12

De pie junto a la mesa de Gerlof, Lennart Henriksson sopesaba la bolsa de plástico con la pequeña sandalia, como si el peso pudiera confirmar su autenticidad. El descubrimiento no parecía alegrarle lo más mínimo.

– Tienes que contárselo a la policía, Gerlof.

– Lo sé -dijo éste.

– Estas cosas hay que notificarlas inmediatamente.

– Sí, sí -asintió Gerlof en voz baja-. Se me pasó. Pero ¿qué te parece?

– ¿Esto? -El policía miró la sandalia-. No sé, no quiero sacar conclusiones precipitadas. ¿Qué te parece a ti?

– Creo que tendríais que haber buscado en otros sitios aparte de la playa -respondió.

– Lo hicimos, Gerlof-señaló Lennart-. ¿No te acuerdas? Buscamos por la cantera y en todas las casas y cobertizos de la aldea, y yo mismo recorrí todo el lapiaz con el coche. No encontramos nada. Pero si Julia dice que es la sandalia de su hijo, tendremos que tomar cartas en el asunto.

– Creo que sí es la sandalia de Jens -confirmó Julia detrás de él.

– ¿Y te llegó por correo? -preguntó Lennart.

Gerlof asintió con la cabeza con la desagradable sensación de encontrarse en un interrogatorio policial.

– ¿Cuándo?

– La semana pasada -respondió-. Llamé a Julia y se lo conté. En parte ha venido por eso.

– ¿Aún conservas el sobre? -quiso saber Lennart.

– No -contestó Gerlof rápidamente-. Lo tiré. A veces me despisto. Pero no había carta alguna y no llevaba remitente, de eso estoy seguro. Creo que sólo ponía «CAPITÁN GERLOF DAVIDSSON, STENVIK», y los de correos me la trajeron hasta aquí. Pero el sobre no era importante, ¿verdad?

– Hay algo que se llama huellas dactilares -explicó Lennart en voz baja, y suspiró-. Hay pelos y otros detalles que uno puede… Bueno, me llevaré la sandalia. Quizás haya rastros en ella.

– Preferiría… -empezó Gerlof, pero Julia le interrumpió y preguntó:

– ¿La vas a enviar a algún laboratorio?

– Sí -confirmó Lennart-. Hay un laboratorio criminal en Linköping. El Servicio Central de Análisis Científicos. Es ahí donde se investigan estos casos.

Gerlof guardó silencio.

– Bien, que lo hagan -aceptó Julia.

– ¿Nos darás un recibo? -inquirió Gerlof.

Julia parecía irritada, como si se avergonzara de él, pero Lennart asintió con una sonrisa cansada.

– Claro, Gerlof -dijo-. Te daré un recibo, y así podrás demandar a la policía de Borgholm si el laboratorio de Linköping perdiera la sandalia. Pero yo no me preocuparía por eso.


Unos minutos más tarde Julia acompañó al policía a la salida, pero regresó al cabo de un rato. Gerlof seguía sentado a la mesa sujetando el recibo que Lennart Henriksson había redactado de cualquier manera y miraba con tristeza por la ventana.

– Lennart ha dicho que no debemos contarle a nadie lo de la sandalia -declaró Julia a su espalda.

– Vaya, eso dice.

Gerlof siguió mirando de hito en hito por la ventana.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Julia.

– No hacía falta que se lo contaras -respondió Gerlof.

– Dijiste que había que contarlo.

– A la policía, no -se lamentó Gerlof-. Podemos resolver esto solos.

– ¿Resolver? -repitió Julia alzando la voz-. ¿A qué viene eso de resolverlo solos? ¿Acaso crees que la persona que se llevó a Jens, si es que alguien lo hizo, vendrá aquí y pedirá que le enseñemos la sandalia? ¿Eso piensas realmente? ¿Que vendrá aquí y contará lo que hizo?

Gerlof no respondió; seguía mirando fijamente por la ventana de espaldas a su hija, lo que aún la irritó más.

