– Sal del coche, Gerlof.
Gunnar Ljunger cerró la portezuela, dio la vuelta al vehículo rápidamente y abrió la del copiloto. Esperó, impaciente, a que Gerlof se apeara.
– Tengo que ponerme… -comenzó éste.
Pero Ljunger alargó una mano enguantada.
– No necesitas ningún abrigo, Gerlof -dijo-. ¿No tienes calor ahora?
Ljunger era por lo menos quince años más joven que Gerlof; corpulento, ancho de espaldas y con brazos fuertes. Agarró con fuerza al otro por debajo del brazo y lo sacó del coche.
Ljunger llevaba un anorak amarillo con letras negras en la espalda: LÅNGVIK CONFERENCE CENTER.
– Vamos.
Cerró la puerta, alzó el llavero y apretó un botón. Las puertas del coche se cerraron con un ligero clic.
A Gerlof ese tipo de cosas le parecían mágicas. Había cogido el bastón, pero la cartera se había quedado en el coche. Dio unos pasos vacilantes en dirección a la pradera junto al mar, y comprendió lo que Ljunger pensaba hacer.
Durante unos minutos su cuerpo agradeció salir del coche, tan caliente como una sauna. El viento le refrescó, y sintió que no le hacía falta el abrigo.
Pero Gerlof sabía que no sobreviviría sin él. Fuera hacía un frío paralizante; el termómetro apenas marcaría algún grado por encima de cero. El viento soplaba con fuerza desde el mar Báltico, y la llovizna le aguijoneaba el rostro.
– Mira, Gerlof -Ljunger se dirigía hacia el camino de grava junto al prado y señalaba un muro de piedra delante de una pequeña arboleda. Junto al muro crecía un solitario árbol encogido-. ¿Sabes qué es eso?
Gerlof se acercó unos pasos tambaleándose.
– Un manzano -dijo en voz baja.
– En efecto, un viejo manzano -Ljunger lo tomó del brazo y tiró de él con cuidado pero con decisión hacia la playa. Señaló de nuevo, esta vez hacia un lejano arbusto retorcido-. Y aquel, que apenas se ve, es un arbusto de uva espina abandonado -miró a Gerlof-. ¿Y eso qué significa?
– Un huerto abandonado -dijo Gerlof.
– En efecto, se pueden encontrar las piedras de los cimientos bajo la hierba. -Ljunger miró a su alrededor-. Encontré esta playa hace unos años. No suele haber nadie por aquí, ni siquiera en verano. Es un lugar para sentarse a pensar y a veces… -Ljunger miró el manzano de nuevo-: A veces vengo aquí y pienso en ese árbol y en las personas que vivieron aquí. ¿Por qué ya no hay nadie en un lugar tan bonito?
– La pobreza -apuntó Gerlof, y tiritó por primera vez.
Se esforzó por mantenerse erguido a pesar del viento, sin tiritar ni tambalearse. Pero no llevaba más que una ligera camisa y una camiseta igual de ligera, y el aire frío del otoño le traspasaba la ropa.
– Sí, seguramente eran pobres -dijo Ljunger-. Quizá viajaron en barco al otro lado del Atlántico, como Nils Kant y miles de ölandeses. Pero lo gracioso… -Volvió a hacer una pausa-. Lo gracioso es que nunca se dieron cuenta de las grandes posibilidades que tenía la isla. A los ölandeses siempre os ha ocurrido eso.
Gerlof asintió sin más, Ljunger podía graznar cuanto quisiera.
– Quiero entrar en el coche -dijo.
– Está cerrado -dijo Ljunger.
– Pronto me moriré de frío.
– En ese caso, vuelve a Marnäs. -Ljunger señaló el muro junto al que crecía el árbol-. Por allí hay una abertura. Tras ella encontrarás un camino que lleva hacia el norte por la playa, más allá de una vieja pista de baile… en realidad, sólo hay un par de kilómetros hasta el pueblo en línea recta.
Gerlof se tambaleó sacudido por el viento. Esta vez no le importó; tenía algo importante que decir.
– Soy el único que lo sabe, Gunnar. -Ljunger lo miró sin responder-. Como ya te he dicho antes… lo he averiguado todo en el autobús, al ver que eras tú quien estaba detrás de Martin Malm.
Ljunger se encogió de hombros.
– Ernst Adolfsson también blandió la fotografía -dijo-… pero además sacó a relucir muchas otras cosas, viejas escrituras y demás. A mí no se me asusta fácilmente.
