22

– No te culpo de nada, Gerlof -declaró Lennart lentamente-, pero al parecer has inducido a tu hija a creer que Nils Kant aún está vivo. Que vive en la vieja casa de Vera. Y que secuestró a su hijo en el lapiaz.

Era por la tarde y Gerlof estaba sentado a su mesa en la residencia de Marnäs. Tenía la vista fija en el suelo, como un colegial sorprendido en una falta.

– Puede que haya dicho algo -concedió al fin-. Pero eso de que Nils se ocultara en casa de Vera Kant, no: nunca he dicho tal cosa; quizá que estuviera vivo…

Lennart suspiró. Estaba delante de Gerlof en medio de la habitación e iba de uniforme. Había ido a la residencia para informarle de que Julia estaba recuperándose de sus heridas en casa de Astrid, en Stenvik, después de que el día anterior la hubieran escayolado y vendado en el hospital de Borgholm.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Gerlof en voz baja.

– Tiene un esguince en el pie derecho, la muñeca y la clavícula rotas, hemorragia nasal, conmoción cerebral y cardenales por todo el cuerpo -informó Lennart, que suspiró de nuevo y añadió-: Podría haber sido mucho peor; se podría haber roto la crisma. También podría haber ido mejor… Podría no haber entrado en casa de Vera Kant, por ejemplo.

– ¿La acusarán? ¿De allanamiento de morada?

– No -respondió Lennart-. Yo no lo haré. Tampoco creo que lo hagan los dueños de la finca.

– ¿Has hablado con ellos?

Lennart asintió.

– Conseguí localizar al sobrino de Vera en Växjö. Le he llamado antes de venir. Un primo de Nils algo más joven… No ha estado en Stenvik desde hace muchos años y asegura que tampoco ha ido nadie de la familia. La casa pertenece a varios primos de Småland, pero al parecer no se ponen de acuerdo sobre si repararla o venderla.

– Me imaginaba algo así -asintió Gerlof. Luego negó con la cabeza y miró al policía-. Lennart, nunca le dije a Julia que yo creyera que Nils Kant está vivo -añadió-. Sólo dije que hay gente que lo cree.

– ¿Quiénes?

– Bueno… Ernst -dijo Gerlof, que no deseaba comprometer a John Hagman con la policía-. Ernst Adolfsson lo creía. Creo que él pensaba que Nils Kant estaba vivo y que había matado a Jens en el lapiaz. Así que él intentó que yo…

Lennart lo miró con ojos cansados.

– Detectives privados -interrumpió-. Alguna gente cree que sabe cómo resolver los crímenes mejor que la policía.

A Gerlof le habría gustado soltarle alguna agudeza, pero no se le ocurrió nada.

– Otra cosa muy distinta es que alguien ha entrado en casa de Vera Kant -prosiguió Lennart.

Gerlof miró sorprendido al policía.

– Ah, ¿sí?

– La puerta ha sido forzada. Y había rastros en el piso de arriba: recortes de periódico colgados de la pared, restos de comida…, y un saco de dormir. Y habían estado cavando en el sótano.

Gerlof recapacitó.

– ¿Has registrado la casa?

– Sólo por encima -respondió Lennart-. Era más importante llevar a tu hija al hospital.

– Muy bien. Su padre te lo agradece -aseguró Gerlof.

– La he dejado con Astrid, y hoy por la mañana he pasado por casa de Vera Kant antes de venir a verte -prosiguió el policía-. Julia tuvo suerte, el quinqué se rompió al caerse sobre el suelo de piedra de la cocina. Si hubiera ido a parar al lado de la pared podría haber ardido toda la casa.

Gerlof asintió.

– ¿Qué has dicho del sótano? ¿Han estado cavando? ¿O enterrando algo?

– Es difícil saberlo. Creo que sólo cavando.

– Los ladrones no suelen entrar en las casas a cavar -comentó Gerlof-. Ni se quedan a dormir.

Lennart le lanzó una mirada cansina.

