24

Gerlof y John atravesaron el puente de Öland, pasaron Kalmar y siguieron hacia el norte por la costa de Småland. Ninguno de los dos habló mucho durante el viaje.

Gerlof no pudo menos que pensar que cada vez le resultaba más difícil abandonar la residencia de Marnäs; esa mañana Boel le había sometido a un interrogatorio para averiguar adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a estar fuera. Al final había insinuado que quizás el anciano gozaba de demasiada buena salud como para vivir en una residencia.

– Hay muchas personas mayores con graves problemas de movilidad en el norte de Öland que desearían disponer de una habitación aquí, Gerlof -le había sermoneado Boel-. Hay que dar prioridad a quien más lo necesite.

– Pues adelante -contestó Gerlof, y se marchó, apoyado en su bastón.

¿Acaso él no tenía derecho a asistencia? ¿Él, que apenas era capaz de moverse diez metros sin ayuda? Boel debería alegrarse de que pudiera salir a tomar el aire de vez en cuando con amigos como John. ¿O no?

– Así que Anders se ha fugado -comentó Gerlof al fin, cuando estaban a unos pocos kilómetros de Ramneby.

– Sí -repuso John.

Nunca sobrepasaba el límite de velocidad cuando conducía por carretera, y una larga fila de coches se había formado detrás de ellos.

– Imagino que le dijiste a Anders que la policía lo andaba buscando -señaló Gerlof.

Sentado al volante, John guardó silencio, pero al fin asintió con la cabeza…

– No sé si fue una buena idea -señaló Gerlof-. La policía siempre se enfada con los que evitan hablar con ella.

– Él sólo quiere que lo dejen en paz -repuso John.

– No estoy seguro de que sea una buena idea -repitió Gerlof.

John guardó silencio de nuevo.

– ¿Hablaste con Robert Blomberg cuando fuiste a Borgholm la semana pasada? -preguntó al rato-. El vendedor de coches.

– Lo vi -repuso Gerlof-. Estaba sentado en su tienda. No hablamos…, no supe qué decirle.

– ¿Crees que podría ser Kant? -preguntó John.

– Si quieres mi opinión… He estado pensándolo y creo que no. Me parece improbable que alguien como Nils Kant regresara de Sudamérica con un nombre falso y consiguiera mezclarse con la población de Borgholm e iniciar una nueva vida.

– Quizá tengas razón.

Unos minutos más tarde pasaron junto al letrero amarillo que anunciaba la entrada de Ramneby. Eran las once menos cuarto de la mañana. Un camión cargado de madera recién cortada les adelantó con gran estruendo.

Gerlof nunca había ido a Ramneby, ni en coche ni en barco; sólo había pasado de largo. El pueblo no era mucho mayor que Marnäs; lo cruzaron rápidamente y giraron en la entrada de la serrería.

Antes de llegar a una verja de acero cerrada, John se detuvo en el aparcamiento.

Gerlof cogió la cartera y juntos se encaminaron hacia la ancha verja. Llamaron al timbre. Tras un rato un pequeño altavoz crepitó junto al timbre.

– ¿Hola? -saludó Gerlof, sin saber si dirigirse al timbre o al altavoz, o quizás al cielo-. Hola… Venimos a visitar el museo de la madera. ¿Puede abrir?

El altavoz guardó silencio.

– ¿Me habrán oído? -le murmuró a John.

– No sé.

Gerlof oyó un graznido a su espalda y, al volver la cabeza, vio un par de cuervos en un abedul sin hojas que crecía junto al aparcamiento. Siguieron graznando, y a Gerlof le pareció que no sonaban como los cuervos de Öland. ¿También los pájaros tenían acentos diferentes?

Entonces vio cómo alguien se acercaba al otro lado de la verja; era un hombre mayor con gorra y anorak negro que se movía casi tan lentamente como él. El hombre apretó un botón y la verja se abrió.

– Heimersson -se presentó, y les tendió la mano.

