23

El domingo por la mañana, Julia estaba sentada junto a la ventana en el salón de Astrid; las muletas reposaban contra el respaldo de la silla mientras ella observaba cómo Lena, su hermana mayor, y el marido de ésta, Richard, recuperaban el coche aparcado fuera.

Se había quedado con el coche dos semanas más de lo previsto, pero el plazo había concluido. Quizá fuera lo mejor: no podía conducir con los huesos rotos.

Lena y Richard habían llegado el sábado a Öland con la intención de hacer una visita relámpago; saludaron a Gerlof, tomaron café en Marnäs y fueron a la casa de verano para pasar la noche. Por la mañana se presentaron en casa de Astrid Linder y se hizo evidente que también habían planeado llevarse a Julia a Goemburgo.

Sin embargo, no se habían preocupado de consultar a Julia sobre su plan. Ésta ni siquiera sabía que Lena y Richard se disponían a visitarlas hasta que vio el Volvo verde oscuro detenerse ante la casa de Astrid. Y entonces ya era demasiado tarde para escapar.

– ¡Hola a todos! -exclamó Lena, efusiva, cuando Astrid la dejó pasar. Al abrazar a Julia ésta sintió una punzada en el cuello debido a la fisura de la clavícula-. ¿Cómo estás? -Miró las muletas.

– Mucho mejor.

– Papá nos llamó y nos contó lo ocurrido -explicó su hermana-. Qué mala suerte…, pero podía haber sido peor. Debes pensar así, podía haber sido mucho peor. -Y eso fue todo lo que se le ocurrió decirle para consolarla. Añadió-: Qué buena ha sido Astrid dejando que te instalaras aquí. ¿Verdad?

– Astrid es un ángel -repuso Julia.

Y así lo creía. Era un ángel que vivía felizmente en la desierta población de Stenvik, pero que a veces también se sentía sola, como le había confesado. Era viuda y su única hija trabajaba como médico en Arabia Saudí, y sólo regresaba a casa por Navidad y para Midsommar, la festividad del solsticio de verano.

Richard no abrió la boca; apenas miró a Julia con impaciencia al tiempo que asentía con la cabeza, y ni siquiera se quitó la chaqueta beis de entretiempo; a los pocos minutos empezó a consultar su Rolex. Julia pensó que lo único que le importaba era recuperar el coche para que su hija pudiera utilizarlo y regresar a Torslanda.

Astrid les ofreció café y galletas, y Lena se maravilló de lo tranquilo y silencioso que resultaba Stenvik en octubre, cuando no había turistas. Sentado con la espalda erguida junto a su esposa, Richard seguía callado. Julia, que se encontraba al otro lado de la mesa, miraba por la ventana y pensaba en la casa de Vera Kant oculta por los enormes árboles.

– Bien, tendremos que ponernos en marcha -comentó Lena cuando terminó el café-. Nos espera un largo viaje.

Se apresuró a recoger las tazas de café mientras Richard salía a echarle una mano a Astrid para asegurar un canalón que estaba a punto de caerse en la parte trasera de la casa.

Julia no podía hacer nada; sólo permanecer sentada y mirar. No tenía piernas, ni trabajo ni hijos. Y, sin embargo, la vida tendría que continuar de alguna manera.

– Gracias por venir -dijo.

Lena asintió con la cabeza.

– En cuanto nos enteramos de lo ocurrido decidimos venir, para ayudarte a volver a casa -aseguró-. Ahora que no puedes conducir.

– Gracias -repuso Julia-, aunque no hacía falta. Voy a quedarme aquí.

Lena no escuchaba.

– Podemos ir juntas en el Ford, yo conduciré; Richard llevará el Volvo -prosiguió mientras enjuagaba la cafetera-. Solemos parar a comer en Rydaholm; hay un restaurante muy agradable.

– No puedo volver a casa sin Jens -insistió Julia-. Tengo que encontrarlo.

Lena se dio la vuelta y la miró.

– ¿Qué has dicho? Es imposible que…

Julia negó con la cabeza y la interrumpió:

– Sé que Jens está muerto, Lena -dijo, sosteniéndole la mirada a su hermana-. Está muerto. Ya lo he asimilado; pero no se trata de eso. Sólo quiero encontrarlo; no importa dónde esté.

