30

Gerlof viajaba en silencio y con la espalda erguida, junto a Gunnar Ljunger, mientras se dirigían al despoblado sur de Marnäs. La vacilante conversación que había intentado mantener se había apagado; Ljunger no había respondido a sus preguntas. Gerlof no podía hacer otra cosa que quedarse allí sentado, desabrocharse el abrigo y forcejear para quitárselo debido al calor tropical del interior del coche. Quizás había una forma de regular el aire caliente que llegaba a su asiento, pero no sabía cómo. Todo parecía controlarse electrónicamente, y Gunnar no hacía intento alguno por ayudarlo.

Se acercaban a la costa este de la isla. El coche se desplazó lentamente por encima de un terraplén de medio metro de altura y varios de ancho que corría a lo largo del paisaje llano. Gerlof lo reconoció. Desde allí la línea férrea de Öland atravesaba el lapiaz antes de que la compañía nacional de ferrocarriles la cerrara.

Consultó el reloj. Eran casi las cinco.

– Gunnar, creo que es el momento de regresar -dijo en voz baja-. En la residencia de Marnäs empezarán a preguntarse si me ha pasado algo.

Ljunger asintió con la cabeza.

– Quizá lo hagan -convino-, pero no creo que te busquen por aquí. ¿No te parece?

La amenaza fue tan evidente que Gerlof se apartó de Ljunger y tiró del mango de la puerta.

El Jaguar avanzaba lentamente, habría podido saltar -quizás hasta sin romperse ningún hueso- y volver a la carretera principal antes de que oscureciera, pero la puerta del copiloto no se podía abrir. Ljunger la había cerrado con algún control remoto.

– Gunnar, quiero bajarme -dijo en un intento de mostrarse decidido, como el capitán que había sido en el pasado.

– Ya queda poco -anunció Ljunger, y siguió conduciendo.

Pasaron por encima de una vieja barrera canadiense oxidada entre dos muros de piedra, y tras ella al fin apareció el mar Báltico, gris y frío.

– ¿Por qué haces esto, Gunnar? -preguntó Gerlof.

– En realidad no lo había planeado -dijo Ljunger-. Iba detrás del autobús de Borgholm cuando he visto que te bajabas en la entrada sur de Stenvik. Lo único que he tenido que hacer ha sido continuar hasta la entrada norte, pasar por la aldea y recogerte. -Ljunger redujo la velocidad y se volvió hacia él-. ¿Qué hacías hoy en casa de Martin Malm, Gerlof?

Gerlof se sorprendió. Demoró su respuesta.

– ¿En casa de Martin? -dijo-. ¿A qué te refieres?

– Tú y John Hagman -dijo Ljunger-. Tú has entrado y John te ha esperado fuera.

– Sí. Martin y yo hemos estado charlando un rato… Los dos somos viejos marinos -dijo Gerlof, y añadió-: ¿Cómo lo sabes?

– Ann-Britt Malm me ha llamado al móvil mientras recordabas los viejos tiempos con Martin -dijo Ljunger-. Estaba preocupada por todas estas visitas de viejos capitanes que Martin recibe últimamente; primero Ernst Adolfsson y ahora tú. Al parecer, es la segunda vez en las últimas semanas. En casa de Martin ha habido mucho movimiento.

– Así que Ann-Britt y tú sois buenos amigos -comentó Gerlof, cansado.

Ljunger asintió.

– En realidad, Martin y yo tenemos negocios en común desde hace tiempo, pero ahora es difícil hablar con él, así que Ann-Britt se ocupa de ellos, y suele pedirme consejo.

Gerlof se recostó en el asiento. El momento de la verdad había llegado.

– Compañeros, vaya. Y desde hace tiempo, ¿verdad? Al menos desde los años cincuenta.

Introdujo la mano en la cartera y sacó de nuevo el libro conmemorativo de la naviera Malm.

– Le enseñé a Martin esta fotografía -dijo-. Yo la he mirado tantas veces… Pero me costó mucho tiempo ver lo que realmente representaba.

– Vaya -exclamó Ljunger, y rodeó una arboleda de olmos. Se encontraban a un centenar de metros del mar-. ¿Y lo has conseguido?

Gerlof asintió.

– Muestra a dos hombres con cierto poder en un muelle de Ramneby: el director, August Kant, y el capitán de barco Martin Malm. Están junto a un grupo de jóvenes trabajadores de la serrería. La mano de August parece reposar amigablemente sobre el hombro de Martin. -Hizo una pausa, y continuó-: Pero no es la mano de August Kant. Pertenece al hombre que está detrás de Martin Malm. Lo he visto por primera vez hace un rato, en el autobús.

– Una imagen dice más que mil palabras -sentenció Ljunger, y frenó el coche-. ¿No es eso lo que suele decirse?

Ante ellos se extendía la playa occidental de la isla, tras un prado de hierba amarillenta. Tanto en la isla como en el mar caía una lluvia fría que más bien era aguanieve.

– Y el hombre que aparece detrás de Martin Malm es un aserrador llamado Gunnar Johansson que después cambió de apellido, ¿es verdad o no?

– No del todo; en ese momento yo era capataz en la serrería -señaló Ljunger-. Pero estás en lo cierto respecto al cambio de mi apellido por Ljunger. Lo hice cuando me mudé a Öland.

Cuando apagó el motor del coche se hizo un gran silencio únicamente interrumpido por la lluvia y el viento.

– Esa fotografía nunca tendría que haber sido publicada -declaró Ljunger-. Fue Ann-Britt la que la incluyó, yo no me enteré hasta que el libro estuvo impreso. Pero los únicos que me habéis reconocido sois Ernst Adolfsson y tú. Al parecer él me recordaba del colegio…

– Se crió en Ramneby -dijo Gerlof-. A mí no me resultó tan fácil reconocerte. Pero me pregunto una cosa…

Sabía que se encontraba cerca del fin; Ljunger lo mataría, como había hecho con Ernst. Gerlof continuó hablando para retrasar lo inevitable.

