10

No llevaba mucho tiempo dormido cuando sonó el timbre del teléfono prácticamente al lado de mi oído. Lo dejé sonar un rato, y al cabo me incorporé en la cama y descolgué.

– ¡Ah, señor Ryder…! Soy yo, Hoffman.

Me quedé callado, a la espera de que me explicara por qué me molestaba a aquellas horas, pero el director del hotel no siguió hablando. Se hizo un embarazoso silencio, que al fin él se decidió a romper repitiendo:

– Soy yo, señor… Hoffman. -Hubo una nueva pausa, y dijo-: Estoy abajo, en el vestíbulo.

– ¡Ah!

– Lo siento mucho, señor Ryder. Tal vez estaba usted ocupado en algo.

– Pues verá, sí… Estaba durmiendo. -Mi observación pareció dejar atónito a Hoffman, pues se hizo un nuevo silencio. En vista de ello, me apresuré a soltar una carcajada, y dije-: Quiero decir que me había echado en la cama. Naturalmente, no pensaba ponerme a dormir hasta…, hasta haber cumplido con todas mis obligaciones de la jornada.

– ¡Claro, claro…! -Percibí un timbre de alivio en la voz de Hoffman-. Estaba usted recuperando el aliento, por así decir. ¡Muy comprensible! Bien…, en todo caso, señor, le esperaré aquí en el vestíbulo.

Colgué el aparato y me quedé sentado en la cama preguntándome qué hacer. Me sentía más agotado que nunca -llevaba dormido escasamente unos minutos-, y tuve la tentación de olvidarme de Hoffman y de volver a conciliar el sueño. Pero finalmente comprendí que me sería imposible hacerlo, y salté de la cama.

Entonces descubrí que me había quedado dormido con el batín puesto. Iba a quitármelo y a vestirme cuando se me ocurrió que no hacía falta que me pusiera otra ropa para bajar a ver a Hoffman. Después de todo, a aquellas horas de la noche era improbable que me viera alguien aparte de Hoffman y el conserje. Además, si me presentaba en batín recalcaría sutil y agudamente lo avanzado de la hora y el hecho de que se me estaba privando de un merecido sueño. Salí, pues, al pasillo y me dirigí al ascensor. Estaba muy irritado.

Al principio, al menos, mi atuendo pareció obrar el efecto deseado, porque cuando Hoffman me vio entrar en el vestíbulo, sus primeras palabras fueron:

– Siento mucho haber interrumpido su descanso, señor Ryder. Debe de haber sido tan agotador para usted todo ese ajetreo del viaje…

No hice lo más mínimo por ocultar mi cansancio. Me pasé la mano por el pelo y asentí.

– No tiene por qué excusarse, señor Hoffman. Pero confío en que esto no nos lleve mucho rato. Lo cierto es que tiene usted razón: me siento sumamente cansado. -¡Oh, no, descuide! Será breve, muy breve. -Estupendo.

Observé que Hoffman llevaba puesta una gabardina y, debajo, un traje de etiqueta con fajín y pajarita.

– Se habrá enterado usted de la aciaga noticia, por supuesto… -dijo.

– ¿Una mala noticia?

– Muy mala, sí. Pero permítame decirle, señor, que confío…, que confío en que no redunde en nada grave. Y espero, señor Ryder, que antes de que concluya la velada haya llegado usted a ese mismo convencimiento.

– Seguro que sí -dije, buscando tranquilizarlo con mi asenso. Pero, tras un instante de vacilación, decidí que no me quedaba otro remedio y le pregunté sin más rodeos-. Lo siento, señor Hoffman, pero… ¿a qué mala noticia se refiere? ¡Ha habido tantas últimamente! Me miró, alarmado. -¿Tantas malas noticias? Solté una risita.

– Acerca de las guerras en África y todo eso… De todas partes llegan malas noticias -expliqué en tono de humor.

– ¡Oh, ya comprendo! Me refería, claro, a lo ocurrido con el perro del señor Brodsky.

– ¡Ah, sí! El perro del señor Brodsky…

– Convendrá usted conmigo, señor, en que es un asunto de lo más desdichado. ¡Precisamente ahora! Por mucho que hayas cuidado hasta el más mínimo detalle, ¡de pronto te encuentras con cosas como ésta! -suspiró, exasperado.

– Sí. Es horrible. Horrible.

– Pero, como le digo, no pierdo la confianza. Sí, confío de veras en que no va a tener mayores repercusiones. Y ahora…, ¿puedo sugerirle que nos vayamos enseguida? Es la mejor hora, señor Ryder. Es decir: no llegaremos ni demasiado temprano ni demasiado tarde… Como debe ser. Uno debe tomarse estas cosas con calma. No debe dejarse llevar por el pánico. Bien, señor…, pongámonos en marcha.

– Yo…, esto…, señor Hoffman… Me parece que no he atinado bien con mi atuendo para la ocasión… Tal vez me permitirá usted unos minutos para subir a mi habitación y ponerme cualquier otra cosa.

– ¡Oh, no! -exclamó Hoffman, dirigiéndome una fugaz mirada-. Tiene usted un aspecto magnífico, señor Ryder. No se preocupe, por favor. Y ahora -añadió, consultando con nerviosismo su reloj de pulsera-, sugiero que nos pongamos en camino. Sí, es el momento justo. Se lo ruego.

La noche era oscura, y la lluvia arreciaba fuera. Seguí a Hoffman y rodeamos el edificio del hotel hasta un caminillo que conducía a un pequeño aparcamiento al aire libre, en el que vi cinco o seis vehículos. Sólo había una luz prendida a uno de los postes de la valla metálica, y gracias a ella pude sortear los grandes charcos que se habían formado en el suelo.

Hoffman se acercó a un gran coche negro y me abrió la puerta del acompañante. Mientras me acercaba hacia ella fui notando que la humedad me empapaba poco a poco las zapatillas de fieltro. Y en el momento de subir al coche uno de mis pies se hundió en un charco y quedó completamente mojado. Dejé escapar una exclamación, pero Hoffman corría ya hacia la otra portezuela.

Mientras Hoffman maniobraba para salir del aparcamiento, hice cuanto puede por secarme los pies en el suelo enmoquetado. Cuando volví a alzar la cabeza circulábamos ya por la calle principal, y me sorprendió ver que el tráfico se había hecho muy denso. Más aún: que muchas tiendas y restaurantes Parecían haber despertado para recibir a la multitud de clientes que se divisaban a través de los escaparates iluminados. El tráfico seguía aumentando, y al llegar a un punto cercano al centro de la ciudad nos vimos atascados entre tres filas de vehículos. Hoffman consultó de nuevo su reloj y, con gesto contrariado, golpeó el volante del coche con la mano.

– ¡Qué mala suerte! -dije en tono cordial-. Y eso que cuando he estado fuera hace apenas un rato la ciudad parecía dormida.

Hoffman tenía un aire muy preocupado, y observó abstraído:

– El tráfico de esta ciudad va de mal en peor. No sé qué solución puede haber. -Golpeó otra vez el volante.

Durante los minutos siguientes permanecimos en silencio, abriéndonos paso lentamente a través del tráfico. En determinado momento, Hoffman dijo en voz baja:

– El señor Ryder ha tenido que hacer unas gestiones… Pensé que no había oído bien, pero volvió a repetir la frase -ahora acompañada de un suave ademán- y entonces caí en la cuenta de que estaba ensayando lo que iba a decir cuando llegáramos para explicar nuestro retraso.

– El señor Ryder ha tenido que hacer unas gestiones. El señor Ryder… ha tenido que hacer unas gestiones.

Seguimos avanzando entre el denso tráfico nocturno, y Hoffman seguía murmurando para sí frases que, en gran medida, yo no alcanzaba a entender. Se había encerrado en su mundo, y su aspecto revelaba una creciente tensión. Cuando por poco no logramos llegar a tiempo a una luz verde, le oí mascullar:

– ¡No, no, señor Brodsky! ¡Era espléndido, una criatura espléndida!

Finalmente tomamos un desvío y nos vimos circulando.por las afueras de la ciudad. No tardaron mucho en desaparecer de nuestra vista los edificios: viajábamos por una larga carretera a cuyos lados sólo se veían grandes espacios oscuros y abiertos, posiblemente tierras de labrantío. Ahora apenas había tráfico, y el potente automóvil pronto alcanzó una gran velocidad. Advertí que Hoffman se relajaba visiblemente y, cuando volvió a hablarme había recuperado ya en gran medida su habitual cortesía.

– Dígame, señor Ryder…, ¿encuentra nuestro hotel de su entera satisfacción?

– ¡Oh, sí! Todo es perfecto, gracias. -¿Le agrada su habitación?

– Sí, sí.

– ¿Y la cama? ¿La encuentra cómoda?

– Muy cómoda.

– Se lo pregunto porque nos sentimos orgullosos de nuestras camas. Renovamos todos los colchones con mucha frecuencia. Ningún otro hotel de la ciudad los renueva con la niisma frecuencia que nosotros. Me consta que es así. Los colchones que desechamos seguirían considerándose útiles durante varios años más por muchos de nuestros sedicentes competidores. ¿Sabía usted, señor Ryder, que si se colocaran uno tras otro, a lo largo, todos los colchones que sustituimos quinquenalmente, se podría formar una línea, a lo largo de nuestra calle mayor, que iría desde la fuente que hay en la esquina de Sterngasse hasta la farmacia del señor Winkler?

– ¿De veras? Me parece impresionante.

– Permítame que le hable con franqueza, señor Ryder. He dedicado mucho tiempo al tema de su cuarto. Por supuesto, en los días previos a su llegada me pasé horas pensando qué habitación le asignaría. En la mayoría de los hoteles, la cuestión se habría zanjado simplemente respondiendo a una pregunta: «¿Cuál es la mejor habitación que tenemos?» Pero no en mí hotel, señor Ryder. A lo largo de los años he prestado tanta atención individualizada a tantas habitaciones distintas… Ha habido temporadas en las que incluso he llegado a obsesionarme…, ¡ja, ja!…, a obsesionarme, sí, por tal o cual habitación. En cuanto descubro las posibilidades de una determinada habitación, me paso días enteros pensando en ella, y después pongo especial cuidado en renovarla para que se acomode lo más posible a la visión que me he formado de ella. No siempre lo consigo, pero en muchas ocasiones los resultados, después de mucho trabajo, se han aproximado tanto a la imagen que me había forjado mentalmente que siento una satisfacción muy grande. Ahora bien, quizá sea un defecto de mi carácter, pero el caso es que, apenas he concluido a mi gusto la renovación de un cuarto, me entusiasmo con las posibilidades de otro. Hasta el extremo de que, antes de darme cuenta, me sorprendo dedicando muchas horas de reflexión al nuevo proyecto. Sí…, algunos lo llamarían obsesión, aunque yo no veo nada malo en ello. Pocas cosas hay tan tristes como un hotel con todas sus habitaciones cortadas por un patrón idéntico y anquilosado, "or lo que a mí respecta, cada habitación debe concebirse según sus propias características individuales. Pero, a lo que iba, señor Ryder. Lo que quiero decir es que, en mi hotel, no tengo ninguna habitación particularmente preferida. Por eso, tras mucho pensarlo, decidí que la que le he asignado era precisamente la que a usted más le agradaría. Claro que, después de conocerle personalmente, ya no estoy tan seguro.