– Bueno, bueno, está bien. A papá le gusta tenerte aquí. Así que está bien.

«Sí, mejor que estar en Gotemburgo bebiendo vino y tomando pastillas delante del televisor», pensó Julia. Durante un segundo sintió que todos esos años perdidos le oprimían el pecho; años en los que la añoranza del hijo desaparecido había sido mucho más fuerte que los agradables recuerdos que guardaba de él y que podrían haberla consolado, años en los que se había hundido en un agujero negro de pena mientras evitaba enfrentarse a su vida.

Pero ahora había encontrado la paz. Un poco de paz.

Al final, cuando se llegaba a cierta edad, todo se reducía a vivir en un lugar tranquilo, donde uno se sintiera a gusto, junto a seres queridos. Como ella en Stenvik, con Astrid, el ángel. Y Gerlof. Y Lennart. A Julia le gustaban los tres.

Y Lena le deseaba lo mejor. Julia sabía que incluso su hermana mayor, a su manera, le deseaba lo mejor.

– Bueno -concluyó-. Nos veremos en Gotemburgo.


Media hora después Richard se subió al Volvo verde aparcado frente a la casa de Astrid y Lena entró en el pequeño Ford.

Inclinándose un poco, ésta dijo adiós con la mano a su hermana a través de la ventanilla. Y partieron, primero Richard y después ella.

Julia respiró hondo.

Unos minutos más tarde sonó el teléfono en el recibidor, pero no tuvo fuerzas para desplazarse hasta allí.

– ¡Voy! -anunció Astrid. Julia oyó cómo levantaba el auricular y escuchaba; a continuación gritó-: Es de la policía, Julia, para ti… Es Lennart.

Julia podía moverse ágilmente con una sola muleta por la casa, y así lo hizo.

Cogió el teléfono.

– Hola.

– ¿Cómo estás? -preguntó Lennart.

– Mejor -respondió Julia-. El tiempo cura todos los huesos rotos…, y Astrid me cuida muy bien.

– Me alegro. Tengo algunas noticias, pero quizá ya las hayas escuchado.

– ¿Habéis encontrado a Nils Kant? -preguntó Julia.

Le pareció que Lennart suspiraba quedamente.

– No era ningún fantasma el que cavaba en el sótano -repuso-. ¿No te lo ha contado Gerlof?

– No hemos tenido tiempo de hablar mucho -confesó Julia.

– Tu padre nos ayudó a encontrar al dueño de las cajitas de snus -explicó Lennart-. Ya sabes, las cajitas que encontramos en el sótano de Vera.

– ¿De quién son?

– De Anders Hagman.

– ¿Anders Hagman? -repitió Lena-. ¿Te refieres al del camping? ¿Al hijo de John?

– El mismo.

– ¿Estás seguro?

– Nos falta su confesión: aún no hemos podido interrogarlo -observó Lennart-. Anders se ha quitado de en medio. Pero todo apunta a que es él.

– Así que no era Nils Kant el que dormía en la casa.

– No -repuso Lennart-. Siempre hay una explicación más sencilla, Julia. Anders Hagman vive a unos metros de distancia. Para él era fácil entrar sin ser visto en la casa de Vera Kant al anochecer.

– Pero ¿por qué cavaba?

– Hay más de una hipótesis. Yo tengo la mía, y la he comentado con mis colegas de Borgholm -añadió Lennart, y preguntó-: ¿Conoces a Anders? Cuando vivías en Stenvik ¿lo tratabas?

– No. Es más joven que yo…, cuatro o cinco años -calculó Julia, que apenas recordaba a Anders Hagman en su juventud.

Conservaba la vaga imagen de un chico fuerte, callado y tímido. No se mezclaba con nadie, trabajaba para su padre en el camping, y que Julia recordara, nunca iba a los bailes de Midsommar ni a las fiestas del pueblo; jamás participaba en ninguna actividad de Stenvik.

– Fue condenado por agresión -declaró Lennart-. ¿Lo sabías?

