29

En el autobús a Mamas, Gerlof meditaba. Había dado una cabezada entre Borgholm y Köpingsvik, pero se despertó cuando entraron en el lapiaz. Y siguió con sus reflexiones.

En casa de Martin Malm había hablado más de la cuenta; había lanzado un montón de hipótesis sin fundamento que seguramente nunca podrían probarse. No le había arrancado a Martin una confesión, pero al menos había podido decir todo lo que pensaba.

Ahora intentaría seguir adelante. Construiría otros barcos dentro de botellas. Cuando John lo visitara, tomaría un café con él. Leería las esquelas del periódico y contemplaría la llegada del invierno desde la ventana de su habitación de la residencia.

Pero era difícil olvidar. Había tanto sobre lo que reflexionar.

Cogió de nuevo el libro de la naviera Malm, que empezaba a tener las esquinas desgastadas de tanto ojearlo. Gerlof lo abrió por la página de la fotografía del muelle de Ramneby, y una vez más observó a Martin Malm junto a August Kant delante de los adustos trabajadores.

Pensó en lo que Ann-Britt Malm le había contado: que había sido Vera Kant y no August quien le había prestado dinero a Malm para comprar su primer gran barco. Esto significaba, en otras palabras, que Vera le había pagado a Martin Malm para que llevara a Nils a casa.

Pero si August Kant no había querido saber nada de su sobrino -si quizás incluso había preferido que se quedara en el extranjero para siempre-, entonces, ¿qué sentido tenía esa fotografía donde se le veía a partir un piñón con Martin Malm? La mano de August descansaba sobre el hombro de Martin…

Porque era la mano de August, ¿verdad? Gerlof miró con más detenimiento. El pulgar no parecía estar en el lado correcto de la mano.

Miró fijamente la fotografía, hasta que le dolieron los ojos y los contornos en blanco y negro comenzaron a moverse y tornarse borrosos. Entonces sacó las gafas de la cartera, se las puso y siguió observando. Al no servirle de ayuda se las quitó y las sostuvo como una lupa sobre la imagen. Los pálidos y expectantes rostros de los trabajadores de la serrería se aproximaron, pero al mismo tiempo se disolvieron en puntitos en blanco y negro.

Gerlof movió las gafas sobre la fotografía y miró con más detenimiento la mano que descansaba sobre el hombro de Malm. Ahí estaba, reposando amigablemente junto al cuello del dueño del barco, pero ahora Gerlof vio con claridad que la que debía ser la mano derecha de August en realidad era la izquierda. Y justo detrás de la mano…

Gerlof estudió las caras alegres de la fotografía.

De repente, vio por primera vez lo mismo que Ernst tuvo que haber visto.

– Por los clavos de Cristo -dijo.

Mentar la Cruz era una blasfemia muy antigua; la madre de Gerlof le había prohibido pronunciarla hacía más de setenta años. Desde entonces jamás había blasfemado de esa manera.

Para asegurarse cogió la libreta, pasó las páginas hasta llegar a la lista de nombres que había anotado en el museo de la madera y se fijó en uno de ellos.

– Por los clavos de Cristo -repitió Gerlof.

Durante unos segundos se quedó absorto en su descubrimiento; luego levantó la vista y recordó que se encontraba en un autobús camino de Marnäs. Pero aún no habían llegado, se hallaban al sur de Stenvik; miró por la ventanilla, el autobús pasó el primer letrero que indicaba «CAMPING 2 KM».

Stenvik, el autobús pronto llegaría a Stenvik. Tenía que comunicarle a John su descubrimiento.

Gerlof se apresuró a apretar el botón rojo de parada.

Cuando el autobús redujo la velocidad cien metros al norte del desvío a Stenvik, guardó el libro conmemorativo y las gafas en la cartera y se levantó; le temblaban las piernas.

La puerta central del autobús se abrió con un chirrido y, tras descender por los escalones, Gerlof volvió a enfrentarse al frío y al viento. En los brazos y las piernas notó los susurros de Sjögren, por el momento bastante discretos.

La puerta se cerró tras él y el autobús se alejó. Estaba solo en la parada y aún lloviznaba. En el pasado había habido una pequeña caseta de madera para guarecerse los días de lluvia, pero ahora ya no existía. Todo lo bueno y gratuito desaparecía rápidamente.

Cuando se apagó el rumor del autobús, Gerlof miró el paisaje desierto, se abrochó todos los botones del abrigo y divisó a lo lejos el letrero amarillo de Stenvik. El lugar adonde se dirigía.

