11

Julia se hallaba en el cementerio de Marnäs mirando la tumba de Nils Kant.

Se encontraba junto al muro oeste, y era la última de una larga hilera de sepulcros. El nombre NILS KANT estaba grabado en la lápida al igual que las fechas 1925-1963. Ésta era baja y modesta, de piedra caliza corriente que seguramente procedía de la cantera de Stenvik. Quizá fue Ernst Adolfsson el que la cortó. Tenía más de treinta años, y manchas de liquen blanco habían comenzado a cubrir su parte superior.

Sobre la tumba crecía una hierba seca amarillenta, pero no había flor alguna.

Julia se había preguntado por qué nadie nombró a Nils Kant como sospechoso al desaparecer Jens. En respuesta, Gerlof la había conducido hasta allí, hasta el desierto cementerio a las afueras de Marnäs, y ahora descubría que Nils Kant no podía tener relación con la desaparición de Jens. En 1972 Kant llevaba muerto casi diez años. Era una respuesta tallada en la piedra.

Bueno. Un nuevo callejón sin salida.

Dos metros más allá había otra lápida, también de piedra caliza, pero más alta y más ancha. Había un nombre y una fecha grabados: KARL-EINAR ANDERSSON 1889-1935 y VERA ANDERSSON KANT 1897-1972. Debajo de esos nombres y en un texto más pequeño se leía: AXEL TEODOR KANT 1929-1936. Era el hermano menor de Nils Kant, cuyo cuerpo había desaparecido en el estrecho.

Cuando Julia se dio la vuelta para irse vio algo pequeño y blanco que se agitaba tras la lápida de la tumba de Nils Kant. Se detuvo, dio un par de pasos hacia delante y se agachó.

Lo que se movía ligeramente con el viento era un sobre blanco, sujeto entre los tallos de un par de rosas secas.

Julia supuso que alguien habría dejado unas rosas detrás de la lápida no hacía mucho tiempo, pues aún conservaban algunos pétalos granates y secos. Cuando cogió el sobre lo notó húmedo. Si tenía algo escrito, la tinta se habría borrado con la lluvia.

Miró alrededor. El cementerio seguía desierto. La iglesia blanca de Marnäs se alzaba a unos cincuenta metros de distancia, pero la puerta estaba cerrada cuando Julia había intentado entrar y al otro lado de las ventanas no se veía ningún movimiento.

Introdujo el sobre en el bolsillo de su abrigo y se alejó.

Regresó a la tumba de su madre, retiró una hoja amarilla de abedul que había caído durante los minutos que había estado lejos y se agachó para comprobar que la vela aún ardía. Sí, no se había apagado.

Luego regresó a su coche para recorrer el kilómetro que la separaba del centro de Marnäs.


Cuando Julia era pequeña, una excursión desde la casa de verano hasta Marnäs, al este de la isla, era toda una aventura. Allí no sólo había un quiosco, sino también tiendas. Se podían comprar juguetes.

Ahora, mientras avanzaba en coche por el pequeño pueblo lo que más agradecía era que se pudiera aparcar gratuitamente: una gran ventaja respecto a Gotemburgo. Había sitio junto a la tienda de ICA, en toda la pequeña calle principal y en el puerto. Al final eligió el puerto. Allí vio una pequeña taberna, Moby Dick, restaurante y pub, cuyas mesas, al otro lado de las ventanas, estaban completamente vacías media hora antes de la hora del almuerzo.

No había barcos de pesca ni de recreo en el pequeño puerto. Julia salió del coche y se dirigió al desierto muelle de hormigón que apuntaba hacia el horizonte. Permaneció ahí unos minutos contemplando el mar gris surcado de pequeñas olas. No se veía nada en el horizonte. Detrás de él, hacia el nordeste, estaba Gotland, y al otro lado del mar Báltico se encontraba Europa del Este, con los antiguos, y ahora nuevos, países que se habían separado de la Unión Soviética: Estonia, Lituania y Letonia. Un mundo que Julia nunca había visitado.

