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Después de que su padre, Gerlof, le llamara un lunes de octubre por la tarde por primera vez en casi un año, Julia comenzó a pensar en huesos que el agua había devuelto a la playa rocosa.

Huesos blancos como madreperlas y pulidos por las olas, casi fosforescentes entre las piedras grises de la orilla.

Fragmentos de huesos.

Julia no sabía si estaban allí, pero llevaba más de veinte años esperando verlos.


Ese mismo día Julia había tenido una larga conversación con la oficina de la seguridad social, que le había ido tan mal como todo lo que le ocurría ese otoño, y ese año.

Como de costumbre, había pospuesto la llamada al máximo para evitar oír los suspiros de esa gente. Cuando por fin se decidió, una máquina de voz monótona le solicitó su número de identificación personal. Después de haber marcado todas las cifras, la conectaron de nuevo al laberinto de la red telefónica, lo que equivalía a ser conectada al vacío. Tuvo que esperar de pie en la cocina; miró por la ventana y escuchó el zumbido del auricular, apenas audible, como una lejana corriente de agua.

Si Julia contenía la respiración y se pegaba el teléfono al oído, en ocasiones podía oír voces de espíritus que resonaban en la lejanía. Unas veces eran susurrantes y apagadas, otras, estridentes y desesperadas. Estaba atrapada en el mundo fantasmal de la red telefónica, prendida de las voces suplicantes que a veces también oía en el extractor de la cocina cuando fumaba de pie. Los conductos de ventilación del edificio alquilado resonaban y murmuraban: casi nunca comprendía las palabras; no obstante, escuchaba con atención. Sólo una vez oyó claramente la voz de una mujer que decía: «Sí, es verdad, ya es la hora».

Estaba de pie junto a la ventana de la cocina, escuchaba el zumbido y miraba la calle. Fuera hacía frío y viento. Las hojas amarillo otoñal de abedul se liberaban del pegajoso asfalto mojado y se alzaban en el aire. A lo largo del bordillo de la acera había un légamo gris negruzco de hojas aplastadas por las ruedas de los coches que nunca más abandonaría el suelo.

Pensó que quizá pasara algún conocido por allí. Jens podría doblar en la esquina al final de la calle, trajeado y encorbatado como un auténtico abogado, el pelo recién cortado y la cartera en la mano. Largas zancadas, mirada altiva. La vería en la ventana, se detendría sorprendido en la acera, luego alzaría el brazo, saludaría y sonreiría…

El zumbido desapareció de repente y una voz estresada llenó el auricular:

– Seguridad social, Inga.

No era la nueva funcionaría que se ocupaba de su caso; ésta se llamaba Magdalena. ¿O era Madeleine? Nunca se habían visto.

Respiró hondo.

– Me llamo Julia Davidsson, quería saber si podrían…

– Dígame su número personal.

– Es… He marcado las cifras en el teléfono.

– No me aparece. ¿Me podría volver a dar el número?

Julia repitió las cifras y el auricular quedó en silencio. Apenas oía el zumbido. ¿Le habían colgado adrede?

– ¿Julia Davidsson? -preguntó la funcionaría, como si no hubiera oído el nombre cuando Julia se había presentado-. ¿En qué puedo ayudarla?

– Quiero prolongarla.

– ¿Prolongar qué?

– Mi baja por enfermedad.

– ¿Dónde trabaja?

– En el hospital Öster, en el departamento de ortopedia -explicó Julia-. Soy enfermera.

¿Aún lo era? Durante los últimos años había estado tantas veces de baja que seguramente nadie la echaba de menos en la planta. Y ella misma no echaba de menos en absoluto a los pacientes, siempre quejándose de sus ridículos problemas sin tener ni idea de lo que eran las desgracias de verdad.

– ¿Tiene certificado médico?

– Sí.

– ¿Ha ido hoy al médico?

– No, el miércoles. Al psiquiatra.

