35

– ¡Gerlof! ¿Dónde lo tienes?

Gerlof abrió lentamente los ojos; estaba soñando con una travesía en un barco de vela. Parpadeó por la llovizna.

– ¿Perdón? -preguntó con voz afónica, o al menos eso le pareció.

Yacía de espaldas en la playa y la pierna derecha le dolía mucho.

Arriba, en el borde del césped, se encontraba Gunnar Ljunger, el dueño del hotel, como una gran sombra recortada contra el cielo nocturno, y llevaba la fea chaqueta amarilla de propaganda.

¿Estaba realmente allí? Sí, no era un sueño. Pero Ljunger no sonreía. Al contrario, fruncía el ceño con irritación.

– ¿Dónde está mi teléfono?

Gerlof tragó saliva, tenía la boca seca y a duras penas podía hablar.

– Lo he escondido -susurró.

– ¿Has llamado a alguien? -preguntó Ljunger.

Gerlof negó con la cabeza. No había podido llamar. Tenía demasiados botones, y no había sabido cuál apretar.

– ¿Dónde está? ¿Te lo has metido en el culo?

– Ven a buscarlo, Gunnar -espetó Gerlof en voz baja.

Pero Ljunger no se movió. Y Gerlof sabía por qué; si Ljunger bajaba a la playa sus zapatos dejarían profundas huellas en la arena. Ni siquiera la lluvia podría borrarlas.

El teléfono móvil estaba en el bolsillo trasero de Gerlof; no había puesto especial cuidado en ocultarlo, pero Ljunger tendría que encontrar la manera de cogerlo.

– Eres duro de pelar, Gerlof -dijo lacónico, y se enderezó-. Pero por lo que veo te has caído y te has dado un buen golpe.

Gerlof pensó que había perdido la voz, pues abrió la boca pero no pudo pronunciar ninguna palabra. Tenía los labios resecos y congelados.

– La paz es para los muertos -citó Ljunger con voz tranquila-. La muerte es cruel pero honrosa, así que cantad… Es de Dan Andersson, por si no lo sabías. Me encantan sus canciones; también las viejas baladas marineras de Taube. Me las descubrió Vera Kant. Tenía una gran colección de viejos discos.

– Tenía tierras y dinero -murmuró Gerlof desde la arena.

– ¿Perdón?

– Las tierras y el dinero de Vera Kant… A eso se reduce todo.

Ljunger negó con la cabeza.

– Hay muchas cosas más -dijo-. Tierras, dinero, venganza y grandes sueños… aparte del amor por Öland. Como ya te he dicho, amo esta isla con todas mis fuerzas.

Gerlof vio cómo metía la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacaba un par de guantes de piel.

– Ya es hora de que te duermas, Gerlof -dijo-. Y cuando lo hagas, encontraré el móvil. No deberías haberlo cogido.

Gerlof empezaba a estar harto de escuchar a Ljunger. Palabras y más palabras. El dueño del hotel hablaba sin parar desde el borde de hierba, y no le dejaba en paz; al mismo tiempo comenzó a oírse un rumor en la oscuridad.

– Es hora de decir adiós -dijo Ljunger-. Creo que vamos…

De pronto guardó silencio y giró la cabeza.

El rumor era cada vez más fuerte; parecía el fragor de una tempestad.

El sonido acabó convirtiéndose en un viento atronador que sacudió la ligera ropa de Gerlof.

En ese momento vio cómo encima de él la figura de Ljunger había vuelto la cabeza hacia el cielo con mudo asombro.

Gerlof alzó la mirada. Una sombra se cernía sobre él.

Un inmenso cuerpo con ojos parpadeantes planeaba sobre la playa. La parte superior era oscura, a diferencia de la inferior, y repiqueteaba sin parar; la panza mostraba las letras iluminadas de la palabra POLICÍA.

Era un helicóptero.

Ljunger ya no lo vigilaba. Había desaparecido, había escapado… Huía a grandes zancadas por el camino de grava, como un trol al que acabaran de descubrir.

Gerlof observó el aparato. Las grandes hélices rotaban. Sí. Era realmente un helicóptero lo que volaba allí arriba, y se balanceaba por encima de la playa mientras descendía.

El helicóptero de la policía aterrizó con cuidado y Gerlof cerró los ojos.

No sintió alegría ni alivio, no sintió nada. Su cerebro seguía esperando embarcar en la muerte y partir. Pero no acababa de llegar nunca.

El tableteo de las hélices se fue acallando, y se abrieron dos puertas. Un par de hombres encorvados y provistos de cascos descendieron. Vestían monos grises parecidos; eran pilotos o policías aéreos y corrieron hacia Gerlof por la hierba.

Uno de ellos llevaba una manta térmica bajo el brazo; el otro sujetaba una bolsa blanca. Gerlof comenzó a comprender por qué estaban allí y se sintió aliviado.

El helicóptero había venido a por él. Estaba a salvo.

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