Abrí una verja de barrotes y seguí una senda que ascendía hasta la cabana de madera. Al principio me sorprendió lo enfangado del terreno, pero a medida que el campo ascendía el suelo se iba haciendo más firme. A medio camino, miré hacia atrás por encima del hombro y vi que la carretera serpeaba a través de las tierras de labrantío, y divisé la parte superior de lo que supuse era el coche de Hoffman perdiéndose en la lejanía.
Cuando llegué a la cabana y abrí el herrumbroso candado de la puerta, estaba casi sin aliento. Desde el exterior, el aspecto de la cabana no difería mucho del de cualquier cobertizo de jardín, pero me quedé perplejo al ver que el interior carecía por completo de decoración. Las paredes y el suelo eran de tabla desnuda (algunas de las tablas estaban alabeadas). Vi insectos moviéndose junto a las grietas que había entre las tablas, y, colgando de las vigas del techo, viejas telarañas. La mayor parte del espacio lo ocupaba un piano vertical de aspecto un tanto astroso, y cuando saqué la banqueta y me senté en ella, vi que mi espalda casi tocaba la pared.
En esa pared a mi espalda se abría la única ventana de la cabana. Al girar sobre la banqueta y estirar el cuello podía ver cómo el campo descendía bruscamente hacia la carretera. El piso de la cabana no parecía enteramente nivelado, y al girar y volver a encarar el piano tuve la incómoda sensación de que en cualquier momento iba a resbalar de espaldas por la ladera de la colina. Sin embargo, cuando levanté la tapa del piano y toqué unos cuantas frases, vi que su tonalidad era perfecta, y que las notas bajas poseían una riqueza especial. Era un piano de mecanismo no liviano en exceso, y había sido adecuadamente afinado. Se me ocurrió que la madera sin desbastar quizá había sido pensada ex profeso para proporcionar un nivel óptimo de absorción y reflexión. Aparte de un ligero crujido que emitía el pedal sostenuto, el conjunto no me displacía demasiado.
Tardé unos breves instantes en poner en orden mis pensamientos, y al cabo acometí el vertiginoso inicio de Asbestos and Fibre. Luego, cuando el primer movimiento entró en una fase más reflexiva, sentí que mi relajación aumentaba por momentos, hasta el punto de que pronto me vi tocando con los ojos cerrados la mayor parte de dicho movimiento.
Al comenzar el segundo movimiento, abrí los ojos y vi que el sol de la tarde entraba a raudales por la ventana que había a mi espalda, y hacía que mi sombra se proyectara bruscamente sobre el teclado. Ni las exigencias del segundo movimiento, sin embargo, fueron capaces de alterar mi calma. Era consciente de hallarme en pleno dominio de cada dimensión de la pieza. Recordé cuán preocupado había estado en el curso de aquel día, y me sentí un completo necio por haberme permitido llegar a tal estado. Además, una vez en la mitad de la pieza, me resultaba inconcebible que a mi madre pudiera no conmoverle aquella música. Así pues, no había razón alguna para no sentir sino una total seguridad en relación con mi interpretación de aquella noche.
Estaba entrando en la sublime melancolía del tercer movimiento cuando percibí un ruido en el fondo sonoro. Al principio pensé que tenía algo que ver con el pedal suave, y luego que se trataba del piso. Era un débil, rítmico ruido que aparecía y desaparecía a intervalos, y durante cierto tiempo traté de no prestarle atención. Pero volvía y volvía, y al final, durante los pianissimos de la mitad del tercer movimiento, caí en la cuenta de que alguien, no lejos, estaba cavando.
El descubrimiento de que tal ruido no tenía nada que ver conmigo me permitió desentenderme de él y seguir con la ejecución del tercer movimiento, disfrutando de la facilidad con que los enmarañados nudos de emoción afloraban a la superficie y se deshacían. Volví a cerrar los ojos, y al poco empecé a visualizar la imagen de mis padres, sentados uno al lado del otro, escuchándome con expresión de concentración solemne. Extrañamente, no los imaginaba en una sala de conciertos -como sabía que los vería aquella noche- sino en Worcestershire, en la sala de una vecina, la señora Clarkson, una viuda de la que mi madre había sido amiga en un tiempo. Tal vez fuera la alta hierba del exterior de la cabana lo que me había recordado a la señora Clarkson. Su casita, similar a la nuestra, estaba situada en la mitad de un pequeño campo, y, como era lógico, siendo como era una mujer sola, no podía evitar que la hierba creciera sin control. El interior de la casita, sin embargo, siempre estaba impecablemente limpio y ordenado. En un rincón de la sala había un piano, que yo no recordaba haber visto jamás con la tapa levantada. Tal vez estaba desafinado o roto. Pero me vino a la mente un recuerdo de mí mismo, tranquilamente sentado en aquella sala, con la taza de té sobre las rodillas, escuchando cómo mis padres charlaban de música con la señora Clarkson. Quizá mi padre le acababa de preguntar si alguna vez había tocado el piano, porque la música, ciertamente, no había sido un tema habitual de conversación en aquella casa. En cualquier caso, y por razones en absoluto lógicas, mientras seguía tocando el tercer movimiento de Asbestos and Fibre en aquella cabana de madera, me permití el placer de simular que estaba tocando en la sala de la casita de la señora Clarkson, y que mi padre, mi madre y la señora Clarkson me escuchaban con expresiones serias, y que la cortina de encaje amenazaba con golpearme la cara al alzarse al aire con la brisa estival.
Al aproximarme a los últimos estadios del tercer movimiento volví a ser consciente del ruido de fuera. No estaba seguro de si había cesado durante un rato y recomenzado luego o si había continuado todo el tiempo, pero en cualquier caso ahora parecía más fuerte. Me asaltó de pronto el pensamiento de que quien estaba haciendo aquel ruido no era otro que el señor Brodsky, que estaba cavando en la tierra para enterrar a su perro. Recordé, en efecto, que en más de una ocasión aquella mañana le había oído expresar su intención de enterrar al perro más tarde, e incluso recordé vagamente haber accedido a tocar el piano mientras él llevaba a cabo la ceremonia del enterramiento.
