18

Lennart no telefoneó.

Julia esperó sentada durante horas en la casa de verano. El reloj marcó las ocho y media de la tarde del martes, luego las nueve, pero él no llamó.

Julia se bebió toda la botella de vino tinto; no le costó nada. Y su decisión de entrar en la casa de Vera Kant se volvió tan ineludible que dejó de importarle que Lennart la acompañara o no.

Pensó en llamar a Gerlof y contarle lo que iba a hacer, pero luego se echó atrás. Había limpiado y hecho la maleta: ya no sabía qué más hacer para entretenerse. La devoraban la inquietud y la curiosidad.

La oscuridad y el silencio se cernían sobre las paredes de la casa. A las diez menos cuarto se levantó por fin, un poco mareada a causa del vino, pero más decidida que ebria.

Se puso un jersey más debajo del abrigo, calcetines gruesos y botas. Encontró un viejo gorro de lana marrón en el armario del recibidor y se remetió el pelo mientras se miraba al espejo. ¿Se le habían alisado las arrugas de preocupación de la frente tras la conversación con Lennart?

Quizás, aunque tal vez fuera el vino.

Se metió el móvil en el bolsillo, sujetó la vieja lámpara de queroseno con la mano izquierda y apagó la luz de la casa. Estaba preparada.

«Sólo un vistazo.»

La noche era más clara y fría que antes, y apenas soplaba el viento entre los árboles. Al salir al camino vecinal, la oscuridad la envolvió, aunque veía las luces cabrilleando en el continente.

Una docena de metros más adelante se detuvo y aguzó el oído para escuchar los sonidos de la oscuridad: el crepitar de las hojas o el crujir de las ramas. Pero no se oía ningún ruido: nada se movía.

Stenvik estaba desierto. La gravilla crujió bajo sus botas mientras echaba a andar hacia la casa de Vera Kant.

Una vez allí se detuvo de nuevo. La verja blanquecina brillaba en la oscuridad y estaba cerrada como siempre. Julia alargó la mano lentamente y palpó el pestillo de hierro. Tenía un tacto rugoso a causa del óxido y no se movía.

Empujó la verja, que chirrió débilmente pero no se movió. Quizá los goznes estaban oxidados.

Julia dejó el quinqué sobre la grava, se arrimó a la verja y, sujetando con ambas manos su parte superior, la levantó hacia arriba y hacia adentro. Entonces la puerta se deslizó unos centímetros antes de atascarse de nuevo. Pero ahora podía pasar a través de la abertura.

La embriaguez del vino mantenía a raya el miedo a la oscuridad, pero no del todo.

El jardín de la casa estaba bordeado de altos árboles e invadido por sombras. Julia se detuvo unos minutos para acostumbrar su vista a la oscuridad. Poco a poco fue descubriendo detalles: en el jardín había un sinuoso sendero de piedra caliza que se internaba entre las sombras como una silenciosa invitación; junto a él se veía la tapa ovalada de un pozo marrón cubierta de hojas y negras manchas de moho, y por todas partes crecían hierbajos. Al otro lado del pozo había una leñera alargada, cuyo techo parecía a punto de derrumbarse como una tienda de campaña mal levantada.

Julia dio un precavido paso adelante en el oscuro jardín. Y otro más. Escuchó y dio un tercer paso. Cada vez le resultaba más difícil avanzar.

De repente el móvil empezó a sonar; el corazón se le desbocó. Lo sacó del bolsillo apresuradamente, como si no quisiera molestar a alguien o a algo en la oscuridad, y contestó.

– ¿Sí?

– Hola… ¿Julia?

Escuchó la tranquila voz de Lennart en el auricular.

– Hola -respondió, esforzándose por sonar sobria-. ¿Dónde estás?

– Sigo en la reunión. Y aún nos queda un rato…

– Vale. -Julia avanzó un par de pasos por el camino de piedra. En ese momento vio una esquina de la casa de Vera Kant-. De acuerdo.

– Mañana es el entierro y antes tengo que trabajar un par de horas -continuó Lennart-. No creo que pueda ir a Stenvik esta noche…

– Lo entiendo -repuso Julia rápidamente-. Otra vez será.