– ¿Y por qué no ha llamado antes?

– Bueno, no me he sentido bien desde entonces… -dijo Julia, y pensó: «Tampoco antes». Un permanente dolor de nostalgia en el pecho.

– Debería habernos llamado ese mismo día…

Julia pudo oír una clara inspiración, quizás un suspiro.

– Ahora tendré que acceder al sistema informático y hacer una excepción -continuó la voz-. Que no sirva de precedente.

– Muchas gracias -dijo Julia.

– Espere un momento…

Julia permaneció junto a la ventana y miró afuera. Nada se movía.

Pero de pronto apareció alguien caminando por la acera desde la gran calle perpendicular; era un hombre. Julia sintió que unos dedos helados le aprisionaban el estómago, antes de fijarse en que era demasiado mayor, calvo, frisaba los cincuenta y vestía un mono con manchas de pintura blanca.

– ¿Hola?

Vio que el individuo se detenía en una casa al otro lado de la calle, tecleaba el código y la puerta se abría. Luego entró.

No era Jens. Sólo un hombre de mediana edad.

– ¿Hola? ¿Julia?

La funcionaría de nuevo.

– ¿Sí? Aquí estoy.

– He apuntado en el ordenador que su certificado médico está a punto de llegar a esta oficina. ¿No es así?

– Bien. Yo… -Julia enmudeció.

– ¿Algo más?

– Creo… -Julia apretó con fuerza el auricular-. Creo que mañana hará frío.

– Vaya -dijo la funcionaria, como si todo estuviera en orden-. ¿Ha cambiado de cuenta o es la misma de antes?

Julia no respondió. Intentó encontrar algo banal y cotidiano que decir.

– A veces hablo con mi hijo -añadió finalmente.

Hubo un momento de silencio, luego se oyó la voz de la funcionaría:

– Vale, pero, como ya le he dicho, he apuntado…

Julia colgó rápidamente el auricular.

Permaneció de pie en la cocina, mirando fijamente por la ventana, y creyó ver que las hojas de la calle formaban un dibujo, un mensaje que, por más que lo observaba, no entendía, y añoraba vivamente que Jens regresara de la escuela.

No, tenía que venir del trabajo. Jens había terminado la escuela hacía muchos años.

¿Qué acabaste siendo, Jens? ¿Bombero? ¿Abogado? ¿Médico?


Más tarde, ese mismo día, Julia estaba sentada en la cama ante el televisor en el pequeño apartamento de una sola habitación y veía un documental sobre serpientes. Después cambió a un canal con un programa de cocina donde una mujer y un hombre freían carne. Cuando acabó entró de nuevo en la cocina para comprobar si hacía falta quitar el polvo a las copas de vino del armario. Sí, al levantarlas contra la luz de la cocina se veían pequeñas motas de polvo blanco en su superficie, así que sacó una copa tras otra y les quitó el polvo. Julia tenía veinticuatro copas de vino que utilizaba de manera ordenada. Bebía dos copas de vino tinto cada noche, a veces tres.

Por la tarde, mientras estaba acostada en la cama junto a la tele, vestida con la única blusa limpia que le quedaba en el armario, comenzó a sonar el teléfono en la cocina.

Julia parpadeó al primer timbre, pero no se movió. No, no haría caso. No tenía por qué responder.

El teléfono sonó de nuevo. Decidió que no estaba en casa: había salido a hacer un recado importante.

Podía mirar por la ventana sin necesidad de levantar la cabeza, aunque sólo divisaba los tejados de las casas a lo largo de la calle, las farolas apagadas y las copas de los árboles que se alzaban sobre ellas. El sol se había puesto al otro lado de la ciudad y el cielo se oscurecía lentamente.

El teléfono sonó por tercera vez.

Anochecía. La hora de las sombras.

Julia no se levantó a responder.

Sonó una última vez, y el silencio se impuso de nuevo. Fuera se encendieron las farolas, que comenzaron a iluminar el asfalto.