Me puse a visualizar lo que seguramente había tenido lugar antes de mi llegada. Brodsky habría llegado un rato antes y se habría puesto a esperar en determinado punto de la cima de la colina, a un tiro de piedra de la cabana, donde había un grupo de árboles y un ligero declive en el terreno. Estaría allí de pie, en silencio, y habría dejado la pala apoyada contra el tronco de un árbol, y el cuerpo del perro yacería medio oculto entre la hierba circundante, envuelto en una sábana. Como me había anunciado aquella mañana, Brodsky tenía planeada una ceremonia sencilla, en la que mi acompañamiento al piano constituiría el solo ornamento, y, como era lógico, no habría querido empezar sin que yo hubiera llegado. Así pues, me habría esperado allí, quizá durante una hora, contemplando el cielo y el paisaje desde la colina.
Al principio, como es natural, Brodsky habría rememorado cosas de su fallecido compañero. Pero al ver que pasaba el tiempo y que yo no llegaba se habría puesto a pensar en la señorita Collins y en la inminente cita en el cementerio. Y al poco Brodsky se vería recordando una mañana de primavera de hacía muchos años, en la que había sacado dos sillas de mimbre al campo de la parte de atrás de la casita donde vivían. Apenas habían transcurrido quince días desde su llegada a la ciudad, y a pesar de su exhausta economía la señorita Collins había desplegado una considerable energía en la decoración de la casita. Aquella mañana de primavera había bajado para desayunar y había expresado su deseo de sentarse un rato al sol y al aire fresco.
Al volver mentalmente a aquella mañana, Brodsky veía que podía recordar de manera vivida la hierba amarilla y húmeda y el sol de la mañana sobre su cabeza mientras colocaba las sillas una junto a otra. Ella salía un poco después, y ambos se sentaban juntos un rato e intercambiaban relajadamente algún que otro comentario. Aquella mañana, por primera vez en varios meses, habían experimentado por espacio de un breve lapso el sentimiento de que, después de todo, el futuro aún podía depararles algo bueno. Brodsky había estado a punto de mencionar tal sentimiento, pero al advertir que por fuerza rozaría el delicado asunto de sus recientes fracasos, había preferido callarse.
Luego, ella había expuesto la situación de la cocina. Como él no había quitado las tablas de aglomerado pese a llevar varios días prometiéndolo, ella no podía progresar en su acondicionamiento. Él se había quedado callado unos instantes, y al cabo había respondido diciendo, con absoluta calma, que tenía mucho trabajo pendiente en el taller del cobertizo. Dado que no eran capaces de estar sentados unos minutos sin meterse el uno con el otro, Brodsky había decidido que era mejor ponerse a hacer algo. Se levantó y atravesó la casita y fue hacia el cobertizo del jardín delantero. Ninguno de los dos había alzado la voz en ningún momento de la discusión, que había durado apenas unos segundos. En aquel momento no había prestado mucha atención a la disputa, y enseguida se había ensimismado en sus proyectos de carpintería. Luego, en el curso de la mañana, había mirado de cuando en cuando a través de la polvorienta ventana del cobertizo y la había visto vagando sin objeto por el jardín. Y había seguido trabajando, con la vaga esperanza de que en cualquier momento apareciera en la puerta del cobertizo, pero ella siempre había vuelto a entrar en casa. Él había entrado para el almuerzo -bastante tarde, por cierto- y había visto que ella había terminado de comer y había subido al cuarto. Después de esperar un rato, había vuelto al cobertizo, donde había seguido trabajando toda la tarde. Más tarde se había visto contemplando la llegada de la oscuridad y las luces recién encendidas de la casita. Y hacia la medianoche había entrado en casa.
La planta baja estaba a oscuras. Se había sentado en una silla de madera de la sala y, mientras miraba cómo la luz de la luna bañaba su desvencijado mobiliario, había reflexionado sobre el extraño modo en que había transcurrido el día. No recordaba que hubieran pasado nunca un día entero de aquel modo, y decidido a concluirlo mejorando un poco su relación con ella, se había levantado y había subido la escalera.
Al llegar al rellano había visto que aún había luz en el dormitorio. Se había dirigido hacia él y las tablas del piso habían crujido ruidosamente bajo sus pies, anunciando su llegada de modo más claro que si se le hubiera ocurrido decirle algo en voz alta. Al llegar ante la puerta se había parado y había mirado hacia la rendija de luz de la parte baja, y había tratado de recuperar un poco el ánimo. Luego, en el momento en que iba a asir el tirador para abrirla, había oído la tos. Apenas una pequeña tos, casi con seguridad involuntaria, y sin embargo había habido algo en ella que le había hecho apartar la mano de la puerta. En algún registro de aquella tos había percibido el recordatorio de una dimensión de la personalidad de ella que últimamente él había logrado mantener apartada de su mente, un rasgo que, en épocas más felices, él había admirado mucho, pero que -caía en ello de pronto- ahora trataba de olvidar con creciente obstinación desde la debacle de la que habían huido recientemente. De algún modo, aquella tos había abarcado todo su perfeccionismo, la nobleza de sus sentimientos, aquella parte de sí misma que le hacía siempre preguntarse si estaba empleando sus energías del modo más útil posible. Y de súbito él había sentido una enorme irritación contra ella, por la tos, por el modo en que el día había transcurrido, y se había dado la vuelta y se había ido, sin importarle el ruido que pudieran hacer las tablas bajo sus pies. De nuevo en la oscuridad veteada de la sala, se había echado en el viejo sofá y se había tapado con un abrigo y se había dormido.
A la mañana siguiente se había despertado temprano y había preparado el desayuno para los dos. Ella había bajado a la hora de costumbre, y ambos se habían saludado amablemente. Él había empezado a decir que sentía lo del día anterior, pero ella le había dicho que lo dejara, que los dos habían sido increíblemente pueriles. Habían seguido desayunando, enormemente aliviados por haber dejado la disputa atrás. Pero durante el resto del día, durante los días siguientes, había quedado algo frío en sus vidas. Y en los meses que siguieron, después de que los períodos de silencio hubieran aumentado en duración y frecuencia, él se había devanado los sesos para averiguar la causa, y al cabo siempre se veía volviendo a aquella mañana de primavera, a aquella mañana que había empezado de forma tan prometedora para ellos, sentados en sendas sillas de mimbre sobre la hierba húmeda.