– ¿Qué hacías tú ese día? -preguntó ella.

– Ya lo sabes -contestó Gerlof en voz baja.

– Lo sé -dijo Julia-. Mamá estaba cansada y alguien tenía que cuidar a vuestro nieto y tú bajaste a la playa para preparar la red. Porque querías salir a pescar.

Gerlof asintió con la cabeza.

– Entonces llegó la niebla -continuó él.

– Sí, espesa como una sopa… pero ¿regresaste a casa?

Gerlof negó con la cabeza.

– Tú seguiste con tu red -dijo Julia-, porque era más divertido estar solo en la playa que cuidar de un niño pequeño, ¿verdad?

– Mientras estaba en la playa agucé el oído por si pasaba algo -se justificó Gerlof sin mirarla-. Pero no oí nada. Habría oído a Jens si él…

– ¡No se trata de eso! -exclamó Julia-, sino de que nunca estabas en casa cuando debías. Todo tenía que ser como tú querías… Siempre.

Gerlof no respondió. Notó que el cielo se había oscurecido al otro lado de la ventana. ¿Ya era la hora del crepúsculo? Escuchaba con interés lo que decía su hija, pero no se le ocurría ninguna respuesta.

– Seguramente fui un mal padre -aceptó al fin-. No solía estar en casa, tenía que viajar. Pero si hubiera podido hacer algo por Jens ese día… Si hubiera podido cambiar todo ese día…

Guardó silencio y trató de controlar su voz.

En la habitación se hizo un silencio insoportable.

– Lo sé, papá -dijo Julia al fin-. No soy quién para decir nada, yo ni siquiera estaba en Öland. Me fui a Kalmar y vi cómo la niebla se extendía debajo del puente mientras cruzaba el estrecho en coche. -Suspiró-. ¿Cuántas veces crees que me he arrepentido de haber dejado a Jens ese día? Ni siquiera le dije adiós.

Gerlof suspiró. Se dio la vuelta y la miró.

– El martes, el día antes del entierro de Ernst, te llevaré a ver a la persona que me envió la sandalia.

Julia guardó silencio.

– ¿Cómo te las arreglarás? -preguntó al cabo de unos instantes.

– Sé quien es -respondió Gerlof.

– ¿Cien por cien seguro?

– Noventa y cinco.

– ¿Dónde vive? -preguntó Julia-. ¿Aquí en Marnäs?

– No.

– ¿En Stenvik?

Gerlof negó con la cabeza.

– En Borgholm -dijo.

Julia guardó silencio un momento, como si creyera que se trataba de un truco.

– Vale. Iremos en mi coche.

Fue a recoger el abrigo que había dejado sobre la cama.

– ¿Qué vas a hacer ahora? -quiso saber Gerlof.

– No sé. Seguramente iré a Stenvik y rastrillaré el jardín de casa o algo por el estilo. Ahora que hay agua y electricidad podré comer allí, pero seguiré durmiendo en el cobertizo. Se duerme muy a gusto.

– Bien. Pero mantente en contacto con John y Astrid -le pidió Gerlof-. Tenéis que estar unidos.

– Claro. -Julia se puso el abrigo-. Ah, estuve en el cementerio. Encendí una vela por mamá.

– Bien. Entonces arderá durante cinco días, hasta el fin de semana. La parroquia se ocupa de la tumba. Desgraciadamente no voy con mucha frecuencia. -Gerlof tosió-. ¿Habían cavado ya la tumba de Ernst?

– Yo no la vi -dijo Julia. Añadió-: Pero encontré la tumba de Kant junto al muro de piedra. ¿Era eso lo que me querías enseñar?

– Sí.

– Antes de ver la tumba pensaba que Nils Kant era un sospechoso -dijo Julia-, pero ahora comprendo por qué nadie lo nombró.

Gerlof estaba a punto de decir algo -que quizá lo mejor para un criminal es aparentar estar muerto-, pero guardó silencio.