– Otra vez haciendo de detective.

– Sólo pienso en alto. Y creo…

– ¿Qué?

– Bueno…, creo que quien entró en la casa tiene que ser alguien de Stenvik.

– Gerlof…

– En Öland pueden hacerse muchas cosas sin que nadie te moleste -prosiguió Gerlof-. Lo sabes muy bien. Apenas hay nadie para verte…

– Envía una carta al periódico para quejarte de que faltan policías -replicó Lennart al punto.

– Pero hay una cosa que la gente siempre ve -prosiguió Gerlof-: a los extraños. La gente de Stenvik se habría fijado en desconocidos que llevaran palas, en coches desconocidos aparcados junto a la casa de Vera Kant. Y por lo que sé, nadie ha visto absolutamente nada.

Lennart recapacitó.

– ¿Cuánta gente vive todo el año en Stenvik? -preguntó al cabo de un rato.

– Muy poca.

Lennart guardó silencio unos segundos.

– Puede que necesite tu ayuda, Gerlof -dijo, y añadió enseguida-: No me refiero a la investigación, sino sólo a algunos datos. Encontré algo en el sótano. -Introdujo la mano en el bolsillo del uniforme-. Había varias cajitas de snus en las ventanas del sótano y debajo de la escalera. Todas vacías. No creo que sean de la época de Vera Kant.

Sacó una cajita dentro de una bolsa de plástico y un cuaderno.

– No consumo snus -afirmó Gerlof.

– No. Pero ¿conoces a alguien de Stenvik aficionado al snus?

Gerlof dudó unos segundos, y al final asintió con la cabeza.

No había razón para ocultarle a la policía datos que podría descubrir por sí misma.

– Sólo a una -dijo.

A continuación le dio un nombre a Lennart. El policía lo anotó en su cuaderno y asintió.

– Gracias por la ayuda.

– Te acompaño con mucho gusto -declaró Gerlof-. Si es que vas a ir a verlo. -Lennart abrió la boca y Gerlof añadió rápidamente-: Hoy me encuentro bien, puedo caminar. Se sentirá relajado y hablará más si voy contigo. Estoy casi seguro.

Lennart suspiró.

– Entonces, ponte el abrigo; daremos un paseo.


– Fue un bonito discurso, John -dijo Gerlof-. Me refiero al del entierro de Ernst.

Su amigo, que estaba sentado al otro lado de la mesa de su pequeña cocina, asintió en silencio casi imperceptiblemente. Se reclinó unos segundos, después se incorporó. Estaba tenso, Gerlof lo veía con claridad, y la razón no era difícil de imaginar: la tercera persona sentada a la mesa era Lennart Henriksson, aún de uniforme. Eran las seis menos cuarto de la tarde y había anochecido.

La cajita de snus vacía reposaba sobre la mesa.

– ¿Así que vais a reabrir el caso? -inquirió John.

– Tanto como reabrirlo… -repuso Lennart, y se encogió de hombros-. Nos gustaría hablar con Anders, por si la cajita de snus resulta ser suya. En tal caso, es probable que fuera él quien durmiera en casa de Vera Kant, excavara en el sótano y colgara en la pared los recortes sobre Nils Kant y Jens Davidsson. Me gustaría saber dónde estaba Anders el día en que desapareció el pequeño Jens.

– No es necesario que se lo preguntéis a Anders -dijo John-. Yo lo sé.

– Vaya -exclamó Lennart. Sacó el cuaderno y un bolígrafo-. Cuéntame.

– Estuvo aquí -repuso John lacónico.

– ¿En Stenvik?

John asintió.

– ¿Contigo? ¿Puedes confirmar su coartada ese día?

John se encogió de hombros.

– De eso hace muchos años. No me acuerdo…, pero por la noche ambos estuvimos buscándolo por la playa. De eso sí me acuerdo.

– Yo también lo recuerdo -intervino Gerlof.