Y entonces, estando él absorto en tales recuerdos, llegué yo a la cabana y empecé a tocar. Durante los primeros compases Brodsky había seguido con la mirada vacía y fija en la lejanía. Luego, con un suspiro, había vuelto a concentrar su atención en la tarea que tenía entre manos, y había cogido la pala. Había tanteado el terreno con el filo, pero considerando quizá que el espíritu de la música aún no era el adecuado para el acto, no había continuado. Sólo después de oírme acometer la lenta melancolía del tercer movimiento, había empezado Brodsky a cavar. La tierra estaba blanda y no le había causado grandes problemas. Luego había arrastrado el cuerpo del perro a través de la alta hierba y lo había depositado en el hoyo sin dificultad, sin sentir siquiera la tentación de abrir un poco la sábana para dirigirle una última mirada. De hecho había empezado a echar tierra sobre la tumba cuando algo -acaso la tristeza de la música que le llegaba a través el aire- le hizo hacer una pausa. Entonces, enderezándose, dedicó unos mudos minutos a la contemplación de la fosa a medio llenar. Y sólo cuando me acercaba yo al final del tercer movimiento volvió él a coger la pala para seguir llenándola.
Cuando concluí el tercer movimiento, oí que Brodsky seguía trabajando; decidí omitir el movimiento final -escasamente apropiado para la ceremonia en curso- y volví a empezar el tercer movimiento. Era, pensé, lo menos que podía hacer por Brodsky después de haberle hecho esperar tanto tiempo. El ruido de la pala siguió durante unos minutos más, y cesó cuando a mí me faltaba casi la mitad del movimiento. Supuse que ello le vendría bien a Brodsky, ya que le daría un poco más de margen para permanecer sobre la tumba sumido en sus pensamientos, e imprimí a los elegiacos matices mayor énfasis que en la ejecución previa.
Cuando llegué de nuevo al final del movimiento, permanecí sentado y quieto frente al piano, y al cabo de unos instantes me levanté para estirar un poco piernas y brazos en aquel espacio reducido. El sol de la tarde llenaba ahora la cabana, y de la hierba de fuera llegaba el canto de los grillos. Al rato pensé que debía salir a decirle unas palabras a Brodsky.
Cuando abrí la puerta y miré hacia el exterior, me sorprendió ver lo bajo que estaba ya el sol sobre la carretera del pie de la colina. Unos cuantos pasos a través de la hierba me llevaron hasta el sendero, desde donde subí el breve tramo que me separaba de la cima de la colina. Al llegar vi que la ladera de aquel lado descendía -más suave y gradualmente que la de la cabana- hacia un bonito valle. Brodsky estaba al pie de la tumba, unos metros más abajo, bajo un pequeño grupo de delgados árboles.
Al acercarme a él, no se volvió, pero dijo suavemente, sin apartar los ojos de la tumba:
– Señor Ryder, gracias. Ha sido muy bello. Le estoy muy agradecido, muy agradecido.
Dije algo entre dientes, y me detuve en medio de la hierba, a una respetuosa distancia de la tumba. Brodsky siguió mirándola unos instantes, y luego dijo:
– No era más que un animal viejo. Pero quería para él la mejor música. Le estoy profundamente agradecido.
– No tiene por qué, señor Brodsky. Ha sido un placer.
Dejó escapar un suspiro y me miró por vez primera.
– ¿Sabe?, no puedo llorar por Bruno. Lo he intentado, pero no puedo. Mi mente está llena de futuro. Y a veces, también, llena de pasado. Pienso en nuestra vida pasada. Vayámonos, señor Ryder. Dejemos aquí a Bruno. -Se volvió y empezó a bajar despacio hacia el valle-. Vayámonos. Adiós, Bruno. Fuiste un buen amigo, pero eras sólo un perro. Dejémoslo ahí, señor Ryder. Venga, camine conmigo. Dejémoslo ahí. Ha sido maravilloso que tocara para él. La mejor de las músicas. Pero no puedo llorar. Ella vendrá enseguida. No tardará. Por favor, caminemos.
Miré de nuevo hacia el valle que teníamos ante nosotros y vi que estaba enteramente cubierto de lápidas. Y se me ocurrió que estábamos acercándonos al cementerio donde Brodsky se había citado con la señorita Collins. Cuando lo alcancé y me puse a su lado, en efecto, oí que Brodsky decía:
– En la tumba de Per Gustavsson. Hemos quedado allí. Por nada especial. Me ha dicho que conocía la tumba, eso es todo. La esperaré allí. No me importa esperar un poco.
Habíamos bajado por entre la alta hierba, pero ahora llegamos a un sendero; a medida que avanzábamos ladera abajo iba viendo con más y más nitidez el cementerio. Era un lugar tranquilo, recoleto. Las lápidas se hallaban dispuestas en ordenadas hileras a lo largo del fondo del valle, y algunas de ellas se encaramaban sobre las laderas de hierba que ascendían a ambos costados. En un momento dado reparé en que estaba teniendo lugar un entierro; podía divisar las oscuras figuras de los deudos, unos treinta, todos agrupados bajo el sol, a nuestra izquierda.
– Espero que vaya bien -dije-. Me refiero a su cita con la señorita Collins.
Brodsky sacudió la cabeza.
– Esta mañana me he sentido bien. Pensaba que, si hablábamos, las cosas podrían arreglarse. Pero ahora…, no sé. Puede que ese hombre, su amigo de usted, el que estaba en el apartamento de la señorita Collins esta mañana, puede que tenga razón. Tal vez ella nunca pueda perdonarme. Tal vez fui demasiado lejos y jamás pueda perdonarme.