– ¡Oh, no, señor Hoffman! -me apresuré a decir-. Mi actual habitación es perfecta.

– El caso es que he estado dándole vueltas varias veces al asunto a lo largo del día. Desde su llegada, señor Ryder… Y tengo la impresión de que, temperamentalmente, estaría usted más en consonancia con otra habitación que tengo en mente. Quizá se la muestre mañana por la mañana. Estoy seguro de que va a preferirla a la de ahora.

– No, señor Hoffman, de verdad. Mi actual habitación… -Permítame serle sincero, señor Ryder. Su llegada ha supuesto para la habitación que ahora ocupa la primera prueba de fuego. Compréndalo… Es la primera vez que he alojado en ella a un huésped tan distinguido desde que la reformé hace cuatro años. Claro que no podía prever entonces que usted iba a honrarnos algún día con su presencia. Pero lo cierto es que reformé esa habitación pensando claramente en alguien muy parecido a usted. Lo que estoy intentando decirle es que es la primera vez que esa habitación se ha destinado al uso para el que fue concebida. Y, bueno…, me doy perfecta cuenta de que hace cuatro años cometí varios errores importantes al redecorarla. ¡Es tan difícil incluso para alguien con tanta experiencia como yo! No, no hay la menor duda: no estoy satisfecho. No ha sido una conjunción feliz. Mi propuesta, señor, es que se mude a la 343, que considero mucho más acorde con su espíritu. Se sentirá más sereno en ella, y dormirá mejor. En cuanto a la que ocupa ahora, bien…, llevo todo el día pensando en ella y me parece que lo mejor será desmantelarla.

– ¡Hombre, señor Hoffman, eso sí que no! -La exclamación me salió del alma, y el señor Hoffman, sobresaltado, apartó la vista de la carretera para mirarme. Solté una carcajada y, recobrando el aplomo, añadí enseguida-: Lo que quiero decir es que, por favor, no se meta en tantos gastos y quebraderos de cabeza por mi causa.

– Lo haría por mi propia paz espiritual, señor Ryder…, se lo aseguro. Mi hotel es la obra de mi vida. Cometí un grave error con esa habitación, y no veo más salida que desmantelarla. -Pero, señor Hoffman…, esa habitación… Lo cierto es que le he tomado cariño. De verdad, me encuentro maravillosamente en ella.

– No lo entiendo, señor -respondió con expresión de genuino desconcierto-. Es obvio que esa habitación no le va bien. Ahora que le conozco, puedo afirmarlo con total certeza. No tiene usted que ser tan considerado… Me sorprende verlo tan apegado a ella.

Dejé escapar una carcajada, tal vez innecesariamente exagerada.

– ¡De eso nada! ¿Apegado a ella, dice usted? -volví a reírme-. Es sólo una habitación de hotel; nada más. Si hay que desmantelarla, ¡pues se desmantela! Me trasladaré gustoso a otra habitación.

– ¡Ah! Me alegra mucho que se lo tome así, señor Ryder. Habría sido una gran frustración para mí…, no sólo durante el resto de su estancia, sino en los años venideros…, pensar que una vez se alojó usted en mi hotel y se vio obligado a soportar una habitación tan inadecuada. La verdad es que no comprendo en qué estaría yo pensando hace cuatro años. ¡Qué tremendo error!

Llevábamos ya algún tiempo viajando a través de la noche sin ver los faros de otros coches. A lo lejos, eran visibles luces que tal vez pertenecieran a algunas granjas, pero aparte de ellas no había apenas nada que rompiera la vacía negrura a ambos costados. Seguimos un rato en silencio, y al cabo Hoffman dijo:

– Ha sido un golpe cruel del destino, señor Ryder… Ese perro…, bueno, tenía ya sus años, pero podía haber vivido otros dos o tres más. ¡Y los preparativos marchaban tan a pedir de boca! -Sacudió la cabeza-. ¡Qué inoportuno! -Luego se volvió hacia mí, sonriente, y prosiguió-: Pero no pierdo la esperanza. No, no la pierdo en absoluto. Nada podrá doblegarlo ahora…, ni siquiera una desgracia como ésta.

– Quizá deberían regalarle al señor Brodsky otro perro. Un cachorro tal vez…

Lo había dicho sin reflexionar, pero Hoffman pareció considerar mi propuesta con sumo respeto.

– No estoy muy seguro, señor Ryder. Debe darse cuenta de que estaba muy encariñado con Bruno. Apenas tenía otra compañía. Estará soportando una gran aflicción. Aunque quizá tenga usted razón y debamos aliviar su soledad, ahora que ya 110 tiene a Bruno. Tal vez un animal de otra especie, para empezar. Que consiga apaciguarlo. Una jaula con un pajarillo, por ejemplo. Luego, en su momento, cuando ya esté preparado, podríamos pensar en proporcionarle otro perro. No sé…

Permaneció callado los minutos siguientes, y creí que sus pensamientos se habían desviado hacia otro tema. Pero de pronto, con los ojos clavados en el negro asfalto de la carretera que serpeaba frente a nosotros, exclamó entre dientes, con intensa emoción:

– ¡Un buey! Sí, eso es, eso es…, ¡un buey, un buey! Para entonces yo ya estaba harto del asunto del perro de Brodsky, y me había retrepado calladamente en mi asiento con intención de relajarme durante el resto del viaje. Pero al rato, intentando averiguar algo acerca del acto al que nos disponíamos a asistir, dije:

– Espero que no lleguemos demasiado tarde.

– No, no. Llegaremos a tiempo -replicó Hoffman. Su mente, sin embargo, parecía estar en otro lugar. Minutos después, le oí murmurar de nuevo:

– ¡Un buey! ¡Un buey!

Poco después la carretera dejó el campo abierto y atravesamos una agradable zona residencial. Pude ver en la oscuridad grandes casas con jardines, algunas de ellas rodeadas de altos muros o setos. Hoffman condujo con cuidado por las avenidas arboladas, y pude oírle ensayar una vez más para sus adentros las palabras que pensaba pronunciar en el lugar al que nos dirigíamos.

Cruzamos unas altas verjas de hierro y accedimos al patio de una espléndida mansión. Había ya muchos vehículos aparcados alrededor del edificio, por lo que al director del hotel le llevó algún tiempo encontrar un hueco donde dejar el coche. Luego se apeó precipitadamente y corrió hacia la entrada principal.

Me quedé un instante en mi asiento, estudiando la casa en busca de alguna clave que me indicara cuál era el acto que reclamaba nuestra presencia. En la fachada se abría una hilera de grandes ventanales que llegaban casi hasta el suelo. La mayoría se veían iluminados detrás de los cortinajes, pero no pude vislumbrar nada de lo que estuviera pasando en su interior.

Hoffman llamó al timbre y me instó, con gestos, a que me reuniera con él. Cuando me bajé del coche, el aguacero se había transformado en fina llovizna. Me arropé bien con mi batín y caminé hacia la casa poniendo mucho cuidado en evitar los charcos.

Abrió la puerta una doncella que nos hizo pasar a un amplio recibidor del que colgaban grandes retratos. La doncella, a juzgar por las fugaces miradas que se cruzaron entre ambos cuando él se quitó la gabardina para dársela, parecía conocer a Hoffman. Luego Hoffman se detuvo un momento ante un espejo para ajustarse la pajarita antes de conducirme hacia el interior de la casa.

Llegamos a un salón magnífico, brillantemente iluminado, en el que se estaba celebrando una recepción. Había como mínimo un centenar de invitados, todos vestidos de etiqueta, con copas en la mano, en animada charla. Cuando nos detuvimos en el umbral, Hoffman alzó un brazo ante mí, como para protegerme, y examinó el salón con la mirada.

– Aún no está aquí -murmuró al cabo. Luego, volviéndose hacia mí, me explicó, sonriente-: El señor Brodsky no ha llegado aún. Pero confío, confío en que ya no tardará mucho.

Exploró nuevamente el salón y, durante unos segundos, pareció desconcertado. Luego me dijo:

– Si tiene usted la bondad de aguardar aquí unos momentos, señor Ryder. Iré en busca de la condesa. ¡Ah! Y, por favor, escóndase un poco, si no le importa… ¡Ja, ja! Recuerde que se supone que usted es la gran sorpresa de la velada. Por favor… No tardaré.

Avanzó por el salón y durante unos instantes seguí su figura con la mirada: se movía entre los huéspedes con un semblante preocupado que constrastaba con la alegría reinante a su alrededor. Observé que algunas personas trataban de hablar con él, pero invariablemente Hoffman se alejaba rápidamente con sonrisa distraída. Al final lo perdí de vista y, probablemente por haberme asomado un poco en mi esfuerzo por volver a localizarlo, debí de descubrir mi presencia, pues escuché una voz a mi lado que me decía:

– ¡Ah, señor Ryder…, veo que ha llegado! ¡Qué bien tenerlo por fin entre nosotros!

Una mujer de imponente aspecto, de unos sesenta años de edad, había apoyado una mano en mi brazo. Sonreí y susurré algunas palabras corteses, y ella respondió: -Todo el mundo está deseando conocerle. Dicho lo cual empezó a guiarme con firmeza hacia el centro de la sala.

Mientras la seguía abriéndome paso entre los invitados, la mujer empezó a interrogarme. Al principio eran las habituales preguntas acerca de mi salud y del viaje. Pero luego, mientras proseguíamos nuestro periplo por el salón, demostró una curiosidad extraordinaria por mi opinión acerca del hotel. De hecho descendió a tantos detalles -qué me parecía el jabón, qué efecto me causaba la moqueta del vestíbulo…-, que empecé a sospechar que se tratara de alguna profesional competidora de Hoffman, molesta porque yo estuviera alojado en el establecimiento de éste. Sin embargo, su actitud y su forma de saludar con la cabeza y sonreír a todos los que íbamos encontrando a nuestro paso, mostraban claramente que era la anfitriona de la fiesta, lo que me llevó a inferir que se trataba de la condesa en persona.

Pensé que me conducía a algún lugar concreto del salón, o que buscaba a una determinada persona, pero al rato tuve la sensación indubitable de que nos movíamos lentamente en círculos. De hecho, varias veces me pareció haber pasado ya dos veces, como mínimo, por tal o cual punto del salón. Advertí también con extrañeza que, aunque muchas cabezas se volvían para saludar a mi anfitriona, ella no hacía ningún esfuerzo por presentarme a nadie. Más aún: que, aunque de vez en cuando algunos me sonreían cortésmente, nadie parecía interesarse especialmente por mi persona. Una cosa era cierta: nadie interrumpía la conversación que estuviera manteniendo porque yo pasara a su lado. Aquello me desconcertó, pues me había hecho a la idea de tener que capear el habitual agobio de cumplidos y preguntas.