– Él me llevaba la delantera -dijo Gerlof cansado-. Creía que Ernst me lo contaba todo, pero no era así. ¿Qué quería de ti?
– La cantera. Quería comprarme la cantera por una cantidad simbólica, a cambio de no contarle a nadie todo lo que sabía de mis negocios urbanísticos con Vera.
– No era mucho pedir -dijo Gerlof.
– No lo creas -respondió Ljunger al instante-. Hoy día es un terreno sin valor, pero en el futuro la situación quizá cambie. Un casino ölandés excavado en la roca, quizá… ¿quién sabe? No acepté su propuesta. -Ljunger miró a Gerlof-. Vosotros, los viejos capitanes de barco, os sobreestimáis en exceso si creéis que alguien puede estar interesado en cosas que ocurrieron ya hace tiempo.
– Al menos tú estás interesado Gunnar -dijo Gerlof-. Si no, no estaríamos aquí.
– Como comprenderás no puedo permitir que un montón de jubilados vaya por ahí hablando más de la cuenta -observó Ljunger cansado-. No se trata sólo de los proyectos que hay en marcha… Justo ahora estamos esperando que nos den un permiso de construcción en Långvik. Hay en juego mucho dinero. Durante los próximos seis meses se venderán sesenta nuevas parcelas al este del pueblo, ¿cuánto crees que costarán?
Gerlof comprendió.
– Como he dicho, soy el único que lo sabe. Ni John ni mi hija.
Ljunger le sonrió divertido.
– Es muy noble por tu parte llevarte todo el honor, Gerlof. Y te creo.
– Gunnar, ¿también mataste a Vera Kant?
– No, qué va. He oído que se cayó por la escalera de su casa y se desnucó. Nunca he matado a nadie.
– Mataste a Ernst Adolfsson.
– No -repuso Ljunger-. Tuvimos una discusión que acabó en una pequeña pelea.
– Durante la pelea tiró una de sus esculturas a la cantera, ¿verdad? -dijo Gerlof.
– Sí. Y luego yo le empujé y se cayó llevándose la gran escultura de piedra consigo. Fue un accidente, exactamente como determinó la policía.
– Tú mataste a Nils Kant -dijo Gerlof.
– No.
– Entonces fue Martin -replicó-. ¿Y Jens? ¿Quién mató a Jens?
Ljunger ya no sonreía. Miró su reloj y dio un par de pasos hacia el coche.
– ¿Se tropezó Jens con vosotros en el lapiaz? -prosiguió Gerlof alzando la voz-. ¿Por qué no lo dejasteis vivir? Tenía seis años… no representaba ningún peligro para vosotros.
– Dejemos correr ese funesto suceso, Gerlof. Además, ahora tengo que irme.
Y seguro que era cierto, Gunnar Ljunger tenía una agenda muy apretada. Matar a Gerlof era sólo un trámite más en su agenda del día.
Cerró los ojos para protegerlos de la lluvia y el viento. No aguantaría mucho tiempo de pie. Pero no pensaba arrodillarse ante Gunnar Ljunger, eso no era digno de él.
– Sé dónde están las piedras preciosas -anunció.
Gerlof dio un paso hacia el coche apoyándose en el bastón. Si se acercaba lo suficiente quizá pudiera golpearlo con el bastón y hacer una buena abolladura a la reluciente carrocería.
– ¿Las piedras preciosas?
Ljunger lo miró. Tenía una mano sobre la manilla de la portezuela.
Gerlof asintió.
– El botín de guerra de los soldados. Me lo dieron y lo he guardado. Ayúdame a entrar en el coche y vamos a buscarlo.
Ljunger negó con la cabeza y sonrió de nuevo.
– Gracias por el ofrecimiento. Le pregunté a Nils unas cuantas veces dónde estaba el botín, aunque quien quería las piedras era sobre todo Martin. Ni siquiera es seguro que tengan algún valor. Yo estoy más que satisfecho con los terrenos de Vera. La avaricia rompe el saco.
Abrió la puerta rápidamente, entró y se sentó.
Arrancó el coche. El motor apenas emitió ningún sonido, simplemente susurró, perfectamente ajustado.
Ljunger puso la marcha atrás y el coche se deslizó lentamente por el camino de grava, poniéndose fuera del alcance de Gerlof justo cuando estaba a punto de alzar el bastón.
Demasiado tarde. «¡Por los clavos de Cristo!»
Gerlof se quedó desamparado en el prado. Bajó lentamente el bastón y vio el coche, y con él el abrigo, desaparecer en la distancia.