Aun cuando muchos otros sucesos de aquella tarde eran vagos, conservaba la imagen de John y su hijo, que entonces debía de tener veinte años, dirigiéndose juntos hacia el sur por la playa.

– ¿Y durante el mediodía? -preguntó Lennart-. ¿Dónde estaba Anders entonces?

– No me acuerdo -confesó John-. Puede que saliera. Pero seguro que no fue a casa de Gerlof. -Miró a su amigo-. Anders no es mala persona.

Éste asintió.

– Nadie piensa lo contrario.

Lennart continuó tomando notas.

– De todas formas tendremos que hablar con él. ¿Se encuentra tu hijo en casa?

– Está en Borgholm -repuso John-. Se fue ayer después del funeral.

– ¿Vive allí?

– A veces…, vive con su madre -explicó John-. Otras vive aquí conmigo. Hace lo que quiere. No tiene carné de conducir, así que se desplaza en autobús.

– ¿Cuántos años tiene?

– Cuarenta y dos.

– Cuarenta y dos… ¿Y todavía vive en casa de sus padres? -inquirió Lennart.

– No es ningún crimen. -John señaló con el pulgar por encima del hombro-. Y además, tiene su propia casa, detrás de la mía.

– En mi opinión -apuntó Gerlof con tacto-, Anders es un poco especial. ¿No te parece, John? Es bueno y servicial, pero diferente.

– Me he encontrado con Anders un par de veces -dijo Lennart-. Y a mí me parece que está en sus cabales.

John mantuvo la cabeza erguida.

– A Anders le gusta estar solo -afirmó-. Piensa mucho, habla poco. Pero no es mala persona.

– ¿Y la dirección?

John le dio una dirección en Köpmansgatan. Lennart la apuntó.

– Bien. Entonces no te molestamos más, John. Nos vamos a Marnäs.

Esta última frase iba dirigida a Gerlof, que se encontraba detrás de él y cada vez se sentía más como un segundo policía.

Había resultado muy desagradable ver cómo el miedo se reflejaba en los ojos de John durante la conversación. Miedo a que la autoridad, que planeaba sobre ellos como un halcón, finalmente se hubiera fijado en él y en su único hijo y ya nunca los dejara en paz.

– No es mala persona -repitió John, a pesar de que Lennart ya se había levantado y se dirigía a la puerta.

– No te preocupes, John -murmuró Gerlof, aunque su tono no sonaba del todo convincente-. Te llamaré esta noche. ¿De acuerdo?

John asintió, pero seguía observando con aire tenso a Lennart, que esperaba en la puerta.

– Vamos, Gerlof.

Sonó como una orden. Gerlof ya no se sentía como un policía, sino más bien como un perro faldero; se levantó obedientemente y siguió al policía. En realidad deseaba visitar a su hija en casa de Astrid, pero tendría que dejarlo para otra ocasión.


A Gerlof le temblaban los músculos más de lo habitual al dirigirse hacia su habitación; también las articulaciones le dolían más de lo normal. De nuevo se encontraba en la residencia de Marnäs después de que Lennart lo hubiera traído de vuelta.

Oyó el teléfono al otro lado de la puerta y pensó que no le daría tiempo a responder, pero la señal sonaba y sonaba.

– ¿Davidsson?

– Soy yo.

Era John.

– ¿Cómo estás?

Gerlof se sentó pesadamente en la cama.

John guardaba silencio.

– ¿Has hablado con Anders? -preguntó Gerlof.

– Sí. He llamado a Borgholm. He hablado con él.

– Bien. Quizá no deberías decirle que la policía quiere…

– Demasiado tarde -interrumpió John-. Le he contado que la policía había estado aquí.

– ¡Vaya! -exclamó Gerlof-. ¿Qué te ha dicho?

– Nada. Sólo me ha escuchado.

Se hizo un silencio al otro lado del auricular.

– John…, creo que ambos sabemos qué hacía Anders en casa de Vera Kant. Qué era lo que buscaba en el sótano -añadió Gerlof-. El tesoro de los soldados. Ese botín de guerra que la gente siempre creyó que los dos jóvenes llevaban encima cuando desembarcaron en Öland.