Más adelante observé asimismo que en la atmósfera de aquel salón había algo extraño -algo forzado, teatral incluso, en la alegría que se respiraba-, que no logré identificar. Hasta que por fin nos detuvimos. La condesa se puso a conversar con dos damas profusamente enjoyadas, y tuve la oportunidad de reflexionar y coordinar mis impresiones. Sólo entonces me di cuenta de que aquella reunión no era un cóctel, sino una cena cuyo inicio todo el mundo aguardaba, una cena que debería haberse servido como mínimo hacía dos horas, pero que la condesa y sus colegas se habían visto obligados a retrasar ante las ausencias de Brodsky -oficialmente, el invitado de honor- y de mí mismo, que debía constituir la gran sorpresa de la velada. Después, prosiguiendo con mi ejercicio introspectivo, empecé a imaginar lo que había ocurrido con anterioridad a nuestra llegada.

La presente era, sin duda, la más concurrida de las cenas ofrecidas hasta la fecha en honor de Brodsky. Y puesto que, además, era la última antes del crucial acontecimiento del jueves por la noche, jamás se pensó que fuera a resultar una reunión desenfadada. La tardanza de Brodsky, para colmo, había acrecentado la tensión. Los invitados, sin embargo -todos ellos conscientes de ser la flor y nata de la ciudad-, habían hecho gala de su sangre fría, evitando escrupulosamente cualquier comentario que pudiera dar pie a la más mínima duda sobre la seriedad de Brodsky. La mayoría se las había ingeniado incluso para no mencionarlo en absoluto, aliviando sus íntimos temores con una inacabable especulación a propósito de la hora en que se serviría la cena.

Y entonces habían llegado las noticias relativas al perro de Brodsky. Un suceso cuyo conocimiento se había difundido inexplicablemente entre los reunidos, a pesar de los riesgos que entrañaba. Tal vez a través de una llamada telefónica recibida en la casa, que alguno de los munícipes presentes, en un errado intento de sosegar los ánimos, creyó oportuno compartir con los demás. En cualquier caso, las consecuencias de dejar que algo así corriera de boca en boca, en una concurrencia nerviosa ya por la preocupación y el hambre, eran de lo más previsibles. Y habían comenzado a circular ya por el salón toda clase de rumores alarmistas. Que si habían descubierto a Brodsky borracho como una cuba, acunando el cadáver de su perro. Que si Brodsky había sido encontrado en la calle, en medio de un charco, farfullando palabras ininteligibles. Que si, en fin, abrumado por el dolor, Brodsky había intentado suicidarse ingiriendo parafina. Esta última historia tenía su origen en un incidente ocurrido varios años atrás, cuando, en el transcurso de una francachela, Brodsky había sido trasladado al servicio de urgencias del hospital por un vecino suyo granjero, tras haberse echado al coleto cierta cantidad de parafina (jamás se supo si por una confusión de beodo o como resultado de una tentativa de suicidio). Fuera como fuere, estos y otros rumores habían dado pábulo a los más desesperanzados comentarios entre los invitados.

– El perro lo era todo para él. El pobre no se recuperará de esto. Tenemos que afrontarlo: hemos vuelto al punto de partida.

– Tenemos que cancelar lo del jueves por la noche. Cancelarlo inmediatamente. Ahora sólo podría ser un desastre. Si seguimos con ello, los ciudadanos no nos darán jamás una segunda oportunidad.

– Ese hombre era una carta demasiado arriesgada. Nunca debimos permitir que la cosa llegara tan lejos. Pero… ¿qué hacer ahora? Estamos perdidos, perdidos sin remedio.

Y así, mientras la condesa y sus colaboradores trataban de recuperar el control de la velada, en el centro del salón se había producido de pronto un gran vocerío.

Muchos de los presentes corrían hacia el lugar del incidente, y unos pocos se alejaban de él asustados. Lo que ocurría era que uno de los concejales más jóvenes se había enzarzado a golpes en el suelo con un individuo rechoncho y calvo en quien todos habían reconocido a Keller, el veterinario. Habían tirado del joven concejal para separarlos, pero éste tenía tan fuertemente asido a Keller por las solapas, que en realidad los levantaron a los dos a un tiempo.

– ¡He hecho todo lo posible! -gritaba Keller con el rostro congestionado-. ¡Todo lo que he podido! ¿Qué más podía haber hecho? Hace dos días el animal estaba perfectamente.

– ¡Impostor! -le gritaba el joven concejal, intentando una nueva acometida. Lograron retenerlo, pero para entonces eran ya bastantes quienes, viendo en el veterinario un chivo expiatorio perfecto, habían empezado a clamar también contra Keller. Durante unos instantes, las acusaciones le llovieron al veterinario de todos lados, culpándole de negligencia y de poner en peligro el futuro de la comunidad. En este punto alguien gritó a voz en cuello:

– ¿Y qué pasó con los gatitos de los Breuer? Usted todo el tiempo jugando al bridge y los pobres animalitos muñéndose uno tras otro…

– Sólo juego al bridge una vez a la semana, e incluso entonces…

El veterinario se había puesto a protestar con voz sonora y ronca, pero al punto cayeron sobre él otras voces acusadoras. De pronto todo el mundo parecía albergar algún viejo y callado agravio que reprochar al veterinario, relativo a algún animal querido, etc… Entonces alguien gritó que Keller nunca había devuelto una horquilla jardinera que había pedido prestada seis años atrás. Pronto los ánimos en contra del veterinario se habían exacerbado hasta tal punto que a nadie le pareció fuera de lugar que quienes sujetaban al joven concejal lo soltaran para que pudiera proseguir con la pelea. Y cuando éste lanzó contra el veterinario una última embestida pareció hacerlo en nombre de la inmensa mayoría de los presentes. La cosa iba camino de convertirse en un incidente harto enojoso cuando una voz que atronó al fin en la sala hizo entrar en razón a los asistentes.

Pero el que la sala se sumiera de pronto en el silencio se debió acaso más a la propia identidad de quien había hablado que a una eventual autoridad natural de él dimanada. Porque la persona a quien todos vieron al volverse, una figura que les miraba airadamente, no era otra que Jakob Kanitz, un hombre que si por algo sobresalía en la comunidad era por su notoria timidez. De edad cercana a la cincuentena, Jakob Kanitz, desde que todo el mundo podía recordar, había ocupado un puesto administrativo en el ayuntamiento. Rara vez aventuraba una opinión, y aún menos contradecía a alguien o se embarcaba en una discusión. No tenía amigos íntimos, y varios años atrás había dejado la pequeña casa en que vivía con su esposa y sus tres hijos y se había mudado a un diminuto ático alquilado en la misma calle, unas manzanas más abajo. Siempre que alguien sacaba el tema a colación, él daba a entender que pronto volvería con su familia, pero los años pasaban y su situación seguía siendo la misma. Entretanto, y en gran parte debido a su buena disposición para colaborar en las muchas tareas que entrañaba la organización de cualquier evento cultural, había llegado a ser aceptado, si bien con cierta condescendencia, como miembro de los círculos artísticos de la ciudad.

Antes de que los presentes tuvieran siquiera tiempo para recuperarse de su asombro, Jakob Kanitz -acaso consciente de que el temple lo abandonaría sin tardanza- se había apresurado a hablar:

– ¡Otras ciudades! ¡No me refiero sólo a París! ¡O a Stuttgart! Me refiero a ciudades más pequeñas, a ciudades no más importantes que la nuestra, a otras ciudades… Reunid a sus mejores ciudadanos, enfrentadlos a una crisis de este tipo… ¿Cómo reaccionarían? Con calma, con tranquilidad. Esa gente sabría qué hacer, cómo actuar. Lo que os estoy diciendo es que quienes estamos aquí, en esta sala, somos lo mejor de esta ciudad. La empresa no está más allá de nuestras posibilidades. Juntos podemos superar esta crisis. ¿Se pelearían entre ellos en Stuttgart? No debemos dejar que nos domine el pánico. No debemos tirar la toalla, no debemos disputar entre nosotros. Ue acuerdo, lo del perro es un problema, pero no es el final, no es algo irreparable. Sea cual sea el estado del señor Brodsky en este momento, podemos hacer que recupere el norte. Podremos hacerlo siempre que cada cual haga lo que tiene que hacer esta noche. Estoy seguro de que podemos hacerlo, y estoy seguro de que debemos hacerlo. Tenemos que hacer que recupere el norte. Porque si no lo hacemos, si no aunamos los esfuerzos y conseguimos arreglar las cosas esta noche, os lo advierto: ¡no nos quedará más que miseria! ¡Sí, una miseria honda y solitaria! No nos queda ya nadie a quien acudir; tiene que ser el señor Brodsky, no hay ya nadie más que el señor Brodsky. Probablemente está al llegar. Tenemos que mantener la calma. ¿Qué estamos haciendo? ¿Pelearnos? ¿Se pelearían en Stuttgart? Tenemos que pensar con claridad. Si estuviéramos en el lugar del señor Brodsky, ¿cómo nos sentiríamos? Debemos hacerle ver que participamos de su aflicción, que la ciudad entera comparte su pesar. Pensad de nuevo en ello, amigos míos: tenemos que levantarle el ánimo. ¡Oh, sí! No podemos pasarnos la velada con aire taciturno, permitir que se vaya a casa con la convicción de que no hay nada que hacer, porque bien podría volver a… ¡No, no! ¡El equilibrio justo! Tendremos que estar alegres también nosotros, hacerle ver que en la vida hay tantas cosas…, que todos contamos con él, que dependemos de él. Sí, tenemos que hacer las cosas bien en estas horas que nos aguardan. Probablemente está de camino, sólo Dios sabe en qué estado… Las horas próximas son cruciales, cruciales. Tenemos que conseguirlo. De lo contrario nos espera la miseria. Debemos…, debemos…

En este punto Jakob Kanitz se hallaba ya sumido en la confusión. Había seguido unos segundos más de pie en el estrado, sin hablar, mientras lo envolvía por momentos una terrible turbación. Algún resto de su anterior emoción le había permitido lanzar una última mirada airada a la concurrencia, y acto seguido se había vuelto mansamente y había bajado del estrado.

Pero su torpe alegato había causado un inmediato impacto. Antes incluso de que hubiera terminado de hablar, se había levantado en la sala un tenue murmullo de asentimiento, y más de uno de los presentes se había permitido dar un reprobador empellón en el hombro del concejal belicoso, que para entonces arrastraba los pies con aire avergonzado. La retirada de Jakob Kanitz del estrado había dado paso a unos instantes de incómodo silencio. Luego, poco a poco, la conversación había vuelto a la sala, y la gente debatía en todos los corros, en tono grave pero tranquilo, lo que convenía hacer cuando llegara Brodsky. No tardaron en llegar a un consenso: el enfoque de Jakob Kanitz, a grandes rasgos, era el correcto. Lo que convenía hacer era alcanzar el equilibrio justo entre el pesar y la jovialidad. La atmósfera habría de comprobarse cuidadosamente en cada momento por todos y cada uno de los presentes. Se fue instalando en la sala un sentimiento de resolución, y luego, pasado un rato, la gente empezó gradualmente a relajarse, hasta que al fin todo el mundo sonreía, charlaba, se saludaba en tono amable y cortés, como si el impropio episodio de hacía escasamente media hora no hubiera sucedido nunca. Fue más o menos entonces, unos veinte minutos después de la disertación de Jakob Kanitz, cuando Hoffman y yo nos incorporamos a la velada. No era extraño, pues, que yo percibiera algo extraño bajo aquella capa de refinado contento.