– Estoy seguro de que no tiene que ser tan pesimista -dije-. Sucediera lo que sucediera entonces, ahora pertenece al pasado. Si ustedes dos pudieran…
– Todos estos años, señor Ryder -dijo-, hundido en lo más hondo… Nunca lo acepté. Nunca acepté lo que decían de mí entonces. Nunca creí que fuera… ese don nadie. Puede que con la cabeza sí, que racionalmente aceptara lo que decían de mí. Pero no con el corazón. Con el corazón jamás creí que fuera cierto. Ni un solo instante, jamás en todos estos años. Siempre fui capaz de escuchar… De escuchar música. Así que sabía que era mejor, que era mejor de lo que decían. Pero entonces, bueno, ella empezó a dudarlo. ¿Quién puede reprochárselo? No le reprocho haberme dejado. No, en absoluto. Pero le reprocho que no haya sabido sacar partido. Oh, sí, ¡debería haber sacado partido de su situación! Hice que me odiara, ¿se imagina lo que tuvo que costarme hacerlo? Le di la libertad, ¿y qué ha hecho ella? Nada. Ni siquiera se ha marchado de esta ciudad. No ha hecho más que perder el tiempo. Con esa gente débil e inútil con la que se pasa el día hablando. ¡Si llego a saber que sólo haría eso! Es algo muy doloroso, señor Ryder, apartar de ti a alguien a quien amas. ¿Cree que lo habría hecho…? ¿Cree que me habría convertido en ese ser horrible si hubiera sabido que ella iba a hacer lo que ha hecho? ¡Esa gente débil e infeliz con la que se pasa el día hablando! Hubo un tiempo en que ella… tenía las más altas metas. Iba a hacer grandes cosas. Ése era entonces su pensamiento. Y, ya ve, lo ha echado todo a perder. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. ¿Le parece extraño que le chillara de vez en cuando? Si eso era todo lo que iba a hacer, ¿por qué no lo dijo entonces? ¿Se cree que es una broma, una gran broma, ser un borracho y un mendigo? La gente piensa, de acuerdo, es un borracho, no le importa nada de nada… No es verdad. A veces todo se ve claro, muy claro, y entonces…, ¿se imagina lo horrible que es entonces, señor Ryder? Ella nunca se dio cuenta, nunca se dio cuenta de la oportunidad que le brindaba. Ni siquiera se ha marchado de la ciudad. No hace más que hablar, hablar con esa gente débil… Sí, le grité, ¿se me puede censurar por ello? Lo merecía, se merecía todo lo que le dije, hasta el último de aquellos sucios insultos, se lo merecía…
– Señor Brodsky, por favor, por favor… Ésta no es la mejor forma de prepararse para una cita de tal importancia…
– ¿Se cree que me gustaba hacerlo? ¿Que lo hice por diversión? No tenía por qué hacerlo. Mire, cuando quiero dejar de beber, puedo hacerlo. ¿Se cree que fue una broma? ¿Que lo que hice fue una broma?
– Señor Brodsky, no quiero entrometerme. Pero seguramente ha llegado el momento de dejar de lado para siempre tales pensamientos. Seguramente todas esas diferencias, todos esos malentendidos…, seguro que ha llegado el momento de olvidarlos. Deben tratar de aprovechar al máximo la vida que les queda. Por favor, trate de calmarse. De nada le servirá ver a la señorita Collins en este estado; seguro que lo lamentará más tarde. De hecho, señor Brodsky, si me permite decirlo, ha dado usted en el clavo cuando, al hablarle esta mañana, ha puesto usted el acento en el futuro. Su idea de tener un animal es, a mi juicio, estupenda. Creo que debería seguir con esa idea, con ésa y con otras parecidas. No hay necesidad de volver sobre el pasado todo el tiempo. Y, por supuesto, ahora se abren para usted grandes perspectivas de futuro. Yo, por mi parte, voy a intentar todo lo que esté en mi mano esta noche para que esta ciudad le acepte…
– ¡Oh, sí, señor Ryder! -Su ánimo pareció cambiar repentinamente-. Sí, sí, sí. Esta noche, sí, esta noche trataré de… ¡Trataré de estar magnífico!
– Así está mejor, señor Brodsky.
– Esta noche no voy a transigir, no transigiré en absoluto. Sí, de acuerdo, me acosaron, tiré la toalla, huimos, vinimos a esta ciudad. Pero en el fondo de mi corazón nunca tiré la toalla totalmente. Sabía que no había tenido la oportunidad idónea. Y ahora, por fin, esta noche… He esperado tanto tiempo. No voy a transigir. La orquesta, los músicos no se lo van a creer, lo que voy a exigirles… Señor Ryder, le estoy muy agradecido. Usted ha sido para mí una inspiración. Hasta esta mañana tenía miedo. Miedo de esta noche, miedo de lo que podía suceder. Tendré que tener mucho cuidado, me decía a mí mismo. Hoffman, todos los demás, no hacían más que decirme que fuera con cuidado, poco a poco… Vaya despacio al principio, me decían. Vuelva a ganárselos poco a poco. Pero esta mañana he visto su fotografía en el periódico. En el periódico, el monumento Sattler. Y me he dicho, ¡eso es, eso es! ¡Ve hasta el final, hasta el final! ¡No te arredres ante nada! La orquesta…, ¡no se lo van a creer! Y la gente, la gente de esta ciudad, tampoco podrá creérselo. ¡Sí, ve hasta el final! Y ella va a verlo. Va a verme, va a ver quién soy realmente, quién he sido siempre… ¡El monumento Sattler, eso es!
Ahora el terreno era llano e íbamos caminando por la herbosa senda central del cementerio. De pronto me percaté de cierto movimiento a mi espalda, y al volverme y mirar por encima del hombro vi que uno de los deudos del entierro venía corriendo hacia nosotros haciéndonos apremiantes señas. Cuando se acercó vi que era un hombre moreno, achaparrado, de unos cincuenta años.