Se dio media vuelta y caminó lentamente por la calle principal; no vio un alma. Pasó ante una pequeña tienda de ropa, una floristería y un cajero automático donde se detuvo para sacar trescientas coronas. Como de costumbre, no tenía mucho saldo, y estrujó el recibo rápidamente.

En la puerta siguiente colgaba un letrero: «ÓLANDS-POSTEN». Debajo del nombre, y escrito con letras más pequeñas: «El diario de todo el norte de Öland».

Julia vaciló unos segundos antes de entrar.

Al abrir la puerta hizo sonar una campanilla de latón encima de su cabeza. Entró en un pequeño local con buena luz pero con el aire viciado: apestaba a humo de cigarrillo viejo. Había un mostrador vacío, y detrás, una oficina con dos mesas repletas de periódicos y papeles. Ante cada uno de sus susurrantes ordenadores se sentaban dos hombres mayores, uno canoso y el otro completamente calvo; ambos vestían tejanos y camisas que pedían a gritos un buen planchado. Sobre la mesa del calvo reposaba un letrero con el nombre LARS T. BLOHM. La mesa del canoso carecía de letrero, pero Julia reconoció a Bengt Nyberg, el reportero que había llegado a la cantera enseguida. Lo había vislumbrado a través de la ventana y Lennart Henriksson le había dicho quién era.

Una larga serie de titulares colgaba de la pared: «TRÁGICO ACCIDENTE MORTAL EN LA CANTERA» rezaba uno en el extremo izquierdo en gruesas letras negras.

¿Acaso no eran trágicos todos los accidentes mortales?

– ¿Qué desea? -Bengt Nyberg no pareció reconocerla cuando la miró a través de un par de gruesas gafas de lectura. Julia se acercó al mostrador-. ¿Quiere poner un anuncio?

– No -respondió Julia, que no sabía realmente por qué había entrado en la redacción-. Sólo pasaba por aquí… Ahora estoy en Stenvik y… Mi hijo ha desaparecido.

Parpadeó. ¿Por qué había dicho eso?

– Vaya -dijo Nyberg-. Pero esto no es la comisaría. Está en el edificio de al lado.

– Gracias -repuso Julia, y sintió que se le aceleraba el pulso, como si hubiera dicho algo embarazoso.

– ¿O quiere que escribamos sobre ello?

– No -contestó Julia rápidamente-. Iré a la policía.

– ¿Cuándo ha desaparecido? -preguntó Lars Blohm, el otro hombre. Tenía una voz profunda, ronca-. ¿Qué hora era? ¿Ha sido aquí, en Marnäs?

– No. No ha sido hoy -respondió Julia. Sintió que se ruborizaba cada vez más, como si les estuviera mintiendo a los dos periodistas-. Tengo que irme. Gracias.

Al volverse precipitadamente notó sus miradas clavadas en la nuca y abandonó el local.

En cuanto se encontró en la fría acera respiró hondo e intentó relajarse. ¿Por qué había tenido que entrar en el periódico? ¿Por qué había hablado de Jens? No estaba acostumbrada a tratar con extraños. Y en sitios tan pequeños como aquél aún era peor; allí todo el mundo se conocía y una persona nueva enseguida llamaba la atención y se convertía en blanco de cotilleos. Echaba de menos Gotemburgo, donde la gente se trataba como si fueran árboles del bosque y se cruzaban en la calle sin mirarse.

Se apartó de las brillantes ventanas del Ölands-Posten y vio un nuevo letrero junto al del periódico, «POLICÍA», con su escudo azul y amarillo característico.

En la puerta, debajo del letrero, había un papel pegado. Julia subió los dos escalones que conducían a la puerta y leyó:

«COMISARÍA ABIERTA MIÉRCOLES DE 10 A12», se veía escrito con tinta negra.