Había tenido un día bastante bueno.

No. En realidad, no había días buenos. Pero unos pasaban más rápido que otros.

Julia siempre estaba sola.

Un niño habría ayudado. A Michael le habría gustado que intentaran darle un hermano a Jens, pero Julia se había negado. Nunca llegó a estar convencida del todo, y luego Michael la había abandonado.


A menudo, cuando Julia no respondía al teléfono recibía el premio de un mensaje grabado, así que esa noche cuando dejó de sonar se levantó de la cama y escuchó por el auricular, pero todo lo que oyó fue un zumbido.

Colgó y abrió el armario que había sobre la nevera. Allí estaba la botella del día, y ésta era, como de costumbre, una sencilla botella de vino tinto.

Para ser francos, era la segunda botella del día, pues con la comida se había bebido la que había abierto la noche anterior.

El corcho emitió un seco «plaf» al abrirla. Se sirvió una copa y se la bebió rápidamente. Se sirvió de nuevo.

El calor del vino se propagó por el cuerpo, y ahora, por primera vez, pudo darse la vuelta para mirar por la ventana de la cocina. Fuera había anochecido, las farolas apenas conseguían iluminar algunos círculos del asfalto. Nada se movía bajo su brillo. Pero ¿qué se ocultaba entre las sombras? No podía verlo.

Otra vez de espaldas a la ventana, vació su segunda copa. Sintió que se tranquilizaba. Se había encontrado tensa después de la conversación con la funcionaría de la seguridad social, pero ahora estaba tranquila. Se merecía una tercera copa de vino, que podría beberse plácidamente ante el televisor. Podía poner un poco de música, Satie quizá, tomarse una pastilla y dormirse antes de medianoche.

Entonces el teléfono sonó de nuevo.

Al tercer timbre se sentó en la cama con la cabeza agachada. Al quinto se levantó, y cuando sonó el séptimo ya se encontraba en la cocina.

Antes de que el teléfono sonara por novena vez cogió el auricular.

– Julia Davidsson -murmuró.

No recibió un zumbido por respuesta, sino una clara voz grave.

– ¿Julia?

Y ella supo quién era.

– ¿Gerlof? -dijo en voz baja.

Ya nunca lo llamaba «papá».

– Sí… Soy yo.

De nuevo hubo un silencio, y tuvo que pegarse el auricular al oído para oír mejor.

– Creo… que sé algo más sobre lo que pasó.

– ¿Qué? -Julia clavó los ojos en la pared-. ¿Qué pasó?

– Sí, lo de Jens.

Julia siguió con la mirada fija.

– ¿Está muerto?

Era como ir por ahí con el número de tu turno en la mano. Un día decían tu número, y entonces te acercabas para que te informaran. Y Julia pensó en huesos blancos que el mar arrojaba a la playa de Stenvik, a pesar de que Jens le tenía miedo al agua.

– Julia, él tuvo que…

– Pero ¿lo han encontrado? -interrumpió ella.

– No, pero…

Ella parpadeó.

– Entonces, ¿por qué me llamas?

– No lo han encontrado. Pero yo tengo…

– En ese caso, ¡no me llames! -gritó ella, y colgó.

Cerró los ojos y se quedó de pie junto al teléfono.

El número de turno, un lugar en la cola. Pero ése no era el día correcto: Julia no quería que ése fuera el día en que encontrasen a Jens.

Se sentó a la mesa de la cocina y dirigió la mirada hacia la oscuridad al otro lado de la ventana, sin pensar en nada, y luego miró de nuevo el teléfono. Se puso en pie y se acercó a él y esperó, pero éste permaneció en silencio.

«Lo hago por ti, Jens.»

Levantó el auricular, miró el papel que desde hacía años colgaba de los azulejos de la cocina encima del cajón del pan y marcó el número.

Su padre respondió después del primer tono de llamada.

