11

Me despertó el timbre del teléfono de la mesilla. Mi primer pensamiento fue que volvían a importunarme a los pocos minutos, pero vi la luz del cuarto y comprendí que había amanecido hacía tiempo. Levanté el auricular, sobresaltado ante la posibilidad de haber dormido hasta muy tarde.

– Ah, señor Ryder -dijo la voz de Hoffman-. Habrá dormido bien, espero…

– Gracias, señor Hoffman. He dormido estupendamente. Pero estaba ya levantándome, por supuesto. Con el atareado día que me espera -dije riendo-, será mejor que me ponga en movimiento.

– No le falta razón, señor. ¡Vaya día que le espera! Entiendo perfectamente su deseo de conservar las energías al máximo en esta hora de la mañana. Muy juicioso, si me permite decirlo. Y particularmente después de habernos dado tanto de sí ayer noche. ¡Ah, fue una alocución tan increíblemente ingeniosa! ¡En la ciudad no se habla de otra cosa esta mañana! En cualquier caso, señor Ryder, y dado que sabía que se estaría levantando más o menos a esta hora, pensé que podía llamarle para ponerle al tanto de la situación. Me complace informarle de que la 343 está absolutamente lista para usted. ¿Puedo sugerirle que se disponga a ocuparla de inmediato? Sus cosas, si no tiene nada que objetar, serán trasladadas mientras desayuna. Sé que la 343 le resultará mucho más satisfactoria que la de ahora. Le pido disculpas de nuevo por mi error. Me mortifica haberlo cometido. Pero como creo haberle explicado anoche, a veces es muy difícil calibrar estas cosas.

– Sí, sí, lo comprendo. -Miré en torno, y al ver la habitación empezó a invadirme una desconsolada tristeza-. Pero, señor Hoffman… -logré decir, controlando con enorme esfuerzo la voz-, hay una pequeña complicación. Mi chico, Boris, está ahora en el hotel conmigo, y…

– Ah, sí, le damos la más calurosa bienvenida al jovencito. Me he ocupado del asunto y ha sido trasladado a la 342, la contigua a la suya. De hecho Gustav se ha encargado del traslado esta mañana temprano. Así que no tiene por qué preocuparse. Por favor, cuando termine de desayunar, vaya directamente a la 343. Ya estarán allí todas sus cosas. Es una planta más arriba de donde está usted ahora. Estoy seguro de que la encontrará mucho más acorde con su gusto. Pero, no faltaba más, si no le satisface hágamelo saber inmediatamente.

Le di las gracias y colgué el auricular. Me levanté de la cama, volví a mirar a mi alrededor e inspiré profundamente. A la luz de la mañana, mi cuarto no tenía nada de especial, era una habitación típica de hotel, y de pronto pensé que estaba mostrando un apego impropio a aquel cuarto. Sin embargo, mientras me duchaba y me vestía, me sorprendí deslizándome de nuevo hacia un estado cada vez más emocional. Entonces, de repente, me asaltó el pensamiento de que antes de bajar a desayunar, antes de nada, debía ir a ver cómo estaba Boris. Según la información de Hoffman, ahora estaría sentado y solo en su nuevo cuarto, y se sentiría un tanto confuso. Terminé rápidamente de vestirme y, echando una última mirada a mi alrededor, salí del cuarto.

Iba por el pasillo de la tercera planta buscando la habitación 342 cuando oí un ruido y vi a Boris corriendo hacia mí desde el otro extremo. Corría de un modo extraño, y al verlo me paré en seco. Luego vi que hacía gestos como si manejara un volante, y deduje que estaba jugando a conducir un coche a toda velocidad. Mascullaba entre dientes cosas a un pasajero imaginario que iba sentado a su derecha, y no dio muestras de verme al pasar a mi lado y dejarme atrás. En el pasillo, más adelante, había una puerta entreabierta, y al acercarse a ella Boris gritó: «¡Cuidado!», y viró bruscamente y entró en la habitación. Un segundo después, me llegó del interior la voz de Boris imitando el sonido de un gran choque. Me acerqué a la puerta entreabierta y, tras comprobar que era efectivamente la 342, entré en la habitación.

