En esa ocasión la que abrió la maciza puerta de la casa de Martin Malm no fue una joven enfermera, sino una señora mayor de melena canosa vestida con una blusa y una falda de tonos claros. Gerlof la reconoció: era Ann-Britt Malm, la mujer de Martin.
– Buenos días -saludó él.
La mujer se quedó junto a la puerta, muy tiesa. Su pálido semblante continuó serio; Gerlof comprendió que no lo había reconocido.
– Soy Gerlof Davidsson -se presentó mientras se pasaba el bastón a la mano izquierda y tendía la derecha-. De Stenvik.
– ¡Ah, sí! -repuso la anciana-. Gerlof, sí. Estuviste aquí la semana pasada, con una mujer.
– Era mi hija -declaró Gerlof.
– Vi cómo os marchabais desde el piso de arriba, pero cuando le pregunté quiénes erais a Ylva, no recordó vuestros nombres -explicó Ann-Britt Malm.
– Sí -contestó Gerlof-. Quería charlar un rato con Martin de los viejos tiempos, pero no se encontraba bien. Hoy quizá tenga más suerte.
Gerlof notaba el aire helado del estrecho en la espalda y se esforzaba por no temblar. En ese momento no deseaba otra cosa que entrar en la caldeada casa.
– Martin no se encuentra mucho mejor hoy -anunció Ann-Britt Malm.
Gerlof asintió, comprensivo.
– ¿Ni siquiera un poco mejor? -preguntó, y se sintió como un vendedor a domicilio-. Sólo será un momento.
Al fin ella se hizo a un lado.
– Veamos cómo se siente. Pasa.
Antes de entrar, se dio media vuelta y echó un vistazo al coche.
John seguía sentado en su interior y Gerlof le hizo una seña con la cabeza.
– Vuelve dentro de media hora -le había dicho-. Si ves que me dejan entrar, te vas y regresas dentro de treinta minutos.
John levantó una mano, arrancó el coche y partió.
Gerlof entró en la casa y poco a poco dejó de tiritar. Puso la cartera en el suelo de piedra del gran recibidor y se quitó el abrigo.
– Hoy hace un tiempo casi invernal.
Ann-Britt Malm apenas asintió; al parecer no tenía ganas de charlar.
Al otro lado de la habitación había una puerta entornada y la mujer se acercó y la abrió un poco más. Él la siguió en silencio.
Entraron en una sala de mayor tamaño. Olía a cerrado, a humedad y a tabaco rancio. Varias ventanas daban a un jardín trasero, pero las oscuras cortinas estaban corridas. Del techo colgaba una araña envuelta en una sábana blanca. En dos esquinas del salón había sendas chimeneas, y en otra un televisor encendido que emitía una película de dibujos animados con el sonido muy bajo.
Gerlof observó que se trataba de Los Picapiedra.
Ante el televisor, hundido en una silla de ruedas, había un anciano con una manta sobre las rodillas. Tenía la calva cubierta de manchas de vejez oscuras y en la frente una antigua cicatriz blanquecina. La barbilla le temblaba sin cesar.
Era Martin Malm, el hombre que había enviado la sandalia de Jens a Gerlof.
– Tienes visita, Martin -anunció Ann-Britt Malm.
De pronto, el viejo capitán apartó la mirada de la televisión y la clavó en Gerlof.
– Buenos días, Martin -saludó éste-. ¿Cómo estás?
La barbilla temblorosa de Martin descendió un poco cuando el anciano cabeceó levemente.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Gerlof.
Martin negó con la cabeza.
– ¿No? Yo tampoco -dijo-. Tenemos lo que nos merecemos.
Reinó el silencio. En el televisor, Pedro Picapiedra se subió al coche y desapareció tras una nube de polvo.
– ¿Quieres un café, Gerlof? -preguntó Ann-Britt Malm.
– No, gracias.
Deseaba de todo corazón que la mujer se fuera del salón.
Y al parecer ella no tenía ninguna intención de quedarse, pues enseguida se dio media vuelta con la mano sobre el pomo de la puerta y miró a Gerlof una última vez, como si se hubieran entendido.
– Volveré dentro de un rato -declaró.
Salió y cerró la puerta.
En el salón se hizo un silencio sepulcral.
Se quedó de pie un momento, luego fue a sentarse en una silla apoyada contra la pared. Se hallaba a unos cuantos metros de Martin, pero Gerlof sabía que no tenía fuerzas para arrastrarla, así que la dejó donde estaba.
– Bueno -empezó-. Ahora podremos hablar un rato.
Malm seguía mirándolo.
Gerlof reparó en que el salón apenas contenía recuerdos marinos, a diferencia del recibidor y de su habitación de la residencia de Marnäs. Las fotografías de barcos, las cartas de navegación enmarcadas y las brújulas antiguas brillaban por su ausencia.