Era viernes, así que la comisaría estaba cerrada. ¿Qué pasaba si se cometía un crimen en Marnäs y no era miércoles? No había ningún papel que respondiera a eso.

Observó por la ventana y vio una sombra moverse en el interior.

Cuando Julia descendió los escalones de cemento la puerta rechinó. Se abrió, y Lennart Henriksson apareció en el umbral. Esbozó una sonrisa.

– He observado que tenía visita -explicó él- ¿Cómo te encuentras hoy?

– Hola -respondió ella-. Estoy bien. Creía que no había nadie. Leí el letrero…

– Lo sé, los miércoles tengo que estar aquí dos horas -aclaró Lennart-. Pero también vengo en otros momentos. Aunque es un secreto; así me da tiempo a hacer más cosas. Pasa.

Llevaba puesta la chaqueta del uniforme negra y del cinturón colgaban una radio de policía y una pistola negra.

– ¿Ibas a alguna parte? -preguntó Julia.

– Iba a almorzar, pero entra un rato, si quieres.

Se hizo a un lado para que Julia pasara.

El interior del local parecía más viejo que el de la redacción del periódico que acababa de visitar, pero estaba limpio, tenía macetas en la ventana y no olía a cigarrillos. Sólo había una mesa, cara a la puerta, donde todos los papeles estaban pulcramente ordenados, al igual que el ordenador, el fax y el teléfono. Encima de una repisa repleta de archivadores colgaba un cartel con el dibujo de un teléfono que anunciaba la línea antidroga de la policía. En la pared opuesta había un gran mapa del norte de Öland.

– Bonita oficina -comentó Julia.

A Lennart Henriksson le gustaba el orden; a Julia eso le agradó.

– ¿Te gusta? -preguntó él-. Lleva treinta años abierta.

– ¿Eres el único que trabaja aquí?

– Ahora, sí. En verano hay más gente, pero en esta época del año estoy solo. Han ido recortando servicios. -Echó una mirada sombría al local y añadió-: A ver cuánto tiempo sigue abierta.

– ¿La quieren cerrar?

– Quizá. Los jefazos hablan de eso sin parar, para ahorrar -explicó Lennart-. Creen que todo debe de estar centralizado en Borgholm; es mejor y más barato. Pero espero que no la cierren antes de que me jubile, dentro de unos años. -Miró a Julia-. ¿Has almorzado?

– No.

Julia negó con la cabeza, recapacitó y notó que tenía mucha hambre.

– ¿Vamos a tomar un menú del día? -propuso Lennart. -Bueno.

Julia no encontró ninguna razón para negarse. -Bien. Vayamos al Moby Dick. Voy a apagar el ordenador y a poner el contestador automático.


Cinco minutos después, Julia se encontraba de nuevo en el pequeño puerto con Lennart. Entraron en el mejor restaurante de Marnäs; según el policía, el mejor y el único de todo el pueblo.

El mobiliario del Moby Dick era de inspiración marinera, y tenía cartas de navegación y redes de pesca y viejos remos de madera agrietada clavados en los oscuros paneles de madera. Ahora casi la mitad de las mesas del restaurante estaban ocupadas por clientes; se oía un débil murmullo y el tintineo de la porcelana. Algunos rostros curiosos se volvieron hacia Julia cuando entró, pero Lennart pasó primero, como si quisiera protegerla, y eligió una mesa individual junto a la ventana con vistas al mar Báltico.

¿Cuándo había comido en un restaurante por última vez? Julia no lo recordaba. Había perdido la costumbre de sentarse a una mesa entre extraños, pero hizo un esfuerzo por respirar con tranquilidad y mantenerle la mirada a Lennart.

– Hola, bienvenidos.

Un hombre con una gran barriga y la camisa remangada se acercó y les tendió dos cartas con las tapas de piel.