Encontré a Boris echado en la cama boca arriba, con las piernas en alto.

– Boris -dije-, no deberías correr por ahí chillando de ese modo. Estamos en un hotel. Se supone que la gente está durmiendo.

– ¿Durmiendo? ¿A esta hora del día? Cerré la puerta a mi espalda.

– No deberías hacer todo ese ruido. Los clientes van a quejarse.

– Peor para ellos si se quejan. Le diré al abuelo que se encargue de arreglarlo.

Seguía con los pies en alto, y empezó a entrechocar los zapatos en el aire como con desgana. Me senté en una silla y lo observé unos instantes.

– Boris, tengo que hablar contigo. Quiero decir que tenemos que hablar. Los dos. Nos vendrá bien. Seguro que tienes tantas preguntas… Acerca de todo esto. Por qué estamos aquí en el hotel…

Callé para ver si decía algo. Boris siguió haciendo entrechocar los pies en el aire.

– Boris, has sido muy paciente hasta ahora -continué-. Pero sé que hay montones de cosas que te gustaría preguntar. Siento haber estado siempre tan ocupado y no haber tenido tiempo para sentarme y hablarte de ellas como es debido. Y siento lo de anoche. Fue decepcionante para los dos. Boris, seguro que tienes muchas preguntas. Algunas de ellas no tendrán fácil respuesta, pero trataré de contestarte lo mejor que pueda.

Al decir esto, y por alguna razón que no sabría precisar -tal vez tenía que ver con el cuarto que acababa de dejar y con el pensamiento de que seguramente lo había dejado para siempre-, me invadió una honda sensación de pérdida y me vi obligado a hacer una pausa. Boris siguió jugueteando con los pies unos instantes. Pero al fin pareció acusar el cansancio de las piernas y las dejó caer sobre la cama. Me aclaré la garganta, y dije:

– Bien, Boris. ¿Por dónde empezamos?

– ¡El hombre solar! -gritó Boris de pronto, y se puso a entonar sonoramente las primeras notas de una melodía. Y al hacerlo cayó hacia atrás y desapareció en el hueco entre la cama y la pared.

– Boris, estoy hablando en serio. Por el amor de Dios. Tenemos que hablar sobre esas cosas. Boris, por favor, sal de ahí.

No hubo respuesta. Suspiré y me levanté.

– Boris, quiero que sepas que siempre que te apetezca preguntarme algo, no tienes más que hacerlo. Dejaré de hacer lo que esté haciendo en ese momento y me pondré a hablar de lo que me hayas preguntado. Incluso cuando esté con gente que parezca muy importante. Quiero que sepas que, para mí, nadie es tan importante como tú. Boris, ¿me oyes? Boris, sal de ahí de una vez.

– No puedo. No puedo moverme.

– Boris, por favor.

– No puedo moverme. Me he roto tres vértebras.

– Muy bien, Boris. Quizá podamos hablar cuando mejores. Me voy abajo a desayunar. Boris, escucha. Después del desayuno, si te apetece, podemos ir al antiguo apartamento. Lo podemos hacer, si quieres. Podemos ir a coger la caja. La caja en la que guardaste al Número Nueve.

Siguió sin responder. Esperé un momento más, y luego dije:

– Bueno, piénsalo, Boris. Me voy a desayunar.

Y, sin más, salí de la habitación cerrando la puerta con suavidad a mi espalda.

