27

– Los dos somos ancianos -dijo Gerlof a Martin Malm-. Y tenemos tiempo para pensar. Yo últimamente he pensado mucho.

Buscó la mirada de Martin. Aún seguían sentados el uno frente al otro en la penumbra del salón, mientras en el televisor Pedro Picapiedra extraía piedras de la cantera.

Gerlof todavía sostenía el libro conmemorativo con la fotografía de Ramneby.

– Tu naviera no era demasiado grande cuando se tomó esta fotografía -continuó-. Lo sé, pues era como la mía. Tenías linos cuantos veleros de carga que transportaban piedra, madera y toda clase de mercancía por el Báltico, igual que los demás. Pero sólo tres o cuatro años después te compraste tu primer barco de acero y comenzaste a navegar por Europa y a cruzar el Atlántico. Nosotros tuvimos que seguir tirando con nuestros veleros, hasta que las leyes sobre la tripulación mínima y la carga máxima se volvieron demasiado severas. Los bancos no nos dieron crédito para comprar naves de mayor calado, sólo tú fuiste capaz de invertir en modernos buques de gran tonelaje en el momento oportuno. -Seguía mirando a Malm-. ¿De dónde sacaste el dinero, Martin? En esa época tú no tenías más dinero que cualquiera de nosotros, y seguro que los bancos fueron igual de agarrados contigo que con el resto.

Martin apretó las mandíbulas, pero no dijo nada.

– ¿Te dio dinero August Kant, Martin? -preguntó Gerlof-. ¿El dueño de la serrería de Ramneby?

Martin le miró fijamente y su cabeza se agitó.

– ¿No? Pues yo creo que sí.

Gerlof introdujo de nuevo la mano en la cartera, cogió el baston y se puso en pie. Bordeó lentamente el televisor y se acercó a Martin.

– Creo que te pagaron por ir a buscar a un criminal a Sudamérica y traerlo a casa, Martin. A Nils Kant, el asesino del policía… El sobrino de August.

Martin movió la cabeza adelante y atrás. Abrió de nuevo la boca.

– Ee-ra -balbuceó-. Ee-ra A-ant.

– Vera Kant -dedujo Gerlof. Ahora empezaba a entender mejor las palabras de Martin-. La madre de Nils. Seguro que deseaba que su hijo regresara a casa. Pero ¿no fue su hermano August quien pagó? Primero te dio dinero para que trajeras a Öland el féretro, que enterraron en Marnäs; así todos creerían que Nils Kant había muerto. Después, unos cuantos años más tarde, trajiste discretamente a Nils a casa.

Se colocó frente a Martin, que se vio obligado a volver el cuello para alzar la mirada.

– Nils regresó a Öland, probablemente a finales de los años sesenta, y se ocultó en algún lugar de la isla. Tampoco hizo falta que se escondiera mucho, pues nadie lo reconocería después de veinticinco años. Seguramente pudo visitar a su madre de vez en cuando y pasear por el lapiaz.

Gerlof miró al hombre de la silla de ruedas.

– Creo que Nils paseaba por allí un neblinoso día de septiembre, cuando se encontró con un niño pequeño perdido en la niebla. Mi nieto Jens.

Bajó la vista y la clavó en el suelo.

– Y entonces ocurrió algo -continuó en voz baja-. Ocurrió algo y Nils se asustó. Yo no creo que Nils Kant fuera tan perverso y loco como algunos aseguran. Sólo tenía miedo y era impulsivo, y a veces llegaba a ser violento. Y por eso murió Jens. -Gerlof suspiró-. Y luego…, tú lo sabes mejor que yo. Imagino que Nils vino y te pidió ayuda. Juntos enterrasteis el cuerpo en algún lugar del lapiaz. Pero tú guardaste algo.

Alargó el objeto que había sacado de la cartera. Era el sobre marrón al que le faltaba el logo de la naviera Malm y que había recibido por correo.

– Guardaste una sandalia de Jens. Me la enviaste por correo hace un par de semanas, en este sobre. -Gerlof hizo una pausa y preguntó-. ¿Por qué? ¿Deseabas confesarte?

Martin miró el sobre y su barbilla comenzó a temblar de nuevo.

– El niño e-ee… -balbuceó.

Gerlof asintió sin comprender. Se sentó lentamente para tomar aliento y le dirigió una última mirada al otro hombre.

– Martin, ¿mataste a Nils?

La última pregunta de Gerlof se quedó sin responder, como esperaba, así que la contestó él mismo.

– Creo que fuiste tú… Creo que Nils se convirtió en una amenaza para ti. Y creo que quien te hizo esa cicatriz en la frente fue él. Pero claro, esto tampoco lo puedo demostrar.

Se inclinó hacia delante y guardó lentamente el libro y el sobre en su vieja cartera. La representación le había costado un gran esfuerzo.

En una librería había una serie de fotografías familiares enmarcadas, y Gerlof vio jóvenes sonrientes en varias de ellas.

