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Gerlof Davidsson se encontraba sentado en su habitación de la residencia de ancianos de Marnäs y miraba cómo el sol se ponía al otro lado de la ventana. El reloj de la cocina acababa de quedarse en silencio después de sonar por primera vez, y pronto sería la hora de comer. Se levantaría y se dirigiría al comedor. Su vida no estaba acabada.

Si se hubiera quedado en Stenvik, el pueblecito pesquero del que provenía, podría haberse sentado en la playa para contemplar la puesta de sol en el estrecho de Kalmar. Pero Marnäs estaba en la costa este de la isla, así que todas las tardes veía cómo el sol se ponía tras la arboleda de abedules, entre la residencia de ancianos y la iglesia de Marnäs, al oeste. Ahora, en octubre, las ramas de los abedules apenas tenían hojas y parecían brazos delgados que se alzaban hacia el declinante disco solar de color amarillo rojizo.

La hora de las sombras había llegado: el momento de contar historias espantosas.

Cuando era niño, en Stenvik, ésa era la hora del día en que finalizaba el trabajo en el campo y en los cobertizos de los pescadores. Antes del anochecer todos se reunían en casa, pero todavía no encendían los quinqués. Los adultos se sentaban en la oscuridad, discutían sobre lo que habían hecho durante el día y sobre lo que había ocurrido en las otras fincas del pueblo. Y, de vez en cuando, narraban historias a los niños.

Para Gerlof, las mejores historias eran las más horripilantes. Historias de fantasmas, presagios, trols y trágicas y repentinas muertes en el yermo ölandés. O historias relacionadas con los restos de un naufragio, que el mar arrastraba a la costa rocosa y despedazaba contra las rocas.

El reloj de la cocina sonó por segunda vez.

El capitán de un barco sorprendido por una tormenta y empujado hacia la costa oiría tarde o temprano cómo las rocas del fondo golpeaban la quilla, cada vez con más fuerza. Era el comienzo del fin. Quizás alguno tuviera la suficiente habilidad y fortuna para echar un ancla y, lentamente, virar a favor del viento para alcanzar de nuevo aguas despejadas; pero una vez encallados, la mayor parte de los barcos no podía moverse ni un metro. Por lo general los patrones tenían que abandonar apresuradamente la nave para salvar a la tripulación y a sí mismos, e intentar llegar vivos a tierra entre el rompiente de las olas. Luego se quedaban de pie en la playa, mojados y helados, y veían cómo la tormenta hacía encallar su barco con más fuerza aún y cómo las olas comenzaban a destrozarlo.

Un buque de carga encallado parecía un féretro resquebrajado, abandonado a la intemperie.

El reloj de la cocina sonó por última vez, y Gerlof se sujetó a la mesa para erguirse. Sintió en las articulaciones que Sjögren cobraba vida. Lo sintió, fue doloroso. Miró meditativo la silla de ruedas que se encontraba a los pies de la cama y que nunca había utilizado dentro de casa. Tampoco pensaba hacerlo ahora. Cogió el bastón con la mano derecha y lo sujetó con fuerza mientras se encaminaba hacia el vestíbulo, donde sus abrigos colgaban de las perchas y los zapatos estaban colocados en orden. Se detuvo, se apoyó en el bastón y a continuación abrió la puerta que daba al pasillo. Salió y miró alrededor.

Se oyeron pasos que se arrastraban por el pasillo, y los vio llegar uno tras otro: los demás internos. Caminaban despacio, valiéndose de bastones y andadores. Los habitantes de la residencia de Marnäs se reunían para comer.

Algunos se saludaban en voz baja; otros nunca levantaban la mirada del suelo.

«Cuántos conocimientos moviéndose por este pasillo», pensó Gerlof al unirse al cansado rebaño camino del comedor.

– ¡Buenas noches a todos y buen provecho! -saludó Boel, la responsable de la sala, que sonreía entre los carritos de comida junto a la cocina.

Todos se sentaron con cuidado a las mesas en sus sitios habituales.