– Gerlof Davidsson.

– Soy yo -dijo ella.

– Sí. Julia.

La línea quedó en silencio. Julia se armó de valor.

– No debería haber colgado.

– Bueno…

– No sirve de nada.

– No, no -respondió su padre-. Así son las cosas.

– ¿Qué tal tiempo hace en Öland?

– Gris y frío -respondió Gerlof-, Hoy no he salido.

Reinó de nuevo el silencio, y Julia tomó aire.

– ¿Por qué me has telefoneado? -preguntó-. Ha tenido que pasar algo.

Él tardó un momento en responder.

– Bueno… Han pasado cosas -dijo, y añadió-: Pero no sé nada. No más que antes.

«No más que yo -pensó Julia-. Lo siento, Jens.»

– Creí que era algo nuevo.

– He estado pensando -dijo Gerlof-. Y creo que se puede hacer algo.

– ¿Hacer? ¿Para qué?

– Para seguir viviendo -replicó su padre, y enseguida continuó-: ¿Puedes venir aquí?

– ¿Cuándo?

– Cuanto antes. Creo que vale la pena.

– No puedo irme así, por las buenas -dijo ella. Pero no era tan difícil: estaba de baja por enfermedad. Continuó-: Dime algo… al menos dime de qué se trata. ¿No puedes decírmelo?

Su padre guardaba silencio.

– ¿Te acuerdas de cómo iba vestido ese día? -preguntó al cabo.

Ese día.

– Sí. -Por la mañana, había ayudado a Jens a vestirse y luego había reparado en que llevaba ropa de verano pese a que ya estaban en otoño-. Con unos pantalones cortos amarillos y un jersey de algodón rojo. Del Hombre Enmascarado. Lo había heredado de su primo, tenía una estampación de esas que uno mismo puede pegarse con una plancha, de plástico fino…

– ¿Recuerdas qué zapatos llevaba? -preguntó Gerlof.

– Sandalias -respondió Julia-. Unas sandalias de piel marrón con suelas de goma negra. La tirilla del pie derecho se había descosido, y unas cuantas tirillas del izquierdo también estaban a punto de soltarse… Siempre les pasaba lo mismo al final del verano, pero yo las había cosido…

– ¿Con hilo blanco?

– Sí -contestó Julia rápidamente. Luego recapacitó-. Sí. Creo que era blanco. ¿Por qué?

Hubo una pausa de unos segundos. Después Gerlof respondió:

– Tengo una vieja sandalia del pie derecho sobre mi escritorio. Reparada con hilo blanco. Parece de un niño de cinco años… La tengo delante de mí.

Julia trastabilló y se apoyó en la encimera.

Gerlof dijo algo más, pero ella apretó con fuerza la horquilla del teléfono y el auricular quedó de nuevo en silencio.

El número de turno: éste era el número de turno que le habían asignado y pronto gritarían su nombre.


Había recuperado la calma. Después de diez minutos retiró la mano de la horquilla y marcó el número de Gerlof. Éste respondió después del primer tono, como si hubiera estado esperándola.

– ¿Dónde la has encontrado? -preguntó ella-. ¿Dónde? ¿Gerlof?

– Es complicado -respondió éste-. Julia, tú sabes que… que no me muevo con facilidad. Cada vez me resulta más difícil. Y por eso me gustaría que vinieras.

– No sé. -Julia cerró los ojos y sólo oyó el zumbido del teléfono-. No sé si podré. -Se veía a sí misma en la playa, se veía caminando entre las piedras, recogiendo cuidadosamente todos los trozos de esqueleto que pudiera encontrar y apretándolos con fuerza contra su pecho-. Quizá.

– ¿Qué recuerdas? -preguntó Gerlof.

– ¿Qué?

– De ese día. ¿Recuerdas algo especial? -inquirió-. Me gustaría que lo pensaras.