– ¿Agresión?

– Hubo una pelea de borrachos en el camping, hace doce años. Anders se sintió amenazado y golpeó a un joven de Estocolmo hasta que lo tumbó. Yo mismo le detuve aquella tarde. Fue condenado a un par de años de libertad condicional y al pago de una multa.

Se hizo el silencio durante unos segundos.

– ¿Ahora es sospechoso de algo? -preguntó Julia-. ¿Lo andáis buscando?

– No, no se trata de eso -respondió Lennart-. Sólo queremos verle, hablar con él… aclarar qué hacía en casa de Vera Kant. Como mínimo, es culpable de allanamiento de morada.

«Yo también», pensó Julia.

– ¿Le preguntaréis si sabe algo de Jens? ¿Dónde estaba cuando Jens desapareció?

– Tal vez -repuso Lennart-. ¿Crees que deberíamos preguntárselo?

– No lo sé -dijo Julia.

Ni siquiera recordaba si Anders Hagman había conocido a su hijo. Aunque era muy probable. Ese verano habían ido a bañarse al muelle delante del camping. Jens se había pasado los días correteando por la playa en bañador y gorro. ¿Lo había observado Anders desde lejos?

– Al parecer está en Borgholm. Lo encontraremos -aseguró Lennart-. Si nos enteramos de algo que merezca la pena te llamaré.


Gerlof también la había llamado después del accidente, pero Julia no había dejado que la conversación se prolongara. Se sentía avergonzada. Cuanto más recordaba que había entrado en la casa de Vera Kant pensando que su hijo Jens estaba escondido allí, más se avergonzaba.

El lunes por la mañana Gerlof viajó a Stenvik en el coche de John Hagman y llamó a la puerta. Julia se las apañó como pudo para ir a abrir con las muletas; estaba sola en casa, Astrid había ido de compras a Mamas.

John, que conducía, no bajó del coche. Julia vio al dueño del camping sentado al volante, encogido y pensativo.

– Quería ver cómo te encontrabas -declaró Gerlof, apoyado en su bastón, y sin aliento tras caminar sin ayuda los veinte metros que separaban el coche de la casa.

– Me encuentro bastante bien -respondió Julia, apoyada en las muletas-. ¿Adónde vais?

– A Småland -informó Gerlof lacónico.

– ¿Cuándo volveréis?

Gerlof soltó una carcajada.

– Boel ha preguntado lo mismo antes de que me fuera de la residencia. Si me quedara el día entero en la habitación la haría feliz -prosiguió-. Regresaré por la tarde, o por la noche. Quizá también visitemos a Martin Malm, a ver si hoy tiene la cabeza más clara que la otra vez.

– ¿Vais por algo relacionado con Nils Kant? -preguntó Julia.

– Puede ser -dijo Gerlof-. Ya veremos.

Julia asintió con la cabeza: si su padre no quería darle más detalles no insistiría.

– Me he enterado de lo de Anders Hagman. Y que fuiste tú quien informó a la policía.

– Di su nombre. A John no le ha hecho ninguna gracia -repuso Gerlof-. Pero tarde o temprano la policía se habría enterado.

– Quieren hablar con él -le informó Julia-. No estoy segura…, pero es posible que la policía de Borgholm reabra el caso. Me refiero a la desaparición de Jens, claro.

– ¿Ah, sí? Pues creo que se equivocan con Anders. John piensa lo mismo, claro.

– Entonces, ¿no vais a colaborar?

– La policía no escucha a los jubilados, sobre todo cuando creen que tenemos ideas demasiado descabelladas -apuntó Gerlof-. No somos de fiar.

– Pero nunca os rendís. Eso es digno de admiración.

– Bueno -dijo Gerlof, y abrió la puerta de la calle-. Hacemos lo que podemos.

– Entonces investiga -le instó Julia-. Eso no hace daño a nadie.

No podía saber que sus últimas palabras acabarían siendo un comentario irónico; cuando volviera a ver a su padre, Gerlof estaría a punto de morir.

– Hasta la vista -dijo él.


Ciudad de Panamá, abril de 1963


Ciudad de Panamá, situada en el país del canal de Panamá.