Ljunger estaba de nuevo cómodamente sentado tras el volante y ni siquiera miró a Gerlof; había vuelto la cabeza para dar rápidamente marcha atrás por el camino de grava. Viró en el terraplén por donde antes pasaba el tren y se alejó.
Más adelante, el Jaguar se detuvo un momento cerca de la carretera principal. Gerlof alcanzó a ver con los ojos entornados cómo Ljunger abría la puerta, tiraba la cartera y a continuación el abrigo. Luego cerró la puerta y prosiguió su camino. El sonido del motor se apagó.
Gerlof seguía de pie de espaldas a la lluvia. El fuerte viento susurraba en sus oídos.
Empezaba a estar empapado y congelado y nunca reuniría fuerzas para regresar hasta la carretera principal, ni a Marnäs. Ljunger lo sabía.
Levantó un pie, volvió como pudo el cuerpo, y dio media vuelta con pasos vacilantes. La playa seguía gris y desierta.
Calculó que la vieja parcela que Ljunger le había enseñado se hallaba a unos cincuenta metros. Podría llegar hasta allí y protegerse un poco del viento tras el muro de piedra.
– Entonces hazlo -murmuró.
Gerlof se puso en marcha. Paso a paso, usando el bastón como firme apoyo cada vez que le fallaban las piernas. Cruzaba el brazo libre sobre la pechera mojada de su camisa, como una lastimosa protección contra el viento.
Bajo los zapatos notaba el duro y firme camino de grava, construido hacía muchos años con piedra caliza triturada. El coche de Gunnar Ljunger no había dejado huellas en él, y la lluvia pronto borraría las marcas de las ruedas embarradas que pudieran aparecer un poco más adelante. Como si Ljunger nunca hubiera estado allí, como si Gerlof hubiera ido solo.
«La policía no sospecha que haya sido un crimen.» Seguramente ésa sería la noticia del Ölands-Posten, cuando lo encontraran congelado.
Empezaba a anochecer.
Paso a paso. Gerlof levantó una mano temblorosa y se limpió unas frías gotas de lluvia de la frente.
A medida que se acercaba a la playa oía más y más cómo las olas rompían rítmicamente contra la pequeña extensión de arena que se extendía debajo del prado. A lo lejos, una solitaria gaviota planeaba por encima del mar pese a los embates del viento. No era el único signo de vida; unas cuantas millas mar adentro, Gerlof vislumbró la borrosa silueta grisácea de un gran barco de carga que navegaba con rumbo norte. Sabía que por mucho que agitara los brazos o gritara, nadie le vería ni oiría.
Que recordara, nunca había estado en esa pequeña playa. Gerlof añoraba el paisaje abrupto de Stenvik; era yermo y hermoso. En su opinión la costa este de Öland era demasiado llana y frondosa.
El camino de grava acababa de pronto en un estrecho sendero que se prolongaba entre la hierba. Nadie había pasado por allí en mucho tiempo; la hierba era alta y dificultaba el paso, por lo menos el de Gerlof, que apenas podía levantar los pies. De vez en cuando llegaba una fuerte ráfaga de viento desde el mar que le hacía tambalearse y perder el equilibrio. Pero siguió caminando, paso a paso, y finalmente alcanzó el manzano. Tras esos pocos metros apenas le quedaban fuerzas.
Era un triste manzano, delgado y retorcido a causa de los fuertes vientos marinos. Las ramas carecían por completo de hojas y no proporcionaban protección alguna, pero al menos pudo apoyar la espalda contra el rugoso tronco y descansar un momento.
Buscó en el bolsillo derecho del pantalón. Encontró un objeto duro y lo sacó.
Era el móvil negro de Gunnar Ljunger.
Gerlof recordó que había cogido el pequeño teléfono del espacio entre los asientos cuando Ljunger se apeó y rodeó el coche para abrir la puerta. Había conseguido metérselo en el bolsillo justo antes de que Ljunger lo sacara del coche a la fuerza.
Pero el robo del móvil no era de gran ayuda, pues Gerlof no sabía cómo funcionaba. Intentó marcar el número de John Hagman, pero no sucedió nada. El móvil estaba apagado.
Se lo guardó en el bolsillo.
¿Debería sentirse agradecido de que Gunnar Ljunger le hubiera permitido conservar los zapatos? Sin ellos no habría sido capaz de avanzar ni un metro.
No, no estaba agradecido. Odiaba a Ljunger.
