Gerlof avanzaba por el cementerio en su silla de ruedas y sumido en sus pensamientos. Creía que Ernst había muerto antes de llegar a un acuerdo, pero ¿un acuerdo con quién?
Por lo que Gerlof sabía, a Ernst nunca le había interesado especialmente el dinero; estaba más que satisfecho de su trabajo en la cantera y de vender de vez en cuando una escultura a algún turista para pagarse la comida y el alquiler. Con eso le bastaba. Pero entonces, ¿por qué no había querido compartir con él sus teorías sobre la desaparición de Jens?
Había elegido la Piedra Kant. Estaba claro. ¿Qué significaba?
Gerlof podía pasarse horas rumiando esas cuestiones. Sin embargo, siempre llegaba a la misma conclusión: Nils Kant seguía con vida. Si había organizado su propia muerte y había conseguido regresar a Suecia bajo otro nombre, como John creía, entonces las personas que intentaran averiguar la verdad supondrían un peligro para él.
– ¿Estás preparado, Gerlof? -preguntó Astrid Linder a su espalda al llegar a la casa parroquial.
Él asintió con la cabeza.
– Entonces entremos -dijo ella, y tomó impulso para empujar la silla por la rampa de discapacitados.
No había tanta gente como en el entierro, pero Gerlof y Astrid tuvieron que abrirse paso entre los presentes. Algunas personas se inclinaron para preguntarle a Gerlof cómo se encontraba, pero después de mantener tres conversaciones condescendientes se obligó a ponerse de pie. Quería que todos vieran que a pesar del dolor podía andar, que no era un inválido.
Astrid apartó la silla de ruedas, Gerlof se apoyó en su bastón y siguió saludando a los conocidos. Gracias a Dios su amigo Gösta Engstrom no estaba interesado en su salud, y afortunadamente Margit no se hallaba a su lado cuando Gerlof se le acercó con piernas tambaleantes. Mantuvieron una conversación en voz baja sobre los acontecimientos del otoño, y al final Gerlof le contó su opinión sobre la muerte de Ernst.
– ¿Así que no fue un accidente? -preguntó el otro.
Gerlof negó con la cabeza.
– Quieres decir que fue un asesinato.
– Alguien lo empujó a la cantera y luego tiró la escultura encima -aseguró Gerlof-. Eso es lo que creemos John y yo.
Temía que Gösta se riera en su cara, pero su amigo le miró con el semblante serio.
– ¿Quién podría hacer algo así?
Gerlof volvió a negar con la cabeza.
– Ésa es la cuestión.
Después se acercó a saludar Margit Engstrom; Gerlof le dio la mano y se alejó con pasos vacilantes.
Se tropezó con Bengt Nyberg del Ölands-Posten, que como de costumbre iba en busca de noticias.
– He oído que últimamente el personal del hogar Marnäs es escaso. ¿Es cierto? ¿Han surgido problemas con el servicio?
Gerlof no tenía nada que decirle. Parecía como si todos los presentes en la casa parroquial desearan algo de él. Antes de que consiguiera llegar hasta la mesa del café se encontró con Gunnar Ljunberg y su esposa, de Långvik. Gunnar fue directo al grano, como de costumbre.
– Necesito seis más, Gerlof -declaró el dueño del hotel-. ¿No te lo ha dicho tu hija? El otro día estuvo en nuestro hotel en Långvik, y le pedí que te lo comentara: seis más.
Hablaba, por supuesto, de los barcos dentro de botellas.
– ¿No tienes ya las estanterías repletas? -preguntó Gerlof.
– Vamos a ampliar el local -repuso Ljunger-. Serán para las ventanas del nuevo restaurante.
Sacó un cuaderno y un bolígrafo con el texto «¡COMPRA Y DISFRUTA EN LÅNGVIK!», y escribió una cifra en un trozo de papel que le alargó a Gerlof.
– Ése es el precio -dijo-. Por cada barco.
Gerlof miró el papel. No le gustaba lo que la familia Ljunger estaba haciendo en Långvik, era auténtica explotación urbanística, pero esa suma de cuatro cifras le bastaría y sobraría para mantener la casa y el cobertizo de Stenvik durante un año.