– Señor Ryder, qué honor… -dijo casi sin aliento al ver que me volvía-. Soy el hermano de la viuda. Mi hermana se alegraría tanto si fuera usted tan amable de unirse a nosotros…
Miré hacia donde nos indicaba y vi que estábamos bastante cerca de la comitiva del entierro. En efecto, la brisa nos traía claramente los desolados sollozos.
– Por aquí, por favor -dijo el hombre.
– Pero…, en un momento tan íntimo…
– No, no, por favor. Mi hermana…, todos nos sentiremos tan honrados… Por favor, por aquí.
Un tanto a regañadientes, me dispuse a seguirle. El terreno iba haciéndose más blando a medida que avanzábamos a través de las lápidas. Al principio me fue imposible ver a la viuda entre las filas de espaldas encorvadas y oscuras, pero al acercarnos al grupo alcancé a verla a la cabeza del mismo, inclinada sobre la fosa abierta. Daba muestras de una aflicción tan honda que parecía muy capaz de arrojarse sobre el ataúd. Tal vez en previsión de tal eventualidad, un caballero de avanzada edad y pelo blanco la retenía con fuerza por brazo y hombro. A su espalda, los presentes lloraban al parecer movidos por un dolor genuino, pero por encima del llanto general seguían siendo claramente perceptibles los angustiados gemidos de la viuda: lentos, exhaustos aunque sorprendentemente estentóreos, como los que cabría esperar de alguien sometido a una tortura continuada. Al oírlos sentí un deseo súbito de darme la vuelta y alejarme, pero el hombre achaparrado me estaba haciendo gestos para que me acercara a la fosa. Cuando vio que no me movía, me susurró en tono nada discreto:
– Señor Ryder, por favor.
Algunos de los deudos se volvieron para mirarnos.
– Señor Ryder, por aquí.
El hombre achaparrado me cogió del brazo y empezamos a abrirnos paso entre los presentes, algunos de los cuales se volvían para mirarme. Oí, como mínimo, dos voces que decían: «Es el señor Ryder…» Cuando llegamos al pie de la fosa, los sollozos habían amainado en gran medida, y pude sentir multitud de ojos clavados en mi espalda. Adopté una actitud de sereno respeto, penosamente consciente de lo informal de mi atuendo: chaqueta verde clara, sin corbata… La camisa, además, era de un alegre estampado de tonos anaranjados y amarillos. Mientras el hombre achaparrado trataba de atraer la atención de la viuda, me abotoné rápidamente la chaqueta.
– Eva -decía el hombre achaparrado con voz suave-. Eva…
El caballero del pelo blanco se volvió para mirarnos, pero la viuda no dio señales de haber oído. Siguió sumida en su angustia, gimiendo ruidosa y rítmicamente junto a la fosa. Su hermano se volvió y me miró con patente embarazo.
– Por favor -le susurré, y empecé a retroceder-. Le daré el pésame más tarde.
– No, no, señor Ryder, por favor. Un momento. -El hombre achaparrado puso una mano sobre el hombro de su hermana, y volvió a decirle, esta vez con impaciencia-: Eva, Eva…
La viuda se irguió, y al final, controlando sus sollozos, se volvió hacia nosotros.
– Eva -dijo su hermano-. El señor Ryder está aquí.
– ¿El señor Ryder?
– Mis más profundas condolencias, señora -dije, inclinando con solemnidad la cabeza.
La viuda continuó mirándome con fijeza.
– ¡Eva! -le siseó su hermano.
La viuda dio un respingo, miró a su hermano y luego a mí.
– El señor Ryder… -dijo al fin, en un tono sorprendentemente sereno-. Es un verdadero honor. Hermann -dijo, señalando la fosa- era un gran admirador suyo.
Dicho esto, volvió a estallar en sollozos.
– ¡Eva!
– Señora -dije con voz suave-, he venido a expresarle mis más sentidas condolencias. Lo siento de verdad. Pero por favor, señora, y señores…, permítanme que les deje en la intimidad de su dolor.
– Señor Ryder -dijo la viuda, que había vuelto a recuperar el dominio de sí misma-. Es un verdadero honor. Estoy segura de que todos los presentes estarán de acuerdo conmigo en que nos sentimos profundamente halagados.
Oí un coro de murmullos de asentimiento a mi espalda.
– Señor Ryder -continuó la viuda-, ¿está disfrutando de su estancia en nuestra ciudad? Espero que al menos haya encontrado una o dos cosas fascinantes.
– Estoy disfrutando mucho. Todos han sido tan amables conmigo… Una comunidad magnífica. Lamento mucho el…, el fallecimiento.
– Quizá le apetezca tomar algo, café o té…
– No, no, de verdad, por favor…
– Quédese al menos a tomar algo. Oh, Dios, ¿es que nadie ha traído un poco de café o té? ¿Nada?
La viuda miró penetrantemente a los presentes.
– Por favor, de verdad, no tenía intención de irrumpir así en…- P°r favor, continúen con…, con lo que están haciendo.
– Pero debe tomar algo. Alguien…, ¿alguien tiene un termo de café?
Los deudos, a mi espalda, se consultaban unos a otros, y cuando miré por encima del hombro vi que la gente buscaba en bolsas y bolsos. El hombre achaparrado hacía una seña en dirección a las últimas filas del grupo, y vi que le estaban pasando algo de mano en mano. Al cogerlo se quedó mirándolo, y vi que se trataba de un trozo de pastel envuelto en papel de celofán.
– ¿Eso es todo lo que tenéis? -gritó el hombre achaparrado-. ¿Qué diablos es eso?
Empezaba a alzarse un gran revuelo entre los presentes. Una voz que destacaba sobre las otras preguntaba airadamente:
– Otto, ¿dónde está el queso?
Al cabo le tendieron al hombre achaparrado un paquete de pastillas de menta. El hombre achaparrado miró con aire iracundo hacia las últimas filas, y se volvió para entregarle a su hermana el pastel y las pastillas de menta.
