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– Bueno, ya hemos llegado -anunció Lennart, y apagó el motor del coche de policía-. ¿Qué te parece mi escondite?

– Es precioso -dijo Julia.

Habían cogido un pequeño camino privado que discurría entre pinos y olmos a unos cinco kilómetros al norte de Marnäs y conducía a un calvero. Allí estaba la casa de ladrillo de Lennart, y el pequeño jardín ante el que se extendía el mar azul grisáceo.

No era grande, como le había dicho a Julia, pero no podía estar mejor ubicada. En torno a la casa no se veía más que el ancho horizonte. El bien cortado césped del jardín descendía casi hasta el mar y se entremezclaba con la arena de la playa.

Las ramas de las coníferas enmarcaban el jardín como las paredes de una iglesia. Proporcionaban sombra y amortiguaban los sonidos.

Cuando Lennart apagó el motor del coche se hizo un solemne silencio, apenas interrumpido por el susurro del viento al deslizarse entre las ramas de los pinos.

– Son pinos trasplantados -dijo Lennart-, pero cuando compré la casa ya estaban aquí.

Se apearon del coche, y Julia cerró los ojos y aspiró el aroma del bosque.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

– Mucho… casi veinte años. Pero todavía la disfruto mucho. -Miró a su alrededor, como si buscara algo, y preguntó-: ¿Tienes alergia a los gatos? Tengo uno persa que se llama Missy, pero me parece que ha salido a dar un paseo.

– No te preocupes, no tengo alergia a los gatos -contestó Julia, y lo siguió con las muletas hacia la casa.

Las paredes de ladrillo parecían resistentes; se diría que ninguna tormenta invernal procedente del Báltico podría derribarlas. Lennart abrió la puerta de la cocina y la sujetó para franquearle el paso a Julia.

– Aún no tienes hambre, ¿verdad? -preguntó él.

– No, puedo esperar -repuso Julia, y entró en el pequeño recibidor al que daba la cocina.

Lennart no era un maniático de la limpieza, pero sí ordenado. Tenía la casa mucho más arreglada que su pequeño apartamento de Gotemburgo; los ejemplares del Ölands-Posten estaban pulcramente colocados en un soporte de madera que colgaba de la pared. Lo único que revelaba su profesión eran algunas revistas Svensk Polis colocadas también en el soporte. Por otra parte, había unas cuantas cañas de pescar en el recibidor, dos o tres tiestos en cada ventana y sobre el fogón una estantería repleta de libros de cocina.

Julia no vio por ninguna parte latas de cerveza ni botellas de aguardiente. Eso también le gustó.

Lennart recorrió la casa y encendió las lámparas que había junto a las ventanas de la sala de estar.

– ¿Vamos a la playa antes de que anochezca? -gritó-. Cogeremos un paraguas.

– Sí, me gustaría, si puedo arreglármelas con las muletas.

Lennart se echó a reír.

– Tendremos cuidado. Cuando hace buen tiempo, desde el cabo puede verse Boda -dijo, y añadió-: Ya sabes, la bahía con la gran playa de arena.

Julia sonrió.

– Sí, sé dónde está Boda.

– Claro. -Lennart miró por la ventana de la cocina-. Se me olvida que eres de aquí. ¿Vamos?

Ella asintió y echó una mirada al reloj. Las cinco y cuarto.

– ¿Me dejas hacer una llamada primero?

– Por supuesto.

– Sólo para decirle a Astrid dónde estoy.

– Está sobre la encimera de la cocina -dijo Lennart.

Como Astrid siempre respondía diciendo su número de teléfono, Julia se lo había aprendido de memoria. Marcó rápidamente y escuchó la señal. A la quinta, Astrid respondió, y Julia oyó los furiosos ladridos de Willy en el fondo.

– Julia -dijo al darse cuenta de quién era-. Me has pillado rastrillando en la parte trasera de la casa. ¿Dónde estás?

– Estoy en Marnäs, o al norte de Marnäs, en casa de Lennart Henriksson. Hemos…

– ¿Gerlof está contigo?

– No -respondió Julia-. Debe de estar en la residencia.

– Allí no está -dijo Astrid con firmeza-. Boel, la encargada, me ha llamado hace un rato preguntando por él. Se ha ido esta mañana con John Hagman y aún no ha regresado. Pero no me preocuparé si tú no lo haces.

– Entonces estará con John Hagman -dijo Julia.

– No -repuso Astrid en el mismo tono decidido-. Ha sido John quien ha avisado a Boel. Ha dejado a Gerlof en el autobús y tenía que llamarle cuando llegara.

Julia recapacitó.

Gerlof podía hacer lo que quisiera, y seguro que no le pasaba nada, pero…

– Voy a llamar a la residencia -dijo, a pesar de que lo que en realidad quería hacer en ese momento era ir a la playa con Lennart.

– De acuerdo -dijo Astrid, y se despidió.

Julia colgó.

– ¿Todo va bien? -preguntó Lennart a su espalda. Estaba en la puerta del recibidor y ya se había puesto la chaqueta-. ¿Nos vamos? Luego podemos tomar un café.

Julia asintió, pero tenía una arruga de preocupación en la frente. Siguió a Lennart hasta el recibidor y antes de salir se puso el abrigo.