Gerlof la estrechó.

– Davidsson -dijo.

– Hagman -dijo John.

– Queríamos visitar el museo de la madera -explicó Gerlof de nuevo-. Llamamos ayer…

– En efecto -interrumpió Heimersson, y se dio la vuelta para mostrar el camino-. Hicieron bien. En realidad el museo sólo está abierto en verano. Cerramos en septiembre. Pero si se llama con antelación se puede visitar.

Se hallaban en el terreno de la fábrica. Gerlof esperaba oler el aroma de la madera recién cortada y ver grupos de hombres con gorra cargando tablones entre montañas de serrín; una vez más se dejó llevar por los recuerdos. No obstante, no vio más que paredes y espacios asfaltados entre grandes edificios grises de acero y aluminio de los que colgaban grandes letreros blancos con la inscripción «MADERAS RAMNEBY».

– Llevo cuarenta y ocho años trabajando en este lugar -le explicó Heimersson a Gerlof por encima del hombro-. Empecé a los quince y aquí me quedé. Ahora me ocupo del museo.

– Somos del pueblo donde vivían los propietarios -indicó Gerlof-. Del norte de Öland.

– ¿Los propietarios? -preguntó Heimersson.

– La familia Kant.

– El lugar ya no es suyo -replicó Heimersson-. Lo vendieron a finales de los años setenta, cuando murió August Kant, el director. Ahora el dueño de Ramneby es una empresa maderera canadiense.

– ¿Conoció al antiguo dueño… August Kant? -inquirió Gerlof.

– Conocerlo, sí -respondió Heimersson, y sonrió como si la pregunta le hiciera gracia-. Lo veía cada día. Llegaba siempre conduciendo su viejo MG. Ya hemos llegado. Ésta es la vieja oficina; al final se quedó pequeña.

«MUSEO DE LA MADERA», rezaba una placa de madera encima de la puerta. Heimersson abrió, entró y encendió la luz.

– Bueno… Bienvenidos. Son treinta coronas cada uno.

Se situó detrás del mostrador sobre el que había una enorme y vieja caja registradora.

Gerlof pagó las dos entradas, idénticas a la que había encontrado en el monedero de Ernst Adolfsson. A continuación pasaron al interior del museo.

No era muy grande, sólo constaba de dos salas y un pequeño pasillo entre ellas. En el centro de la habitación había algunas sierras viejas y aparatos de medición, y las paredes estaban decoradas con fotografías. Había infinidad de fotografías en blanco y negro, enmarcadas y protegidas por un cristal, y provistas de textos explicativos. Gerlof se acercó en silencio y miró detenidamente los retratos de grupo de los empleados de la serrería, de leñadores con la sierra en la mano e imágenes de barcos atracados con las cubiertas cargadas de madera.

– En la otra habitación hay fotografías más recientes -informó Heimersson detrás de él.

– Ah -dijo Gerlof.

Habría preferido visitar el museo a solas y notó que John procuraba mantenerse alejado del guía.

– Ahí también tenemos nuestro primer ordenador -señaló Heimersson-. Es el progreso. Hoy en día todo se hace por ordenador. Yo no entiendo cómo funciona, pero al parecer facilita muchos las cosas.

– Ya.

Gerlof siguió buscando entre las fotografías en blanco y negro.

– Ramneby exporta maderas nobles a Japón -explicó Heimersson-. Los ölandeses nunca han hecho negocios en ese lugar, ¿verdad?

– No -repuso Gerlof, y se apresuró a añadir-. Pero el suelo de la catedral de San Pablo, en Londres, está hecho con nuestra piedra caliza.

Heimersson guardó silencio y Gerlof cambió de tema.

– Un amigo mío pasó por aquí, por el museo, el mes pasado. Ernst Adolfsson.

– ¿Un ölandés?

Gerlof asintió con la cabeza.

– Un viejo cantero. Estuvo aquí a mediados de septiembre.