Cuántos conocimientos. Cerca de Gerlof se sentaban un zapatero, un sacristán y un campesino, con experiencias y aptitudes por las que nadie se interesaba. El mismo Gerlof aún podía anudar en pocos segundos un as de guía con los ojos cerrados, cosa que para nada servía.

– Esta noche puede que haya escarcha, Gerlof -observó Maja Nyman.

– Sí, hay viento del norte -respondió Gerlof.

A su lado se sentaba Maja, una mujer baja y delgada y llena de arrugas, pero más despierta que cualquiera de los presentes. Sonrió a Gerlof, y éste le devolvió la sonrisa. Era una de las pocas personas que podían pronunciar correctamente su nombre, Yerlof.

Maja era de Stenvik, pero se había casado con un campesino y en los años cincuenta se había marchado al nordeste de Marnäs; Gerlof se había mudado a Borgholm al convertirse en capitán de barco. Cuando Maja y él volvieron a encontrarse en la residencia, hacía más de cuarenta años que no se veían.

Gerlof cogió un poco de pan crujiente y empezó a comer, y, como de costumbre, se sintió agradecido de poder masticar. Estaba calvo, tenía mala vista, le flaqueaban las fuerzas y le dolía todo, pero, al menos, aún conservaba su propia dentadura.

Les llegó aroma a coliflor desde la cocina. En el menú del día había sopa de coliflor. Gerlof levantó la cuchara y esperó a que llegara el carrito de comida.

En cuanto acabaran, la mayoría de los ancianos de la residencia se sentaría a ver la televisión durante el resto de la tarde.

Eran otros tiempos. En las playas de Öland ya no quedaba ni un solo barco encallado y nadie contaba historias a la hora de las sombras.


La cena había acabado. Gerlof estaba otra vez en su habitación. Colocó el bastón junto a la librería y se sentó de nuevo al escritorio. Al otro lado de la ventana atardecía. Si se inclinaba por encima de la mesa y pegaba la nariz al cristal podía vislumbrar los campos de labor al norte de Marnäs, y tras ellos la playa y el oscuro mar. El mar Báltico, su antiguo lugar de trabajo. Pero ya no era capaz de hacer esos ejercicios gimnásticos, así que debía conformarse con mirar los abedules de detrás de la residencia de ancianos.

Aunque los responsables ya no lo llamaran así, eso es lo que era, una residencia de ancianos. Se esforzaban en encontrar nuevas palabras que sonaran mejor, pero seguía tratándose de ancianos a los que se había apartado, en muchos casos, para que se sentaran a esperar la muerte.

Alargó la mano en busca de la libreta negra que había junto a una pila de periódicos sobre la mesa. Tras su primera semana en la residencia de Marnäs -la había pasado sentado al escritorio, mirando fijamente por la ventana-, Gerlof había recobrado ánimos y había ido a la aldea a comprar una libreta en la pequeña tienda de comestibles. Luego había comenzado a escribir.

La libreta contenía pensamientos y exhortaciones. En ella escribía cosas que debía realizar y las tachaba una vez realizadas, aparte de la orden «¡AFÉITATE!», que figuraba en la parte superior de la primera página y que nunca tachaba, ya que constituía una actividad diaria. Afeitarse era necesario, y aquel día se había acordado de hacerlo por la mañana.

Éste era el primer pensamiento que figuraba en la libreta:

«MEJOR ES EL QUE TARDE SE ENCOLERIZA QUE EL FUERTE; Y EL QUE SE ENSEÑOREA DE SU ESPÍRITU, QUE EL QUE TOMA UNA CIUDAD.»

Era una máxima memorable del capítulo decimosexto de los Proverbios. Gerlof había comenzado a leer la Biblia cuando era niño, y desde entonces no había dejado de hacerlo.


«PAGAR LOS RECIBOS MENSUALES.»

«JULIA LLEGA EL MARTES POR LA TARDE.»

«HABLAR CON ERNST»


No tenía que pagar los recibos del teléfono, el periódico, la mensualidad de la residencia de Marnäs y el mantenimiento de la tumba de Ella, su mujer, hasta la semana siguiente.