– Sí -convino John.

– El tesoro que Nils Kant se llevó -prosiguió Gerlof-, si es que lo hizo realmente.

– Anders lleva muchos años hablando de eso.

– No lo encontrará -apuntó Gerlof-. Lo sé.

John guardó silencio de nuevo.

– Tenemos que ir a Ramneby -continuó Gerlof-. Al aserradero y al museo de la madera. Podríamos ir mañana.

– Mañana no puedo -se disculpó John-. Tengo que ir a Borgholm a buscar a Anders.

– La semana que viene entonces. Cuando el museo esté abierto -decidió Gerlof-. Y después podemos pasar por Borgholm y ver cómo se encuentra Martin Malm.

– Sí, claro -repuso John.

– Encontraremos a Nils Kant, John -le prometió.


Eran casi las nueve de la noche. El pasillo de la residencia de Marnäs estaba desierto y en silencio.

Gerlof se encontraba apoyado en su bastón al otro lado de la puerta cerrada de Maja Nyman. No le llegaba ningún ruido desde el interior de la habitación. Sobre la mirilla de la puerta había una hoja de papel con el siguiente mensaje escrito a mano: «¡POR FAVOR, LLAME A LA PUERTA! JUAN 10,7».

«En verdad, en verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas», recitó Gerlof de memoria para sí mismo.

Dudó un rato, luego alzó la mano derecha y llamó a la puerta.

Pasó un rato, después Maja abrió. Unas horas antes se habían visto en la cena, y aún llevaba puesto el mismo vestido amarillo con la blusa blanca.

– Buenas noches -saludó él con una sonrisa cortés-. Sólo quería saber si estabas en casa.

– Gerlof.

Maja sonrió y asintió con la cabeza, pero a él le pareció ver una arruga de preocupación en su frente arrugada y oculta bajo el flequillo cano. Su visita resultaba inesperada.

– ¿Puedo pasar?

Ella asintió con cierta vacilación y retrocedió un paso.

– No he limpiado.

– No importa -respondió Gerlof.

Apoyándose en su bastón, entró despacio en la habitación, que estaba igual de limpia que en sus anteriores visitas. Una alfombra persa granate cubría casi todo el suelo, y las paredes estaban repletas de retratos y cuadros…

Gerlof había visitado a Maja en varias ocasiones. A los pocos meses de su llegada a la residencia de Marnäs habían entablado una relación que finalizó un año después, cuando el dolor causado por el síndrome de Sjögren se volvió insoportable. Luego continuaron con una apacible amistad que aún mantenían. Ambos eran de Stenvik, ambos estaban solos tras un largo matrimonio. Habían tenido mucho de qué hablar.

– ¿Te encuentras bien, Maja? -preguntó.

– Sí. Estoy bien de salud.

Maja apartó una silla de la mesita de té al lado de la ventana y Gerlof se sentó, agradecido. Ella también tomó asiento y ambos guardaron silencio.

Al final él se vio obligado a decir algo.

– Maja, me pregunto si podrías contarme un poco más sobre algo de lo que ya hemos hablado otras veces…

Metió la mano en su bolsillo y sacó el pequeño sobre blanco que Julia le había dado la semana anterior.

– Mi hija encontró esta carta en el cementerio, junto a la lápida de Nils Kant -explicó Gerlof-. Sé que fuiste tú quien la escribió y la puso allí, pero no es de eso de lo que quería hablarte. Me pregunto…

– No tengo por qué avergonzarme de nada -replicó Maja enseguida.

– Claro que no -convino Gerlof-. Yo no he…

– A Nils nunca le dejo el ramo mejor -adujo Maja- Ése es siempre para mi marido… Siempre me ocupo primero de la tumba de Helge antes de ir a la de Nils.