Me condujeron a una sala larga y soleada contigua a la fachada del vestíbulo. El gran ventanal daba a la calle, a la altura de la acera, pero en su parte inferior el cristal era opaco a fin de dar al interior cierta intimidad y resguardarlo de las miradas de los viandantes. El sonido del tráfico llegaba ahogado, en tonos amortiguados. Las altas palmeras y los ventiladores cenitales daban a la sala un aire vagamente exótico. Las mesas estaban dispuestas en dos largas hileras, y, mientras el camarero me conducía por el pasillo que había entre ellas, advertí que la mayoría de los servicios de las mesas ya habían sido retirados.

El camarero me sentó cerca del fondo, y me sirvió café. Al retirarse, vi que los únicos huéspedes presentes eran una pareja sentada cerca de la puerta que hablaba en español y un hombre de avanzada edad que leía el periódico unas mesas más allá. Pensé que posiblemente yo era el último huésped del hotel que bajaba a desayunar, pero de nuevo me dije que había tenido una noche excepcionalmente agotadora y que no tenía por qué sentirme culpable.

Así que, mientras contemplaba las palmeras cuyas hojas se agitaban suavemente bajo los ventiladores rotatorios, en lugar de sentirme culpable me fue envolviendo gradualmente una sensación de íntimo contento. Después de todo, tenía sobradas razones para sentirme satisfecho con lo que había conseguido en el breve tiempo transcurrido desde mi llegada. Existían aún, como es natural, muchos aspectos de aquella crisis local que permanecían poco claras, e incluso misteriosas. Pero no llevaba en la ciudad ni veinticuatro horas, y las respuestas a las preguntas irían surgiendo poco a poco y sin tardanza. Más tarde, por ejemplo, visitaría a la condesa, y tendría ocasión no sólo de refrescar mi memoria respecto a la obra de Brodsky a través de sus viejos discos, sino también de tratar en profundidad la crisis con la condesa y el alcalde. Luego tendría lugar la reunión con los ciudadanos más directamente afectados por los problemas actuales -reunión sobre cuya importancia había hecho yo hincapié ante la señorita Stratmann el día anterior-, y la entrevista con el propio Christoff. En otras palabras, aún tenía por delante la mayoría de mis compromisos más importantes, y de nada servía tratar de sacar conclusiones válidas o incluso ponerme a pensar en terminar mi discurso en aquella fase del proceso. De momento, tenía derecho a sentirme complacido por la cantidad de información que ya había asimilado, y sin duda podía permitirme unos minutos de relajada holganza mientras tomaba el desayuno.

El camarero volvió con fiambres, quesos y una cestita de panecillos recién horneados, y empecé a comer sin prisa, sirviéndome el fuerte café en la taza poco a poco, a medida que lo iba tomando. Cuando al cabo apareció en la sala Stephan Hoffman, me hallaba yo en algo muy cercano a un excelente y tranquilo estado de ánimo.

– Buenos días, señor Ryder -dijo el joven viniendo hacia mí con una sonrisa en el semblante-. Me han dicho que acababa usted de bajar. No deseo incomodarle mientras desayuna, así que sólo será un momento.

Permaneció de pie junto a la mesa, con la sonrisa en la cara, a la espera de que yo hablara. Sólo entonces recordé nuestro acuerdo de la noche anterior.

– Ah, sí -dije-. La pieza de Kazan, sí. -Dejé el cuchillo de la mantequilla y le miré-. Es sin duda una de las piezas más difíciles jamás compuestas para piano. Y teniendo en cuenta que usted prácticamente acaba de empezar a ensayarla, no es extraño que aprecie ciertas aristas sin pulir, ciertas imperfecciones. No es mucho más que lo que le digo, meras aristas sin pulir. Con esa pieza poco puede hacerse salvo dedicarle tiempo. Mucho tiempo.

Callé. La sonrisa se había borrado del semblante de Stephan.