– Son ustedes muy amables -dije-, pero sólo he venido a…
– Señor Ryder -dijo la viuda, ahora en tono tenso y emocionado-. Al parecer es todo lo que podemos ofrecerle. No sé lo que habría dicho Hermann…, ser deshonrado así precisamente en este día… Pero qué le vamos a hacer, sólo puedo disculparme. Mire, esto es todo, esto es lo que podemos ofrecerle, ésta es toda la hospitalidad que podemos ofrecerle…
Las voces a mi espalda, que se habían aquietado cuando empezó a hablar la viuda, estallaron de nuevo en discusiones varias. Oí que alguien gritaba:
– ¡No, señor! ¡Yo no he dicho nada de eso!
Entonces, el hombre del pelo blanco que antes había asistido a la viuda al pie de la fosa, dio un paso hacia mí e inclinó la cabeza.
– Señor Ryder -dijo-. Perdónenos por la mezquindad con que correspondemos a este gran detalle suyo. Nos coge usted, como puede ver, deplorablemente desprevenidos. Le aseguro, sin embargo, que todos y cada uno de nosotros le quedaremos profundamente agradecidos. Por favor, acepte este refrigerio, por inadecuado que sea…
– Señor Ryder, siéntese aquí, por favor -dijo la viuda, mientras limpiaba con un pañuelo una lápida de mármol contigua a la fosa de su marido-. Por favor.
Era obvio que ya no podía retirarme. Mascullando una disculpa, me acerqué hacia la lápida que la viuda acababa de limpiar, y dije:
– Son ustedes muy amables…
En cuanto me senté sobre el mármol claro de la tumba, los deudos se agruparon a mi alrededor.
– Por favor -dijo de nuevo la viuda.
Estaba de pie ante mí, rasgando el papel de celofán que contenía el pastel. Cuando consiguió abrirlo, me tendió pastel y envoltura. Le di las gracias de nuevo y me puse a comer. Era un pastel de fruta, y tuve que hacer un gran esfuerzo para que no se me desmenuzara entre los dedos. Se trataba, además, de una generosa rebanada, y no de un pequeño trozo fácil de engullir en unos cuantos bocados. Seguí comiendo, y tuve la sensación de que los deudos se me acercaban más y más por momentos, aunque al mirarlos me parecieron inmóviles, con la mirada baja y la expresión respetuosa. Hubo un breve silencio, y al cabo el hombre achaparrado tosió y dijo:
– Ha hecho un día muy bueno.
– Sí, muy bueno -dije yo, con la boca llena-. Muy, muy bueno.
El caballero del pelo blanco avanzó un paso y dijo:
– En nuestra ciudad hay unos paseos maravillosos, señor Ryder. Si nos alejamos un poco del centro, encontramos unos maravillosos parajes campestres por donde pasear. Si tiene usted algún momento libre, me encantaría mostrarle algunos.
– Señor Ryder, ¿no le apetece una pastilla de menta?
La viuda me tendía el paquete abierto y lo sostenía muy cerca de mi cara. Le di las gracias y me metí una pastilla en la boca, aunque sabía que el gusto de la pastilla no casaría en absoluto con el sabor del pastel.
– Y en cuanto a la ciudad misma -decía el caballero del pelo blanco-, si le interesa la arquitectura medieval, hay unas cuantas casas que le fascinarían. Sobre todo en la ciudad antigua. Me encantaría servirle de guía.
– Es usted muy amable -dije.
Seguí comiendo, deseoso de terminar el pastel cuanto antes. Hubo un momento de silencio, y luego la viuda suspiró y dijo:
– Ha sido un día precioso.
– Sí -dije-. Desde que llegué a la ciudad ha hecho un tiempo espléndido.
Mi comentario levantó un general murmullo de aprobación, y algunos de los presentes hasta rieron cortésmente como si hubiera dicho una agudeza. Me metí en la boca con esfuerzo lo que me quedaba del pastel y me sacudí las migas de las manos.
– Mire -dije-. Han sido ustedes muy amables. Pero ahora, por favor, sigan con la ceremonia.
– Otra pastilla de menta, señor Ryder… Es todo lo que puedo ofrecerle.
La viuda volvía a pegarme a la cara el paquete de pastillas de menta.
Fue entonces cuando de súbito caí en la cuenta de que en aquel preciso instante la viuda estaba sintiendo un profundo odio hacia mí. Y me vino a la cabeza el pensamiento de que, por corteses que fueran, los presentes -prácticamente todos ellos, el hombre achaparrado incluido- sentían un hondo resentimiento ante mi presencia. Curiosamente, al tiempo que me asaltaba tal pensamiento, una voz al fondo, en tono no muy alto pero con nitidez suficiente, dijo:
– ¿Por qué es él tan importante? Estamos aquí por Hermann.
Se alzó un revuelo de voces molestas, y como mínimo dos escandalizados susurros: «¿Quién ha dicho eso?»… El caballero del pelo blanco tosió, y luego dijo:
– También es muy agradable pasear por la orilla de los canales.
– ¿Qué tiene él de especial? No ha hecho más que interrumpirnos…
– ¡Cállate, estúpido! -gritó alguien-. Bonito momento para deshonrarnos a todos…
Se alzaron voces en apoyo de este grito, pero se oyó una segunda voz que secundaba agresivamente la anterior protesta.
– Señor Ryder, por favor. -La viuda volvía a ofrecerme las pastillas de menta.
– No, de verdad…
– Por favor, coja otra.
De las últimas filas llegó una furiosa disputa entre cuatro o cinco personas. Una voz gritaba:
– Nos va a llevar demasiado lejos. El monumento Sattler…, eso es ir demasiado lejos.
Más y más presentes empezaban a gritarse unos a otros, y vi que estaba a punto de estallar una reyerta en toda regla.
– Señor Ryder -dijo el hombre achaparrado inclinándose hacia mí-, por favor, no les haga caso. Siempre han sido una deshonra para la familia. Siempre. Nos avergonzamos de ellos. Oh, sí, sentimos vergüenza. Por favor, no les escuche: no haga que nos avergoncemos por partida doble.
– Pero seguramente… -Empecé a levantarme de la lápida, pero algo me empujó hacia abajo y me retuvo, y me di cuenta de que la viuda me había puesto una mano en el hombro y me obligaba a seguir sobre la lápida.