Altos edificios junto a miserables chabolas. Coches, autobuses, motocicletas y jeeps. Mestizos, policía militar, banqueros, mendigos, zumbido de moscas y bandadas de sudorosos soldados americanos en las avenidas. Olor a gasolina quemada, fruta podrida y pescado a la brasa.

Nils Kant deambula a diario por las angostas calles, con las plantas de los pies ardiéndole dentro de los zapatos.

Busca un marinero sueco.

En Costa Rica no los hay; o al menos Nils nunca ha visto a ninguno. Para encontrar suecos tiene que ir allí, a Ciudad de Panamá.

Se tarda seis horas en llegar en autobús. Durante los últimos dos años, Nils se ha desplazado cinco veces a la zona.

En el gran canal entre los dos océanos se forman largas filas de barcos que desean evitar la prolongada travesía por el cabo de Hornos. Los marineros desembarcan para pasear por el inmenso puerto. Algunos se quedan: son los zánganos.

Busca al hombre adecuado entre esos marineros dejados de la mano de Dios, grupos que se reúnen en el puerto cuando arriban los barcos escandinavos o en la iglesia escandinava los días que reparten la sopa boba, y cerca de bares y tiendas el resto del tiempo. Beben todo lo que contenga alcohol, desde el barato ron colombiano hasta el alcohol puro destilado del betún.

En la segunda noche de su quinta visita, mientras camina por la agrietada cerca de cemento, divisa una sombría figura agarrada a una botella y acurrucada en un oscuro portal a media manzana de la iglesia escandinava. Apenas distingue los lentos movimientos de las rodillas flexionadas. Un gimoteo, ataques de tos y hedor a vómito.

Al pasar a su lado, Nils se detiene.

– ¿Cómo estás?

Habla sueco. No acostumbra perder el tiempo con los que no entienden lo que dice.

– ¿Qué? -responde el zángano.

– He dicho: ¿Cómo estás?

– ¿Eres sueco?

Su mirada es más triste que apagada y luce una barba descuidada, pero las arrugas alrededor de su boca y ojos no son demasiado profundas. Seguramente hace poco que bebe, aunque aparenta treinta y pico años, más o menos la edad de Nils.

Éste asiente con la cabeza.

– Soy de Öland.

– ¿Öland? -El zángano alza la voz y tose-. Öland, joder… Yo soy de Småland…, sí, joder. Nací en Nybro.

– El mundo es un pañuelo -dice Nils.

– Pero ahora… He perdido el barco.

– ¿Sí? Qué lástima.

– El año pasado. Lo perdí… El barco tenía que pasar las esclusas dos días después. Arriba, abajo. Me enchironaron aquí…, hubo una pelea en un bar; bebía de la jarra de cerveza. -El hombre alza la vista y su mirada se ilumina-. ¿Tienes dinero?

– Quizá.

– Entonces compra una botella, de whisky… Sé dónde hacerlo. -El hombre intenta levantarse pero no lo consigue-. Compra algo -murmura con un hilo de voz.

– Bueno -dice Nils, y endereza la espalda sin mirar al hombre a los ojos-. Quizá podríamos ser amigos.


Cinco semanas después, en Jamaica Town, el nombre con que se conoce el barrio inglés de Puerto Limón.

En el letrero se lee «HOTEL TICAN», aunque a duras penas puede considerársele un hotel; la recepción consiste en una tabla de madera agrietada que se apoya en un par de patas y sostiene un libro de registro enmohecido. La escalera exterior conduce a los pequeños cuartos de huéspedes del segundo piso. Nils oye voces en inglés procedentes de una de las casas al otro lado de la calle.

Sube la escalera en silencio, pasa junto a una cucaracha gorda y reluciente que camina por la pared en dirección opuesta. Alcanza la estrecha galería del segundo piso y llama a la segunda de las cuatro puertas.

– Yes, sir -grita una voz desde el interior, y Nils abre la puerta.

Por tercera vez se encuentra con el sueco que afirma estar ahí para ayudar a Nils a regresar a casa.