– Hola, Kent -saludó Lennart, y tomó el menú.

– ¿Qué queréis beber en un día tan bonito como hoy?

– Yo tomaré una cerveza sin alcohol -pidió Lennart.

– Yo tomaré agua fría, gracias -dijo Julia.

Su primer impulso había sido pedir vino tinto, a poder ser una botella entera, pero se dominó. Afrontaría esta situación sobria. No corría ningún peligro; todos los días la gente almorzaba en los restaurantes de todo el mundo.

– Hoy tenemos lasaña -ofreció Kent.

– Está bien -dijo Lennart.

– Para mí también.

Cuando el camarero cogió las cartas, Julia tuvo un vislumbre del amplio tatuaje verde oscuro y desvaído por el tiempo que Kent tenía en el brazo debajo de la manga. Parecían letras enmarcadas. ¿Un nombre? ¿El nombre de un barco?

– La ensalada y el café están incluidos en el precio del menú -dijo, y desapareció en la cocina.

El policía se levantó para ir a buscar la ensalada y Julia le siguió.

– ¡Lennart! -gritó una voz masculina desde el otro extremo del local cuando regresaban a su mesa-. ¡Lennart!

Éste suspiró en silencio.

– Ahora vuelvo -le dijo en voz baja a Julia, y se dirigió hacia el hombre que le había llamado, un señor mayor con el rostro rojo y brillante y una especie de mono de granjero azul.

Julia se sentó y vio cómo el hombre gesticulaba frenético y le contaba algo a Lennart con semblante adusto. Él le dio una respuesta lacónica y en voz baja, y el hombre comenzó a gesticular de nuevo.

El policía regresó a la mesa unos minutos después y apenas tuvo tiempo de sentarse antes de que Kent apareciera con dos platos llenos de crepitante y humeante lasaña.

Lennart suspiró de nuevo.

– Perdona -le dijo a Julia.

– No pasa nada.

– Le han robado un bidón de gasolina del granero -prosiguió-. Cuando uno es policía en el campo siempre está de servicio; no hay tiempo para aburrirse, te lo aseguro. Pero ahora comamos.

Se inclinó sobre el plato.

Julia también comió. Tenía hambre, y la lasaña estaba buena, con mucha carne picada.

Cuando su plato estuvo casi vacío, Lennart bebió un trago de cerveza y se recostó en el respaldo.

– Así que has venido a visitar a tu padre -comentó-. No a tomar el sol y bañarte.

Julia sonrió y negó con la cabeza.

– No, aunque Öland también es bonita en otoño.

– Parece que Gerlof está bien -dijo Lennart-. Si no fuera por el reumatismo.

– Sí. Tiene el síndrome de Sjögren -respondió Julia-. Es una especie de dolor reumático en las articulaciones que viene y va. Pero conserva la cabeza clara. Y todavía puede construir barcos en botellas.

– Sí, son bonitos. Yo tenía pensado encargar uno para la comisaría, pero al final no lo he hecho.

Hubo una pausa.

Lennart acabó la cerveza y preguntó en voz baja:

– Y tú, Julia, ¿cómo estás?

– Bien… -respondió Julia apresuradamente. Era una mentira a medias, aunque entonces pareció comprender que quizás el policía estaba realmente interesado y preguntó-: ¿Te refieres a… lo de ayer?

– Sí -dijo Lennart-, en parte sí. Pero también me refiero a lo que sucedió hace mucho tiempo…, en los años setenta.

– ¡Ah! -exclamó Julia.

Lennart lo sabía. Por supuesto que lo sabía, ¿qué se había creído ella? Él le había contado que llevaba treinta años trabajando como policía en la isla. Y él, al igual que Astrid, se había atrevido a sacar el tema prohibido con tranquilidad y tacto; un tema del que su hermana se había cansado hacía mucho tiempo y que muchos parientes de Julia jamás habían osado mencionar.