– Pero en conjunto -continué-, y estas cosas no las digo nunca a la ligera, creo que su interpretación de anoche permite albergar excepcionales esperanzas. Si consigue usted dedicarle el tiempo necesario, estoy seguro de que logrará una ejecución magnífica de esa difícil pieza. Claro que la cuestión es…

Pero el joven ya no me escuchaba. Se acercó un paso más hacia mi mesa, y dijo:

– Señor Ryder, aclaremos el asunto. ¿Me está diciendo que lo único que necesito es tiempo? ¿Que está dentro de mis posibilidades? -El rostro de Stephan se torció de pronto, su cuerpo se dobló y su puño golpeó con fuerza su rodilla levantada. Luego, Stephan se enderezó, inspiró profundamente y sonrió con fruición-. Señor Ryder, no se hace usted idea de lo que esto significa para mí. Qué maravilloso ánimo…, ¡no se hace usted idea! Sé que le parecerá inmodesto, pero se lo aseguro: siempre lo he sentido así; en el fondo de mí mismo, siempre he sentido que poseía esa aptitud. Pero oírselo decir a usted, nada menos que a usted, Dios mío, ¡no tiene precio! Anoche, señor Ryder, seguí y seguí tocando. Cada vez que sentía que me ganaba el cansancio, cada vez que me sentía tentado de dejarlo, una pequeña voz en mi interior me decía: «Espera. Puede que el señor Ryder aún siga ahí fuera. Puede que necesite un poco más para emitir su dictamen.» Y ponía aún más en ello, lo ponía todo, y seguía y seguía tocando. Cuando terminé, hace unas dos horas, debo confesar que fui hasta la puerta y miré afuera. Y, claro, usted se había ido a la cama. Muy sensato. Pero fue tan amable de su parte el haberse quedado lo suficiente para evaluarlo. Sólo espero que no haya tenido que renunciar a demasiado sueño por mi culpa.

– Oh, no, no. Me quedé en la puerta… durante un rato. Lo suficiente para formarme una opinión.

– Qué amable de su parte, señor Ryder. Esta mañana me siento como si fuera otra persona. ¡Las nubes se han despejado de mi vida!

– Mire, no quiero que se haga usted una idea errónea de lo que digo. Sólo creo que la pieza está dentro de sus posibilidades. Pero el que tenga o no tiempo suficiente para…

– Me aseguraré de tenerlo. Aprovecharé cuantas oportunidades se me presenten para ponerme al piano y practicar. Me olvidaré del sueño. No se preocupe, señor Ryder. Mis padres se sentirán orgullosos de mí mañana por la noche. -¿Mañana por la noche? Ah, sí…

– Oh, pero heme aquí hablando egoístamente de mí mismo… Ni siquiera he mencionado lo sensacional que estuvo usted anoche. En la cena, me refiero. Todo el mundo lo comenta, por toda la ciudad. Fue un discurso realmente encantador. -Gracias. Me alegra que haya gustado.