– ¿No echas de menos el mar, Martin? -preguntó-. Yo sí. Hasta en un día tan ventoso como hoy, cuando no es aconsejable embarcarse. Pero aún tengo esto… -Alzó la cartera-. En ella guardaba todos los papeles cuando navegaba, y todavía aguanta. Quería enseñarte una cosa…
Abrió la cartera y sacó el libro conmemorativo de la naviera Malm.
– Lo reconoces, ¿verdad? Yo lo he ojeado con frecuencia y me he enterado de muchas cosas sobre tus barcos y aventuras en el mar, Martin. Pero hay una foto que me parece especialmente interesante.
Cogió el libro y lo dejó abierto en la página que mostraba la fotografía de Ramneby.
– Ésta -apuntó-. Es de finales de los años cincuenta, ¿verdad? Antes de que compraras tu primer transatlántico.
Al mirar a Martin Malm, Gerlof advirtió que había conseguido captar la atención del viejo armador. Malm observaba la imagen, y su mano izquierda se agitaba como si deseara levantarla y señalar la fotografía.
– ¿Te reconoces? -preguntó Gerlof-. Seguro que sí. ¿Y el barco también? Es el Amelia, ¿verdad? Solía estar atracado aquí en Borgholm, en el mismo muelle que mi Vindryttaren.
Martin siguió mirando la fotografía sin decir nada. Respiraba fatigosamente, como si le faltara el aire.
– ¿Recuerdas dónde se tomó esta fotografía? Yo solía encender el motor cuando navegaba a Oskarhamn, en Småland, pero este lugar se halla más al sur. ¿Verdad?
Martin no respondió, pero seguía sin apartar la vista de la vieja fotografía que Gerlof sostenía. Los hombres alineados en el muelle le devolvían la mirada, y éste observó que la barbilla volvía a temblarle de forma descontrolada.
– Es la serrería de Ramneby, ¿verdad? No hay pie de foto, pero Ernst Adolfsson reconoció el lugar. Cuando se tomó esta fotografía aún nos podíamos mantener navegando con un solo barco. Aunque a duras penas. -Señaló la foto de nuevo-. Y éste es el dueño de la serrería, August Kant. Hermano de Vera Kant, de Stenvik. Tú conocías bastante bien a August, ¿verdad? Hicisteis unos cuantos negocios juntos…
Martin intentó levantarse de la silla de ruedas para acercarse a Gerlof. Al menos eso le pareció a éste cuando le vio encoger los hombros y estirar las piernas contra el reposapiés de la silla de ruedas. Respiraba con mucha dificultad y seguía mirando fijamente la fotografía con la boca abierta.
– Frr-stio -balbuceó con voz gangosa.
– ¿Disculpa? -dijo Gerlof-. ¿Qué has dicho, Martin?
– Frr-stio -repitió Martin.
Gerlof lo miró desconcertado y retiró el libro con la fotografía de la serrería. ¿Qué había dicho Martin? Algo así como Frío.
¿O quizá había pronunciado un nombre, Fridolf?
¿O Fritiof?
Puerto Limón, julio de 1963
Nils espera impaciente más de media hora en la oscuridad, bajo las palmeras y de espaldas a la playa. Una nube de mosquitos zumba a su alrededor. Los espanta con la mano y piensa en Öland; la sensación de vagar por el lapiaz en libertad y sin ninguna preocupación. Al mismo tiempo permanece atento a cualquier sonido, pero la playa está silenciosa.
Al fin unos pasos se acercan por la arena.
– Me ha costado lo mío, pero al fin se ha dormido -anuncia Fritiof.
– Bien.
Nils sigue a Fritiof a la playa. El sueco Borrachón yace acurrucado junto al fuego como un saco de patatas; la cabeza le cuelga pero en la mano aferra la última botella de vino.
– Tendrás que ponerte manos a la obra -dice Fritiof.
– ¿Yo?
– Tú, sí. -Fritiof le mira fijamente-. Yo ya he trabajado de sobra intentando mantener despierto al borracho este durante todo el viaje. Ahora te toca a ti.
Nils baja la mirada hacia Borrachón pero no se mueve.
– Es un verdadero inútil, Nils -asegura Fritiof-. Sólo nos sirve a nosotros.
Nils sigue sin moverse.
– ¿Crees que irás al infierno por esto? -pregunta Fritiof.
Nils niega con la cabeza.
– No lo creas -dice Fritiof-. Podrás regresar a casa.
– Está aquí -dice Nils.
– ¿Qué?
– El infierno es esto -explica Nils.
– Bien -asiente Fritiof-. Entonces ya es hora de que te vayas de aquí.
Nils asiente con la cabeza cansinamente; acto seguido se inclina y agarra a Borrachón por los hombros. El hombre murmura en sueños, pero no ofrece resistencia. Nils lo arrastra por la playa, alejándolo de la hoguera hacia las oscuras aguas.