Miró varias veces antes de cruzar la carretera para no ser arrollado, pero no había ni un solo coche a la vista. La carretera nacional estaba completamente desierta. Anduvo bastante rápido los cincuenta metros que le separaban del desvío. Al torcer, el viento le golpeó de frente en el rostro y aminoró la marcha.

Había recorrido doscientos metros cuando, de pronto, recordó que John Hagman no estaba en Stenvik.

John se encontraba en Borgholm.

Gerlof se detuvo y parpadeó por el viento.

¿Cómo había podido olvidarlo? Se había separado de John en la estación hacía menos de media hora, pero la euforia de su descubrimiento en la fotografía de Ramneby le había despistado.

Sin duda encontraría a alguien en casa. Julia no habría tenido tiempo de regresar a Stenvik, pero Astrid seguro que estaba. Casi nunca salía. No tenía más alternativa que seguir caminando; Marnäs quedaba aún más lejos.

Cada vez le costaba más avanzar y el frío comenzaba a traspasar el abrigo. El viento le zarandeaba y agachó la cabeza.

Avanzó poco a poco sobre el asfalto cuarteado. Contó sus pasos; uno, dos, tres. Cuando llegó al vigésimo quinto alzó de nuevo la vista, pero la distancia que lo separaba del horizonte -donde estaban los árboles que delimitaban el fin del lapiaz y el comienzo de la aldea- no parecía haber disminuido.

Por primera vez Gerlof empezó a sentirse intranquilo, como un nadador audaz que hubiera decidido cruzar un lago helado pero al que de pronto le flaquearan las fuerzas a medio camino. Era imposible regresar a la carretera nacional, pero seguir adelante no resultaba más fácil.

Dio un mal paso con el pie izquierdo, tropezó con el borde del asfalto y estuvo a punto de caer en la cuneta. A duras penas consiguió mantener el equilibrio con la ayuda del bastón, y fue entonces cuando de nuevo oyó el apagado sonido de un motor.

Era un coche, y venía de Stenvik.

Mientras se acercaba, Gerlof pudo ver que el automóvil era grande, reluciente y verde oscuro: un Jaguar cuyo limpiaparabrisas se movía acompasado.

No pasó de largo, se detuvo, y la ventanilla lateral ligeramente tintada se bajó automáticamente y mostró tras el volante un rostro con barba canosa.

– ¡Hola! -gritó una voz alegre.

Gerlof reconoció a Gunnar Ljunger, de Långvik.

Cada vez que se encontraban, el dueño del hotel le daba la lata con sus pedidos de barcos dentro de botellas; era la última persona a la que Gerlof deseaba encontrar; no obstante no tuvo más remedio que alzar una mano desfallecida a modo de saludo.

– Buenos días, Gunnar -saludó con una voz apagada a través del viento, y avanzó hacia el coche.

– Hola, Gerlof -gritó Gunnar desde el interior-. ¿Adónde vas?

Era una pregunta bastante estúpida que podría haber recibido una respuesta igual de estúpida, pero Gerlof señaló la aldea con la cabeza y dijo:

– A Stenvik.

– ¿De visita?

– Sí. -Gerlof se tambaleó por el viento-. A ver a Astrid.

– ¿Astrid Linder? -dijo Ljunger-. Al pasar por delante de su casa, me pareció que no había nadie… No había luz en las ventanas.

– ¿Ah, no?

Si Astrid tampoco estaba en casa, Stenvik estaba desierto, y con ese viento, Gerlof moriría de frío. Al día siguiente la policía encontraría su cuerpo congelado y rígido junto a algún enebro.

Reflexionó y miró a Ljunger.

– ¿Gunnar, por casualidad no irás a Marnäs? -preguntó-. ¿Te importaría pasar cerca de la residencia?

– Sí, claro. Tengo que comprar unas cosas en la ferretería. Te llevo.

– ¿No te importa?

– Claro que no. -Ljunger se inclinó y abrió la puerta del copiloto-. Sube.

– Muchas gracias.

El interior del coche estaba silencioso y cálido, la calefacción al máximo. Ljunger llevaba su anorak amarillo desabrochado y pese a que seguía helado, Gerlof también se desabrochó el abrigo.

– Bueno, entonces vamos -dijo Ljunger-. A Marnäs.

Apretó el acelerador a fondo, y el vehículo salió disparado con tal fuerza que Gerlof se quedó pegado al asiento.

– ¿Tienes que cumplir algún horario, Gerlof? -preguntó Ljunger.

Éste negó con la cabeza.

– No, pero me gustaría…

– Bien, entonces nos dará tiempo a ver una cosa.