– ¿Participaste en el caso? -preguntó en voz baja.

Lennart bajó la vista a la mesa y titubeó, como si la pregunta le trajera desagradables recuerdos.

– Sí, participé en la búsqueda -contestó finalmente-. Fui uno de los primeros policías en llegar a Stenvik. Organicé una batida con los vecinos para inspeccionar la playa. Nos pasamos la tarde entera arriba y abajo; la búsqueda se interrumpió una hora antes de la medianoche. Cuando un niño desaparece nadie quiere parar…

Guardó silencio.

Julia recordó que Astrid Linder había dicho casi lo mismo, y bajó la vista a la mesa. No quería llorar delante del policía.

– Perdona -se disculpó un segundo después cuando le brotaron las lágrimas.

– No hay nada que perdonar -la tranquilizó Lennart-. Yo también lloro a veces.

Su voz era apagada y tranquila, como la apacible superficie del mar.

Julia parpadeó y se concentró en el serio rostro del policía para mantener la vista clara.

Deseaba decir algo, cualquier cosa.

– Gerlof -empezó, y carraspeó- no cree que Jens, mi hijo, se ahogara.

Lennart la miró.

– Vaya -dijo simplemente.

– Él ha… ha encontrado un zapato -prosiguió Julia-. Una pequeña sandalia, una sandalia de niño. Una igual a la que Jens llevaba cuando…

– ¿Un zapato? -Lennart siguió mirándola-. Una sandalia de niño. ¿La has visto?

Julia asintió.

– ¿La reconociste?

– Sí… quizá. -Julia levantó el vaso de agua-. Al principio estaba segura…, pero ahora no lo sé. -Miró al policía-. Fue hace tanto tiempo… Una piensa que nunca olvidará ciertas cosas, pero las olvida.

– Me gustaría verla -dijo Lennart.

– No habrá problema. -No sabía qué pensaría Gerlof de mezclar a la policía en ese asunto, pero no le importaba. Jens era su hijo-. ¿Crees que pueda significar algo?

– No creo que debamos esperar demasiado -observó Lennart. Se acabó la lasaña y añadió-: ¿Así que a su edad Gerlof se ha convertido en detective?

– Detective…, sí, quizá. -Julia suspiró, era agradable poder hablar de eso con otra persona que no fuera Gerlof-. Tiene muchas teorías, o como se diga. Vagas hipótesis…, no sé qué piensa realmente. Me dijo que le enviaron la sandalia por correo en una carta sin remitente, y me habló de un hombre que se llamaba Kant y que tenía…

– ¿Kant? -repitió Lennart de repente. Parecía inquieto-. ¿Nils Kant? ¿Te habló de él?

– Sí -afirmó Julia-. Era de Stenvik, pero no vivía allí cuando nací. Hoy he estado en el cementerio, y he visto…

– Está enterrado en el cementerio de Marnäs -dijo Lennart. -Sí, he visto la lápida -señaló Julia.

El policía miraba la mesa fijamente. Los hombros caídos; de pronto pareció muy cansado. -Nils Kant… Se resiste a morir.


Öland, mayo de 1945


En el lapiaz una gran mosca de un verde reluciente llega zumbando bajo la luz del sol. Vuela en zigzag por el aire entre los enebros y la hierba y finalmente aterriza en la palma de una mano tendida. Las alas se detienen y el insecto estira las patas y se queda quieto, preparado para volar ante el menor peligro, pero la mano yace inmóvil sobre la hierba.

Nils Kant tiene aún la escopeta alzada y mira la mosca cuyas alas reposan sobre la mano del soldado alemán.

El soldado yace de espaldas en la hierba. Sus ojos están abiertos, el rostro vuelto hacia un lado, y podría pensarse que mira a la mosca sorprendido. Pero tiene medio cuello y el hombro izquierdo destrozados por el disparo de la escopeta de Nils, la sangre ha manchado la desgastada chaqueta del uniforme y el soldado no ve nada.