– ¿Estás fuera de casa? -preguntó Lennart.

Su voz no delataba sospecha, sin embargo, Julia se sobresaltó al responder con una pequeña mentira.

– He salido al cantil. Solo… Estoy dando un pequeño paseo nocturno.

– Bien. ¿Nos vemos mañana? ¿En la iglesia?

– Sí…, allí estaré -respondió Julia.

– De acuerdo -dijo Lennart-. Buenas noches.

– Buenas noches… Que duermas bien -se despidió Julia.

La voz de Lennart desapareció con un clic. De nuevo estaba completamente sola, pero ahora se sentía mejor. Había presentido que él no podría venir.

El sendero concluía a unos pocos pasos al pie de una ancha escalera, también de piedra, que conducía a una puerta de madera blanca y un porche acristalado y decorado con tallas astilladas y erosionadas por la lluvia y el viento.

La casa se alzaba ante Julia como un silencioso castillo de madera. Las oscuras ventanas le recordaron las ruinas quemadas del castillo de Borgholm.

«Jens, ¿estás ahí dentro?»

Ni siquiera la oscuridad podía ocultar el deterioro de la casa. Los cristales de las ventanas, a ambos lados de la puerta principal, estaban rotos, y la pintura de los marcos, descascarillada.

El interior del porche estaba oscuro como boca de lobo.

Julia salvó el último tramo hasta la casa lentamente. Aguzó el oído. ¿A quién pensaba encontrar? ¿Por qué había bajado la voz al hablar con Lennart por teléfono?

Comprendió lo ridículo de sus esfuerzos por no hacer ruido cuando nadie podía oírla; aun así, no conseguía relajarse. Subió la escalera de piedra con las piernas entumecidas y la espalda rígida.

Intentó meterse en la cabeza de Jens, pensar como él habría pensado en el caso de que hubiera estado allí el día de su desaparición. Si hubiera entrado en el jardín de Vera Kant, ¿se habría atrevido a subir la escalera, acercarse a la puerta y llamar? Quizás.

El mango de hierro de la puerta del porche apuntaba hacia abajo, como si alguien estuviera abriéndola desde dentro. Julia supuso que estaría cerrada con llave, y ni siquiera se preocupó por alargar la mano, antes de advertir que estaba entornada. La jamba estaba rota, o le habían arrancado un trozo de madera, por lo que ya no se podía cerrar con llave. Lo único que tenía hacer era abrir y entrar.

Así que alguien se había colado en casa de Vera Kant.

¿Y si fueran ladrones? Iban a los pueblos de veraneo en invierno para entrar en las casas vacías sin problemas. Seguro que les interesaría una finca abandonada que había pertenecido a la mujer más rica del norte de Öland.

¿Y si era otra persona?

Julia alargó la mano sin hacer ruido y tiró de la puerta. Estaba atascada, y al bajar la vista observó que habían introducido una pequeña cuña de madera debajo.

Alguien la habría colocado allí para que el viento no abriera la puerta rota de golpe. ¿Un ladrón sería tan cuidadoso?

No.

Julia empujó la cuña de madera con el pie y tiró de nuevo de la manija. Las bisagras chirriaron, pero la puerta se abrió lentamente.

La compacta oscuridad del otro lado aumentó su nerviosismo, pero ahora no podía dar marcha atrás. «Por querer saber, la zorra perdió la cola.»

La persona que había colocado la cuña de madera lo había hecho desde el exterior, de modo que no se encontraba dentro de la casa. A no ser que hubiera otra entrada.

Julia traspasó con tanto cuidado como pudo el umbral de la casa de Vera Kant.

Hacía tanto frío dentro como fuera, y todo estaba oscuro y en silencio como en una cueva. No se veía nada, pero entonces recordó que tenía un quinqué en la mano.

Sacó la caja de cerillas del bolsillo del abrigo, encendió una cerilla y levantó el cristal del quinqué. La ancha mecha comenzó a arder con una llamita titilante, que se tornó más fuerte y más clara cuando Julia la cubrió con el cristal. Era suficiente para iluminar el porche vacío con un hilo de luz grisácea, aun cuando la oscuridad seguía cerniéndose en los rincones.