Me hallaba aún dándole vueltas a todo lo acontecido antes de nuestra llegada cuando vi a Stephan charlando con una anciana dama al otro extremo de la sala. A mi lado, la condesa parecía aún enfrascada en su conversación con las dos mujeres enjoyadas, de modo que, murmurando una excusa entre dientes, me alejé de ellas. Fui hacia el rincón donde estaba Stephan, que al verme me recibió con una sonrisa.

– Ah, señor Ryder. Así que ha llegado… Creo que le agradará conocer a la señorita Collins.

Entonces reconocí a la anciana dama delgada a cuyo apartamento habíamos ido en coche con Stephan horas antes. Iba vestida sencilla pero elegantemente, con un largo vestido negro. Me sonrió y tendió la mano, y nos saludamos. Me disponía a entablar una conversación cortés con ella cuando Stephan se inclinó hacia mí y me dijo discretamente:

– He sido tan necio, señor Ryder. Francamente, no sé qué es lo más apropiado. La señorita Collins ha sido muy amable, como de costumbre, pero me gustaría también saber su opinión sobre el asunto.

– ¿Se refiere a… al perro del señor Brodsky? -Oh, no, no. Eso es horrible, me hago cargo. Pero estábalos hablando de algo completamente diferente. Apreciaría de veras su consejo. De hecho, la señorita Collins me estaba sugiriendo que acudiera a usted en demanda de ayuda, ¿no es cierto, señorita Collins? Mire, odio ser pesado a este respecto, pero ha surgido una complicación. Me refiero a mi actuación del jueves por la noche. ¡Dios, he sido tan estúpido! Como ya le conté, señor Ryder, he estado preparando Dahlia, de Jean-Louis La Roche, pero no se lo he dicho a mi padre. Hasta esta noche. Pensaba darle una sorpresa: le gusta tanto La Roche… Es más: mi padre jamás hubiera soñado que yo fuera capaz de ejecutar magistralmente una pieza tan difícil, así que pensé que, para él, supondría una magnífica sorpresa por partida doble. Pero luego, hace muy poco, con la gran noche cada día más cercana, he pensado que de nada servía ya seguir con el secreto. Para empezar, las actuaciones han de imprimirse en el programa oficial, que se colocará en la mesa de gala al lado de cada servilleta. Mi padre ha sufrido horriblemente a causa de su diseño, tratando de decidir pormenores como el gofrado del papel, la ilustración del reverso, todo… Me di cuenta hace unos días de que tendría que decírselo, pero seguía deseando que en cierto modo constituyera una sorpresa, de forma que me mantuve a la espera del momento más apropiado para hacerlo. Bien, pues esta misma noche, justo después de dejarles en el hotel a usted y a Boris, fui a su despacho para dejar las llaves del coche y lo encontré en el suelo, afanado sobre un maremágnum de papeles. A gatas sobre la alfombra, rodeado de papeles; nada extraño, porque mi padre trabaja a menudo de esta forma. Es un despacho pequeño, y la mesa ocupa mucho espacio, así que tuve que sortear de puntillas los obstáculos para dejar las llaves en su sitio. Me preguntó cómo iba todo, y luego, antes de que yo pudiera decir nada, pareció ensimismarse de nuevo en sus papeles. Bien, no sabría decir por qué, pero en el momento mismo en que me estaba retirando, lo vi sobre la alfombra de esta guisa y de pronto se me ocurrió que era el momento de decírselo. Fue un impulso. De modo que, como sin darle mayor importancia, le dije:

»"A propósito, padre, el jueves por la noche voy a tocar Dahlia, de La Roche. He pensado que te gustaría saberlo."

»No lo dije en ningún tono especial; sencillamente se lo dije y esperé a ver su reacción. Pues bien, dejó a un lado el documento que estaba leyendo, pero siguió con la mirada en la alfombra que tenía delante. Y entonces le afloró al semblante una sonrisa y me dijo algo parecido a lo siguiente:»"Ah, sí, Dahlia…"

»Y por espacio de unos segundos pareció feliz, muy feliz. No alzó la mirada, seguía a gatas en el suelo, pero parecía muy feliz. Luego, con los ojos cerrados, empezó a entonar entre dientes el comienzo del adagio, se puso a tararearlo allí sobre la alfombra, moviendo la cabeza al compás de la melodía. Parecía tan feliz y tranquilo, señor Ryder, que no dudé en felicitarme por ello. Entonces abrió los ojos y me sonrió ensoñadoramente, y dijo:

»"Sí, es bello. Nunca he entendido por qué tu madre siente tanto desdén por esa pieza."

«Corno le estaba contando a la señorita Collins hace un momento, al principio pensé que había oído mal. Pero acto seguido lo repitió:

»"Tu madre la desprecia tanto… Sí, ya sabes, últimamente ha llegado a despreciar tan intensamente la última época de La Roche… No me permite oír sus discos en ninguna parte de la casa; ni siquiera con los auriculares puestos…"

»Debió de ver el pasmo y el disgusto en mi semblante, porque, y esto es típico de mi padre, de inmediato trató de hacer que no me sintiera tan mal.

«"Tendría que habértelo preguntado hace ya tiempo. Es culpa mía."

«Entonces, súbitamente, se dio un golpe en la frente como si acabara de recordar algo, y dijo:

»"La verdad, Stephan, os he fallado a los dos. En su momento pensé que lo correcto era no interferir en lo más mínimo, pero ahora veo que os he fallado a ambos."

«Cuando le pregunté a qué se refería, me explicó que mi madre llevaba todo este tiempo anhelando oírme interpretar Pasiones de cristal, de Kazan. Al parecer hacía cierto tiempo que le había hecho saber a mi padre que era eso lo que quería, y bueno, había supuesto que mi padre se ocuparía de que sus deseos se cumplieran. Pero ya ve, mi padre tuvo en cuenta mis sentimientos al respecto. Era consciente de que un músico, incluso un amateur como yo, desea tomar su propia decisión en algo tan importante. Así que no me dijo nada, con la intención de explicárselo todo a mi madre cuando se le presentara la ocasión. Pero, claro…, bueno, supongo que será mejor que le explique un poco más el asunto, señor Ryder. Verá, cuando digo que mi madre hizo saber a mi padre lo de Kazan no me refiero a que de hecho se lo dijera. Es algo difícil de explicar a alguien aJeno a la familia. La cosa funciona del siguiente modo: mi madre, de una forma u otra, siempre se las arregla para, digamos, dejar las cosas bien claras ante mi padre sin necesidad de la menor mención explícita. Lo hace a través de "señales", que para mi padre resultan inequívocamente claras. Ignoro cómo habrá sido en este caso concreto. Quizá mi padre llegó a casa y se la encontró escuchando Pasiones de cristal en el tocadiscos, lo que para él habría sido una inequívoca "señal". O puede que mi padre fuera a acostarse después de haber tomado su baño y la viera en la cama leyendo un libro sobre Kazan. No sé. Pero es así como siempre han funcionado las cosas entre ellos. Bien, como puede ver, estaba fuera de lugar el que mi padre, por ejemplo, le hubiera dicho de pronto: "No, Stephan tiene que decidirlo él mismo." Mi padre se mantenía a la espera, tratando de dar con el mejor modo de hacerle llegar su respuesta. Y, como es lógico, no podía saber que, de entre todas las piezas posibles, yo había elegido Dahlia, de La Roche. ¡Dios, qué estúpido he sido! ¡No tenía la menor idea de que mi madre la odiara tanto! Bien, mi padre me explicó cómo estaban las cosas, y cuando le pregunté cuál era en su opinión la manera de salir de aquel aprieto, se quedó pensativo unos instantes y al cabo me dijo que debía seguir con lo que había preparado, que era demasiado tarde para improvisar cualquier cambio.

»"Mamá no te culpará a ti. Ni se le pasará por la cabeza hacerlo. Me echará la culpa a mí, y con toda la razón."

«Pobre padre. Trataba por todos los medios de consolarme, pero yo me daba cuenta de la desolación que le causaba verse en aquella situación. Instantes después estaba con la mirada fija en un punto de la alfombra; seguía en el suelo, pero ahora en cuclillas y encogido, como si estuviera ensayando una tracción gimnástica, y miraba obstinadamente la alfombra y yo le oía murmurar cosas para sus adentros: "Saldré con bien de ésta, saldré con bien de ésta. He sobrevivido a cosas peores. Saldré con bien de ésta…" Parecía haberse olvidado de mi presencia, así que acabé marchándome después de cerrar sin ruido la puerta. Y desde entonces…, bueno, señor Ryder, en las horas que han pasado no he podido pensar en otra cosa. Para ser sincero, estoy hecho un lío. Queda tan poco tiempo. Y Pasiones de cristal es un pieza tan difícil. ¿Cómo poder prepararla en tan poco tiempo? De hecho, si he de serle franco, diría que es una pieza que se halla un poco más allá de mis posibilidades…, aun cuando pudiera disponer de un año entero para prepararla…

El joven dejó de hablar con un suspiro atribulado. Cuando transcurridos unos instantes vi que ni él ni la señorita Collins decían nada, inferí que esperaban mi opinión, y dije:

– Por supuesto que no es asunto mío, que es algo que debe usted decidir por sí mismo, pero mi impresión al respecto es que a estas alturas debería seguir con lo que había preparado…

– Sí, suponía que iba a decir eso, señor Ryder.

Era la señorita Collins quien había hablado. En su tono había un cinismo que me cogió de sorpresa y me hizo callar y volverme hacia ella. La vieja dama me miraba con perspicacia, y con cierto aire de suficiencia.

– Sin duda -prosiguió- usted lo llamaría…, ¿cómo?, ah, sí, «integridad artística».

– No es exactamente eso, señorita Collins -dije yo-. Se trata de que a mi juicio, y desde un punto de vista práctico, el momento ya es un tanto tardío…

– ¿Y cómo sabe usted que es tarde, señor Ryder? -volvió a interrumpirme-. Usted sabe muy poco de las facultades de Stephan. Para no hablar de las hondas implicaciones del aprieto en que se encuentra. ¿Cómo osa pronunciarse sobre este asunto como si estuviera dotado de una sensibilidad especial de la que el resto de nosotros carecemos?

Desde el comienzo de la intervención de la señorita Collins me había ido sintiendo más incómodo por momentos, y mientras me estaba diciendo esto último me sorprendí apartando los ojos para no tener que soportar su mirada inquisitiva. No se me ocurría ninguna réplica adecuada a sus preguntas, y al cabo de unos instantes, tras decidir que era mejor cortar por lo sano aquel enfrentamiento, solté una breve risa y me alejé hasta perderme entre la gente.

En el curso de los minutos siguientes me vi vagando por la sala sin rumbo. Como me había sucedido antes, la gente a veces se volvía cuando yo pasaba a su lado, pero nadie parecía reconocerme. En un momento dado vi a Pedersen, el caballero que había conocido en el cine. Reía en compañía de otros invitados, y pensé en unirme a ellos, pero antes de que pudiera hacerlo sentí que algo me rozaba el codo y me volví y vi a mi lado a Hoffman.

– Siento haberle dejado solo. Espero que le hayan cuidado bien. ¡Vaya situación!

El director del hotel respiraba pesadamente y tenía la cara perlada de sudor.

– Oh, sí. Me estoy divirtiendo.