Nils respira y escucha.

Ahora no se oye siquiera el zumbido de la mosca, un silencio sepulcral reina en el lapiaz, aunque aún le pitan ligeramente los oídos por los dos disparos de la escopeta. Han debido de resonar por los alrededores, pero no cree que los haya oído nadie. No hay ningún camino en las cercanías, y la gente rara vez se interna tanto en el lapiaz. Está tranquilo.

Nils está muy tranquilo. Tras el primer disparo, tras el disparo fortuito que ha tumbado al primer alemán, ha sido como si dos manos invisibles le hubieran sujetado los hombros temblorosos y los hubieran asentado.

Venga, tranquilízate. La sangre había dejado de pulsar en sus dedos, sus manos ya no le temblaban y se había sentido más seguro que nunca al alzar su escopeta Husqvarna hacia el otro alemán.

La mirada fija, el dedo rozando el gatillo, el cañón apuntado con firmeza. Si la guerra era esto, o casi esto, se parecía mucho a cazar conejos.

– ¡Dámelo! -ordenó de nuevo.

Alargó la mano y el alemán comprendió y entregó la pequeña y brillante piedra preciosa que le había enseñado a Nils con una ligera inclinación de la mano.

Nils sujetó la piedra entre sus dedos sin bajar la vista ni la escopeta y se la guardó en el bolsillo trasero. Asintió con la cabeza para sí mismo y muy lentamente rodeó el gatillo con el dedo índice.

El alemán levantó las manos, indefenso; en ese momento comprendió la gravedad de su situación, dobló las rodillas y abrió la boca, pero Nils no tenía intención de escucharlo.

– Heil Hiltler -dijo en voz baja, y disparó.

Una última explosión y después, silencio. Así de sencillo.

Los dos soldados yacen entre los enebros, uno medio echado hacia atrás con la espalda doblada sobre el otro. La mosca avanza hasta la yema del dedo índice del soldado que está encima, estira sus alas y se eleva sin esfuerzo. Nils la sigue con la mirada hasta que da la vuelta por detrás del gran enebro y desaparece.

Él da un paso adelante, apoya una bota contra el soldado y lo empuja. El cuerpo se desliza lentamente sobre su compañero y acaba tendido sobre la hierba. Así está mejor. Podría colocar a los soldados ordenados como para un verdadero funeral, pero así vale.

Nils mira los muertos. Los soldados parecen mayores, pero tienen su misma edad, y ahora que yacen quietos se vuelve a preguntar quiénes serán.

¿De dónde vendrían? No ha entendido lo que decían, pero está bastante seguro de que hablaban alemán. Sus uniformes están embarrados y ajados, los dobladillos deshilachados y las rodillas desgastadas. Ninguno de los dos va armado, pero el que yace encima del otro tenía un morral de tela colgada del hombro que ha caído a un lado tras desplomarse. No lo ha visto hasta ahora.

Nils se agacha y desata el morral, que está seco y casi sin sangre. Desdobla el pliegue de tela y ve unas pocas cosas: un par de latas de conservas sin etiqueta, un pequeño cuchillo con la empuñadura desgastada, un atado de cartas, media barra de pan negro seco. Unos trozos de cuerda, un par de vendas sucias marrones y un pequeño compás de latón sin pulir.

Nils coge el cuchillo y se lo guarda como recuerdo. No vale nada.

En el morral hay también otro objeto: un estuche de hojalata, algo más pequeño que la culata de una escopeta. Nils lo levanta y oye un repiqueteo en su interior. Aprieta con el pulgar y abre la tapa.

El estuche de hojalata está repleto de brillantes piedras preciosas. Las vierte sobre la mano y siente su dureza y tallado. Algunas son pequeñas como perdigones, otras tan grandes como dientes; hay más de veinte. Y junto a ellas hay algo mayor, envuelto en un trozo de tejido verde. Desenvuelve la tela y lo saca.