– No se inquiete, por favor, señor Ryder -me dijo en tono cortante-. Haga el favor de terminar su refrigerio.
Ahora la airada disputa era casi general entre los deudos, y en las últimas filas parecía que se estaban empujando unos a otros. La viuda seguía sujetándome por el hombro, y miraba a los presentes con una expresión de orgulloso desafío.
– Me tiene sin cuidado, me tiene sin cuidado -gritaba una voz-. ¡Estamos mucho mejor como estamos!
Los empujones arreciaban, y un joven gordo se abría paso entre los presentes en dirección a nosotros. Tenía la cara muy redonda, y era evidente que se encontraba muy alterado.
– Muy bien, perfecto…, venir aquí en ese plan. ¡Posar así ante el monumento Sattler! ¡Sonriendo de ese modo! Luego se irá sin más. Pero para los que tenemos que vivir aquí no es tan fácil. ¡El monumento Sattler!
El joven de la cara redonda no parecía alguien proclive a hacer ese tipo de manifestaciones atrevidas, y sin duda sus emociones eran sinceras. Me sentí un tanto perplejo, y durante unos segundos fui incapaz de reaccionar. Luego, cuando vi que el joven de la cara redonda iniciaba otra andanada de acusaciones, sentí que algo en mi interior se venía abajo. Me vino a la mente la idea de que de algún modo, inexplicablemente, había cometido un error el día anterior al acceder a que me fotografiaran ante el monumento Sattler. En aquel momento, ciertamente, me había parecido el modo más eficaz de enviar un mensaje apropiado a los vecinos de la ciudad. Había sido perfectamente consciente, por supuesto, de los pros y los contras de tal sesión fotográfica -recordaba cómo aquella mañana, en el desayuno, había sopesado cuidadosamente la conveniencia de prestarme a ella-, pero ahora reparaba en la posibilidad de que en el asunto del monumento Sattler hubiera más implicaciones de las que suponía.
Animados por el joven de la cara redonda, algunos de los presentes habían empezado a gritar en dirección a mí. Otros trataban de hacerles callar, aunque no con la energía que hubiera sido deseable. Luego, en medio del griterío, me percaté de una nueva voz que hablaba suavemente junto a mi hombro. Era una voz masculina, refinada y serena, que me resultó vagamente familiar.
– Señor Ryder -me decía-. Señor Ryder. La sala de conciertos… Debería estar ya de camino. Le están esperando. De verdad, debería ir con tiempo suficiente para inspeccionar el lugar, sus condiciones…
Luego la voz se vio ahogada por otro intercambio de voces particularmente sonoro que estalló a unos pasos de nosotros. El joven de la cara redonda me señalaba con el dedo y repetía algo una vez y otra.
Entonces, repentinamente, se hizo un silencio total entre los presentes. Al principio pensé que la gente había acabado por calmarse y aguardaba a que yo hablara. Pero luego me di cuenta de que el joven de la cara redonda -la concurrencia toda, de hecho- estaba mirando hacia algún punto del espacio, por encima de mi cabeza. Transcurrieron unos segundos antes de que se me ocurriera volverme, y entonces vi que Brodsky se había subido a una lápida y estaba de pie, a una altura muy superior a la mía, a mi espalda.
Tal vez fuera sencillamente el ángulo desde el que lo miraba -se hallaba ligeramente inclinado hacia adelante, de forma que le veía en contrapicado, recortada contra un vasto cielo, la parte inferior de la barbilla-, pero el caso es que había en él algo extraordinariamente imperioso. Parecía cernerse sobre todos nosotros como una gigantesca estatua, con las manos abiertas, suspendidas en el aire. De hecho parecía contemplar el grupo que tenía ante él como -imaginaba yo- contemplaría a una orquesta segundos antes de comenzar a dirigirla. Algo había en él que sugería una extraña autoridad sobre las emociones que acababan de manifestarse de forma violenta ante sus ojos, una autoridad capaz de hacer que tales emociones se encresparan o amainaran a su antojo. El silencio duró unos segundos más. Al cabo, una voz gritó:
– ¿Qué quieres tú? ¡Viejo borracho!
La persona que había gritado tal vez pretendía arrancar de la concurrencia otro griterío. Pero nadie dio muestras de haber oído el improperio.
– ¡Viejo borracho! -intentó de nuevo la voz, pero ahora la convicción se había esfumado de ella.
El silencio continuó: los ojos estaban fijos en Brodsky. Al cabo de lo que pareció un tiempo excesivo, Brodsky dijo:
– Si quiere llamarme eso, perfecto. Veremos. Veremos quién soy. En los días, semanas, meses venideros. Veremos si no soy más que eso.
Había hablado sin prisa, con una fuerza serena que no mermaba en lo más mínimo su inicial impacto. Los presentes siguieron mirándole con fijeza, con expresión boquiabierta. Luego Brodsky dijo con dulzura:
– Alguien a quien querías ha muerto. Éste es, pues, un inapreciable momento.
Sentí cómo los bajos de su gabardina me rozaban la parte posterior de la cabeza, y adiviné que estaba tendiendo una mano hacia la viuda.
– Es un momento inapreciable. Ven. Acaricíate ahora la herida. Seguirá en ti el resto de tus días, pero acaricíatela ahora, mientras está abierta y sangrante… Ven.
Brodsky se bajó de la tumba con la mano extendida hacia la viuda. Ella la tomó con expresión como ensoñadora; Brodsky le pasó luego la otra mano por la espalda y empezó a conducirla suavemente hacia el borde de la fosa.
– Ven -le oí decir con voz suave y serena-. Ven.
Avanzaron despacio, pisando las hojas caídas, y llegaron hasta la fosa abierta. Ella se puso a mirar el ataúd, y volvió a estallar en sollozos. Brodsky, entonces, se separó con delicadeza de ella y retrocedió unos pasos. Para entonces había ya muchos otros deudos llorando, y comprendí que las cosas, muy pronto, volverían a ser como antes de mi llegada. De momento, en cualquier caso, ya nadie prestaba la menor atención a mi persona, y decidí aprovechar la oportunidad para escabullirme.