– Sí, lo recuerdo muy bien -afirmó Heimersson-. Abrí el museo especialmente para él, igual que he hecho hoy con ustedes. Fue una visita agradable. Dijo que vivía en Öland, pero que había nacido aquí.

– ¿En Ramneby? -preguntó Gerlof.

– Sí. Creció aquí, en el pueblo, antes de mudarse a Öland.

Eso era nuevo para Gerlof, que nunca había oído a Ernst hablar de su pueblo natal.

Dio un par de pasos más y entonces vio la fotografía: Martin Malm y August Kant posaban juntos en el muelle de la serrería; se les veía rígidos delante de una hilera de jóvenes trabajadores.

«Sincera reunión de negocios en el muelle de la serrería, 1959», rezaba el texto escrito a máquina bajo la imagen, a pesar de que sólo uno de los hombres del grupo esbozaba una sonrisa amistosa. El resto, incluidos Martin y Kant, miraba con seriedad a la cámara.

1959. Sí, eso había sido varios años antes de que Martin comprara su primer barco de gran calado, registró Gerlof.

En esta copia de la fotografía, que era de mayor tamaño que la del libro, la mano que descansaba sobre el hombro izquierdo de Martin se veía claramente; eso al menos era una señal de amistad. A Gerlof nunca se le hubiera ocurrido ponerle la mano en el hombro a Martin Malm; no era una persona que invitara a acercarse. Pero August Kant lo había hecho.

– Éste es uno de nuestros amigos -dijo Gerlof, y señaló el rostro de Martin Malm-. Un capitán ölandés.

– Ah -repuso Heimersson. No parecía especialmente interesado-. En aquel tiempo esto estaba lleno de barcos. Transportaban madera a Öland. No es que tengan muchos bosques en la isla, la verdad.

– Teníamos bosques, pero la gente del continente los taló -apuntó Gerlof. Volvió a señalar la fotografía-. Y ése es August Kant, ¿verdad?

– Sí, es el director.

– Tenía un sobrino bastante conocido -apuntó Gerlof-. Nils Kant.

– Ah, sí -recordó Heimersson-. El asesino del policía, dio mucho que hablar. También lo leímos en el periódico. Pero murió, ¿no? Huyó del país y murió.

– Sí -confirmó Gerlof-. Pero ¿pasó por aquí antes de eso?

– No creo que al director le gustara mucho Nils -repuso Heimersson-. No hablaba nunca de su sobrino. Así que nadie más hablaba de él, por lo menos cuando el director estaba presente.

– Quizá no quería desvelar que sabía dónde se encontraba Nils -apuntó Gerlof.

– Bueno -dijo Heimersson-, quizá fuera eso. Pero Nils pasó por aquí tras escaparse de Öland, después del asesinato del policía.

– ¿En serio? ¿Y vio a su tío?

– Eso no lo sé. Pero estuvo merodeando por aquí durante un tiempo…, hubo gente que le vio en el bosque -añadió Heimersson, y señaló la fotografía-. Gunnar era el chico de los recados, igual que yo, y alardeaba de habérselo encontrado y de haber recibido dinero de él. Pero siempre estaba presumiendo de una cosa u otra… Sólo recuerdo que al final alguien informó a la policía de que Nils Kant vagaba por los alrededores. Vigilaron la serrería durante varios días, por si regresaba. Todos estábamos algo nerviosos, pero seguimos trabajando, claro. Y nadie volvió a ver al asesino del policía.

Gerlof imaginó al joven Nils acechando el edificio de la oficina desde el otro lado de la explanada, agachándose y asomándose a las ventanas en busca del tío August.

– ¿Recuerda si mi amigo Ernst hizo algún comentario sobre esta fotografía del muelle?

Heimersson recapacitó.

– Sí. Se detuvo a mirarla y me preguntó los nombres.

– ¿Los nombres? -se extrañó Gerlof-. ¿De los trabajadores de la serrería?