– Eso está bien -dijo Gerlof-. Hay que cuidar todas las tumbas -continuó-. No era eso lo que quería preguntarte, era otra cosa. Recuerdo que una vez me dijiste que te encontraste con Nils en el lapiaz, el mismo día que él… se ocupó de los soldados alemanes.

Maja asintió con aire grave.

– Pude verlo en su rostro. Él no dijo nada, pero vi que algo había pasado. Intenté hablar con él, pero Nils se escapó por el lapiaz.

– Entiendo -dijo Gerlof, que hizo una pausa y continuó con delicadeza-: Y me contaste que ese día él te dio algo…

Maja lo miró fijamente. Asintió con la cabeza.

– Me pregunto si podrías enseñarme lo que te dio -prosiguió Gerlof-. Y decirme si se lo has contado a alguien más. ¿Lo has hecho?

Maja parecía inquieta y no le quitaba los ojos de encima.

– Nadie más lo sabe -dijo simplemente-. Y él no me dio nada, yo lo cogí.

– ¿Disculpa?

– Nils no me dio nada -repitió Maja-. Yo lo cogí. Y me he arrepentido muchísimas veces…

– Un paquete -dijo Gerlof-. Dijiste que era un paquete.

– Seguí a Nils -explicó Maja-. Era joven y curiosa. Demasiado curiosa…, así que me escondí detrás de un enebro y vi cómo se alejaba. Se dirigió hacia el mojón a las afueras de Stenvik.

– ¿El montón de piedras? -preguntó Gerlof-. ¿Y qué hizo?

Maja guardaba silencio. Ahora tenía la mirada ausente.

– Cavó en la tierra -respondió finalmente.

– ¿Enterró algo? -quiso saber Gerlof-. ¿El paquete?

Maja lo miró y dijo:

– Nils está muerto, Gerlof.

– Eso parece -replicó él.

– Así es -prosiguió Maja-. No todos lo creen, pero yo lo sé. Si no, me habría buscado.

Gerlof asintió con la cabeza.

– ¿Desenterraste el paquete cuando Nils se marchó?

Maja negó con la cabeza.

– Me fui corriendo a casa. Fue mucho después…, cuando regresó a casa.

Gerlof tardó unos segundos en comprenderla.

– Te refieres… a cuando regresó en el ataúd.

Maja asintió.

– Fui al lapiaz y lo desenterré -declaró ella.

Se puso en pie lentamente, se alisó la falda con las palmas de las manos y se dirigió hacia el televisor situado en un rincón de la habitación. Gerlof permaneció sentado pero volvió la cabeza para verla.

– Fue un día de otoño a mediados de los años sesenta, un par de años después del entierro de Nils -continuó Maja por encima del hombro-. Helge estaba en el campo y los niños habían ido a la escuela de Marnäs. Así que cogí una bolsa de plástico y una pala del jardín, cerré la casa con llave y me fui sola al lapiaz.

Gerlof vio cómo Maja hacía esfuerzos para coger un cofre azul de madera decorado con rosas rojas de una estantería debajo del televisor. Lo había visto en otras ocasiones, era su viejo costurero. Llevó el cofre hasta la mesa de té y lo colocó ante Gerlof.

– Crucé la carretera -prosiguió ella-, y después de media hora llegué al lapiaz, a las afueras de Stenvik. Encontré lo que quedaba del mojón e intenté recordar dónde había cavado Nils exactamente… Y al final lo encontré.

Abrió la tapa del cofre. Gerlof vio tijeras, lana y filas de carretes de hilo y recordó la época en que él cosía los desgarrones de las velas. Entonces Maja levantó el doble fondo y lo puso a un lado, y Gerlof vio un estuche plano en el compartimento secreto.

Una caja de hojalata, descolorida por viejas manchas de óxido.

Gerlof confiaba en que se tratara de eso.

– Aquí está.

Maja alzó el estuche y se lo entregó. Él oyó que algo resonaba en su interior.

– ¿Puedo abrirlo?

– Puedes hacer lo que quieras con él, Gerlof.