– … tú eras capataz en la serrería y seguro que oíste las historias que se contaban sobre Nils, el horrible sobrino de August Kant. Y entonces tuviste una idea…

– En realidad, me encontré con él -le interrumpió Ljunger.

– ¿Con quién? -dijo Gerlof-. ¿Con Nils Kant?

– Sí, con Nils -asintió Ljunger-. Al acabar la guerra empecé a trabajar en la serrería como chico de los recados, y un día Nils apareció: se había escapado de Öland huyendo de la policía. Estaba escondido entre los arbustos cuando lo vi. Me pidió que llamara al director Kant. Y eso hice, pero el director no quería saber nada de él. August Kant me dio cinco billetes de cien coronas para que se los diera a Nils, para que desapareciera. Yo me guardé dos y le di tres a Nils. -Ljunger sonrió al recordarlo-. Con esas doscientas coronas viví como un rey el resto del verano.

– Entonces comprendiste bien pronto que Nils Kant podía ser una fuente de ingresos -dedujo Gerlof, y miró la llovizna al otro lado del parabrisas.

– Sí -dijo Ljunger-, pero no sabía exactamente cuánto podía ganar. No tenía ni idea. Creía que quizá conseguiría sacar unos cuantos miles y un viaje pagado al otro lado del Atlántico para traer a Nils a casa, cuando hubiera pasado todo el alboroto. Eso fue lo que le propuse a August, una vez que me hizo capataz de la serrería, pero se negó. No le interesaba en absoluto traer a casa, a Suecia, a la oveja negra de la familia.

Alzó la mano y apretó un botón junto al volante. Se oyó un clic en la puerta de Gerlof.

– Bien, ahora está abierta -dijo-. Sal.

Gerlof permaneció sentado.

– Pero tú no te diste por vencido -insistió, y miró a Ljunger-. Ante la negativa de August, te pusiste en contacto con Vera Kant, la madre de Nils, en Stenvik, y le hiciste la misma proposición. Y ella aceptó. ¿Verdad?

Gunnar Ljunger suspiró, como si estuviera junto a un niño testarudo. Miró por la ventanilla el paisaje costero.

– Vera me permitió descubrir esta bonita isla -dijo-. Vine aquí por primera vez el verano del cincuenta y ocho. Cogí el transbordador hasta Stora Rör y luego el tren hacia el norte. Estaban a punto de cerrar la línea, y la marina mercante ölandesa también se hallaba en las últimas. Muchos creían que Öland estaba acabada, pero en el tren oí que quizá se construyera un puente. Un largo puente, para que los ölandeses pudieran salir de la isla cuando quisieran, y viniera más gente del continente.

– La gente rica del continente -dijo Gerlof.

– En efecto. -Ljunger respiró hondo y continuó-. Fui al norte de Öland y descubrí el sol y las playas. El sol y el mar eran espléndidos, pero apenas había turistas. Así que empecé a rumiar, incluso antes de llamar a la puerta de Vera Kant en Stenvik. -Suspiró-. Vera se sentía sola y era infeliz en su gran casa y echaba de menos a su hijo. Hablé con ella.

– Sola e infeliz -repitió Gerlof-. Pero muy rica.

– No tan rica como imaginaba -replicó Ljunger-. La cantera estaba a punto de cerrar y su hermano se había apoderado de la serrería familiar en Småland.

– Tenía muchas tierras -arguyó Gerlof con voz exhausta-. Terrenos a lo largo de la costa… terrenos en la playa.

Se preguntaba cómo iba a morir. ¿Ljunger tendría algún arma? ¿O cogería una piedra entre los millones que había en Öland y sencillamente le aplastaría la cabeza, más o menos como había hecho con Ernst?

– Vera poseía muchas tierras, sí -aceptó Ljunger-. No creo que nadie en Stenvik pudiera imaginar la cantidad de propiedades que tenía, tanto al sur como al norte de la población. Pero claro, carecían de valor mientras no se hiciera nada con ellas. La persona adecuada podría encargarse de vendérselas a la gente del continente… -Comenzó a abrocharse el anorak y añadió-: En los años cincuenta apenas había unas cuantas casas de verano en esta zona, pero yo me olía que la demanda aumentaría mucho, no sólo de casas sino también de hoteles y restaurantes. Y cuando se construyera el puente los precios se dispararían.

– Así que Vera te dio Långvik -dijo Gerlof.

– No me dio nada. -Ljunger negó con la cabeza-. Le compré todas sus tierras, de forma completamente legal. Pero, claro, a un módico precio y con el dinero que ella misma me prestó; todo está registrado y fue perfectamente legal.

– Y a Martin Malm le prestó dinero para comprar un barco más grande.

– En efecto. Nos habíamos conocido cuando Martin transportaba madera a Ramneby -dijo Ljunger, y asintió-. Yo necesitaba un ayudante de confianza, alguien que trajera primero el féretro de Nils Kant del extranjero, y después al propio Nils. Tenía que pasar algún tiempo antes de que él volviera a casa, pues en ese momento Vera dejaría de venderme sus tierras. Eso lo tuve claro desde el principio. -Le sonrió a Gerlof con cierta satisfacción-. Vamos.

Ljunger abrió su portezuela.

Gerlof miró por la ventanilla. Vio una playa desierta, con la hierba apretujada contra el suelo por la acción del viento.

– ¿Qué hay aquí? -preguntó.

– Poca cosa -dijo Ljunger, y se apeó del coche-. Ahora lo verás.

Загрузка...