– Perdóneme, pero tuve que ausentarme para responder a una llamada telefónica. Pero ahora están en camino; sí, definitivamente están en camino. El señor Brodsky estará aquí en un abrir y cerrar de ojos. ¡Santo Dios! -Miró en torno, y luego se inclinó hacia mí y me dijo en voz baja-: La elaboración de la lista de invitados no ha sido muy acertada. Se lo advertí a los organizadores. ¡Ver aquí a cierta gente! -Sacudió la cabeza-. ¡Vaya situación!

– Pero al menos el señor Brodsky está a punto de llegar…

– Oh, sí, sí. Debo decirle, señor Ryder, que siento un gran alivio al tenerle con nosotros esta noche. Justo en el momento en que le necesitamos. Si consideramos las cosas globalmente, no veo razón para que deba cambiar demasiado su discurso a causa de…, hmm, las presentes circunstancias. Quizá una alusión o dos a la tragedia no estarían fuera de lugar, pero nos ocuparemos de que alguien diga expresamente unas palabras sobre el perro, de modo que usted no tiene por qué desviarse mucho de lo que tiene preparado. Lo único…, ejem, bueno, que su discurso no debería ser demasiado largo. Pero, claro está, usted es la última persona a quien… -Una pequeña carcajada dejó en suspenso la frase. Hoffman volvió a echar una mirada a su alrededor-. Tener que ver aquí a cierta gente… -repitió-. Errónea la lista, sí, señor… Se lo advertí a quienes la han confeccionado.

Hoffman se puso a examinar la sala con la mirada, y yo aproveché la ocasión para pensar en el discurso que el director del hotel había mencionado instantes antes. Y al cabo dije:

– Señor Hoffman, en vista de las circunstancias, no veo con claridad el momento exacto en que habré de levantarme y…

– Ah, entiendo, entiendo… Qué sensibilidad la suya. Como bien dice, si se limita a levantarse en el momento en apariencia más apropiado, no sabemos cómo podría resultar… Sí, sí, qué perspicaz es usted. Yo estaré sentado al lado del señor Brodsky, así que quizá no le importe dejar en mis manos la elección del mejor momento. Seguro que es tan amable de aguardar a que yo le haga una seña. Santo Dios, señor Ryder, resulta tan tranquilizador tener a alguien como usted en momentos como éste…

– Me complace mucho poder servirles de ayuda.

Un ruido procedente del otro extremo de la sala hizo que Hoffman se volviera bruscamente. Estiró el cuello para ver lo que pasaba, aunque era obvio que no podía ser nada importante. Tosí discretamente para recuperar su atención.

– Señor Hoffman, hay otro pequeño asunto que me gustaría exponerle. Me estaba preguntando… -Señalé mi bata con un gesto-. Tal vez sería conveniente que me pusiera algo más… formal. Me pregunto si sería posible que alguien me prestara algo de ropa. Nada especial.

Hoffman miró sin mucha atención mi atuendo, y volvió a mirar hacia otro lado casi de inmediato, mientras decía distraídamente:

– Oh, no se preocupe, señor Ryder. Aquí no somos nada «estirados» al respecto.

Volvió a estirar el cuello para alcanzar con la vista el otro extremo de la sala. Estaba claro que no se hacía cargo en absoluto de mi problema, y estaba a punto de volver a planteárselo cuando ambos percibimos un revuelo cerca de la entrada de la sala. Hoffman dio un respingo, y luego se volvió hacia mí con una exagerada e irritante sonrisa en el semblante.

– ¡Ya está aquí! -susurró, mientras me daba un golpecito en el hombro y se alejaba apresuradamente.

Se hizo el silencio en la sala, y por espacio de unos segundos todos miraron hacia la puerta. También yo traté de ver lo que pasaba, pero mi vista se topaba con multitud de obstáculos y no conseguí vislumbrar nada. De pronto, como si acabaran de recordar la decisión tomada, los corros que había a mi alrededor reanudaron sus conversaciones en tono de contento controlado.

Me abrí paso entre los invitados y en un momento dado vi a Brodsky cruzando la sala asistido por varias personas. La condesa le servía de apoyo a uno de los brazos, Hoffman al otro, y cuatro o cinco personas se movían agitadamente en torno a ellos. Brodsky, desentendido abiertamente de la presencia de sus acompañantes, miraba sombríamente el ornado techo de la sala. Era más alto, de cuerpo más erguido de lo que yo había imaginado, aunque en aquel momento avanzaba con tal rigidez, y con una inclinación tan extraña, que desde cierta distancia daba la impresión de que sus acompañantes lo estuvieran llevando sobre patines. Iba sin afeitar, pero no de forma escandalosa, y tenía el esmoquin un tanto torcido, como si en lugar de vestirse él lo hubiera vestido otra persona. Sus facciones, sin embargo, aunque arrugadas y ajadas por la edad, conservaban algún vestigio de los lejanos años gallardos.

Durante un instante pensé que lo conducían hacia mí, pero caí en la cuenta de que se dirigían hacia el comedor, situado en la habitación contigua. Un camarero, de pie en el umbral, recibió e hizo pasar a Brodsky y sus acompañantes, y mientras el grupo desaparecía en el interior del comedor se hizo otro silencio en nuestra sala. Poco después, los invitados retomaron la charla, pero yo pude percibir una tensión nueva en el ambiente.

Entonces me percaté de que, adosada a una pared, aislada, había una silla alta y recta, y se me ocurrió que si me situaba en una posición de privilegio me resultaría más fácil calibrar el estado de ánimo de la concurrencia y decidir el adecuado tenor de mi disertación en la cena. Así que fui hasta ella, tomé asiento y permanecí allí durante un rato observando la sala.

Los invitados seguían charlando y riendo, pero no había duda de que la tensión soterrada iba en aumento. En vista de ello, y del hecho de que se había encomendado a alguien la tarea expresa de decir unas palabras sobre el perro, parecía sensato que mi discurso fuera, dentro de lo razonable, lo más alegre posible. Y finalmente decidí que lo mejor quizá sería relatar algunas divertidas anécdotas acontecidas entre bastidores y relativas a una serie de contratiempos que me habían mortificado en mi última gira por Italia. Las había contado en público varias veces, las suficientes para tener la certeza de que servirían para aliviar las tensiones y de que, en las presentes circunstancias, serían convenientemente celebradas.

Me hallaba barajando para mi coleto unas cuantas frases inaugurales cuando reparé en que la concurrencia había mermado considerablemente. Sólo entonces caí en la cuenta de que los invitados iban pasando lentamente al comedor, y me levanté de la silla.

Cuando me uní al desfile de invitados para pasar al comedor, me sonrieron unas cuantas personas, pero nadie me dirigió la palabra. No me importó gran cosa, porque seguía tratando de dar forma en mi mente a un comienzo de discurso con verdadera «garra». Cuando me acercaba ya a las puertas del comedor, me sorprendí indeciso entre dos opciones. La primera era la siguiente: «Mi nombre, a lo largo de los años, ha venido asociándose a ciertas cualidades. Un meticuloso cuidado por el detalle. Precisión en la interpretación. Un férreo control de la dinámica.» Tal comienzo simuladamente pomposo sería rápidamente contrarrestado por las hilarantes revelaciones de lo que realmente ocurrió en Roma. La alternativa a este comienzo era adoptar un tono más abiertamente divertido desde el principio: «Barras de cortinas que se caen. Roedores envenenados. Partituras mal impresas. Pocos de ustedes, espero, asociarían mi nombre a tales fenómenos.» Ambos comienzos tenían sus pros y sus contras, y finalmente decidí no tomar la decisión definitiva hasta no disponer de un mejor conocimiento del ánimo de los comensales en la cena.

Entré en el comedor; la gente charlaba con excitación a mi alrededor. Me chocó de inmediato la amplitud del recinto. Pese a ocuparlo ya más de un centenar de personas, entendí por qué habían iluminado tan sólo uno de los extremos. Habían preparado numerosas mesas redondas con manteles blancos y cubertería de plata, pero parecía haber otras tantas, desnudas y sin sillas y dispuestas en hileras, en la oscuridad del fondo. Se habían sentado ya muchos invitados, y el cuadro de conjunto -el fulgor de las joyas de las damas, la flamante blancura de las chaquetas de los camareros, los faldones de los chaqués, la oscuridad del fondo…- era señorial y solemne. Observaba yo la escena desde el umbral de la puerta, mientras trataba de estirarme un poco la bata, cuando apareció a mi lado la condesa. Empezó a guiar mi paso tomándome del brazo, de modo similar a como acababa de hacer con Brodsky, y dijo:

– Señor Ryder, le hemos asignado esa mesa de ahí para que no se haga notar demasiado. ¡No queremos que la gente le vea mucho y se pierda la sorpresa! Pero no se preocupe: en cuanto anunciemos su presencia y se levante, resultará perfectamente visible y audible para todo el mundo.

Aunque la mesa que me habían asignado se hallaba en un rincón, no entendía por qué resultaba particularmente más discreta que las otras. Me invitó a que tomara asiento, y acto seguido, diciendo algo entre risas -el bullicio del comedor me impidió oírlo-, se alejó apresuradamente.

Vi que compartía mesa con otras cuatro personas -una pareja de mediana edad y otra más joven-, que me sonrieron rutinariamente antes de retomar su charla previa. El marido de la pareja de más edad estaba explicando por qué su hijo deseaba seguir viviendo en Estados Unidos. Luego la conversación pasó a ocuparse de los demás hijos de la pareja. De cuando en cuando alguno de mis cuatro compañeros de mesa se acordaba de dar fe de mi existencia de forma siquiera nominal y me miraba, o, si se había dicho algún chiste, me sonreía. Pero ninguno de ellos se dirigió a mí directamente en ningún momento, y al final desistí y dejé de seguir el hilo de la charla.

Pero entonces, mientras los camareros servían la sopa, reparé en que su conversación se hacía más y más dispersa y distraída. Al cabo, en algún momento antes de terminar el plato principal, mis compañeros parecieron dejar a un lado todo pretexto y empezaron a hablar sin rodeos del asunto que les preocupaba realmente. Lanzando ocasionales miradas hacia donde se sentaba Brodsky, aventuraban en voz baja conjeturas acerca del estado actual del anciano. En determinado instante, la más joven de las mujeres dijo:

– Pues claro que sí: alguien tendría que acercarse hasta su mesa para decirle lo mucho que nos apena cómo se siente. Tendríamos que ir todos. Hasta ahora nadie parece haberle dicho ni media palabra. Miren, la gente que está sentada con él apenas le habla. Quizá tendríamos que ir nosotros, romper nosotros el hielo. Luego nos imitaría todo el mundo. Quizá la gente está esperando, como nosotros.

Los demás se apresuraron a asegurarle que nuestros anfitriones lo tenían todo bajo control, que en cualquier caso Brodsky parecía estar perfectamente…, pero al instante siguiente también ellos miraban con inquietud hacia la mesa del anciano.