Terrenos y dinero; no había nada más. Martin Malm había recibido dinero para comprar nuevos barcos. Y Gunnar Ljunger había obtenido un sinfín de terrenos en los alrededores de Långvik para explotarlos.
Durante todos esos años habían engañado a Vera Kant, al igual que a Nils.
También Gerlof, por supuesto, había sido víctima de su engaño.
Ahora sabía casi todo lo que había ocurrido; su objetivo desde el principio no había sido otro, pero no le bastaba. Deseaba poder contárselo a John y a Julia y, sobre todo, a la policía.
Le habría gustado reunir a todos los implicados en el drama, explicarles cómo habían ocurrido los hechos y señalar a los culpables, al asesino de Nils Kant y del pequeño Jens, y provocar una gran conmoción, un murmullo de voces en la habitación. El asesino se derrumbaría y confesaría; el resto de los presentes se asombraría ante la verdad. Todos aplaudirían.
«Sólo quieres hacerte el interesante», le había dicho Julia una vez. Y seguramente tenía razón. A eso se reducía todo, a sentirse importante; no viejo, olvidado y más muerto que vivo.
Pero ahora estaba a punto de morir. La vida era luz y calor, y ahora que el sol se había puesto, la temperatura descendía rápidamente. Notaba los pies como témpanos de hielo dentro de los zapatos, tenía los dedos de las manos entumecidos. El frío le paralizaba, pero extrañamente también le relajaba y le confortaba.
Cerró los ojos unos segundos, e imaginó a Gunnar Ljunger alejándose en su cochazo. Había tirado el abrigo y la cartera de Gerlof para crear pistas falsas. Cuando lo encontraran, pensó Gerlof, la situación resultaría clara como el día: un anciano senil se había bajado del autobús y se había perdido, había caminado en el sentido opuesto y en su confusión se había quitado el abrigo por el camino. Al final había muerto congelado en la playa al caer la noche.
A Ljunger no le bastaba con matar a Gerlof; también tenía que hacerlo pasar por un idiota.
Inspiró el aire helado trabajosamente. ¿En qué momento el cuerpo se rendía y dejaba de funcionar? ¿No era cuando la temperatura de la sangre descendía por debajo de los treinta grados?
Debía hacer algo, por ejemplo bajar a la playa y grabar un mensaje en la arena antes de morir: GUNNAR LJUNGER – ASESINO, con grandes letras para que la lluvia no pudiera borrarlas. Pero no le quedaban fuerzas.
Se sentía como si se hubiera caído de un barco en alta mar: la misma sensación de frío, humedad y desamparo. Gerlof nunca había aprendido a nadar bien del todo, y cuando navegaba siempre había temido caerse por la borda. Habría significado el fin.
Pensó en Ella. Toda la vida había creído que cuando le llegara la muerte sentiría la presencia de su mujer de una forma u otra, pero no notaba nada especial.
Luego pensó en Julia. ¿Habría salido ya de Borgholm? Quizás en ese momento pasaba por la carretera en el coche de Lennart. Confiaba en que Ljunger la dejara en paz.
«Nunca estoy de pie si me puedo sentar y nunca me siento si puedo tumbarme.» Gerlof había leído esa frase en algún lugar, pero ahora no recordaba dónde.
Se le doblaron las rodillas. Las piernas ya no le sostenían; cuando la corteza del árbol le rascó la espalda, gimió de dolor.
Fue deslizándose hasta que cayó a los pies del manzano con las piernas dobladas, y supo que no tendría fuerzas para levantarse. A menos que alguien le ayudara.
Gerlof sabía que si se sentaba apoyado en el tronco cometería un grave error. Una vez sentado, tarde o temprano desearía tumbarse en el suelo y, luego, cerraría los ojos y se abandonaría a la oscuridad.
Dormirse sería un error aún más grave.
Pero Gerlof se rindió al fin y se deslizó lentamente sobre la hierba.
Sólo se sentaría y cerraría los ojos un rato.
Öland, septiembre de 1972
Gunnar lleva un pico de hierro y dos palas en el portaequipajes del Volvo. Saca las herramientas, entrega una de las palas a Martin y luego mira a Nils.
– Bueno, ya hemos llegado -dice-. ¿Adónde vamos?
Hace mucho frío. Nils contempla la niebla que cubre el lapiaz. Percibe el familiar aroma a hierbas y tierra, y ve enebros, piedras y senderos débilmente marcados; todo sigue igual que en su juventud, pero no lo reconoce. Los puntos de referencia han desaparecido tras un velo de niebla.
– Tenemos que ir al mojón -murmura.