Éste está sentado entre un revoltijo de sábanas y almohadas con manchas marrones, en la única cama de la tórrida habitación; el torso desnudo le brilla a causa del sudor. Sostiene un vaso en la mano. Un pequeño ventilador zumba sobre la cómoda que hay junto a la cama.

Nils empieza a creer que el hombre proviene de Öland. Nunca le ha confirmado su origen, pero él le ha escuchado con atención y cree haber percibido un leve acento ölandés en su pronunciación. Se ha dado cuenta que el hombre conoce bien la isla. ¿Coincidieron alguna vez allí?

– Pasa, pasa. -El sueco sonríe, se recuesta contra la pared y señala una botella de ron caribeño que tiene sobre la cómoda con un movimiento de la cabeza-. ¿Una copa, Nils?

– No.

Cierra la puerta tras sí. Ha dejado de beber. No del todo, pero casi.

– Limón es una ciudad maravillosa, Nils -dice el hombre desde la cama, y no percibe sarcasmo alguno en su voz-. Hoy he dado un paseo y he encontrado, por pura casualidad, un auténtico burdel oculto en unas habitaciones de la trastienda de un bar. Mujeres maravillosas. Pero no me he dejado llevar, por decirlo de alguna manera… Me he tomado una copa y me he largado.

Nils asiente levemente y se apoya contra la puerta cerrada.

– He encontrado a alguien. Un buen candidato. -Sigue costándole hablar sueco tras dieciocho años en el extranjero. Busca las palabras-. Además, es de Småland.

– Vaya, estupendo -dice el sueco-. ¿Dónde? ¿En Ciudad de Panamá?

Nils asiente.

– Me lo he traído aquí. Los controles de la frontera son cada vez más estrictos, tuve que pagar un soborno, pero al final conseguimos pasar. Ahora está en San José, en un hotel barato. Ha perdido su pasaporte, pero hemos solicitado uno nuevo en la embajada sueca.

– Bien, bien. ¿Cómo se llama?

Nils niega con la cabeza.

– Nada de nombres. Tú aún no me has dicho el tuyo.

– Lo puedes ver en recepción -suelta el hombre desde la cama-. Me he registrado en el libro. Es obligatorio.

– Lo he leído -dice Nils.

– ¿Y?

– Fritiof Andersson -responde.

El hombre asiente satisfecho.

– Llámame Fritiof, será suficiente.

Nils niega con la cabeza.

– Quiero saber tu verdadero nombre.

– Mi nombre no es importante -asegura el hombre, y le clava la mirada-. Fritiof puede valer. ¿No te parece?

– Quizá -Nils asiente con la cabeza lentamente-. Por el momento.

– Bien. -Fritiof se seca el pecho y la frente con una sábana-. Tenemos que hablar de algo más. Yo…

– ¿Es verdad que te envía mi madre? -pregunta Nils.

– Ya te lo he dicho.

Al hombre de la cama parece no gustarle mucho que le interrumpan.

– Mi madre tendría que haber mandado una carta -dice Nils.

– Ya llegará -replica Fritiof-. Te he dado dinero, ¿no? Es de tu madre. -Le da un trago a la bebida-. Ahora tenemos que hablar de otras cosas. Regresaré a casa dentro de un par de días. Durante un tiempo no recibirás noticias mías. Pero volveré cuando todo esté listo, y será la última vez. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?

– Bueno…, un par de semanas, quizá. Tiene que conseguir el pasaporte y venir aquí -explica Nils.

– Bien -dice Fritiof-. Vigílalo y sigue las instrucciones al pie de la letra. Entonces podrás regresar a casa.

Nils asiente.

– Vale -responde Fritiof, y se seca de nuevo el rostro.

Se oye una risa procedente de la calle; una moto pasa traqueteando. Nils no desea otra cosa que abrir la puerta y abandonar la maloliente habitación.

– Ah, oye, ¿qué se siente? -pregunta el hombre, y se recuesta.

– ¿Qué se siente? -repite Nils.

– Tengo cierta curiosidad. -El tipo que se hace llamar Fritiof Andersson esboza una sonrisa entre las sábanas sucias-. Me pregunto, Nils, por pura curiosidad… ¿qué se siente al matar a un hombre?

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