Llegaron a la carreta nacional, que estaba tan desierta como antes. Ljunger torció en dirección sur.

– No creo que pueda… -comenzó Gerlof, pero Ljunger lo interrumpió:

– ¿Qué tal los barcos?

– Bien -contestó Gerlof, a pesar de que la última semana no había trabajado ni un minuto (ni siquiera había pensado en ellos)-. Puedes pasar por la residencia de Marnäs antes de Navidad, y les echaremos una ojeada…

Ljunger asintió. Condujo un centenar de metros por la carretera antes de torcer de nuevo. Entró en un pequeño camino de piedras sin señalizar, que corría entre campos roturados y un viejo muro de piedra. Conducía en dirección este, hacia el mar.

– Había pensado… ¿Es demasiado tarde para pedirte que les pintes el casco totalmente de rojo? -preguntó Ljunger-. Quedaría bonito, si fuera posible.

– Sí. Es posible -Gerlof asintió, y tomó aliento-. Gunnar, ¿adónde vamos?

– Aquí al lado -señaló Ljunger-. Casi hemos llegado.

Después no dijo nada más sino que dejó que el coche se deslizara lentamente por el angosto sendero. Lo único que Gerlof podía hacer era dejarse llevar y seguir con los ojos el monótono movimiento del limpiaparabrisas sobre el cristal.

Miró el espacio entre los asientos y vio el teléfono móvil de Gunnar, negro con rayas plateadas y mucho más pequeño que los que Gerlof había visto hasta entonces; medía la mitad que el de Julia.

– ¿Adónde vamos, Gunnar? -preguntó en voz baja.

Ljunger no respondió: era como si ya no escuchara a Gerlof. Sólo miraba el camino encharcado ante el coche y esquivaba los hoyos y baches con habilidad. Esbozó una sonrisa.

Gerlof tenía la frente perlada de sudor.

Debería decir algo, algo ligero y cotidiano. Quizá podía formular una pregunta de cortesía sobre la situación del negocio hostelero. Pero estaba cansado y no se le ocurría ningún asunto banal.

Al final le vino una pregunta a la cabeza:

– ¿Has estado alguna vez en Sudamérica, Gunnar?

Ljunger negó con la cabeza; todavía esbozaba una sonrisa.

– Por desgracia, no -repuso, y añadió-: Lo más cerca que he estado de allí ha sido Costa Rica.


Öland, septiembre de 1972


Sentado en el asiento del copiloto de un Volvo azul, en la parte más alta del puente, Nils Kant se inclina hacia el parabrisas y observa el estrecho de Kalmar al atardecer. Una bruma se extiende por el mar; un espeso banco de niebla, que se ha formado en el estrecho y se aproxima a la isla.

– Esta noche habrá niebla -anuncia.

– Contábamos con ella -contesta Fritiof junto a él.

– ¿Contábamos? -pregunta Nils-. ¿Hay más gente?

Fritiof asiente con la cabeza.

– Dentro de poco los conocerás.

Nils intenta relajarse y mira por encima de la barandilla del puente. Casi puede verse a sí mismo cuando era joven, nadando por el estrecho y luchando contra la muerte hacia el continente; apenas tenía veinte años.

¿Cómo pudo aguantar tanto tiempo en el agua fría? Ahora tiene cuarenta y seis años y apenas podría nadar cien metros.

El puente de Öland es enorme, una gran estructura de varios kilómetros y toneladas de acero y cemento levantada sobre el mar, tan ancha como una autovía. Nils nunca podría haber imaginado una conexión de tal calibre entre su isla y el continente.

– ¿Cuántos años tiene este puente? -pregunta.

– Es completamente nuevo -responde Fritiof al volante.

Desde la llegada de Nils a Jönköping la noche anterior se ha mostrado muy lacónico. Le ha proporcionado ropa oscura para el viaje y un gorro de lana negro para calárselo sobre la frente, pero apenas ha abierto la boca.

El alegre y encantador Fritiof Andersson que fue a buscarlo a Costa Rica hace más de diez años se ha esfumado; en realidad desapareció cuando el tipo de Småland se ahogó en la playa del norte de Limón. Desde aquella noche Fritiof ha tratado a Nils como si fuera un paquete; lo ha trasladado de una ciudad a otra y de un país a otro, ha alquilado pequeños apartamentos o habitaciones individuales en hoteles de barrios decadentes, y sólo se ha puesto en contacto con él por teléfono un par de veces al año.

La noche anterior al viaje a Öland, Fritiof empezó a preguntarle por el tesoro una vez más. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido, Nils? ¿En casa?