– Sí. Y le dije los nombres que recordaba. Uno se olvida de esas cosas con la edad; por ejemplo, ya no…

– ¿Podría repetírmelos? -le interrumpió Gerlof.

Había sacado su libreta de la cartera, y un bolígrafo.

– Sí, claro -aceptó Heimersson-. Veamos, de izquierda a derecha…

Heimersson no recordaba el nombre de tres: al parecer eran marineros, pero Gerlof apuntó el resto: Per Bengtsson, Knut Lindkvist, Anders Åkergren, Claes Frisell, Gunnar Johansson, Jan Ekendahl, Mikael Larsson. Después repasó la lista, pero no reconoció a ninguno. Seguía sin saber lo que andaba buscando Ernst.

Heimersson siguió guiándolos despreocupadamente. Se adelantó por el pasillo hacia la otra sala del museo.

– Aquí tenemos nuestro primer ordenador, tan grande como una casa. Así eran antes.

Gerlof asintió con la cabeza, distraído, mientras Heimersson le enseñaba la sala donde se exponían los adelantos tecnológicos de la serrería y la industria maderera, sobre todo una serie de grandes máquinas estáticas.

– Muy interesante -comentó Gerlof después de diez minutos-. Muchas gracias.

– De nada -repuso Heimersson-. Siempre es un placer encontrarse con personas interesadas en la madera.

Los acompañó hasta la explanada asfaltada y señaló hacia uno de los edificios de acero.

– Acabamos de instalar un equipo de rayos X para comprobar la calidad de la madera -explicó-. ¿Desean visitarlo también?

Gerlof vio que John negaba rápidamente con la cabeza: ya había tenido suficiente dosis de madera.

– Gracias -dijo-, es demasiado técnico para nosotros. Pero nos encantaría echar un vistazo al puerto. No es necesario que nos acompañe.

– ¿El puerto? -se extrañó Heimersson-. Yo no lo llamaría así. Tiene muy poca profundidad y los grandes barcos no pueden atracar. Toda la madera se transporta en camión.

– Sin embargo, nos gustaría verlo -apuntó Gerlof.

– Muy bien -repuso Heimersson-. Entonces cerraré el museo.

El hombre tenía razón; cuando bajaron los escasos cien metros que los separaban del mar, Gerlof reparó en que apenas había un muelle digno de ese nombre; el asfalto estaba cuarteado y habían desplazado algunas piedras cuadradas de granito dejando enormes huecos.

Junto al muelle había un embarcadero que se adentraba unos metros en el mar. También pedía a gritos una reparación, pensó Gerlof. ¿Acaso no había en la serrería suficiente madera para arreglarlo?

Una vieja barca de remos se mecía quedamente en el embarcadero, a la espera de que su dueño la subiera a tierra antes de las tormentas de invierno.

Desde el interior soplaba un viento gélido, y Öland se distinguía en el horizonte como una línea negra. Aunque la costa de Småland, con sus calas e islas, era muy hermosa, Gerlof ya deseaba estar de vuelta.

– Seguramente los barcos de Martin Malm atracaban aquí -dijo.

– Sí -convino John-. En este lugar tomaron la fotografía.

Apenas quedaba nada por ver. Gerlof sintió cómo el frío le traspasaba el abrigo. No tenía ganas de pasear por el embarcadero con ese viento, y cuando John dio media vuelta para regresar él hizo lo mismo.

Gerlof se detuvo y observó la explanada entre los edificios de la serrería. Seguía desierta.

En ese instante le embargó una repentina certeza. No tenía lógica, surgió de su subconsciente como un pez negro que aparece y ataca justo por debajo de la superficie, y antes de pensarlo dos veces, soltó:

– Todo empezó aquí.

– ¿Qué? -preguntó John.

– Todo. Nils Kant y Jens y… Mi nieto murió por algo que empezó aquí.

– ¿Aquí en Ramneby?