– Y estoy seguro de que creó la atmósfera adecuada para lo que vino después. Sí, ésa es la buena noticia que debería haberle dado nada más llegar: como pudo usted comprobar, la señorita Collins asistió anoche a la cena. Bien, pues al parecer, cuando se estaba marchando, la señorita Collins y el señor Brodsky se sonrieron. ¡Lo que oye! Lo presenció mucha gente. Mi padre también lo vio. No estaba haciendo ningún esfuerzo para que se vieran y charlaran, se estaba cuidando muy mucho de no forzar las cosas, en particular con la señorita Collins considerando el plan del zoo y demás… Pero sucedió justamente cuando se estaba marchando. Parece que el señor Brodsky se dio cuenta de que se iba, y se puso en pie. Había estado sentado a su mesa toda la noche, y la gente, a esas alturas de la velada, formaba grupos libremente aquí y allá, como acostumbra a hacer siempre. Pero el señor Brodsky, en ese momento, se levantó y miró hacia la puerta, donde la señorita Collins se despedía de unas cuantas personas. Uno de los caballeros, creo que el señor Weber, la acompañaba hacia la salida, pero la señorita Collins debió de sentir algo instintivo que la previno, porque volvió la cabeza y miró hacia atrás y, como es natural, vio al señor Brodsky de pie mirándola. Mi padre se percató de ello, y también unas cuantas personas más, y en el comedor amainó no poco el bullicio, y mi padre dice que durante un terrible instante pensó que ella le iba a dirigir una mirada fría y enconada, pues su cara estaba ya adoptando un rictus torvo. Pero entonces, en el último momento, sonrió. Sí, ¡le dirigió una sonrisa al señor Brodsky! Y se fue. El señor Brodsky, bueno, ya se hace cargo usted de lo que tuvo que significar para él. Imagínese, ¡después de todos estos años! Según mi padre, al que acabo de ver hace un momento, el señor Brodsky ha trabajado con renovada energía esta mañana. ¡Lleva ya una hora al piano! ¡Menos mal que se lo dejé libre a tiempo! Mi padre dice que ha notado algo absolutamente nuevo en él esta mañana, y que ni le ha sugerido siquiera que necesitara una copa. El éxito se debe a mi padre tanto como al que más, pero estoy seguro de que su discurso contribuyó enormemente a que las cosas salieran de este modo. Seguimos esperando la respuesta de la señorita Collins sobre lo de ir al zoo, es cierto, pero después de lo que sucedió anoche no podemos más que sentirnos optimistas. ¡Qué esperanzada mañana tenemos por delante! Bien, señor Ryder, no quiero entretenerle más. Estará usted deseando terminar tranquilamente el desayuno. Le vuelvo a dar las gracias por todo. Seguramente nos encontraremos de nuevo en el curso de la jornada; le mantendré informado de cómo me van las cosas con Kazan.

Le deseé suerte y me quedé mirando cómo se alejaba y salía de la sala a grandes y decididos pasos.

Mi entrevista con el joven me hizo sentirme feliz. Durante los minutos que siguieron continué desayunando con la misma parsimonia que antes, disfrutando especialmente del fresco sabor de la mantequilla autóctona. Al poco apareció el camarero con más café, y volvió a dejarme solo. Luego -no sabría decir por qué- me sorprendí tratando de recordar la respuesta a una pregunta que me formuló una vez un hombre que iba sentado a mi lado en un avión. Tres pares de hermanos -me explicó- habían jugado juntos en tres finales de la Copa del Mundo. ¿Podía recordar quiénes habían sido? Yo había puesto alguna excusa y había vuelto a mi libro, pues no quería verme envuelto en conversación alguna. Pero desde entonces, en las contadas ocasiones en que disponía de unos minutos para mí mismo, como me sucedía ahora, siempre volvía a mi cabeza la pregunta de aquel hombre. Lo enojoso del asunto era que, a lo largo de los años, había habido momentos en los que llegué a recordar esos tres pares de nombres, pero la mayoría de las veces me olvidaba de alguno de ellos. Y eso era lo que me sucedía aquella mañana. Recordaba que los hermanos Charlton habían jugado en el equipo de Inglaterra en la final de 1966, y que los hermanos Van der Kerkhof habían jugado en el de Holanda en 1978. Pero por mucho que lo intentaba no lograba acordarme del tercer par de hermanos. Empecé a enfadarme conmigo mismo, y finalmente decidí no levantarme de la mesa del desayuno ni acometer ninguno de mis compromisos de la jornada hasta que no lograra recordar el par de hermanos que me faltaba.

Me sacó de mi ensimismamiento el darme cuenta de que Boris había entrado en la sala y venía hacia mi mesa. Lo hacía poco a poco, yendo indolentemente de mesa en mesa vacía, como si fuera acercándose a mí sólo por obra del azar. Evitó mirarme, y cuando llegó a la mesa de al lado siguió remoloneando en torno a ella, toqueteando el mantel, dándome la espalda.

– Boris, ¿has desayunado ya?

El chico siguió jugueteando con el mantel. Y al cabo preguntó como si le trajera al fresco una respuesta u otra:

– ¿Vas a ir al antiguo apartamento?