Nils negó con la cabeza. Pero al final se lo contó.

– Está enterrado en el lapiaz, al este de Stenvik. Junto al viejo mojón. Podemos ir juntos a buscarlo.

Fritiof asintió con la cabeza.

– De acuerdo, así lo haremos.

Nils lleva mucho tiempo esperando el momento de emprender este último viaje. Por fin está aquí.

– Ahora me quedaré en casa -le dice a Fritiof.

Cierra los ojos cuando abandonan el puente y entran en tierra firme, al norte de Färjestaden. Al fin está de vuelta en Öland.

– Me quedaré en casa -repite Nils-. Me quedaré en casa con mi madre y procuraré que nadie me vea. -Hace una pausa y pregunta-: ¿Vera aún se encuentra bien?

– Sí, claro.

Fritiof Andersson asiente y acelera mientras conducen por el gran lapiaz hacia Borgholm.

Nils se da cuenta de que Öland ha cambiado mucho desde la época de su juventud. Hay más matorrales y árboles en la isla, y la estrecha carretera de grava que llevaba a Borgholm se ha convertido en una carretera nacional asfaltada, tan llana y recta como el puente. La línea de tren que cruzaba la isla de norte a sur debe de estar cerrada pues Nils no ve raíles en el lapiaz. Las hileras de molinos que se alzaban junto a la playa para aprovechar el viento del estrecho también han desaparecido; sólo quedan unos pocos.

Parece haber menos gente en la isla, aunque hay muchas construcciones nuevas junto a la costa. Nils las señala con la cabeza.

– ¿Quién vive en todas esas casas? -pregunta.

– Los veraneantes -responde Fritiof, lacónico-. Se ganan la vida en Estocolmo y compran casas en Öland. Cruzan el puente en coche y toman el sol durante las vacaciones, luego regresan rápidamente a casa para ganar más dinero. No quieren quedarse aquí en invierno; es demasiado frío y triste.

Parece como si en parte los comprendiera.

Nils no dice nada. Fritiof debe de tener razón sobre los veraneantes, pues casi todos los coches que ve conducen en sentido contrario y se marchan de la isla. El verano ha terminado; ha llegado el otoño.

Por lo menos las ruinas del castillo aún siguen en pie y no han cambiado, con sus ventanas dominando Borgholm desde lo alto del peñasco.

En cuanto pasan el castillo se encuentran a las puertas de la ciudad, y la niebla empieza a colmarlo todo lentamente. Fritiof reduce la velocidad y gira en un pequeño aparcamiento junto al límite de Borgholm, a la vista de las ruinas del castillo. Detiene el coche sin dar explicaciones.

– Bien -dice simplemente-. Ya te he dicho que tendríamos compañía.

Abre la puerta del coche y saluda con la mano.

Nils mira alrededor. Alguien se acerca lentamente por el camino: un hombre que aparenta cincuenta años. Viste un jersey de lana gris, pantalones de tela de gabardina y relucientes zapatos de cuero que parecen caros. Saluda con la cabeza a Fritiof.

– Llegáis tarde.

El hombre lleva un sombrero calado hasta la frente. Va sin equipaje. Sólo sostiene un cigarrillo a medio fumar en la mano. Le da una última calada, lo tira al suelo y lanza una mirada tensa alrededor antes de acercarse al coche.

– Nils, creo que deberías sentarte detrás -sugiere Fritiof en voz baja-. Será más seguro cuando lleguemos a Stenvik.

Se baja del coche. Hay una cabina telefónica al final del aparcamiento; Nils ve cómo Fritiof se dirige rápidamente hacia ella. Introduce una moneda, marca un número y mantiene una corta conversación.

Nils también se apea, y el hombre vestido con ropa cara pisa el cigarrillo con el pie derecho y lo mira sin saludar. Entra en el coche y se sienta delante.

Nils no se acomoda enseguida en el asiento trasero. Camina unos metros hacia la carretera disfrutando del regreso y de su recién adquirida libertad para moverse por la isla

Su isla.

Por la carretera nacional pasan un par de coches. Nils ve caras pálidas que le devuelven la mirada desde las ventanillas. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en la niebla.

– ¡Vamos! -grita Fritiof con voz irritada detrás de él.

Ha regresado al coche.

Nils vuelve lentamente, abre la puerta y escucha al hombre del asiento delantero preguntar en voz baja:

– ¿Todo ha ido bien, Gunnar?

Después se da rápidamente la vuelta para mirar a Nils, nervioso y consciente de su error, como si hubiera hablado más de la cuenta.