También yo, como es natural, había tenido ocasión de observar detenidamente a Brodsky. Le habían asignado una mesa algo más grande que las demás. Hoffman se sentaba a un costado, y al otro la condesa. Sus otros compañeros de mesa eran hombres solemnes de pelo cano. El modo en que éstos conferenciaban entre sí en voz baja daba a la mesa un aire de conspiración que en poco contribuía a distender la atmósfera del comedor. En cuanto al propio Brodsky, no daba muestra alguna de ebriedad y comía de modo lento y continuado, si bien sin entusiasmo. Parecía, no obstante, haberse replegado a un universo propio. Mientras comían el plato principal, Hoffman mantenía un brazo tras la espalda de Brodsky y constantemente le susurraba cosas al oído, pero el anciano músico seguía mirando taciturnamente el techo sin responder a ninguno de sus comentarios. En una ocasión la condesa le tocó el brazo y dijo algo, pero él tampoco respondió.

Hacia el final del postre -la comida, si no soberbia, había sido correcta-, vi a Hoffman atravesando el comedor tratando de no tropezar con los ajetreados camareros, y caí en la cuenta de que venía hacia mi mesa. Al llegar se inclinó hacia mí y me dijo al oído:

– El señor Brodsky, al parecer, desea decir unas palabras, pero francamente…, ejem, hemos tratado de persuadirle de que no lo haga. Pensamos que no debería someterse a una tensión adicional esta noche. Así pues, señor Ryder, ¿sería usted tan amable de aguardar atentamente a mi señal y de levantarse en cuanto vea que se la dirijo? Luego, nada más terminar usted, la condesa procederá a dar fin a la parte formal de la velada. Sí, créame, será mejor que el señor Brodsky no se vea sometido a otra tensión esta noche. Pobre hombre, ejem… ¡Vaya lista de invitados! -Sacudió la cabeza y suspiró-. Gracias a Dios que está usted aquí, señor Ryder.

Antes de que pudiera responderle nada, Hoffman desandaba el camino esquivando a los camareros y se sentaba apresuradamente a su mesa.

Empleé los minutos siguientes en estudiar el ambiente y sopesar los dos comienzos que había preparado para mi discurso. Seguía aún dudando entre ambos cuando el ruido del comedor cesó de súbito. Entonces me percaté de que se había puesto en pie un hombre de rostro severo que ocupaba el asiento contiguo a la condesa.

Era un hombre de avanzada edad y pelo plateado. Irradiaba autoridad, y los invitados, al ver que se levantaba de la silla, callaron casi de inmediato. Durante los instantes que siguieron, el hombre de rostro severo se limitó a mirar a la concurrencia con aire de reprensión. Y luego habló con voz a un tiempo resonante y contenida:

– Señor: cuando un compañero tan amable y noble fallece, hay poco, muy poco, que los demás puedan decir que no suene a vacía y superficial palabrería. Sin embargo, no podemos dejar pasar esta velada sin un puñado de palabras formales, en nombre de todos los aquí presentes, que le transmitan a usted, señor Brodsky, la honda solidaridad que nos suscita su desgracia. -Hizo una pausa para dar paso al murmullo de asentimiento que corrió por el comedor, y continuó-: Su Bruno, señor, no sólo era amado por aquellos de nosotros que solíamos verlo corretear por la ciudad ocupándose de sus cosas. Llegó a alcanzar un estatus raramente alcanzado por los humanos, y aún más raramente por nuestros cuadrúpedos. Llegó a ser, en pocas palabras, un emblema. Sí, señor, llegó a ser un ejemplo vivo de ciertas virtudes cruciales. La lealtad acérrima. La intrépida pasión por la vida. La negativa a ser mirado con superioridad. El ardiente impulso de hacer las cosas al modo propio, Por mucho que éste pueda parecer extravagante a ojos de observadores de más envergadura. Las virtudes, en suma, desplegadas a lo largo de los años en la construcción de esta única y orgullosa comunidad nuestra. Virtudes, señor, que si se me permite… -su voz bajó de tono para subrayar la importancia de lo que seguía-, esperamos ver florecer de nuevo en todos los ámbitos de la vida.

Volvió a hacer una pausa, y estudió de nuevo a los comensales. Siguió unos segundos más con su gélida mirada fija en la concurrencia, y al cabo dijo:

– Ahora, todos juntos, guardemos un minuto de silencio en memoria del amigo que se ha ido.

Bajó la mirada, y la gente inclinó la cabeza, y volvió a reinar en el comedor un silencio perfecto. Levanté la cabeza y advertí que algunos de los dirigentes cívicos que acompañaban a Brodsky en la mesa habían adoptado posturas de aflicción exageradas y grotescas. Uno de ellos, por ejemplo, se apretaba la frente entre ambas manos. Por su parte, Brodsky -que había permanecido inmóvil durante todo el discurso, sin mirar ni al orador ni a la audiencia- seguía estático en su silla, y de nuevo aprecié una inclinación extraña en su postura. Cabía incluso la posibilidad de que se hubiera dormido en su sitio, y que el cometido del brazo de Hoffman detrás de su espalda fuera precisamente el de dotarle de un soporte físico.

Finalizado el minuto de silencio, el hombre de rostro severo se sentó sin añadir nada más a su discurso, lo que creó una embarazosa discontinuidad en las formalidades protocolarias. Hubo entonces quienes reanudaron cautelosamente la charla, pero al poco se detectó movimiento en otra mesa y vi que un hombre grande, de tez enrojecida e incipiente calvicie, se había levantado de su silla.

– Damas y caballeros -dijo con voz poderosa. Acto seguido, volviéndose hacia Brodsky, hizo una inclinación de cabeza y añadió en un susurro-: Señor… -Se miró las manos por espacio de un instante, y luego alzó los ojos y paseó la mirada por la audiencia-. Como muchos de ustedes saben, fui yo quien esta tarde encontré el cuerpo de nuestro amado amigo. Espero que me concedan, pues, unos minutos para decir unas palabras acerca de lo que…, de lo sucedido. Porque el caso, señor -dijo mirando de nuevo a Brodsky-, es que debo pedirle perdón. Permítame que me explique. -El hombre grande hizo una pausa y tragó saliva-: Esta tarde, como de costumbre, estaba haciendo mis repartos y casi había terminado, me faltaban dos o tres pedidos por entregar, y tomé un atajo por el callejón que hay entre las vías del tren y la Schildstrasse. Normalmente no utilizo ese atajo, y menos después del anochecer, pero hoy era más temprano que otros días y, como todos ustedes saben, el atardecer ha sido muy agradable. Así que he tomado el atajo. Y allí, justo a medio camino del callejón, lo he visto. A nuestro querido amigo. Se había situado en un punto discreto, prácticamente oculto entre el poste de alumbrado y la valla de madera. Me he arrodillado junto a él para asegurarme de que efectivamente había fallecido. Y al hacerlo han pasado por mi mente multitud de pensamientos. He pensado, cómo no, en usted, señor. En el gran amigo que había sido Bruno para usted, y en la trágica pérdida que iba a suponerle. He pensado también en lo mucho que la ciudad, en general, echaría de menos a Bruno, y en cómo habría de acompañarle en sus horas de aflicción. Y déjeme decirlo, señor: he sentido, pese al dolor del momento, que el destino me había deparado un privilegio. Sí, señor, un privilegio. Había recaído en mí la tarea de llevar el cuerpo de nuestro amigo hasta la clínica veterinaria. Y entonces, señor…, para lo que ha sucedido después… no tengo excusa. Hace unos instantes, mientras hablaba el señor Von Winterstein, he estado aquí sentado atormentado por la duda. ¿Debía levantarme para contarlo? Al final, como ve, he decidido que sí, que debía hacerlo. Mejor que el señor Brodsky lo oyera de mis propios labios que como una hablilla mañana por la mañana. Señor, me siento amargamente avergonzado por lo que ha sucedido después. Lo único que puedo decir es que no era mi intención, que jamás se me habría ocurrido… Ahora sólo puedo rogarle que me perdone. El asunto ha seguido rondando mi cabeza una vez tras otra en las últimas horas, y ahora veo lo que debería haber hecho. Debería haber dejado en el suelo los paquetes. Sólo llevaba dos, eran mis últimos repartos. Los debería haber dejado allí: habrían quedado perfectamente a salvo allí en el suelo, pegados contra la cerca. Y si, a pesar de todo, alguien los hubiera cogido, ¿qué? Pero por alguna necia razón que no logro comprender, por un estúpido instinto profesional acaso, no lo he hecho. No lo he pensado. Quiero decir que cuando levanté el cuerpo de Bruno seguía aferrado a mis paquetes. No sé qué es lo que pretendía. Pero el caso es…, lo oiría de todos modos mañana, así que quiero contárselo yo ahora…, el caso es que su amado Bruno debía de llevar ya allí algún tiempo, Porque su cuerpo, magnífico pese a hallarse ya sin vida, estaba frío y, bueno, se había puesto rígido. Sí, señor, rígido. Le pido perdón, porque lo que tengo que contar ahora puede que vuelva a causar dolor a su corazón, pero… déjeme continuar. Para poder llevar los paquetes (cómo lo lamento, lo he lamentado ya un centenar de veces desde entonces), para poder seguir llevando los paquetes me he cargado a Bruno sobre los hombros, sin tener en cuenta la rigidez de su cadáver. No ha sido hasta después de unos minutos cuando, ya casi al final del callejón, he oído el grito de un niño y me he detenido. Entonces, como es lógico, he caído en la cuenta de la enormidad de mi error. Señoras y señores, señor Brodsky, ¿habré de explicárselo con detalle a todos ustedes? Sí, veo que sí. El hecho es el siguiente: a causa de la rigidez del cuerpo de nuestro amigo, a causa de la necia forma en que había decidido transportarlo, aupado sobre mis hombros, es decir, en posición prácticamente vertical…, bueno, el caso, señor, es que toda la parte superior de su cuerpo ha debido de resultar visible por encima de la valla desde cualquiera de las casas de la Schildstrasse. De hecho, una crueldad sobre otra, se trataba de esa hora de la tarde en que la mayoría de las familias se reúnen en el cuarto de atrás para cenar. Estarían mirando el jardín mientras comían y de pronto verían a nuestro noble amigo deslizándose por encima de la valla, con las patas frente a él, alzadas hacia lo alto… ¡Ah, qué indignidad…! ¡Casa tras casa! La escena no ha dejado de atormentarme ni un instante, señor. Puedo verla ante mis ojos: Bruno pasando… ¡Qué imagen habrá dado! Perdóneme, señor, perdóneme. No podía permanecer sentado ni un segundo más sin descargar de mí este peso…, sin dar testimonio de mi torpeza. ¡Qué infortunio que este triste privilegio haya recaído en un patán como yo! Señor Brodsky, por favor, le ruego acepte estas por completo inadecuadas disculpas por la humillación de que hice objeto a su noble compañero, siendo como era tan reciente su partida… Y a las buenas gentes de la Schildstrasse (algunas de ellas quizá se encuentren aquí ahora), que sin duda, y como todo el mundo, querían tiernamente a Bruno… ¡Dios, haberle visto por última vez de tal guisa…! Les ruego, le ruego a usted, ruego a todos los presentes que me perdonen…

El hombre grande se sentó moviendo la cabeza con gesto compungido. Una mujer que estaba sentada a su lado se puso en pie llevándose a los ojos un pañuelo.

– No hay duda, ciertamente -dijo-, de que era el mejor perro de su generación. No cabe duda alguna acerca de ello.