– Recuerdo que Jens desapareció… Él…

– Ahora no estaba pensando en Jens -la interrumpió Gerlof-. ¿Qué más recuerdas?

– ¿A qué te refieres? No te entiendo…

– ¿Recuerdas la niebla que cubría Stenvik?

Julia guardaba silencio.

– Sí -dijo por fin-. La niebla…

– Piensa en ello -insistió Gerlof-. Intenta recordar la niebla.

La niebla… La niebla formaba parte de los recuerdos de Öland.

Julia la recordó. No era corriente que hubiera niebla espesa en el norte de Öland, pero a veces, en otoño, el viento la impulsaba desde el estrecho. Fría y húmeda.

Pero ¿qué había sucedido ese día en la niebla?

«¿Qué pasó, Jens?»


Öland, julio de 1936


A mediados de los años treinta, el hombre que más tarde causaría tanto dolor y miedo en Öland es un niño de diez años. Posee una playa pedregosa y mucha agua.

El niño se llama Nils Kant, está bronceado y viste pantalones cortos en medio del caluroso verano, y permanece sentado al sol sobre una gran piedra redonda debajo de la casa y los cobertizos de Stenvik. Piensa: «Todo esto es mío».

Y es cierto, pues la familia de Nils es propietaria de la playa. Posee muchos terrenos al norte de Öland; la familia Kant ha sido propietaria de la tierra desde hace siglos, y tras la muerte del padre de Nils, tres años antes, éste piensa que tiene que ocuparse de ella. No echa de menos a su padre, sólo le recuerda como un hombre alto, callado y estricto, a veces violento. A Nils le parece bien que sólo Vera, su madre, le espere en la casa sobre la playa.

No necesita a nadie más. No necesita amigos, sabe que hay niños de todas las edades que viven en las poblaciones de la costa y niños mayores en su propia localidad que ya trabajan en la cantera, pero este trozo de playa es sólo suyo. Los molineros de los molinos y los pescadores que trasiegan junto a los cobertizos, arriba en los cantiles, no suponen ninguna amenaza.

Nils está a punto de deslizarse por la piedra. Se bañará por última vez antes de volver a casa.

– ¡Nils! -grita una aguda voz infantil.

Él no vuelve la cabeza, pero oye cómo la grava y las piedrecitas de la cuesta sobre la playa se desprenden y resbalan, y después pasos apresurados que se acercan.

– ¡Nils! ¡Mamá también me ha dado caramelos! ¡Muchísimos caramelos!

Quien llega es su hermano. Axel, tres años menor que él y desbordante de energía. Lleva un bulto de tela gris en la mano.

– ¡Mira!

Axel se acerca rápidamente y se coloca junto a la gran piedra, mira excitado a Nils y luego deshace el paquete de tela y muestra su contenido.

Hay una pequeña navaja y caramelos, toffees de un color oscuro brillante.

Nils cuenta hasta ocho. A él su madre sólo le ha dado cinco antes de salir, pero ya se los ha comido y de pronto su corazón se desboca de ira.

Axel coge uno de sus caramelos, lo observa, se lo mete en la boca y mira el mar reluciente. Mastica lenta y placenteramente, como si los caramelos no fueran sólo suyos sino también de la playa y del agua y del cielo que les cubre.

Nils mira a lo lejos.

– Me voy a bañar -dice señalando el agua con la mirada.

Y a continuación salta a la arena, se quita los pantalones cortos y los coloca sobre la piedra.

Le da la espalda a Axel y se encamina hacia las olas, balanceando los pies sobre las brillantes piedras cubiertas de algas. Pequeñas algas marrones se le pegan entre los dedos de los pies.

El agua está caliente por el sol y, al lanzarse Nils, a unos metros de la playa, se levanta espuma a su alrededor. Durante el verano ha aprendido a bucear. Toma aliento, se sumerge bajo el agua, culebrea hacia el fondo de piedra, da la vuelta y sube volando, de nuevo, hacia el resplandor del sol.