– Pero había rosas en la tumba -señaló Julia.

– ¿Rosas frescas? -preguntó Gerlof.

– No del todo -respondió Julia-. Quizá del verano pasado. Y otra cosa…

Introdujo la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el pequeño sobre. Ya estaba seco, y se lo alargó a Gerlof.

– Quizá no deberíamos abrirlo -dijo ella-, es privado y no…

Pero Gerlof lo abrió rápidamente, sacó un pequeño trozo de papel blanco y leyó su contenido. Primero en silencio, luego en voz alta para Julia:

– «Pues todos hemos de comparecer ante el tribunal del Señor». -Miró a Julia-. Es todo lo que dice. Es una cita de una carta de san Pablo a los Romanos. ¿Me lo puedo quedar?

Julia asintió.

– ¿Suele haber flores y cartas en la tumba de Kant? -preguntó ella.

– No con mucha frecuencia -aseguró Gerlof, y guardó el sobre en uno de los cajones del escritorio-. De vez en cuando, flores. He visto algunos ramos de rosas rojas.

– Entonces, ¿Nils Kant tiene amigos vivos?

– Bueno…, por lo menos alguien desea recordarlo -dijo Gerlof, y añadió-: La gente con mala reputación a veces tiene admiradores.

Hubo un silencio.

– Bueno. Me voy a Stenvik -anunció Julia al cabo de un rato, y volvió a abotonarse el abrigo.

– ¿Qué harás mañana?

– Quizá me acerque a Långvik -respondió Julia-. Ya veremos.

Cuando su hija hubo abandonado la habitación, Gerlof dejó caer los hombros de cansancio. Alzó las manos y vio que le temblaban los dedos. Había sido una tarde agotadora, pero aún tenía una cosa importante que hacer antes de que acabara el día.


– Torsten, ¿enterraste tú a Nils Kant? -preguntó Gerlof unas horas más tarde.

Los dos ancianos estaban sentados a distintas mesas, a solas en el cuarto de estar del sótano. No era una coincidencia; después de comer, Gerlof había tomado el ascensor para bajar al cuarto de estar y permaneció allí sentado más de una hora esperando a que otra interna, una señora mayor del primer piso, finalizara su interminable labor de punto.

El objetivo era quedarse a solas con Torsten Axelsson, que había trabajado en el cementerio de la parroquia de Marnäs desde la guerra hasta mediados de los años setenta. Mientras Gerlof esperaba, las sombras otoñales habían ido creciendo al otro lado de las pequeñas ventanas del sótano. Aún no era de noche.

Antes de plantear su pregunta decisiva, Gerlof había hablado largo y tendido con Axelsson del inminente entierro, a fin de que no se marchara de la habitación. Éste también padecía reumatismo, pero tenía la mente muy clara y era entretenido conversar con él. No parecía sentir tanta nostalgia por los enterramientos como Gerlof por su trabajo en el mar, pero al menos se había quedado a hablar de los viejos tiempos.

Gerlof estaba sentado a una mesa repleta de trozos de madera, cola, herramientas y papel de lija. Trabajaba en un modelo de la fragata Paket, el último velero de carga de Borgholm que en los años sesenta había acabado convertido en barco de recreo en Estocolmo. El casco estaba terminado, pero las jarcias aún le llevarían un tiempo; no estaría listo hasta que lo tuviera dentro de la botella; entonces podría levantar los mástiles y asegurar los últimos cabos. Cada cosa requería su tiempo.

Gerlof pulió una pequeña muesca en el mastelero de un mástil y esperó la respuesta del enterrador jubilado. Axelsson estaba inclinado sobre una mesa llena de miles de piezas de puzle. Tenía a medio acabar una gran lámina de nenúfares blancos de Monet.

Encajó una de las piezas en el oscuro estanque y alzó la vista.

– ¿Kant? -preguntó.