– Nuestros hijos, Martin… -empezó-. Tenemos que ser conscientes de que nos olvidarán. Queremos que recuerden que en el fondo hicimos cosas buenas, pero no siempre es así.

Gerlof estaba cansado y decía lo primero que le venía a la cabeza. Martin Malm también parecía agotado en su silla de ruedas. No se movía ni intentaba hablar.

El salón parecía haberse quedado sin nada de aire y casi a oscuras. Gerlof se levantó lentamente.

– Bueno, Martin, me voy -dijo-. Cuídate… Quizá vuelva.

La última frase sonó amenazadora; en cierta manera, ésa era su intención.

La puerta del recibidor se abrió antes de alcanzarla. Y apareció la cara pálida de Ann-Britt Malm.

Gerlof le dirigió una sonrisa desfallecida.

– Hemos charlado un rato -comentó.

En realidad sólo había hablado él, y no había recibido ninguna respuesta clara.

Pasó junto a la mujer de Martin Malm y ella cerró la puerta del salón tras sí.

– Muchas gracias -dijo Gerlof.

– Fui yo quien la envió -soltó Ann-Britt Malm.

Gerlof se detuvo. Ella señaló la cartera de donde sobresalía la esquina superior del sobre marrón.

– Martin tiene cáncer de hígado -explicó ella-. No le queda mucho.

Gerlof se quedó quieto, sin saber qué decir. Bajó la vista a la cartera.

– ¿Cómo sabía…, sabías… -carraspeó- adónde enviarla?

– Martin me dio el sobre el verano pasado -declaró Ann-Britt Malm-. La sandalia estaba dentro y había escrito tu nombre. Sólo tuve que enviarla.

– ¿También me has llamado por teléfono? -preguntó-. Desde que la recibí me han telefoneado varias veces…, y no dicen nada.

– Sí. Quería preguntar…, sobre la sandalia -respondió Ann-Britt-. Por qué la tenía Martin, qué significaba. Pero tenía miedo a las respuestas… Temía que mi marido pudiera haberle hecho daño a tu hijo.

– No era mi hijo -dijo Gerlof con voz exhausta-. Jens era mi nieto. Pero no sé qué significa la sandalia.

– Yo tampoco, y es… -Guardó silencio-. Martin no quiso decir nada cuando se la enseñé, pero yo… Se me ocurrió que él la guardaba como una especie de garantía. ¿Pudo haber sido así?

– ¿Una garantía?

– Por si acaso -dijo Ann-Britt-. No sé.

Gerlof la miró.

– ¿Te contó Martin algo de los Kant? ¿De la familia Kant?

Ann-Britt vaciló, y luego asintió sin mirar a Gerlof.

– Sí, pero sólo acerca de los negocios que tenían juntos. Vera Kant invirtió dinero en el barco de Martin.

– ¿Vera de Stenvik? -preguntó Gerlof-. ¿No sería August?

Ann-Britt negó con la cabeza.

– Vera Kant invirtió dinero en el primer barco a motor de Martin. A él le hacía mucha falta, de eso estoy segura.

Gerlof apenas asintió. Sólo le quedaba por formular una última pregunta; después abandonaría aquella casa grande y sombría.

– Poco antes de que Martin te diera el sobre, ¿recibió alguna visita?

– No solemos tener visitas -repuso Ann-Britt.

– Me parece que recibisteis la visita de alguien de Stenvik -dijo Gerlof-. Un viejo cantero… Ernst Adolfsson.

– Ernst, sí -dijo Ann-Britt-. Le compramos unas cuantas obras en piedra; ha muerto. Pasó por aquí, sí…, pero creo que fue a principios de verano.

Ernst se le había vuelto a adelantar, pensó Gerlof.

– Gracias -dijo, y cogió su abrigo, que ahora le pareció pesado como una armadura-. ¿Cuándo internarán a Martin?

– No irá a ningún hospital -contestó Ann-Britt-. Los médicos vienen a verlo aquí.


Al salir a la escalera, una ráfaga de viento le sacudió y le hizo tambalearse. Se sentía extenuado. Además, había comenzado a lloviznar. Cuando la calle se vació de coches entrecerró los ojos para afrontar el frío, pero entonces vio el coche de John aparcado a unos metros.

Cuando abrió la puerta del copiloto y se sentó, John le saludó con un movimiento de la cabeza.

– Ya está -dijo Gerlof.

– Bien -repuso John.

Sólo entonces Gerlof advirtió que había alguien sentado detrás de John; una figura de anchos hombros acurrucada y semioculta en el asiento posterior. Era Anders, el hijo de John.

– He ido al apartamento -dijo éste-. Anders vuelve a casa. Lo han soltado.

– Qué bien. Hola, Anders.

El hijo de John apenas hizo una seña con la cabeza.

– Qué suerte has tenido de que la policía te creyera -comentó Gerlof.

– Sí -repuso Anders.

– Nunca más entrarás en la casa de Vera Kant, ¿verdad?

– No. -Anders negó con la cabeza-. Está embrujada.

– Eso he oído -dijo Gerlof-. ¿Y no pasaste miedo?