El estuche no tenía cerradura y lo abrió con sumo cuidado.

Ahí dentro algo brillaba.

En el estuche había apenas una veintena de trozos de cristal, simples fruslerías; pero no le resultó difícil comprender que se trataba de piedras preciosas. Y una cruz. Gerlof no era un experto, pero el crucifijo parecía ser de oro macizo.

Gerlof cerró la tapa, antes de sucumbir a la tentación de coger las piedras y hacerlas rodar entre sus dedos.

– ¿Le has hablado a alguien más de este hallazgo? -preguntó en voz baja.

– Se lo conté a mi marido antes de que muriera -respondió Maja.

– ¿Crees que él se lo pudo haber contado a alguien más?

– Él no hablaba de esas cosas con la gente -aseguró Maja-. Y si lo hubiera hecho me lo habría dicho. No teníamos secretos.

Gerlof la creyó. Helge no era muy hablador. Pero por alguna razón en el norte de Öland se había extendido el rumor de que los soldados que Nils había matado llevaban un botín de guerra de los países bálticos. Gerlof también lo había oído; al igual que John y Anders Hagman.

– Así que lo has mantenido oculto todo este tiempo.

Maja asintió.

– Nunca hice nada con ellas, no eran mías. -Y añadió-: Pero una vez intenté dárselas a Vera, la madre de Nils.

– ¿Qué? ¿Cuándo lo hiciste?

Maja se sentó con cuidado en la silla que había a su lado, y Gerlof notó que las rodillas de ambos se tocaban por debajo de la mesa de té entre las patas adornadas de volutas.

– Fue unos años después, a finales de los sesenta. Helge había oído decir que Vera Kant había empezado a vender sus terrenos de la costa, que necesitaba dinero. Así que pensé que quizá debería devolverle las piedras…

– ¿Fuiste a verla? -preguntó Gerlof.

Maja asintió.

– Tomé el autobús a Stenvik y entré en el jardín de Vera. Era verano, así que la puerta estaba entreabierta cuando subí la escalera; me temblaban las piernas. Le tenía miedo a Vera, como la mayoría… -Maja guardó silencio y luego prosiguió-: Había un gramófono o una radio encendida en la casa; oí una débil música. Y voces. Tenía visita.

Gerlof contuvo la respiración.

– Tuvo una sirvienta durante años, así que quizá fuera…

– No. Eran dos hombres -interrumpió Maja-. Oí dos voces masculinas en la cocina. Uno murmuraba y otro hablaba en voz alta e imperativa, casi como un capitán…

– ¿Viste a alguno?

– No, no -respondió Maja enseguida-. Y tampoco me quedé a escuchar. Llamé a la puerta en cuanto subí la escalera. Entonces las voces callaron y Vera llegó volando al porche y cerró la puerta de la cocina. Fue una conmoción regresar a la aldea y verla después de tantos años. Se había quedado tan delgada y encorvada…, como un cuerda reseca. Pero seguía siendo tan desconfiada como siempre; me miró como si fuera una ladrona o algo por el estilo. «¿Qué quieres?», me preguntó. Ni un saludo, ni una cortesía. Me quedé muda. Tenía el estuche en el bolsillo, pero no lo saqué. Comencé a tartamudear algo sobre Nils y el lapiaz…, y seguramente fue una tontería. Lo fue, porque Vera se puso a gritarme que me fuera. Después regresó a la cocina. Y yo me volví a casa…, y unos años después ella murió.

Gerlof asintió. Vera había muerto en la misma escalera desde la que Julia se había caído.

– ¿Oíste de qué hablaban? ¿Los dos hombres?

Maja negó con la cabeza.

– Sólo entendí unas palabras antes de llamar -respondió ella-. Algo sobre echar de menos. El hombre que hablaba con la voz alta dijo que alguien echaba de menos: «Y ambos os echáis de menos», o algo por el estilo.

Gerlof recapacitó.