– Tengo dos barcos terminados -murmuró-. El resto tendrá que esperar…, quizás hasta primavera.
– Bien, de acuerdo. -Ljunger estiró la espalda-. Los compraré gradualmente. Pásate un día a comer por Långvik.
Gerlof le estrechó la mano; Linda, su mujer, le sonrió, y la pareja prosiguió su camino. Por fin Gerlof pudo acercarse a la mesa para beber un café y comer un trozo de pastel de zanahoria.
Astrid y Cari ya estaban sentados, y cuando él se acomodó, no sin esfuerzo, y le sirvieron el café, otro hombre se sentó ante él. Era Lennart Henriksson.
– Así que todo ha acabado -le dijo el policía a Gerlof.
Gerlof asintió.
– Pero la pena permanece.
– Sí. Y tu hija… ¿Ha venido? -preguntó Lennart.
– No. Se ha ido a Gotemburgo.
– ¿Se fue ayer?
Gerlof negó con la cabeza.
– Debe de haberse ido esta mañana.
Lennart lo miró.
– ¿No ha pasado a despedirse?
– No. Pero eso no me sorprende.
Podía haber añadido que Julia y él no habían conseguido sentirse más próximos el uno con el otro durante su visita a Öland, pero Lennart ya debía de figurárselo.
El policía permaneció sentado en silencio mirando su taza de café. Tenía una arruga de preocupación en la frente y tamborileaba suavemente la mesa con los dedos de la mano derecha.
Levantó la mirada hacia Gerlof.
– ¿Estás seguro de que se ha marchado?
– Astrid ha dicho que el coche no estaba.
A su lado, la mujer asintió con la cabeza.
– No había ningún coche aparcado. Y el cobertizo tenía las persianas bajadas, ¿verdad, Cari?
Su hermano asintió con la cabeza.
– ¿Se despidió de vosotros? -preguntó Lennart.
Gerlof no entendía por qué estaba tan preocupado.
– Pues no -respondió Astrid-. Pero no siempre se tiene tiempo para eso…
– La llamaré -decidió Lennart-. ¿Te parece bien, Gerlof?
– Por supuesto -repuso éste-. ¿Quieres pedirle alguna cosa en concreto?
– No -respondió Lennart, y sacó el móvil.
– ¿Tienes su número? -preguntó Gerlof.
– Sí. -Lennart lo marcó-. Sólo quiero saber dónde está. Dijo que quizás iría…
Guardó silencio y mantuvo el teléfono pegado al oído.
– No entiendo nada de móviles -le susurró Astrid a Gerlof-. ¿Cómo se hace para llamar?
– Ni la más remota idea -repuso él, y le preguntó a Lennart-. ¿Contesta?
Lennart bajó el teléfono.
– El abonado está fuera de cobertura…, salta el contestador. -Miró a Gerlof y añadió-: Se puede apagar…, si no quieres que te molesten.
– Pues habrá hecho eso, seguro -aseguró Gerlof-. Ahora debe de estar conduciendo por Småland.
Lennart asintió con la cabeza, pero no pareció satisfecho. Siguió tamborileando la mesa y, finalmente, se incorporó.
– Tendréis que disculparme. Debo…, ir a comprobar algo.
Cogió su taza de café y se levantó.
Gerlof lo vio apresurarse hacia la salida y se preguntó si su hija y Lennart Henriksson tendrían algún proyecto en común que él ignoraba, pero tras unos segundos oyó que alguien daba unos cuidadosos golpes de cuchara sobre una taza para llamar la atención. Una silla rechinó y un hombre se puso en pie.
Para su sorpresa Gerlof vio que se trataba de John Hagman. Ni él ni su hijo Anders parecían sentirse a gusto con el traje negro.
John carraspeó; tenía el rostro arrebolado y toqueteaba con dedos nerviosos el dobladillo de su chaqueta negra. Comenzó su discurso.