– Nils Kant, sí -confirmó Gerlof-. Esa tumba aún sigue un poco abandonada, al fondo junto al muro oeste. He estado pensando en su entierro. En aquella época, yo aún no vivía aquí…

Axelsson asintió, cogió otra pieza y recapacitó.

– Sí, yo cavé la tumba y cargué con el féretro, junto con otros colegas del cementerio. No hubo voluntarios para ese servicio.

– ¿No había parientes afligidos?

– Bueno… Su madre estuvo allí. Todo el tiempo. Yo apenas la había visto antes, pero la recuerdo delgada y huesuda, y vestía un abrigo negro como el carbón -recordó Axelsson-. Pero no sé si afligida es la palabra que mejor la definiría. Parecía demasiado satisfecha.

– ¿Satisfecha?

– Bueno… Yo no la vi dentro de la iglesia -continuó Axelsson-. Pero recuerdo haberla mirado de reojo cuando introducíamos el féretro en la tierra. Vera estaba a unos metros de la tumba y vio desaparecer el féretro, y observé cómo esbozaba una sonrisa bajo el velo de luto. Parecía realmente satisfecha con el entierro.

Gerlof asintió.

– ¿Y sólo asistió ella? ¿Nadie más?

Axelsson negó con la cabeza.

– Había más gente allí, pero tampoco se les veía afligidos. También vinieron policías, pero estaban más alejados, cerca de la puerta.

– Desearían ver a Kant enterrado de una vez por todas -supuso Gerlof.

– Seguramente. -Axelsson asintió con la cabeza-. Y ése era el deseo de todos los que estaban allí, excepto el pastor Fridland.

– Bueno, a él por lo menos le pagarían.

Se hizo el silencio en la habitación. Gerlof lustró el diminuto casco del Paket durante algunos minutos. Luego tomó carrerilla y dijo:

– Eso que has dicho sobre que Vera Kant había esbozado una sonrisa junto a la tumba da que pensar sobre el contenido del féretro…

Axelsson bajó la mirada al puzle y cogió una nueva pieza.

– Gerlof, ¿vas a preguntarme si me pareció que el féretro era extrañamente ligero? Es una pregunta que me han hecho muchas veces durante todos estos años.

– La gente habla del caso de vez en cuando… -comentó Gerlof-. Se dice que el féretro de Kant estaba vacío. Tú también lo habrás oído.

– Pues no le des más vueltas, porque no lo estaba -aseguró Axelsson-. Lo cargamos cuatro hombres, tanto al inicio como después del funeral, y no sobraba ninguno. ¡Pesaba lo suyo el condenado!

Gerlof se sintió como si cuestionara el honor laboral del viejo trabajador del cementerio, pero tenía que seguir:

– Algunos dicen que quizá sólo había piedras en el féretro, o sacos de arena -dijo en voz baja.

– He oído esos chismorreos -afirmó Axelsson-. Yo no miré en su interior, pero alguien debió de hacerlo, cuando llegó a Öland con el transbordador.

– He oído decir que nadie lo abrió -insistió Gerlof-. Estaba sellado, y nadie tuvo el valor o la autoridad de romper el sello. ¿Sabes si alguien lo hizo?

– No -reconoció Axelsson-. Sólo recuerdo vagamente algún tipo de certificado de defunción de Sudamérica que llegó con el féretro en uno de los cargueros de Malm. Lo leyó alguien que sabía un poco de español en la central de camiones en Borgholm. Nils Kant se había ahogado, decía, y había pasado en el mar bastante tiempo antes de que lo encontraran. Así que el cuerpo no estaba en muy buen estado.

– Quizá la gente tuvo miedo de que Vera Kant empezara a armar jaleo -dijo Gerlof-. Únicamente deseaban enterrar a Kant y pasar a otra cosa.

Axelsson miró a Gerlof y se encogió de hombros.

– No me preguntes -dijo, y colocó una pieza más de nenúfar en el estanque del cuadro de Monet-. Yo sólo lo enterré, hice mi trabajo y me fui a casa.