Alzó el quinqué y continuó andando por el porche hasta la puerta principal. Estaba cerrada sin llave y Julia la abrió.

El recibidor de Vera. Era estrecho y alargado, empapelado de flores desvaídas por el sol, y estaba tan desierto como el porche. No le hubiera sorprendido encontrar un perchero con los abrigos negros de la dueña de la casa o hileras de zapatitos de mujer, pero el suelo se veía completamente desnudo. De las paredes y del techo colgaban blancas cortinas de telarañas.

En el recibidor había cuatro puertas. Todas estaban cerradas.

Alargó la mano hacia la puerta más cercana del recibidor y la abrió.

La habitación era pequeña, de unos pocos metros cuadrados, y estaba completamente vacía a no ser por unos tarros de cristal de contenido mohoso que había en el suelo. Un trastero.

Cerró la puerta con cuidado y abrió la siguiente.

La cocina de Vera: era enorme.

El suelo de linóleo marrón se volvía de piedra pulida a mitad de la habitación, donde una enorme cocina negra de hierro se erguía contra la pared. Enfrente había dos ventanas que daban a la parte trasera de la vivienda, y Julia reparó en que su casa de verano se encontraba a sólo un centenar de metros detrás de los árboles. Ese descubrimiento hizo que se sintiera menos sola, de modo que se atrevió a traspasar el umbral.

A la izquierda había una pequeña escalera empinada de madera con una barandilla desvencijada que conducía al piso de arriba. Un ligero hedor a plantas podridas flotaba en la inmóvil oscuridad. El suelo estaba cubierto de polvo y moscas muertas.

Vera Kant debía de pasar las tardes en esa estancia, inclinada sobre los pucheros. De allí había salido su hijo Nils un bonito día de verano después de la guerra, con su escopeta escondida en la mochila.

«Regresaré, madre.»

¿Le habría prometido eso?

Debajo de la escalera había una puerta entornada, y cuando Julia dio un paso adelante sin hacer ruido se encontró con un abismo al otro lado.

Era la escalera que conducía al sótano. Si quería encontrar algo, el sótano era un buen lugar para empezar.

Un cadáver escondido. Pero Vera no lo hizo. ¿O sí?

«Sólo un vistazo.»

Julia sintió el peso del móvil en su bolsillo. Tenía el número de Lennart almacenado en su memoria, y podría llamarle cuando quisiera; «Algo es algo», se dijo.

Así que alzó el quinqué y echó un vistazo al otro lado de la puerta que había debajo de la escalera.

Los peldaños que conducían al sótano eran de bastos tablones de madera. Al pie el suelo era de tierra compacta, que brillaba negra y húmeda a la luz del quinqué.

Pero había algo que no encajaba.

Julia bajó un par de peldaños para ver mejor. Agachó la cabeza para no darse con el techo inclinado y miró atentamente.

Alguien había removido el suelo de tierra del sótano.

La superficie al pie de la escalera estaba intacta, pero habían practicado agujeros de diferentes tamaños por todas partes junto a las paredes de piedra. Y había una pala apoyada contra la escalera de madera, como si la persona que cavaba sólo estuviera haciendo un descanso.

Las huellas de barro seco de un par de botas ascendían por los peldaños del sótano hasta Julia.

La tierra estaba apilada en pequeños montones junto a las paredes, y había un par de cubos llenos al fondo del todo. Alguien se dedicaba a cavar el sótano metódicamente.

¿Qué estaba pasando allí?

Julia subió de espaldas. Retrocedió escalera arriba tan silenciosamente como pudo. Regresó a la cocina y contuvo la respiración para oír mejor.

Todo seguía en silencio.

Podría llamar a Lennart en aquel momento, pero no quería que la oyeran.

Metió cuidadosamente la mano en el bolsillo y cogió el móvil. Comenzó a caminar por la cocina con pasos cortos, al tiempo que encendía el móvil y buscaba el número. Luego posó el pulgar sobre el botón de llamada.

Si ocurría algo, si…

Intentó convencerse de que Jens se hallaba con ella en esa casa oscura, aun cuando estuviera muerto, y que quería que ella lo encontrara. En parte lo había conseguido, y siguió avanzando.