– Bueno… -dijo-. Yo no suelo hacer esto…, en realidad no… Pero había pensado decir algunas palabras sobre Ernst Adolfsson, mi amigo y el amigo de muchos de vosotros, y de Stenvik. A partir de ahora el pueblo será más silencioso y oscuro.
Una hora después Gerlof estaba de vuelta en la residencia de Marnäs -Margit y Gösta le habían llevado en coche-, y pudo por fin relajarse. Comió el almuerzo que Boel le calentó. Sobre una de las mesas del desierto comedor había un ejemplar del día del Ölands-Posten, y la mirada de Gerlof se dirigió al titular de la primera página: «ANCIANO DESAPARECIDO HALLADO MUERTO».
Más desgracias. El artículo trataba de un anciano que había abandonado su casa en el sur de Öland hacía unas semanas y había sido hallado bajo unos arbustos, congelado.
Según el periódico, la policía no sospechaba que fuera un crimen. El hombre era viejo y padecía demencia senil, y al parecer se había perdido a menos de un kilómetro de la aldea donde había pasado toda su vida.
Aunque Gerlof no conocía al muerto, el artículo le pareció un mal augurio.
Pasó el resto de la tarde en su habitación y no salió ni para tomar café. Fue al comedor para la cena, que consistía en kroppkakor ölandesas, sosas y con muy poca panceta (nada que ver con las delicias que Ella solía cocinar una vez al mes); aun así, Gerlof se comió un par.
– ¿Qué tal le ha ido en la iglesia sin mí? -preguntó Marie al servirle la comida.
– Bien, claro -respondió Gerlof.
– ¿Así que Ernst Adolfsson descansa bajo tierra? -comentó Maja Nyman al otro lado de la mesa.
Ella también era de Stenvik, recordó Gerlof, aunque hacía más de cuarenta años que no vivía allí.
Asintió con la cabeza.
– Sí, ahora Ernst descansa en paz junto a la iglesia.
Tomó su tenedor y comenzó a comer, agradecido como siempre que podía utilizar las manos. Gracias a Dios, al final también Sjögren se había calmado.
– ¿Era bonito el féretro? -preguntó Maja.
– Sí, claro -respondió Gerlof-. Blanco, de madera pulida y bonita.
– A mí me gustaría que el mío fuera de caoba -apuntó Maja-. Si no es demasiado caro… De lo contrario, que sea de madera barata y que me incineren.
Gerlof asintió educadamente, tomó otro bocado de las kroppkakor y estuvo a punto de decir que era preferible la incineración cuando alguien le tocó el hombro. Era Boel.
– Tienes una llamada, Gerlof-anunció en voz baja.
Él volvió la cabeza.
– Estoy cenando.
– Al parecer es importante. Es Lennart Henriksson…, de la policía.
Gerlof sintió que se le helaba el estómago; el frío despertó a Sjögren de su siesta y éste volvió a agarrotarle las articulaciones. El reumatismo empeoraba con el estrés.
– Voy.
¿Julia? Seguro que se trataba de Julia, y con toda seguridad serían malas noticias. Se levantó con dificultad.
– Puedes usar el teléfono de la cocina -dijo Boel.
Se dirigió hacia allí apoyándose en su bastón. En la cocina no había nadie. El teléfono de plástico rojo colgaba de la pared y Gerlof levantó el auricular.
– Davidsson -dijo.
– Gerlof…, soy Lennart.
Su voz sonaba muy seria.
– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó, aunque sabía la respuesta de antemano.
– Sí. Es Julia… No se había ido a Gotemburgo.
– ¿Dónde está?
Gerlof contuvo la respiración.
– En Borgholm -repuso Lennart-. En el hospital.
– ¿Está mal?
– Bastante. Pero podría haber sido mucho peor. Se ha dado un buen golpe. La están vendando en el hospital… Luego iré a recogerla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Gerlof-. ¿Qué ha hecho?
Lennart dudó, tomó aire y contestó:
– Ayer por la noche se coló en la casa de Vera Kant y se cayó por la escalera desde el piso de arriba. Estaba un poco…, bueno, cuando la encontré estaba bastante confusa. Aseguraba que la casa estaba habitada. Que Nils Kant vive allí.