Fuera el cielo se había oscurecido, casi era de noche y hacía más frío que cuando habían llegado. El susurro de las copas de los pinos que rodeaban la casa sonaba más desolador.

«Ninguno de los muertos ha sido identificado», pensó Julia.

Así rezaba el titular que había leído en Borgholm sobre un accidente de tráfico. No podía quitárselo de la cabeza: «Ninguno de los muertos ha sido identificado, ningún muerto identificado…».

Se dio la vuelta.

– Lennart -dijo-. Sé que soy una aguafiestas y que quizá me preocupo sin razón… pero ¿y si vamos a la residencia de Marnäs y posponemos la playa para esta noche? Tengo que comprobar que Gerlof ha regresado.


Öland, septiembre de 1972


– ¿Tesoro? Yo no he cogido ningún jodido tesoro -dice el hombre llamado Martin.

– Tú has escondido la caja de hojalata -dice Nils, y da un paso adelante-. Mientras estaba de espaldas.

– ¿Qué caja? -pregunta Martin, y saca de nuevo el paquete de cigarrillos.

– A ver, vamos a calmarnos -propone Gunnar tras él-. Al fin y al cabo, estamos en el mismo bando.

Se encuentra demasiado cerca, justo detrás de Nils.

Nils no quiere tenerlo ahí. Echa un rápido vistazo por encima del hombro y vuelve a mirar a Martin.

– Mientes -dice, y da un paso más.

– ¿Yo? ¿Quién te ha traído a casa? ¿Eh? -exclama Martin irritado-. Gunnar y yo lo arreglamos todo y te trajimos de vuelta a casa, en mi barco. Si por mí fuera te podrías haber quedado en el quinto infierno.

– Pero no te conozco -replica Nils, y piensa: «Mi tesoro. Mi Stenvik».

– Vaya. -Martin enciende un cigarrillo-. Me importa una mierda a quién conozcas.

– Suelta la pala, Nils -dice Gunnar.

Aún sigue detrás de Nils, y demasiado cerca.

También Martin está muy cerca. De pronto levanta la pala.

Nils sospecha que Martin está pensando en propinarle un golpe con el mango, pero es demasiado tarde. Nils tiene una pala en la mano, y ya la levanta.

La agita sujetando el mango con los dos brazos, con la misma fuerza con la que golpeó con el remo a Lass-Jan hace treinta años.

Le invade la antigua rabia; se le ha agotado la paciencia. Ha esperado demasiado.

– ¡Es mío! -grita, y la imagen del hombre que tiene enfrente se vuelve borrosa.

Martín se mueve pero no tiene tiempo para agacharse; la pala cae sobre su hombro izquierdo; el siguiente golpe le da debajo de la oreja.

Martin se tambalea hacia un lado, pierde el equilibrio, y entonces Nils golpea de nuevo, al menos igual de fuerte, en la frente de Martin.

– ¡No!

Martin grita, da una vuelta y se desploma encima del mojón.

Nils vuelve a alzar la pala, y ahora apunta al rostro desprotegido.

– ¡Para! -exclama Gunnar.

Tendido a los pies de Nils, Martin alza los brazos. La sangre corre por su rostro; espera el golpe de gracia.

Pero Nils no puede golpear.

– ¡Para, Nils!

Una mano se ha cerrado sobre el mango. Gunnar sujeta la pala, y tira con tanta fuerza que Nils la suelta.

– ¡Ya vale! -dice Gunnar en voz alta-. Esta pelea ha sido totalmente innecesaria. ¿Cómo estás, Martin?

– Me cago en… Dios -susurra Martin con voz llorosa y con los brazos aún alzados para proteger la cabeza-. ¡Hazlo, Gunnar! ¡No esperes más! ¡Hazlo de una vez!

– Es demasiado pronto -responde Gunnar.

– Me voy -dice Nils.

Da un paso atrás, girado hacia Gunnar.

– A la mierda con el plan… hagámoslo ya -dice Martin-. Este cabrón… está loco.

Intenta levantarse lentamente, sangra por la nariz y por la herida que tiene en la frente.

– Alguien se ha llevado el tesoro… vosotros o algún otro -dice Nils, y mira fijamente a Gunnar, sin parpadear-. Así que ya no hay trato que valga. -Respira hondo-. Me voy a casa, a Stenvik.

– De acuerdo… -Gunnar suspira sin mirar a Nils a los ojos-. Nada de tratos, entonces. Será mejor que recojamos esto.

– Quiero irme de aquí -dice Nils.

– No.

– Sí. Me voy.

– Tú no vas a ninguna parte -dice Gunnar, y se acerca a él-. En ningún momento hemos pensado que saldrías de aquí. ¿No lo entiendes? Te quedarás aquí.

– No. Me voy -dice Nils-. Esto no acaba aquí.

– Sí. No puede ser de otra manera… estás muerto.

Gunnar alza lentamente el pesado pico y observa la niebla que lo envuelve, como para asegurarse de que nadie pueda ver lo que sucede.

– No puedes ir a casa, Nils -dice-. Estás muerto. Estás enterrado en el cementerio de Marnäs.

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