– Ya lo sé, dijiste lo mismo anoche -responde Gunnar, irritado-. Pero ¿dónde está exactamente?
– Aquí… cerca.
Nils mira de nuevo alrededor y se aleja del coche.
Martin, que apenas ha abierto la boca durante el viaje, lo alcanza rápidamente. En cuanto se ha apeado del coche, ha encendido un cigarrillo, y ahora fuma con los labios apretados. Gunnar se une a ellos y camina a su lado.
Nils aminora el paso, como si no tuviera prisa. Quiere que los dos hombres caminen delante de él, para poder vigilarlos.
Es la niebla más densa que Nils alcanza a recordar; de hecho en sus recuerdos de adolescente el lapiaz siempre aparece iluminado por el sol. Ahora le parece estar andando por el fondo del mar dentro de una bolsa de aire. El paisaje se desdibuja a pocos metros de distancia; el gris domina sobre los demás colores, y no le llegan más que sonidos apagados. Sólo lleva un fino jersey, una chaqueta oscura de cuero y vaqueros, y está helado.
– ¿Vienes, Nils?
Gunnar se ha detenido y se da la vuelta. Nils no ve sino una enorme figura gris delante de él, borrosa como un dibujo a carboncillo. Su mirada resulta difícil de captar e imposible de descifrar.
– No queremos perderte -dice, pero antes de que Nils le haya alcanzado se da la vuelta y prosigue su camino dando grandes zancadas por la hierba abatida por el viento.
El crepúsculo se cierne lentamente sobre el lapiaz. Anochecerá antes de que Nils pueda ir a casa a ver a su madre. ¿Estará al corriente de que ha llegado?
Nils pasa por encima de una piedra plana con bordes irregulares y forma de triángulo, y de pronto la reconoce. Ahora sabe dónde está.
– Es más a la izquierda -dice.
Gunnar cambia de dirección sin decir palabra.
Nils cree haber percibido un sonido apagado en la niebla; se detiene y aguza el oído. ¿Un coche en el camino de la aldea? Escucha en silencio, pero no se oye nada más.
Ahora están cerca, pero cuando por fin Gunnar y Martin se detienen junto a un montículo cubierto de hierba, Nils no está seguro de haber llegado. No ve alzarse el mojón por ninguna parte.
– Aquí es -dice Gunnar lacónico.
– No -responde Nils.
– Sí.
Gunnar patea la hierba unas cuantas veces, y descubre el borde de piedra.
Entonces Nils comprende que el mojón ya no existe. Ha sido olvidado. Hace años que ningún caminante ha colocado una piedra para honrar a los muertos, y la hierba pajiza del lapiaz ha acabado por cubrir el montículo.
Nils piensa en la última vez que estuvo aquí, cuando ocultó el tesoro. Entonces era tan joven que casi se sintió orgulloso de haber disparado a los soldados en el lapiaz.
Después, todo ha ido de mal en peor. Todo ha salido mal.
Nils señala con el dedo.
– Aquí… está por aquí -dice-. Cavad aquí.
Mira a Martin, que sostiene la pala en una mano mientras que con la otra busca un cigarrillo que llevarse a los labios. ¿Por qué está tan nervioso?
– Tendréis que cavar si queréis el tesoro -dice Nils.
Se hace a un lado y se dirige al otro extremo del mojón. A su espalda oye el ruido de la pala clavándose en la tierra. La excavación ha comenzado.
Nils escudriña la niebla, pero nada se mueve. Todo está en silencio.
Detrás de él, Martin ha empezado a cavar un profundo surco en la tierra. Y se ha tropezado con unas cuantas piedras, que Gunnar ha tenido que quitar con el pico, y tiene el rostro enrojecido. Respira pesadamente y lanza miradas de indignación a Nils.
– Aquí no hay nada -dice-. Sólo piedras.
– Tiene que estar aquí -responde Nils, y baja la vista al ancho hoyo-. Fue aquí donde lo enterré.
Pero ve que Martin tiene razón: el hoyo está vacío.
– Dame -dice Nils, irritado, y alcanza la otra pala.
Luego empieza a cavar, con enérgicos y rápidos movimientos.
Tras unos minutos aparecen las piedras calizas que cogió del mojón hace muchos años y que colocó alrededor del estuche para protegerlo.
Siguen ahí, aunque ahora están ennegrecidas por la tierra, pero el tesoro ha desaparecido.
Nils alza la vista para mirar a Martin.
– Te has llevado el tesoro -dice en voz baja, y se acerca unos pasos-. ¿Dónde está?