Es un crucifijo de oro puro, grande como la palma de una mano. Es muy hermoso. Observa la cruz un buen rato antes de envolverla de nuevo en la tela.

Nils cierra la tapa y guarda su botín de guerra en la mochila. Cierra el morral y lo deja junto a su difunto propietario. En realidad no hay mucho más que hacer en el lugar. Debería enterrar a los soldados, pero no lleva nada con que cavar.

Los cuerpos tendrán que quedarse donde están ahora, protegidos por los enebros; quizá pueda regresar otro día con una pala de verdad. En todo caso alarga la mano y les cierra los ojos, para que no se queden con la mirada clavada en el cielo.

Se endereza; es hora de volver a casa. Se cuelga la mochila, alza la escopeta aún caliente y con olor a pólvora y echa a andar en dirección oeste, hacia Stenvik. El sol brilla entre las nubes.

Después de unos cincuenta pasos se da la vuelta un instante y mira la planicie color esmeralda. El claro entre los enebros está en sombras y el verde del uniforme de los soldados se confunde con el del paisaje, pero una mano blanca e inmóvil sobresale entre la hierba, claramente visible a través de las ramas sinuosas.

Nils prosigue su camino. Empieza a pensar en lo que le dirá a su madre, cómo le explicará las manchas de sangre en sus pantalones. Desea contárselo todo, no quiere tener secretos sobre sus actividades en el lapiaz, pero a veces siente que hay cosas que ella prefiere no oír. Quizá la lucha con los soldados sea una de esas cosas. Tendrá que pensarlo.

Por mucho que se devane los sesos no encuentra ninguna respuesta. Y ahora se acerca al camino que conduce a Stenvik. Está desierto, y sigue adelante.

No, el camino no está desierto del todo. En una pequeña curva a un centenar de metros de las primeras casas de la aldea aparece alguien caminando.

El primer impulso de Nils es darse la vuelta, pero a su espalda sólo ve enebros raquíticos. Además, ¿por qué tiene que esconderse? En el lapiaz ha participado en algo grande, algo completamente revolucionario, y no tiene por qué temer a nadie.

Nils se detiene detrás del muro de piedra a unos metros del camino de la aldea y deja que la figura se acerque.

De pronto se da cuenta de que es Maja Nyman.

Maja, la chica de Stenvik a la que sigue con la mirada, la que ocupa sus pensamientos, pero con la que nunca ha hablado. Ahora tampoco puede hablar con ella, pero Maja se acerca cada vez más, esbozando una sonrisa como si éste fuera un día de verano normal y corriente. Ha visto al joven, y aunque no aviva el paso, a Nils le parece que se endereza, levanta la barbilla un par de centímetros y saca pecho.

Paralizado junto al camino, Nils ve cómo ella se detiene al otro lado del bajo muro de piedra.

Lo mira. Él le devuelve la mirada, pero no se le ocurre nada que decirle, ni siquiera un saludo. El silencio se vuelve aún más insoportable pues se oye el canto de un alegre ruiseñor procedente de la acequia que hay al otro lado del muro de piedra.

Al fin Maja abre la boca.

– ¿Has cazado algo hoy, Nils? -inquiere con una voz cristalina.

Al oír la pregunta, Nils de poco da un traspié. Primero cree que Maja lo sabe todo, luego comprende que no se refiere a los soldados. Tiene una escopeta; normalmente lleva los conejos que ha cazado cuando regresa a la aldea.

Niega con la cabeza.

– No -dice-, ningún conejo. -Da un paso hacia atrás, siente el peso del estuche de hojalata en la mochila y añade-: Ahora… tengo que irme. Con mi madre, a la aldea.

– ¿No vas por el camino? -pregunta Maja.

– No. -Nils sigue retrocediendo-. Voy más rápido por el lapiaz.