– Si tú quieres… Te prometí que iríamos si tú querías. ¿Quieres ir, Boris?

– ¿No tienes trabajo que hacer?

– Sí, pero me las arreglaré para hacerlo más tarde. Podemos ir si te apetece. Pero si vamos, tendremos que salir ahora mismo. Como muy bien has dicho, tengo un día muy atareado por delante.

Boris pareció pensar sobre el asunto. Seguía dándome la espalda y jugueteando con el mantel de la mesa.

– ¿Y bien, Boris? ¿Vamos a ir?

– ¿Estará allí el Número Nueve?

– Supongo que sí. -Decidido a llevar la iniciativa, me levanté de la mesa y dejé caer la servilleta junto al plato-. Boris, salgamos ahora mismo. Hace un día de sol. No necesitamos subir para coger una chaqueta. Vamos, salgamos.

Boris parecía seguir dudando, pero le puse un brazo alrededor del hombro y lo conduje hacia la puerta.

Cruzábamos el vestíbulo cuando vi que el recepcionista me hacía señas con la mano.

– Señor Ryder -dijo-, los periodistas de ayer han estado aquí hace un rato. Pensé que lo mejor era decirles que se fueran y sugerirles que volvieran dentro de una hora. No se preocupe: estuvieron perfectamente de acuerdo.

Me quedé pensativo unos instantes, y luego dije:

– Cuánto lo siento, porque en este preciso momento estoy ocupado en algo importante. Quizá podría decirles a esos caballeros que concierten una cita a través de la señorita Stratmann. Ahora, si me disculpa, tenemos que irnos…

Cuando ya habíamos salido del hotel y estábamos en la soleada acera caí en la cuenta de que no podía recordar cómo se iba al antiguo apartamento. Me quedé mirando el tráfico que se deslizaba lentamente ante nosotros. Entonces Boris, tal vez advirtiendo mi dificultad, dijo:

– Podemos coger el tranvía. Enfrente del parque de bomberos.

– Estupendo. Muy bien, Boris, tú me llevas.

El ruido del tráfico era tal que en los minutos siguientes casi no nos dirigimos la palabra. Fuimos abriéndonos paso por estrechas aceras atestadas, cruzamos dos pequeñas calles llenas de actividad y llegamos a una amplia avenida con raíles de tranvía y varios carriles de tráfico lento. La acera era ahora mucho más ancha y caminábamos más libremente entre los peatones, y pasamos junto a bancos y oficinas y restaurantes. Entonces, a mi espalda, oí pasos que corrían y sentí que una mano me tocaba el hombro.

– ¡Señor Ryder! ¡Ah, por fin le encuentro!

El hombre con quien al volverme me encontré parecía un cantante de rock bastante mayor. Tenía el rostro curtido y el pelo largo y enmarañado, con la raya en medio. La camisa y los pantalones eran holgados y de color crema.

– ¿Cómo está usted? -dije con cautela, consciente de que Boris miraba al hombre con recelo.

– ¡Qué desafortunada serie de malentendidos…! -dijo el hombre riendo-. Nos han dado ya tantas citas… Y la noche pasada le estuvimos esperando y esperando…, más de dos horas, ¡pero no se preocupe! Esas cosas suceden. Me atrevería a decir que nada de ello es culpa suya, señor Ryder. Es más, estoy seguro de que no lo es.

– Ah, sí. Y han vuelto a esperar esta mañana. Sí, sí, el recepcionista me lo ha dicho.