– Sí, aquí. En la serrería.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo presiento -respondió Gerlof, y se dio cuenta de lo estúpido que sonaba. Sin embargo, se vio obligado a continuar-: Hubo una especie de reunión, creo que fue una reunión. Cuando Nils llegó… Tuvo que verse con su tío August y llegar a un acuerdo. Seguramente pasó algo así.

Pero la sensación de certeza ya había desaparecido.

– Vaya. ¿Nos vamos a casa? -inquirió John.

Gerlof asintió lentamente con la cabeza y empezó a caminar.


Estaba sentado solo en el coche de John, aparcado junto a una casa de piedra en la desierta Larmgatan, en el centro de Kalmar. John había querido detenerse en la ciudad para hacer una breve visita a su hermana Ingrid antes de regresar a Öland.

Gerlof cavilaba. ¿Había sacado algo en claro de su excursión al museo de la madera? No estaba seguro.

Al otro lado de la calle la puerta de la casa de Ingrid se abrió y John salió. Se dirigió directamente al coche y abrió la puerta.

– ¿Qué tal estaba? -preguntó Gerlof.

John se sentó al volante sin responder. Encendió el motor y arrancó.

Al salir de Kalmar avanzaron en silencio por la recta autopista hacia Öland, pero Gerlof no se dio cuenta de que éste había durado demasiado hasta que no llegaron al puente.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Ha ocurrido algo malo en casa de Ingrid?

John asintió, lacónico.

– Han detenido a Anders. Han pasado por allí a la hora de comer y lo han arrestado.

– ¿Por dónde? -preguntó Gerlof-. ¿Por la casa de Ingrid?

John asintió con la cabeza.

– Anders estaba allí. Se había ocultado en casa de su tía. Y ahora está detenido.

– ¿Detenido? ¿Estás seguro? -se extrañó Gerlof-. La policía sólo detiene a alguien si cree que…

– Me ha dicho Ingrid que han entrado sin llamar -le interrumpió John-. Han entrado y le han dicho a Anders que les acompañara a Borgholm. Se han negado a responder a las preguntas de mi hermana.

– ¿Sabías que Anders estaba en Kalmar? -quiso saber Gerlof.

John no respondió y se condicionó a asentir con la cabeza una vez más.

– Como ya he dicho esta mañana -observó Gerlof lentamente-, nunca es buena idea largarse si la policía quiere hablar contigo. Sólo consigues que sospechen de ti.

– Anders no confía en ellos -dijo John-. Intentó impedir esa pelea en el camping. Pero el único que acabó compareciendo ante los tribunales fue él; a los de Estocolmo no les pasó nada.

– Lo sé -lamentó Gerlof-. Y fue una injusticia. -Reflexionó un rato, y luego preguntó con toda la delicadeza de la que fue capaz-: Pero en caso de que la policía pensara que Anders tuvo algo que ver con la desaparición de mi nieto y quisiera hablar con él… ¿crees que tendría algún sentido? Tú conoces a Anders mejor que nadie. ¿Has sospechado alguna vez de él?

John negó con la cabeza.

– Anders es un buen chico.

– ¿Ni siquiera necesitas pensar en ello?

– La única vez que le he visto cometer una estupidez fue una tarde que se ocultó entre los enebros del muelle. Estuvo mirando a unas niñas mientras se cambiaban para la clase de natación. Tenía doce o trece años. Le dije que no volviera a hacerlo jamás. Y, por lo que sé, nunca más lo hizo.

Gerlof asintió.

– Eso no es tan grave -dijo.

– Es un buen chico -repitió John-. Sin embargo, lo han detenido.

Acababan de cruzar el puente y volvían a estar en la isla.

Gerlof reflexionó y observó el lapiaz castigado por el viento al este de la carretera nacional. Asintió de nuevo.

– Vayamos a Borgholm -decidió-. Hablaré con Martin Malm, una última vez. Tendrá que contarme todo lo que sabe.

Загрузка...