paso y vuelve la cabeza hacia el hombre.
Todos los caballos se detienen en fila y vuelven la cabeza hacia Nils. Uno de ellos se inclina para olfatear la hierba amarilla del lapiaz, pero no la come. Le esperan cosas mejores.
Nils mantiene la mano en el morral, hace crepitar el papel de estraza y apoya tranquilamente la derecha sobre las piedras del mojón.
Los caballos dudan, husmean y piafan con los cascos. Cuando Nils hace crepitar el papel de nuevo, el caballo marrón oscuro que va en cabeza da un receloso paso hacia él. Los otros le siguen hacia el mojón con las narinas humeando ligeramente.
El caballo se detiene de nuevo, a cinco metros de distancia.
– Ven al pesebre -dice Nils, y sonríe tenso.
A los conejos no se los puede atraer de esta manera, sólo a los caballos.
El macho sacude la cabeza y bufa emitiendo un apagado relincho.
Da un par de pasos adelante, y entonces Nils retira rápida mente su mano derecha del mojón y lanza la primera piedra.
¡Da en el blanco! La roma piedra caliza cae justo encima del hocico del animal, que retrocede como si le hubiera dado un calambrazo. Recula espantado, empuja al caballo que tiene detrás y se da la vuelta poseído por el pánico cuando Nils se levanta deprisa y lanza la segunda piedra. Ésta es más plana y afilada y vuela por el aire como la hoja de una sierra.
Alcanza al macho en el costado; el caballo emite un sonoro relincho de pánico y de pronto todos los demás advierten el peligro. Corren a galope tendido por el lapiaz, mientras los cascos resuenan sobre el suelo. Desaparecen entre los arbustos.
Nils se apresura a lanzar la tercera piedra, que se desvía demasiado a la izquierda. Falla. Se inclina rápidamente de nuevo, pero el cuarto lanzamiento se queda muy corto.
Lo último que ve del macho es una estría rojiza y brillante sobre la piel del costado derecho. La herida es profunda, tardará unos cuantos días en sanar. Nils intentará encontrar la piedra que ha herido al caballo antes de regresar a casa y comprobará si tiene sangre.
El estruendo de la huida de los caballos salvajes se apaga. El silencio regresa al lapiaz. Nils respira y se sienta de nuevo en el mojón y esboza una sonrisa al recordar la estúpida mirada de perplejidad del macho al recibir la primera pedrada.
«Malditos caballos.»
Nils ha demostrado quién manda en el lapiaz que rodea Stenvik. Continúa sonriendo para sí y recoge el morral. ¿Habrá metido su madre toffees en él?