– Ten cuidado con los tiburones -le advierte Fritiof a su espalda.
El mar está caliente y se levantan olas amplias, pero apenas tienen fuerza. Nils se adentra en el mar Caribe de espaldas tirando del cuerpo de Borrachón.
De pronto éste se mueve, tose cuando la espuma de las olas le baña el rostro y empieza a defenderse. Nils aprieta los dientes, avanza un par de metros hasta que el agua le cubre los muslos y lo zambulle en el mar. Cierra los ojos y empieza a contar: uno, dos, tres…
El hombre lucha desesperadamente con los brazos por sacar la cabeza del agua. Nils lo sujeta con fuerza, piensa en Öland y continúa contando.
… cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, cincuenta…
Cuando el cuerpo al fin se queda quieto le parece que ha pasado una hora. Sin embargo, Nils no se mueve y mantiene a Borrachón sumergido. Debe apurar toda la vida, no puede quedar ni un ápice. Si espera el tiempo suficiente quizá no aparezca en sus sueños, a diferencia del policía provincial.
– ¿Has acabado? -grita Fritiof desde la playa.
– Sí.
– Bien, Nils -Fritiof entra en el agua, se inclina sobre Borrachón, le levanta un brazo y lo deja caer-. Bien hecho.
Nils no responde. Permanece inmóvil entre las olas mientras Fritiof saca el cuerpo a la superficie, y de pronto piensa en su hermano pequeño. Axel.
«Fue un accidente, Axel, no era mi intención…» Matar hace que los muertos regresen con más fuerza.
Fritiof vadea hasta la playa y se seca la frente con la manga de la camisa. Jadea.
– Bien, ya hemos acabado -anuncia, y se da la vuelta hacia Nils-. Ahora tendrás que contármelo.
– ¿Contar qué?
Nils sale lentamente del agua y se coloca frente a él.
– Lo del botín de guerra que ocultaste. ¿Dónde está, Nils?
El cuerpo del tipo de Småland yace en la arena entre los dos. Nils siente que ahora Fritiof juega con ventaja, pero se niega a ceder.
– Y tú, Fritiof Andersson, ¿cómo te llamas en realidad?
El hombre no responde.
– Si consigues que llegue a Suecia -dice Nils finalmente-, te mostraré dónde está.
– Eso llevará su tiempo -responde Fritiof, y espanta un mosquito-. Yo me encargaré de todo, pero tendrás que esperar. Hay que ir paso a paso. El cuerpo tiene que llegar primero a Öland… Hay que enterrarlo y olvidarlo del todo. Después podrás regresar. ¿Entiendes?
Nils asiente con la cabeza.
Fritiof toca con el pie el cuerpo tendido en la arena.
– Lo llevaremos unos cuantos metros mar adentro; le desfiguraremos el rostro un poco y lo sujetaremos al fondo…, y luego dejaremos que los peces hagan su labor. Nadie notará la diferencia entre vosotros. -Cabecea hacia la pequeña mochila de Borrachón junto al fuego-. No te olvides de coger su pasaporte. Sin él no podrás entrar en México.
– Y después -dice Nils-, ¿volverás aquí?
– Sí. Tú te quedarás en México DF y yo regresaré dentro de unas semanas. Sacaré el cuerpo, lo dejaré en la playa y borraré nuestras huellas; después iré a Limón y empezaré a preguntar si alguien ha visto a mi amigo Nils. Sería mejor que otra persona pasara por aquí y encontrara el cuerpo, si no, tendré que hacerlo yo.
Nils comienza a desvestirse.
– Ahora nos cambiamos.
Fritiof lo observa.
– ¿Y qué más? -dice-. ¿No olvidas nada?
Nils se quita la camisa en la oscuridad.
– ¿Qué?
Fritiof señala en silencio la mano izquierda de Nils, sus dos dedos torcidos. Después se agacha y coge el brazo de Borrachón, lo extiende de forma que su mano izquierda quede sobre la arena y pisa con fuerza los dedos índice y corazón con el tacón del zapato. Aprieta con fuerza, hasta que se oye un leve crujido en la oscuridad.
– Así -asiente Fritiof, que saca un pañuelo del bolsillo y ata los dedos rotos con fuerza formando un ángulo con la palma de la mano-. Dentro de poco seréis una copia el uno del otro.
Nils sólo observa. A la hora de planear, este hombre va siempre un paso por delante de él. ¿Qué final habrá previsto para esta historia?
Nils se saca esas preocupaciones de la cabeza.
– Quítale los pantalones -le pide-. Los secaré junto al fuego. En su lugar le pondré los míos, y mi cartera.
Sólo desea regresar a casa. La historia tendrá un final feliz si consigue regresar a Stenvik.
Entonces ya no importará que de momento su vida sea un infierno.