Al pasar, las bolas de pelusas se arremolinaban en silencio alejándose de sus botas y se arrimaban a las paredes mientras pisaba el suelo de linóleo de la cocina, y luego el de piedra junto a la cocina de hierro.

Con el corazón desbocado subió el primer peldaño de la escalera que conducía al piso de arriba.

La madera crujió bajo sus pies, pero sólo levemente. Julia apoyó la mano derecha, que sostenía el móvil, sobre la barandilla para sentir la sólida seguridad de la pared, y siguió subiendo hacia donde la luz del quinqué no alcanzaba. Cuando un peldaño crujía ponía el zapato en el siguiente.

El piso de arriba estaba oscuro.

Se detuvo a medio camino, respiró y volvió a escuchar. Luego prosiguió.

El pasamanos acababa en una abertura sin puerta, y Julia pisó con cuidado al suelo de madera del piso de arriba.

Se hallaba en un pasillo tan estrecho como el recibidor; y con una puerta cerrada en cada extremo.

El miedo y la indecisión la hicieron detenerse de nuevo.

¿Derecha o izquierda? Si se quedaba parada demasiado tiempo le resultaría imposible continuar, así que eligió torcer hacia el lado izquierdo del pasillo. También parecía el menos oscuro. Siguió adelante, entre más pelusas y negros cadáveres de moscas.

En las paredes había rectángulos más claros: huellas de cuadros retirados.

Se encontraba al final del pasillo. Abrió la puerta y alzó el quinqué.

La habitación era pequeña y estaba desamueblada, como el resto de la casa. Pero no estaba vacía del todo. Julia cruzó el umbral y se detuvo al ver una oscura figura tendida junto a la única ventana de la habitación.

No. No era una persona, sino un saco de dormir, como un capullo negro desenrollado. A su lado había una serie de recortes colgados de la pared.

Julia dio un paso adelante. Los recortes eran antiguos y estaban amarillentos, sujetos con agujas a la pared.

«SOLDADOS ALEMANES HALLADOS MUERTOS POR DISPAROS DE ESCOPETA», decían los negros titulares de uno de ellos.

En otro se leía:

«ASESINO DE POLICÍA BUSCADO POR TODO EL PAÍS.»

Y en un tercero, menos descolorido:

«NIÑO DESAPARECIDO SIN DEJAR RASTRO EN STENVIK.»

Un niño pequeño le sonreía despreocupado desde un retrato en blanco y negro, y a Julia le embargó la misma desesperación que sentía cada vez que veía a su hijo. Había más recortes, pero no se quedó en la habitación a leerlos. Apartó rápidamente la mirada y volvió sobre sus pasos.

Se detuvo. A la luz del quinqué vio que la puerta al otro lado del pasillo estaba abierta.

Antes había estado cerrada, pero ahora se veía el umbral y detrás la oscuridad de la habitación. No es que estuviera a oscuras, sino que se veía negra como boca de lobo.

Y no estaba vacía. Julia sintió que alguien esperaba en su interior. Una anciana. Estaba sentada en una silla junto a la ventana.

Era su dormitorio. Un dormitorio frío, henchido de soledad y de espera y de amargura.

La mujer esperaba que le hicieran compañía, pero Julia se había quedado clavada en el pasillo y no podía moverse.

Oyó un chasquido en la oscuridad. La mujer se había incorporado. Se dirigía a la puerta. Se acercaba arrastrando los pies.

Julia tenía que irse. Tenía que abandonar el piso de arriba.

La llama del quinqué parpadeó, se movió con rapidez.

Alcanzó el descansillo y descendió.

Le pareció oír pasos arriba y sintió la fría presencia de la anciana detrás de ella.

«¡Él me ha engañado!»

Julia sintió el odio como un golpetazo en la espalda. Bajó a ciegas en la oscuridad, trastabilló en un peldaño y perdió el equilibrio, tres o cuatro metros por encima del suelo de piedra.

Braceó en el aire, y el móvil y el quinqué salieron volando.

Ambos se estrellaron contra el suelo de la cocina. Saltaron llamas del quinqué, y Julia comprendió que muy pronto ella misma aterrizaría sobre el suelo de piedra.

Apretó los dientes para aguantar el dolor.

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