El hombre que hasta ahora se ha hecho llamar Fritiof vuelve también la cabeza y sonríe.

– No importa; será mejor que nos presentemos de una vez por todas -dice-. Me llamo Gunnar, y éste es Martin. Tenemos a Nils Kant en el asiento trasero. Pero confiamos en los demás, ¿no?

– Claro.

Nils cierra la puerta.

De modo que Fritiof se llama Gunnar. Nils está seguro de haberlo visto hace mucho en alguna parte pero no recuerda dónde.

– Ahora vayamos a Stenvik -anuncia Gunnar.

Y el coche sale de nuevo a la carretera, pasa de largo Borgholm y continúa hacia el norte. A Nils el paisaje le resulta cada vez más familiar, pero al mismo tiempo la niebla del estrecho se vuelve más compacta y borra el horizonte.

El aire es cada vez más plomizo. Gunnar sabía que habría niebla, contaba con ella y por eso escogió justo ese día para que Nils regresara a casa. ¿Con qué más habrá contado?

Al norte de Köpingsvik Gunnar enciende las luces antiniebla y acelera. Nils se fija en los nombres de los letreros amarillos que van dejando atrás. Nombres conocidos de aldeas ölandesas. Pero es el paisaje lo que más le interesa: los campos, la hierba silvestre, los rectos muros de piedra que comienzan en la carretera y desaparecen en la niebla.

Y el lapiaz, su querido lapiaz. El lapiaz, de tonos marrones y grises bajo el cielo infinito, se extiende hacia todos lados: es tan grande y hermoso como lo recordaba.

Nils se siente de nuevo en casa.

Nadie habla en el coche, y tras un cuarto de hora en silencio Nils ve la señal que estaba esperando: STENVIK. Bajo ella hay una gran flecha con la inscripción CAMPING.

El camino que conduce a la aldea ahora está asfaltado y Stenvik tiene un camping. ¿Desde cuándo?

El coche pasa el desvío hacia Stenvik antes de reducir la velocidad.

– Tomaremos la entrada norte -comunica Gunnar-. Por allí hay menos tráfico, y así evitamos atravesar la aldea.

Unos minutos después giran hacia la entrada norte de la aldea, junto a un puesto abandonado de recogida de leche al lado de la carretera nacional. Cuando Nils lo vio por última vez estaba lleno de lecheras de acero con leche de las granjas de los alrededores; ahora está a punto de caerse y recubre su superficie un musgo blanquecino.

En los últimos veinticinco años Öland ha cambiado por completo, pero el camino norte de Stenvik se mantiene más o menos como lo recordaba: estrecho, sinuoso y cubierto de grava. Está completamente desierto; en las cunetas crece la hierba, y más allá se extiende el lapiaz.

Gunnar deja que el Volvo se deslice lentamente un centenar de metros antes de detenerse. Se da la vuelta hacia Nils y Martin le imita. Ambos lo examinan.

Gunnar mira a Nils fijamente; la mirada de Martin es menos expresiva.

– Bueno -dice Gunnar con seriedad-, te hemos traído hasta Stenvik. Y ahora tú desenterrarás el botín de guerra que escondiste junto al mojón, ¿verdad?

– Primero quiero ver a mi madre -dice Nils, y mantiene la mirada a Gunnar.

– Vera no va a ir a ninguna parte, Nils -responde-. Ella puede esperar un poco más. Además nos conviene que sea noche cerrada cuando entremos en la aldea. ¿No te parece?

– Nos repartiremos las piedras -se apresura a decir Nils.

– Por supuesto. Pero primero tenemos que desenterrarlas.

Nils mira a Gunnar unos segundos más, y después afuera. La niebla es más densa, y pronto anochecerá.

Asiente con la cabeza. Les dará a Gunnar y a Martin la mitad de las piedras preciosas, y quedarán en paz.

– Necesitaremos algo con que cavar -murmura.

– Claro. Tenemos palas y picos en el portaequipajes -anuncia Gunnar-. Hemos pensado en todo. No te preocupes.

Pero Nils está inquieto. Se encuentra solo con dos desconocidos, igual que Borrachón en la oscura playa. A diferencia del hombre de Småland, Nils no confía en sus nuevos amigos.

Gunnar no aparca en la carretera, sino que se mete por una pequeña entrada abierta en el muro de piedra. El coche deja atrás la carretera de la aldea.

Se desliza lentamente por la llanura de hierba del lapiaz.

Nils vuelve la cabeza, pero a través de la ventanilla trasera no ve más que niebla. El camino que conduce a su aldea ha desaparecido por completo.

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