– No -contestó Anders-. Ella nunca salía de su habitación.

– ¿Ella? ¿Te refieres a Vera?

Anders asintió.

– Está amargada.

– ¿Amargada?

– Se siente engañada.

– Vaya -dijo Gerlof.

Pensó en las dos voces masculinas que Maja Nyman había oído hablando en la cocina de Vera. ¿Habría sido la de Martin Malm una de las voces?

Seguía lloviendo; John puso en marcha el limpiaparabrisas y arrancó.

– He pensado quedarme un par de horas en Borgholm con Anders -anunció-. Vamos a tomar café con su madre. Si quieres, puedes acompañarnos.

– No, tengo que volver a la residencia -replicó Gerlof-. Si no, a Boel le dará un ataque de nervios.

– De acuerdo -repuso John.

– Puedo coger el autobús hasta Marnäs -sugirió Gerlof-. ¿No sale uno a las tres y media?

– Podemos mirarlo en la estación -dijo John.

Gerlof permaneció sentado en silencio mientras recorrían las calles de Borgholm. Como de costumbre, tuvo la sensación de haberse olvidado algo en casa de Martin, de haber planteado las preguntas equivocadas y no haber entendido las pocas respuestas correctas que había recibido. Debería haber tomado notas.

– Martin ya no puede hablar -dijo, y suspiró.

– Vaya -replicó John.

Cuando en la plaza el coche torció a la derecha, Gerlof volvió la cabeza y de repente vio a Julia a través de una ventana al otro lado de la calle.

Estaba sentada con el policía Lennart Henriksson en un restaurante junto a la iglesia. A Gerlof no le sorprendió verlos juntos.

«Julia miraba a Lennart y parecía tranquila», pensó mientras el coche se alejaba de la ventana del restaurante. Contenta quizá no, pero serena. Y Lennart también parecía más vivo que nunca. Se alegró.

– ¿Seguro que prefieres coger el autobús? -preguntó John.

Gerlof asintió con la cabeza.

– Me encuentro mucho mejor -dijo. En parte era cierto; por lo menos podía caminar. Añadió-: Y tenemos que apoyar el transporte público. Si no, acabarán clausurando también las líneas de autobuses.

John giró en dirección al norte, hacia la vieja estación de autobuses de Borgholm. Antes había sido estación de ferrocarril; allí terminaba su recorrido el tren donde Nils Kant viajara cuando mató al policía; pero ahora sólo se detenían en esa estación autobuses y taxis.

Entraron en el aparcamiento. John se bajó y rodeó el coche hasta la puerta del copiloto para abrirla.

– Gracias -dijo Gerlof, y se apeó con piernas temblorosas.

Le dijo adiós con la cabeza a Anders.

Había sido un día agotador; aun así, se esforzó por caminar firme y dignamente hacia los autobuses aparcados en la parte trasera de la estación, con la cartera en una mano y el bastón en la otra. La llovizna se intensificó. El autobús con destino a Byxelkrok vía Marnäs ya había llegado; sentado al volante, el conductor leía el periódico.

Gerlof se detuvo ante la puerta del autobús.

– Bueno, hemos llegado al final -dijo-. Hemos hecho lo que hemos podido. Martin tendrá que vivir con lo que ha hecho. Lo que le reste de vida.

– Sí. No le queda otra.

– Por cierto… -continuó Gerlof-. ¿Sabes si alguno de sus conocidos se llama Fridolf?

John negó con la cabeza.

– ¿Fridolf? ¿Cómo el Pequeño Fridolf?

– Sí. O quizá fuera Fritiof -apuntó Gerlof-. Fridolf o Fritiof.

– No me suena. ¿Es importante?

– No. No estoy seguro.

Los dos ancianos se quedaron frente a frente durante unos segundos sin decirse nada; dos quinceañeros con anoraks negros y el pelo rapado pasaron por su lado apresuradamente y se subieron al autobús de un salto sin dedicarles una sola mirada.

Gerlof comprendió que el hecho de que hubiera desenmascarado a un asesino no tenía ninguna importancia. Nada cambiaba sustancialmente. La vida continuaba como de costumbre, y Öland seguiría siendo una isla escasamente poblada.

Se sintió deprimido. Quizá sufriera la crisis de los ochenta.

– Gracias por todo -le dijo a John-. Te llamaré cuando llegue.

– Sí, hazlo.

John asintió con la cabeza y le sostuvo el bastón a Gerlof mientras éste subía los altos escalones del autobús. Recogió el bastón, abonó el billete de jubilado al conductor y se sentó en el lado derecho junto a una ventanilla. Observó cómo su amigo regresaba a su viejo coche y se sentaba al volante.

Gerlof se recostó, cerró los ojos y oyó el motor del autobús. Lentamente, como un viejo barco, abandonaba la estación.

«Fridolf o Fritiof», pensó. Y una reunión en Ramneby, donde Ernst había pasado la infancia.

¿Fridolf? ¿Fritiof?

Gerlof no conocía a nadie en Öland con esos nombres.

Загрузка...