– Esta mañana ha vuelto a haber otro malentendido -dijo el hombre de pelo largo encogiéndose de hombros-. Nos han dicho que volviéramos dentro de una hora. Así que nos hemos sentado en ese café a matar el tiempo, el fotógrafo y yo… Pero le hemos visto pasar y me he preguntado si no podríamos hacerle la entrevista y las fotografías ahora mismo. Así no tendríamos que volver a molestarle. Nos damos cuenta, por supuesto, de que, para alguien como usted, hablar con un pequeño periódico local como el nuestro no se cuenta entre sus prioridades más inmediatas…

– Muy al contrario -me apresuré a decir-. Yo siempre concedo la máxima importancia a los periódicos como el suyo. Ustedes poseen las claves del sentir local. Cuando llego a una ciudad, la gente como ustedes se cuenta entre mis más válidos contactos.

– Es muy amable de su parte decir eso, señor Ryder. Y si me permite decirlo, harto perspicaz.

– Pero le iba a decir que, desafortunadamente, en este momento estoy ocupado.

– Por supuesto, por supuesto. Por eso le estaba sugiriendo que dejáramos el asunto listo en este mismo instante, en lugar de tener que volver a molestarle en un momento u otro del día. Nuestro fotógrafo, Pedro, está en ese café. Puede sacarle unas fotografías rápidas mientras yo le pregunto unas cuantas cosas. Luego usted y este caballerete podrán seguir su camino de inmediato. Nos llevará tan sólo unos cuatro o cinco minutos. Creo que será, con mucho, la mejor solución.

– Mmmm… ¿Sólo unos minutos, dice?

– Oh, sí, nos bastarán unos minutos. Nos hacemos cargo de la cantidad de cosas importantes a las que deberá dedicar su tiempo. Como le digo, no tardaremos nada. Es allí, en aquel café.

Señalaba un punto situado a escasa distancia, un grupo de mesas y sillas desplegadas en la acera. No era lo que yo llamaría el lugar ideal para una entrevista, pero pensé que tal vez era el modo más sencillo de zanjar el asunto de los periodistas.

– Muy bien -dije-. Pero debo hacer hincapié en que tengo un programa muy apretado esta mañana.

– Es tan generoso de su parte, señor Ryder. ¡Y con un pequeño y humilde periódico como el nuestro! Bien, acabemos cuanto antes. Por aquí, por favor.

El periodista de pelo largo nos condujo por la acera, tropezando casi con otros peatones en su impaciencia por volver al café. Nos adelantó varios pasos, y aproveché la ocasión para decirle a Boris:

– No te preocupes, no nos llevará mucho tiempo. Me ocuparé de que así sea.

Boris seguía con expresión contrariada, y añadí:

– Mira, puedes sentarte a tomar lo que te apetezca mientras esperas. Un helado, o un pastel de queso… Y nos iremos enseguida.

Llegamos a una terraza estrecha llena de sombrillas.

– Aquí es -dijo el periodista, señalando con un gesto una de las mesas-. Vamos a sentarnos.

– Si no le importa -dije-, primero le buscaré un sitio a Boris dentro. Volveré en un minuto y me sentaré con ustedes.

– Excelente idea.

Aunque muchos de los veladores de la terraza estaban ocupados, el interior del café estaba vacío. La decoración era liviana y moderna, y la luz del sol inundaba el local. Una camarera joven y regordeta, de aspecto nórdico, estaba de pie detrás de una barra de cristal en cuyo interior se exhibía un surtido de pastas y pasteles. Boris se sentó a la mesa situada en un rincón, y la joven regordeta vino hacia nosotros con una sonrisa.

– ¿Qué vas a tomar? -le preguntó a Boris-. Esta mañana tenemos los pasteles más frescos de toda la ciudad. Recién hechos: los acaban de traer hace diez minutos. Todo está recién hecho.

Boris procedió a interrogar concienzudamente a la camarera acerca de sus existencias de dulces, y al cabo se decidió por un pastel de queso con chocolate y almendras.

– Estupendo -dije-. No tardo nada. Voy a hablar con esa gente y vuelvo enseguida. Si necesitas algo, estoy ahí fuera.

Boris se encogió de hombros con la mirada fija en la camarera, ahora afanada en extraer un barroco pastel de la vitrina de la barra.

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