– Lo sé, Torsten.

Axelsson colocó otra pieza del puzle, miró un rato el resultado y después el reloj de pared. Se puso en pie lentamente.

– La hora del café -anunció. Pero antes de salir de la habitación se detuvo y volvió la cabeza-. ¿Tú qué crees, Gerlof? -dijo-. ¿Nils Kant está en el ataúd?

– Seguro que sí -respondió Gerlof sin mirar al viejo enterrador.


Cuando Gerlof regresó a su planta eran las siete, y sólo faltaba media hora para el café de la tarde. Rutinas, todo eran rutinas en la residencia de Marnäs.

Pero la conversación con Torsten Axelsson en el sótano había ido bien, pensó. Había resultado fructífera. Tal vez había hablado demasiado y había sido inoportuno al final, y por eso Axelsson le había mirado con esa expresión socarrona.

Seguro que por los pasillos de la residencia de Marnäs ya se comentaba su extraño interés por Nils Kant. Quizás hasta se propagaría fuera de la residencia, pero daba igual. ¿No era eso lo que él quería, remover el hormiguero y lograr que sucedieran cosas?

Se sentó pesadamente en la cama y de la mesilla de noche cogió el ejemplar del día del Ölands-Posten. Esa mañana no había tenido tiempo de leer el periódico, o más bien no había tenido ganas.

La muerte en Stenvik era la gran noticia de la primera página, y publicaban una de las fotografías de la cantera de Bengt Nyberg con una flecha pintada para mostrar claramente dónde había ocurrido el accidente.

Según la policía de Borgholm había sido eso, un accidente. Ernst Adolfsson había intentado mover una escultura de piedra al borde del barranco, había resbalado y se había precipitado al vacío seguido por un gran bloque de piedra que le había caído encima. No se sospechaba ningún crimen.

Gerlof sólo leyó el principio del artículo de Bengt Nyberg. Luego ojeó el periódico hasta que llegó a las noticias más impersonales: obras que se retrasaban en Långvik, fuego en un henar a las afueras de Löttorp y la historia del demente senil de ochenta y un años que había salido de su vivienda en el sur de Öland a dar un paseo y todavía seguía desaparecido en el lapiaz. Seguro que acabarían encontrándolo, pero sin vida.

Gerlof dobló el periódico y lo dejó de nuevo en la mesita, y entonces vio el monedero de Ernst. Lo había guardado al regresar de Stenvik. Lo cogió, lo abrió y miró todos los billetes y un fajo aún mayor de recibos. Dejó los billetes en el monedero, pero hojeó lentamente los recibos.

La mayor parte correspondía a pequeñas compras en los supermercados de Marnäs y Långvik, o eran recibos escritos a mano de las ventas de esculturas durante el verano pasado.

Gerlof buscó el último recibo, por si había uno fechado el mismo día en que la escultura de la torre de la iglesia de Marnäs le había caído encima a su amigo. No lo encontró.

Pero debajo de los recibos del supermercado encontró algo diferente: una pequeña entrada a un museo.

En el billete se leía «MUSEO DE LA MADERA DE RAMNEBY» junto a un pequeño dibujo de tablas apiladas y una fecha sellada con tinta azul: «13 SEPT».

Guardó la entrada en la mesita de noche. Sujetó el resto de recibos con un clip y los guardó en un cajón. Luego se sentó al escritorio, alcanzó su libreta y pasó las páginas hasta llegar a una hoja en blanco. Cogió un lápiz, reflexionó un rato y escribió dos notas.

«VERA KANT SONRIÓ CUANDO ENTERRABAN EL FÉRETRO DE NILS.»

Y:

«ERNST VISITÓ A LOS PARIENTES DE KANT EN RAMNEBY.»

A continuación puso la entrada del museo de la madera en la libreta, la cerró y se sentó a esperar el café de la tarde. Rutinas, todo eran rutinas cuando uno se hacía viejo.

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