Las palabras le llegan a los labios cada vez con más facilidad; puede hablar con Maja Nyman. Lo hará otra vez, pero hoy no.

– Adiós -se despide lacónico, y se da la vuelta sin esperar una respuesta.

Sospecha que ella sigue parada y lo observa, y él se aleja del camino de la aldea y cuenta hasta doscientos pasos, luego tuerce hacia el pueblo.

Durante todo el trayecto oye el débil traqueteo del estuche de hojalata que baila en el fondo de su mochila y comprende que no se atreve a llevarlo a casa. Debe de tener cuidado con su botín de guerra.

Unos cuantos pasos más adelante, cuando el camino de la aldea desaparece tras los enebros, surge un pequeño montón de piedras frente a él.

El viejo mojón. Es un punto de referencia por el que pasa casi siempre al ir y venir de Stenvik, pero ahora se acerca a él y se detiene. Observa las piedras de todos los tamaños, recapacita y mira alrededor.

El lapiaz está totalmente desierto. Sólo se oye el viento.

En su interior toma forma una idea; se descuelga la mochila y la coloca en el suelo. La abre y saca el estuche con las piedras preciosas, lo sostiene en la mano y se acerca al mojón.

Al este, casi en línea recta, se encuentra la iglesia de Marnäs. La torre de la iglesia se yergue como una pequeña flecha negra en el horizonte. Nils observa la torre, se pone en posición de firmes y da un buen salto desde el mojón. A continuación empieza a cavar.

Llevan varios días de sol y el suelo está completamente seco; puede levantar una capa de hierba y cavar la tierra con las manos y el pequeño cuchillo de los alemanes. No se tarda mucho en llegar a la roca, la capa de tierra es muy fina en todo el lapiaz.

Nils retira la tierra para ensanchar el agujero, desmenuza y cava y mira sin cesar alrededor.

Cuando consigue abrir un amplio agujero en el suelo de aproximadamente un pie de profundidad, Nils toca la roca de debajo, pero es suficiente. Coge el estuche y lo coloca con cuidado en el fondo y después toma unas cuantas piedras planas del mojón y construye una pequeña bóveda a su alrededor. Luego rellena rápidamente el agujero y aplana la tierra lo mejor que puede con la palma de la mano.

Dedica mucho tiempo a colocar los trozos de hierba sobre la tierra; es importante que todo parezca igual que siempre junto al mojón.

Le lleva un buen rato recolocar la hierba, pero al final se levanta y mira el lugar desde diferentes ángulos. El suelo parece intacto, piensa, pero al colgarse la mochila ve que tiene las manos sucias.

Prosigue su camino a casa.

Ha decidido que le contará a su madre su encuentro con los alemanes, pero lo explicará con tranquilidad para que ella no se preocupe.

No mencionará las piedras preciosas que ha escondido. Todavía no; más adelante le dará una sorpresa. Ahora el botín de guerra es un tesoro escondido que sólo él conoce.

Al final salta un muro de piedra y vuelve al camino de la aldea, pero más cerca de donde se encontró a Maja. Está justo al lado de Stenvik.

Antes de llegar a casa se cruza con dos hombres que regresan del mar y caminan penosamente con sus gruesas botas. Son dos pescadores de anguilas con las manos negras que cargan un cedazo recién embreado.

No se saludan; al pasar, los dos hombres miran a otro lado. Nils no recuerda sus nombres, pero no importa. Su descortesía tampoco.

Nils Kant es más grande que ellos, más grande que todo Stenvik. Hoy lo ha demostrado durante la batalla en el lapiaz.

Casi ha anochecido. Abre la verja de su casa y entra en el silencioso jardín y sube por el sendero de piedra dando largas y orgullosas zancadas. El jardín desierto reverdece y florece. La hierba despide un aroma agradable.

Nada ha cambiado desde que ha salido de casa por la mañana a cazar conejos, pero Nils es otra persona.

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