Un murmullo de aprobación corrió por el comedor. Los dirigentes cívicos que rodeaban a Brodsky asentían rotundamente con la cabeza, pero Brodsky seguía sin alzar siquiera la suya. Aguardamos a que la mujer que se había levantado dijera algo más, pero aunque continuaba levantada no añadió ni una palabra y se limitó a seguir sollozando y a darse en los ojos toquecitos de pañuelo. Al poco, un hombre con esmoquin de terciopelo que había a su lado se levantó y la ayudó con gentileza a sentarse. Él, sin embargo, permaneció de pie e hizo pasear su mirada acusadora de un lado a otro del recinto. Y dijo:

– Una estatua. Una estatua de bronce. Propongo que levantemos una estatua a Bruno. Así podremos recordarle siempre. Algo grande y digno. En la Walserstrasse, por ejemplo. Señor Von Winterstein -dijo, dirigiéndose al hombre de rostro severo-, decidamos aquí mismo, esta noche, levantar una estatua a Bruno.

Alguien gritó: «¡Hagámoslo, hagámoslo!», y al punto se alzó un clamor de voces de asentimiento. No sólo el hombre de rostro severo sino todos los demás dirigentes cívicos de la mesa de Brodsky parecieron acusar un desconcierto súbito. Intercambiaron entre ellos varias miradas de pánico antes de que el hombre de rostro severo alcanzara a decir sin levantarse:

– Por supuesto, señor Haller: consideraremos detenidamente su propuesta. Junto con otras ideas encaminadas a conmemorar del mejor modo posible…

– ¡Esto está yendo demasiado lejos! -le interrumpió de pronto una voz de hombre desde el otro extremo del recinto-. Qué idea más absurda. Una estatua para ese perro… Si ese animal merece una estatua de bronce, nuestra tortuga Petra merece otra cinco veces más grande. También ella tuvo un cruel final. Es absurdo. Y además ese perro atacó a la señora Rahn a principios de año…

El resto de su protesta fue ahogado por un fragor de voces que recorrió el comedor de extremo a extremo. Durante un instante pareció que todo el mundo gritaba al mismo tiempo. El hombre que había hablado, aún en pie, se volvió hacia un compañero de mesa y se puso a discutir con él de forma furibunda. En medio del creciente caos, vi que el señor Hoffman me hacía señas con la mano. O, mejor, describía en el aire un extraño Movimiento circular -como si estuviera limpiando una ventana invisible-, y recordé vagamente que se trataba de una seña que el solía utilizar con frecuencia. Me levanté y me aclaré la garganta de modo enfático.

En el comedor se hizo un silencio casi inmediato, y todos los ojos se volvieron hacia mí. El hombre que había protestado contra la estatua del perro dejó de discutir con su compañero de mesa y se apresuró a sentarse. Volví a aclararme la garganta, y me hallaba a punto de iniciar la alocución cuando de pronto caí en la cuenta de que tenía abierta la bata, y de que estaba exhibiendo todo el frente desnudo de mi cuerpo. Sumido en la confusión, vacilé unos instantes, y volví a sentarme. Y casi inmediatamente después una mujer se puso de pie en el fondo del comedor y dijo con voz estridente:

– Si una estatua no resulta conveniente, ¿por qué no le dedicamos una calle? A menudo hemos cambiado los nombres de las calles para conmemorar a nuestros muertos. Señor Von Winsterstein, no creo que sea mucho pedir. Podíamos llamarla Meinhardstrasse. O incluso Jahnstrasse.

Se alzó un coro de aprobación ante la idea, y pronto los comensales, todos a un tiempo, comenzaron a aventurar otros nombres a voz en cuello. Los dirigentes cívicos volvieron a sentirse enormemente incómodos.

Un hombre alto y con barba, que ocupaba una mesa cercana a la mía, se levantó de la silla y dijo con voz atronadora:

– Estoy de acuerdo con el señor Hollánder. Esto está yendo demasiado lejos. Claro que todos sentimos mucho lo que le ha pasado al señor Brodsky. Pero seamos sinceros: ese perro era una amenaza, tanto para otros perros como para los humanos. Y si el señor Brodsky le hubiera cepillado el pelo de cuando en cuando, y le hubiera hecho tratar la infección de piel que llevaba años padeciendo…

La voz del hombre fue ahogada por una oleada de airadas protestas. Se oyeron gritos de «¡Qué vergüenza!» y «¡Es indignante!» por todas partes, y varias personas dejaron sus mesas para ir hacia el ofensor con ánimo de echarle una reprimenda. Hoffman me dirigía de nuevo su seña, frotando el aire con fiereza y con una horrible mueca en la cara. Yo oía al hombre barbado, que atronaba por encima de quienes le vituperaban: -¡Es la verdad. Esa criatura era una ruina repugnante! Me cercioré de que mi bata se mantenía concienzudamente atada, y me hallaba a punto ya de volver a levantarme cuando vi que el señor Brodsky, inopinadamente, se agitaba en su silla y se ponía en pie.

Al hacerlo, la mesa hizo un ruido, y todas las cabezas se volvieron hacia él. En un abrir y cerrar de ojos, quienes habían dejado sus mesas volvieron a ellas y el silencio reinó de nuevo en el comedor.

Por un momento pensé que Brodsky iba a desplomarse sobre la mesa. Pero mantuvo el equilibrio, y se quedó estudiando el recinto unos instantes. Cuando habló, percibimos en su voz una ligera ronquera.

– ¿Pero bueno…? ¿Qué es esto? -dijo-. ¿Piensan que ese perro era tan importante para mí? Está muerto, eso es todo. Yo quiero una mujer. A veces uno se siente solo. Quiero una mujer. -Hizo una pausa, y pareció perderse en sus pensamientos. Luego añadió ensoñadoramente-: Nuestros marinos. Nuestros marinos borrachos. ¿Qué habrá sido de ellos? Ella era joven entonces. Joven y tan bella… -Volvió a sumirse en sus pensamientos, con la mirada fija en las lámparas que colgaban del alto techo, y por segunda vez pensé que iba a desplomarse sobre la mesa. Hoffman debió de temer algo semejante, porque se levantó de inmediato y, colocándole una benéfica mano en la espalda, le dijo algo al oído. Brodsky no respondió enseguida. Pero luego dijo en un susurro-: Ella me amó en un tiempo. Me amó más que a nada en el mundo. Nuestros marinos borrachos. ¿Dónde están ahora?

Hoffman lanzó una campechana carcajada como si Brodsky hubiera dicho una agudeza. Sonrió abiertamente a la audiencia y volvió a susurrar algo al oído de Brodsky. Brodsky, finalmente, pareció recordar dónde estaba y, volviéndose ligeramente hacia el director de hotel, permitió que éste le persuadiera de que volviera a sentarse.

Hubo unos instantes de silencio en los que nadie se movió de su silla. Luego, la condesa se levantó esbozando una vivaz sonrisa.

– Damas y caballeros, en este punto de la velada, ¡tenemos preparada una muy grata sorpresa! Ha llegado esta tarde, y aún debe de estar cansado, pero ha aceptado ser nuestro invitado sorpresa. ¡Sí, amigos! ¡El señor Ryder está aquí, entre nosotros!

La condesa hizo un gesto ampuloso en dirección a mí, y el comedor se llenó de exclamaciones expectantes e inquietas. Antes de que yo pudiera hacer nada, mis compañeros de mesa se habían abalanzado hacia mí tratando de darme un apretón de manos. Y al instante siguiente la gente me rodeaba, exultante de satisfacción, y tendía la mano para que se la estrechara.

Respondí tan cortésmente como pude a sus solícitas tentativas, pero cuando miré por encima de mi hombro -aún no había tenido ocasión de levantarme de la silla- vi que una muchedumbre se arremolinaba a mis espaldas, empujando a los de delante y poniéndose de puntillas. Comprendí que tendría que hacerme con el control de la situación si no quería que ésta degenerara en un caos. Con tanta gente en pie, decidí que lo mejor que podía hacer era elevarme sobre todas las cabezas subiéndome a algún pedestal. Me aseguré rápidamente de que la bata seguía bien cerrada y me subí a la silla.

El clamor cesó al instante: la gente se había quedado inmóvil para mirarme. Desdé mi nueva situación de privilegio, vi que aproximadamente la mitad de los comensales había dejado su mesa para acercarse a la mía, y decidí empezar a hablar.

– ¡Barras de cortinas que se caen! ¡Roedores envenenados! ¡Partituras mal impresas…!

Vi que una figura se abría paso hacia mí entre los grupos de gente inmóvil. Al llegar, la señorita Collins se acercó una silla de la mesa que tenía al lado, se sentó en ella, alzó la vista y se dispuso a observarme. Algo en el modo en que lo hizo me distrajo lo bastante como para hacerme perder el hilo de lo que decía. Al verme vacilar, cruzó una pierna sobre la otra y dijo en tono preocupado:

– ¿No se encuentra bien, señor Ryder? -Estoy bien, gracias, señorita Collins.

– Espero -continuó ella- que no se haya tomado muy a pecho lo que le he dicho hace un rato. He querido buscarle para pedirle disculpas, pero no he podido encontrarle por ninguna parte. Puede que le haya hablado de forma mucho más mordaz de lo que debía. Espero que me perdone. Es que aún hoy, cuando me encuentro con alguien de su renombre, las cosas rae vuelven de pronto en oleadas y me sorprendo adoptando ese tono…

– No se preocupe, señorita Collins -dije con voz queda, sonriéndole-. Por favor, no se preocupe. No me he molestado en absoluto. Si me marché un tanto bruscamente fue porque pensé que quizá quisiera usted charlar a solas con Stephan.

– Es muy generoso de su parte mostrarse tan comprensivo -dijo la señorita Collins-. Siento de verdad haberme enfadado un poco. Pero debe creerme, señor Ryder, no se ha tratado sólo de un enfado. Le aseguro que me gustaría sinceramente ayudarle. Me entristecería profundamente verle cometer una y otra vez los mismos errores. Quería decirle que, ahora que nos conocemos, me complacería mucho recibirle en mi casa para tomar el té cualquier tarde. Me haría muy feliz conversar con usted sobre cualquier asunto que pueda tener en mente. Tendría usted en mí un oído receptivo, se lo aseguro.

– Muy amable de su parte, señorita Collins. Estoy seguro de que lo dice de corazón. Pero, si me permite decirlo, al parecer sus pasadas experiencias han hecho que no tenga usted muy buena disposición para con las, como usted las ha llamado, personas de mi renombre. No estoy muy seguro de que disfrutara usted de mi compañía.

La señorita Collins pareció dedicar unos instantes de reflexión a mis palabras. Y luego dijo:

– Me hago cargo de sus recelos. Pero creo que sería perfectamente posible que llegáramos a tener una relación civilizada. Si le parece, podría ser sólo una visita breve. Y si ve que le resulta grata, podría volver siempre que quisiera. También podríamos dar un corto paseo juntos. El Sternberg Garden está muy cerca de mi apartamento. Señor Ryder, he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre mi pasado, y hoy estoy dispuesta a dejarlo definitivamente atrás. Me gustaría mucho poder volver a echar una mano a alguien como usted. No le prometo, claro está, respuestas a todas las preguntas. Pero le escucharé con actitud sumamente receptiva. Y puedo asegurárselo: no lo idealizaré ni caeré en el sentimentalismo respecto a usted como a otra persona con menos experiencia que yo podría sucederle.