Y Julia estaba en camino, al fin había prometido que vendría. Eso no debía olvidarlo. Esperaba que pudiera quedarse un tiempo en Öland. Pese a los años que habían pasado la pena aún la atormentaba, y él quería quitársela.

El último recordatorio era igual de importante y también tenía que ver con Julia. Ernst había sido cantero en Stenvik, y era de los pocos que seguían viviendo allí todo el año. Él, Gerlof y el amigo de ambos, John, hablaban por teléfono todas las semanas. A veces se sentaban a la hora de las sombras y se contaban viejas historias, algo que Gerlof apreciaba aunque en general ya las conociera.

Pero unos meses atrás, una noche Ernst había llegado a la residencia de Marnäs con una nueva historia sobre el asesinato de Jens, el nieto de Gerlof.

Éste no estaba en absoluto preparado para escucharla -en realidad no quería pensar en el pequeño Jens-, pero su amigo se sentó en la cama e insistió en contarla.

– He estado pensando en lo que sucedió -dijo en voz baja.

– Vaya -respondió Gerlof, que estaba sentado al escritorio.

– No creo que tu nieto se metiera en el mar y se ahogara -continuó Ernst-. Me parece que se adentró en la niebla que cubría el lapiaz. Y que ahí se encontró con su asesino.

– ¿Su asesino? -repitió Gerlof.

Ernst hizo una pausa, con las callosas manos cruzadas sobre sus rodillas.

– ¿Quién? -inquirió Gerlof.

– Nils Kant -dijo Ernst-. Creo que el que apareció entre la niebla fue Nils Kant.

Gerlof escudriñó a su amigo, pero la mirada de Ernst era seria.

– Creo que fue eso lo que ocurrió en realidad -insistió-. Nils Kant regresó a casa del mar, o de donde fuera que estuviese, y causó una desgracia más.

En aquella ocasión no dijo nada más. Una breve historia de la hora de las sombras, que Gerlof no pudo olvidar. Esperaba que Ernst regresara pronto y prosiguiera con el relato.

Continuó hojeando la libreta. Había anotado muchos menos pensamientos que tareas, y pronto llegó al final.

La cerró. No tenía mucho más que hacer en el escritorio, no obstante permaneció sentado y observó los abedules mecerse en la oscuridad. Le recordaron vagamente a las velas agitadas por el viento. No le resultó difícil relacionar ese pensamiento con la imagen de él mismo en cubierta, sacudido por un viento otoñal como aquél. La costa ölandesa se mecía pausadamente, ya fuera un primer plano de rocas y casas o la sencilla línea oscura del horizonte. Mientras evocaba esa imagen, de repente sonó el teléfono que tenía sobre el escritorio.

En la silenciosa habitación el sonido resultó muy fuerte y agudo. Gerlof lo dejó sonar una vez más. A menudo adivinaba quién le llamaba pero esta vez no estaba seguro.

Levantó el auricular después de la tercera señal.

– Davidsson.

Nadie respondió.

Al otro lado de la línea se oía un constante zumbido de electrones o de algo que revoloteaba alrededor del cable telefónico, pero quien sostenía el auricular no dijo esta boca es mía.

Pese a todo, Gerlof creyó saber lo que quería su interlocutor.

– Soy Gerlof -dijo al auricular-, y la he recibido. Si es que llamas por lo de la sandalia.

Le pareció oír una leve respiración.

– Me llegó hace unos días por correo -añadió.

Silencio en el auricular.

– Creo que la enviaste tú -prosiguió Gerlof-. ¿Por qué?

Sólo silencio.

– ¿Dónde la encontraste?

En el auricular sólo se oía un zumbido. Cuando Gerlof hubo apretado lo bastante el teléfono al oído, comenzó a sentirse como si estuviera sentado solo en el universo y escuchara el silencio del oscuro espacio. O del mar.

Después de treinta segundos alguien tosió.

Luego se oyó un clic. Habían colgado el auricular.

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