– Quizá fueran parientes de Vera. ¿Familiares de Småland?

– Quizá -convino Maja.

Guardaron silencio. Gerlof no tenía más preguntas; ahora debía pensar en ello.

– Bueno… -dijo, y alargó la mano para acariciar con cuidado el hombro de Maja, pero ella se inclinó un poco y los dedos acabaron tocándole el rostro.

Y ahí se quedaron, casi por voluntad propia, y se movieron con un temblor que poco a poco se tornó en caricia.

Maja cerró los ojos.

Gerlof se sobresaltó y se puso de pie.

– Bueno… -repitió de nuevo-. No puedo…, ya no puedo.

– ¿Estás seguro? -preguntó Maja, y abrió los ojos.

– El cuerpo me duele demasiado -respondió él.

– Quizá desaparezca en primavera -aventuró Maja-. A veces ocurre.

Gerlof asintió, compungido.

– Sí -contestó Gerlof-. Gracias por la conversación, Maja. No se lo contaré a nadie. Ya lo sabes.

Maja permaneció sentada a la mesa.

– No te preocupes, Gerlof.

Él se dio cuenta de que aún sostenía el estuche en su mano izquierda y lo depositó rápidamente sobre la mesa. Pero Maja lo cogió, sacó el crucifijo y le tendió de nuevo el estuche.

– Toma, llévatelo -dijo-. Ya no quiero guardarlo más. Será mejor que lo conserves tú.

– De acuerdo.

Asintió varias veces con la cabeza, como torpe despedida, y abandonó la habitación de Maja con el estuche en el bolsillo del pantalón. Era pesado y frío y tintineaba débilmente mientras caminaba por el pasillo desierto.

Gerlof cerró la puerta con llave al regresar a su habitación. No solía hacerlo, pero esta vez sí.

«El botín de guerra», pensó. Los soldados siempre buscaban un botín. ¿Quién les había dado esas piedras preciosas o a quién se las habían robado? Aparte de los soldados, ¿habría muerto alguien más por ellas?

¿Y dónde podría guardarlas? Gerlof miró alrededor. No tenía ningún costurero con doble fondo.

Finalmente se encaminó hacia la librería. En una de las estanterías se hallaba el barco embotellado que representaba la última travesía del velero Bluebird, de Hull, como él creía que había sucedido aquella noche de tormenta en la costa de Bohuslän. El Bluebird se dirigía hacia los escollos.

Gerlof cogió la botella y le quitó el corcho. A continuación abrió el estuche y vertió lenta y cuidadosamente las piedras en la botella. La agitó para recolocarlas. Bien, si no se miraba con demasiada atención las piedras parecían los escollos contra los que el velero estaba a punto de encallar.

Debería servir por el momento.

Gerlof colocó la botella en su lugar en la estantería y escondió el estuche vacío detrás de una hilera de libros en una balda inferior.

Durante el resto de la noche, antes de acostarse, miró con frecuencia la botella. Después de la décima o undécima vez empezó a comprender por qué Maja se había mostrado tan aliviada al entregarle el viejo estuche de hojalata.


Esa noche volvió a visitarle la única pesadilla que había tenido durante su época de marinero.

Soñó que estaba junto a la borda de un barco que se deslizaba lentamente por el mar Báltico, en algún lugar entre la punta norte de Öland y la isla de Oaxen. Anochecía y no había viento; Gerlof miraba fijamente por encima de la brillante superficie del mar hacia el horizonte sin ver tierra firme…, y después bajaba la vista al agua y veía una vieja mina de la Segunda Guerra Mundial.

Flotaba justo por debajo de la superficie: una gran bola de acero negro recubierta de algas y mejillones, con puntiagudos pinchos negros.

No la podía esquivar. Lo único que podía hacer era mirar en silencio cómo, inexorablemente, el casco de la nave y la mina se aproximaban de manera irremisible.

Se despertó en la oscuridad de la residencia de Marnäs con un sobresalto y un grito, justo antes de que la mina explotara.

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