– Pensaré detenidamente en su ofrecimiento, señorita Collins -le dije-. Pero no puedo evitar pensar que me está usted confundiendo con alguien que ciertamente no soy. Lo digo porque el mundo está lleno de individuos que se creen genios de un tipo o de otro, cuando en realidad no se distinguen sino por una colosal inepcia para organizar sus propias vidas. Pero, quién sabe por qué, siempre hay un montón de gente como usted, señorita Collins, gente bienintencionada, gente que arde en desos de correr a redimir a esa clase de personas. Puede que resulte jactancioso, pero le aseguro que yo no soy uno de ellos. De hecho puedo decir con plena confianza que a estas alturas de mi vida no necesito en absoluto que me rediman.

La señorita Collins llevaba unos instantes sacudiendo la cabeza. Y al cabo dijo:

– Señor Ryder, me causaría una enorme tristeza que siguiera usted cometiendo una equivocación tras otra. Y haber estado todo el tiempo sin hacer nada más que mirarle. De veras pienso que podría ayudarle en su actual situación apurada. Está claro que cuando estaba con Leo -dirigió un vago gesto hacia Brodsky-, yo era demasiado joven, no sabía apenas nada y no podía ver las cosas, ver lo que estaba sucediendo. Pero he tenido muchos años para pensar en todo esto. Y cuando oí que iba a venir usted a la ciudad, me dije que ya era hora de aprender a contener la amargura. Me he hecho vieja, pero aún estoy muy lejos de estar acabada. Hay ciertas cosas en la vida que he llegado a entender bien, muy bien, y aún no es tarde para intentar ponerlas en práctica. Es con este espíritu con el que le invito a visitarme, señor Ryder. Vuelvo a pedirle disculpas por haber sido un poco seca con usted antes. No volverá a suceder, se lo prometo. Por favor, diga que vendrá.

Mientras la oía hablar, la imagen de su sala de estar -la luz tenue y acogedora, las gruesas y ajadas cortinas de terciopelo, el mobiliario destartalado…- fue haciéndose nítida ante mis ojos, y por espacio de un breve instante la idea de reclinarme en uno de sus sofás, lejos de las tensiones de la vida, se me antojó particularmente tentadora. Inspiré profundamente y dejé escapar un suspiro.

– Tendré muy en cuenta su amable invitación, señorita Collins -dije-. Pero de momento lo que habré de hacer es acostarme y dormir un poco. Tiene que darse cuenta de que estoy viajando desde hace meses, y de que desde mi llegada no he disfrutado ni de un instante de descanso. Estoy tremendamente cansado.

Al acabar de decirlo, volví a sentir el cansancio. Me picaba la piel de debajo de los ojos, y me froté la cara con la palma de la mano. Seguía frotándome la cara cuando sentí que alguien me tocaba el codo y me decía:

– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Stephan tendía un brazo para ayudarme. Apoyé una mano sobre su hombro y me bajé de la silla.

– Yo también estoy cansado -dijo Stephan-. Le acompañaré dando un paseo.

– ¿Dando un paseo?

– Sí, voy a quedarme a dormir en una de las habitaciones. Suelo hacerlo cuando entro a trabajar por la mañana temprano. Sus palabras me desconcertaron. Luego, al mirar más allá de los grupos en pie y sentados, más allá de los camareros y las mesas, al mirar hacia donde el vasto comedor se perdía en la oscuridad, caí de pronto en la cuenta de que estábamos en el atrio del hotel. No lo había reconocido porque horas antes, poco después de mi llegada, había entrado en él por el extremo opuesto. En algún punto de la oscuridad del fondo se encontraría la barra donde había tomado café y hecho mis planes para la jornada.

Pero no tuve oportunidad de detenerme en tal descubrimiento, porque Stephan me conducía hacia la puerta con sorprendente insistencia.

– Volvamos enseguida, señor Ryder. Además, hay algo de lo que quiero hablarle.

– Buenas noches, señor Ryder -me dijo la señorita Collins al pasar a su lado a grandes pasos.

Miré hacia atrás para desearle buenas noches, y lo habría hecho de forma menos precipitada si Stephan no me hubiera instado a que siguiera caminando. Mientras nos abríamos paso a través del comedor los comensales me deseaban buenas noches desde todas partes, y aunque yo les sonreía y les saludaba con la mano de la mejor forma que podía, era consciente de que mi salida no estaba resultando tan airosa como habría deseado. Pero era obvio que Stephan estaba realmente preocupado y, pese a verme devolviendo los saludos a derecha e izquierda y por encima del hombro, tiró de mi brazo y dijo:

– Señor Ryder, he estado pensando. Tal vez estoy sobrevalorándome, pero creo que tendría que ensayar la pieza de Kazan. He recordado su consejo de antes: que debería seguir con lo que tenía preparado. Pero la verdad es que he estado pensando y creo que me siento capaz de llegar a dominar Pasiones de cristal. Creo que ahora está dentro de mis posibilidades, lo creo de verdad. El problema es el tiempo. Pero si me pongo a ello con todas mis fuerzas, si ensayo por la noche y demás, creo que seré capaz de hacerlo.

Habíamos entrado en la zona oscura del atrio. Los tacones de Stephan producían un eco en el espacio vacío, y el sonido apagado de mis zapatillas servían de contrapunto a sus pasos. En algún punto a nuestra derecha pude vislumbrar en la penumbra el mármol de la gran fuente, ahora silenciosa y quieta. -No es asunto mío, lo sé -dije-, pero yo en su lugar seguiría con lo que iba a tocar en un principio. Es lo que usted eligió, y eso debería bastarle. En cualquier caso, opino que es un error ambiar de programa en el último momento…

– Pero, señor Ryder, usted no lo entiende. Se trata de mi madre. Ella…

– Me hago cargo de todo lo que me contó antes. Y, como digo, no quiero interferir. Pero, con el debido respeto, opino que en la vida llega un momento en el que uno debe mantenerse fiel a las propias decisiones. Un momento en el que uno ha de decirse: «Éste soy yo, y esto es lo que he decidido hacer.»

– Señor Ryder, aprecio lo que me está diciendo. Pero pienso que quizá lo dice… (ya sé que me está aconsejando con la mejor de las intenciones), que quizá dice lo que me está diciendo porque no cree que un aficionado como yo sea capaz de llegar a interpretar aceptablemente a Kazan, máxime con el poco tiempo que me queda… Pero ya ve, he estado pensando seriamente en ello durante la cena, y de veras creo…

– No me ha entendido -dije, con un punto de impaciencia-. Creo que no ha entendido lo que quiero decir. Lo que intento decirle es que debe plantarse.

Pero el joven parecía no escucharme.

– Señor Ryder -continuó-, me doy cuenta de lo horriblemente tarde que es y de lo cansado que debe de estar. Pero me pregunto si no me concedería unos minutos, pongamos… quince. Podríamos ir a la salita y podría tocarle un poco de Kazan, no toda la pieza, sólo un fragmento. Y luego usted podría aconsejarme sobre si tengo alguna posibilidad de salir bien parado el jueves por la noche. Oh, disculpe…

Habíamos llegado al fondo del atrio, e hicimos una pausa en la oscuridad mientras Stephan abría las puertas que daban al pasillo. Miré hacia atrás y vi que la zona donde habíamos estado cenando era poco más que un lejano e iluminado estanque en medio de la oscuridad. Los invitados parecían haberse sentado de nuevo a sus mesas, y alcancé a divisar las figuras de los camareros yendo de un lado para otro con sus bandejas.

El pasillo estaba muy poco iluminado. Stephan cerró las puertas del atrio a nuestra espalda y caminamos uno al lado del otro en silencio. Al rato, después de que el joven me hubiera lanzado una o dos miradas de soslayo, pensé que tal vez estaba aguardando a mi decisión. Suspiré y dije:

– Me gustaría de veras ayudarle. Siento una gran comprensión solidaria ante la situación en que se encuentra. Sólo que ya es tan tarde…

– Señor Ryder, me doy perfecta cuenta de que está cansado. ¿Puedo hacerle una sugerencia? ¿Qué le parece si entro en la salita solo y usted se queda en la puerta y me escucha? Así, en cuanto haya oído lo bastante para formarse una opinión, podrá irse tranquilamente a la cama. Yo no sabré, por supuesto, si usted se ha ido o no, de modo que seguiré con el incentivo de tocar lo mejor que pueda hasta el final, que es exactamente lo que necesito. Mañana por la mañana podrá usted decirme si tengo alguna posibilidad de salir airoso el jueves por la noche.

Pensé sobre ello.

– Muy bien -dije al cabo-. Su propuesta me parece bastante razonable. Conviene a las necesidades de ambos. Muy bien, haremos lo que ha dicho.

– Qué amabilidad de su parte, señor Ryder. No sabe la ayuda que me presta. Me encontraba en tal dilema…

En su agitación, el joven había apretado el paso. El pasillo dobló una esquina y se sumió en una completa oscuridad, hasta el punto de que a medida que lo recorríamos deprisa hube de extender la mano una o dos veces por miedo a topar con algún muro en cualquier momento. Aparte de la del fondo, donde las puertas acristaladas que daban al vestíbulo del hotel dejaban traslucir algo de luz, en el pasillo no había iluminación alguna. Tomaba nota mentalmente del detalle para comentárselo a Hoffman la próxima vez que le viera cuando Stephan dijo:

– Ya hemos llegado.

Y se detuvo. Entonces caí en la cuenta de que estábamos ante la puerta de la salita.

Las llaves tintinearon en las manos de Stephan, y cuando la puerta se abrió por fin no vi más allá de ella sino negrura. Pero el joven dio un paso decidido hacia el interior, y luego asomó la cabeza al pasillo para mirarme.

– Si me concede unos segundos para encontrar la partitura… -dijo-. Tiene que estar por aquí, encima del taburete del piano, pero hay tanto desorden…

– No se preocupe, no me iré hasta que pueda formarme una opinión.

– Es tan amable de su parte, señor Ryder. No tardaré ni un segundo.

La puerta se cerró con un chasquido y por espacio de un instante no hubo sino silencio. Permanecí de pie en la oscuridad, mirando de cuando en cuando hacia el fondo del pasillo y la luminosidad del vestíbulo.

Por fin Stephan acometió el primer movimiento de Pasiones de cristal. Tras los acordes iniciales, me sorprendí escuchando con más y más intensidad. Se hacía patente de inmediato que el joven no conocía bien la pieza, y sin embargo, bajo su inseguridad y rigidez, percibí una imaginación, una originalidad y una sutileza emocional que me sorprendieron por completo. Incluso en su forma bruta, la ejecución de Kazan por Stephan parecía ofrecer ciertas dimensiones jamás exploradas por la gran mayoría de los intérpretes.

Me incliné aún más hacia la puerta, esforzándome por captar cada indeciso matiz. Pero entonces, hacia el final del movimiento, la fatiga me envolvió de pronto y recordé lo tarde que era. Se me ocurrió que en rigor no era necesario escuchar más: con el adecuado tiempo de ensayo, aquella pieza de Kazan estaba decididamente dentro de sus posibilidades. Me volví y empecé a alejarme despacio hacia la luminosidad del vestíbulo.

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