Axel se queda junto a la orilla.

Nils se desliza por el agua, salpica alrededor y da volteretas entre las burbujas que estallan junto a su cabeza. Nada unos cuantos metros mar adentro, tan lejos que ya no hace pie.

Bajo la superficie hay una gran roca, una piedra errática tendida como un monstruo marino adormecido. Nils se sube encima gateando, se levanta con los pies apenas cubiertos y luego se tira al agua. Aquí no hace pie. Flota, patalea y ve que Axel continúa en la orilla.

– ¡¿Aún no sabes nadar?! -grita.

Sabe que su hermano no puede.

Éste no responde, pero la vergüenza y la rabia hacen que su mirada, tras el flequillo, se dirija oscurecida al suelo. Se quita los pantalones cortos y los coloca sobre la piedra junto al envoltorio.

Nils nada tranquilamente alrededor de la roca, primero a braza, luego a espalda, para mostrar lo sencillo que es cuando se sabe. Patalea y vuelve a subirse a la roca.

– ¡Yo te ayudo! -le grita a Axel, y durante un rato piensa hacerlo realmente: por una vez, ejercer de hermano mayor y enseñar a Axel a nadar. Pero le llevaría demasiado tiempo. Le saluda con la mano-. ¡Ven!

Axel da un vacilante paso en el agua, tantea con los pies sobre las piedras y agita los brazos, como si intentara mantener el equilibrio al borde del abismo. Nils mira en silencio los inseguros pasos de su hermano pequeño por la playa.

Después de cuatro pasos, a Axel el agua le llega por los muslos y observa a Nils paralizado.

– ¿No te atreves? -pregunta Nils.

Una broma; bromeará un poco con su hermano.

Axel niega con la cabeza. Nils se tira rápidamente de la roca y nada hacia la playa.

– No es peligroso -asegura-. Haces pie casi todo el rato.

Axel anda a tientas tras él, se inclina hacia delante. Nils se echa hacia atrás, y el hermano pequeño da un involuntario paso adelante.

– Bien -dice Nils. Ahora el agua le llega a la cintura-. Un paso más.

Axel hace lo que le dicen, da un paso y luego levanta la vista hacia Nils con una sonrisa nerviosa. Éste le devuelve la sonrisa y asiente con la cabeza, y Axel da otro paso más.

Nils se echa hacia atrás y se deja caer de espaldas con los brazos abiertos, para mostrar la blandura del agua.

– Todo el mundo sabe nadar -dice-. Yo he aprendido solo.

Mueve los pies lentamente, alejándose hacia la roca. Axel le sigue, pero no aparta los pies del fondo. El agua le llega al pecho.

Nils se sube otra vez a la roca.

– ¡Te faltan tres pasos! -exclama.

Aunque no es del todo cierto: son siete u ocho. Pero Axel da un paso, dos pasos, tres pasos, se ve obligado a estirar el cuello para mantener la cabeza por encima de la superficie, y todavía le quedan tres metros hasta la roca.

– Tienes que respirar -dice Nils.

Axel toma aire y emite un corto jadeo. Nils se sienta sobre la piedra y le tiende las manos.

Entonces su hermano pequeño se lanza hacia delante. Pero es como si se arrepintiera enseguida, pues respira hondo y la boca y la garganta se le llenan de agua fría, agita los brazos y mira fijamente a Nils. La roca está justo fuera de su alcance.

Nils contempla unos segundos la lucha de Axel en el agua; luego se agacha y tira del hermano hasta ponerlo a salvo en la roca.

Axel se aferra a ella, tose y respira entrecortadamente. Nils se levanta a su lado y dice lo que le ha rondado la cabeza todo el tiempo:

– La playa es mía.

Acto seguido se tira de la piedra recto como un palo, sale a la superficie a unos metros y nada con largas y seguras brazadas hasta tocar con las manos las piedras de la playa: su broma se consuma. Ahora puede disfrutar de ella. Agita la cabeza para quitarse el agua de los oídos y se acerca al bloque de piedra donde Axel ha dejado el paquete.

Los pantalones cortos que éste se ha quitado también se encuentran allí. Nils los coge, le parece ver una pulga en una costura, y los lanza a la playa.

Luego se inclina sobre el hatillo. Allí están los caramelos de toffee apilados, relucientes al sol, y Nils coge uno y se lo introduce lentamente en la boca.

Oye que un berrido furioso cruza el agua desde la roca, pero no presta atención. Mastica con cuidado, traga y coge otro toffee.

A lo lejos se oye un chapoteo. Nils levanta la mirada; su hermano pequeño, finalmente, se ha lanzado al agua desde la roca.

Nils comienza a secarse al sol, y se obliga superar un primer impulso de ir hacia Axel. En lugar de eso, coge un tercer toffee de la tela sobre la piedra.

El chapoteo continúa allá a lo lejos, y Nils alza la vista. Axel, por supuesto, no hace pie e intenta desesperadamente subirse de nuevo a la roca. Pero sus manos resbalan.

Nils mastica el toffee. Hay que tomar impulso para subirse a la roca.

Axel no tiene impulso y se da la vuelta para alcanzar la playa. Agita los brazos de modo que el agua salpica a su alrededor, pero no avanza. Mira a Nils con los ojos abiertos de par en par.

Él le devuelve la mirada, se traga el toffee y coge otro.

Allá a lo lejos, el chapoteo se debilita rápidamente. El hermano grita, pero Nils no oye lo que dice. Luego las olas rodean la cabeza de Axel.

Entonces Nils da un paso hacia el agua.

La cabeza de Axel aparece de nuevo, pero ya a menos altura que antes. En realidad, Nils apenas ve el pelo mojado. Entonces se vuelve a hundir. Algunas burbujas de aire surgen en la superficie, pero una pequeña ola las barre.

Nils toma impulso, salta al agua. Sus pies levantan espuma y lucha con sus brazos; su mirada está fija en la roca. Pero Axel no aparece.

Nils nada con rapidez hacia la roca, y cuando casi ha llegado se sumerge, pero no se le da bien tener los ojos abiertos bajo el agua. Los cierra y tantea en la fría oscuridad, no nota nada con las manos y sube de nuevo al sol. Se agarra con las manos alrededor de la roca, tose y se encarama a ella.

Mire a donde mire, alrededor sólo hay agua. El resplandor del sol sobre las olas oculta todo lo que se encuentra bajo la superficie.

Axel ha desaparecido.

Nils espera y espera sacudido por el viento, pero no sucede nada, y finalmente, cuando comienza a sentir frío, se tira de cabeza y nada lentamente de vuelta a la playa. No hay nada que hacer. Sale del agua, resopla y se apoya contra la gran roca de la playa.

Permanece al sol un largo rato. Espera el sonido del chapoteo, el familiar grito de Axel, pero no oye nada.

Todo está en silencio. Es difícil de entender.

Quedan cuatro toffees sobre la tela de Axel, y Nils los observa.

Piensa en las preguntas que le esperan, de su madre y los demás, y reflexiona sobre lo que dirá. A continuación recuerda la muerte de su padre y lo sombrío que fue todo durante el prolongado entierro en la iglesia de Marnäs. Todos iban vestidos de negro y cantaban salmos sobre la muerte.

Nils solloza. Está bien. Subirá hasta donde está su madre y sollozará y contará que Axel se ha quedado en la playa. Axel quería quedarse, pero Nils quería irse a casa. Y cuando todos comiencen a buscarle él podrá recordar la triste música de órgano del entierro de su padre y llorar junto a su madre.

Subirá a casa enseguida; ya sabe lo que dirá y lo que callará cuando llegue allí.

Pero primero se acaba los caramelos de Axel.

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