Me levanté sin ruido, y me había ya alejado unas cuantas tumbas cuando oí que alguien caminaba detrás de mí, muy cerca, e instantes después una voz dijo:
– La verdad, señor Ryder, es que ya debería estar en la sala de conciertos. Nunca se sabe los ajustes que puede ser preciso hacer en el último momento.
Al volverme reconocí a Pedersen, el anciano concejal que había conocido la primera noche en el cine. Caí en la cuenta, además, de que había sido él quien había hablado con suavidad junto a mi hombro minutos antes.
– Ah, señor Pedersen -dije, cuando me alcanzó y se puso a caminar a mi lado-. Me alegro de que me haya recordado lo de la sala de conciertos. Con los sentimientos tan a flor de piel de esa gente, debo confesar que empezaba a perder la noción del tiempo.
– Ciertamente, y también yo -dijo Pedersen soltando una pequeña carcajada-. Yo también tengo una reunión a la que asistir. No puede compararse en importancia, claro está, pero también tiene que ver con el acto de esta noche.
Llegamos al sendero herboso que surcaba la zona central del cementerio, e hicimos una pausa.
– Quizá pueda ayudarme, señor Pedersen -dije, mirando a mi alrededor-. Viene a buscarme un coche para llevarme a la sala de conciertos. Puede que me esté esperando ya, pero el caso es que no sé muy bien cómo volver a la carretera.
– Le llevaré allí con mucho gusto, señor Ryder. Sígame, por favor.
Reanudamos la marcha, alejándonos de la colina por donde había bajado con Brodsky. El sol se estaba ocultando sobre el valle, y las sombras proyectadas por las tumbas se habían alargado considerablemente. Mientras caminábamos hubo un par de veces en que me pareció que Pedersen estaba a punto de decir algo, pero pareció cambiar de opinión en el último momento. Al final, dije como sin darle importancia:
– Alguna de esa gente del entierro… Parecía extremadamente preocupada por… Me refiero a que parecía muy afectada por esas fotos mías en el periódico.
– Bueno, verá, señor -dijo Pedersen con un suspiro-. Se trata del monumento Sattler. Max Sattler sigue ejerciendo el mismo ascendiente de siempre sobre las emociones de la gente.
– Supongo que también usted tendrá sus opiniones al respecto. Quiero decir, sobre mis fotografías ante el monumento Sattler.
Pedersen sonrió, incómodo, y rehuyó mi mirada.
– ¿Cómo explicarlo? -dijo por fin-. Es tan difícil de entender para alguien de fuera… Incluso para un experto como usted. No está muy claro por qué Max Sattler -por qué tal episodio de la historia de la ciudad- ha llegado a significar tanto para nuestra gente. Sobre el papel, difícilmente llega a revestir cierta importancia. Y sí, todo sucedió hace casi un siglo. Pero ya ve, señor Ryder, como sin duda habrá descubierto ya, Sattler se ha ganado un lugar en la imaginación de nuestros ciudadanos. Su papel, si usted quiere, ha llegado a ser mítico. A veces es temido, a veces es aborrecido. Y otras veces se le rinde culto. ¿Cómo podría explicarlo? Deje que se lo explique de este modo: hay un hombre que conozco, un buen amigo, que ahora ya tiene muchos años, pero del que no puede decirse que haya tenido una vida mala. Es muy respetado aquí, sigue desempeñando un papel activo en la vida cívica de la ciudad. No ha tenido una mala vida, no señor. Pero este hombre, de cuando en cuando, mira hacia el pasado y se pregunta si no dejó quizá que algunas cosas se le escaparan entre las manos. Se pregunta cómo habrían podido ser las cosas si no hubiera sido, bueno, digamos un poco menos tímido. Un poco menos tímido y un poco más apasionado.
Pedersen soltó una débil risa. El sendero describía ahora una curva y pude ver más adelante la oscura verja de hierro del cementerio.
– En fin, a veces se ponía a pensar en el pasado -continuó Pedersen-. En ciertos momentos cruciales de su juventud, antes de asentarse definitivamente en sus modos de vida. Y recordaba, pongamos por caso, el momento en que una mujer había tratado de seducirle. Claro que él no consintió, era demasiado como Dios manda. O quizá fue cobardía. Quizá sólo era demasiado joven, quién sabe… Se pregunta qué habría pasado si entonces hubiera tomado otro camino, si hubiera tenido un poco más de confianza en… el amor y la pasión. Usted sabe cómo es eso, señor Ryder. Usted sabe cómo sueñan a veces los viejos, cómo se preguntan qué habría pasado si en algún momento crucial de sus vidas hubieran elegido otro camino. Bien, pues con las ciudades, con las comunidades, puede suceder algo semejante. De cuando en cuando miran hacia atrás, miran su historia y se preguntan: «¿Qué habría pasado si…? ¿Qué sería hoy de nosotros si hubiéramos…» Ah, ¿si hubiéramos qué, señor Ryder…? ¿Permitido a Max Sattler llevarnos a donde él quería? ¿Seríamos hoy completamente diferentes? ¿Seríamos hoy una ciudad como Amberes? ¿Como Stuttgart? Yo, sinceramente, no lo creo, señor Ryder. ¿Sabe?, hay ciertas cosas en esta ciudad, ciertas cosas que se hallan tan profundamente arraigadas… Cosas que no van a cambiar, que no cambiarán en cinco, seis, siete generaciones. Sattler, en términos prácticos, no fue sino algo fuera de contexto. Un hombre con locos sueños. No habría podido cambiar nada esencial. Y lo mismo sucede con ese amigo mío del que le hablo. Es como es. Ninguna experiencia, por crucial que hubiera sido, le habría hecho cambiar. Ya hemos llegado, señor Ryder. Baje esas escaleras y llegará a la carretera.
– Señor Pedersen, ha sido usted sumamente amable. Pero déjeme asegurarle una cosa: cuando veo la posibilidad de que haya podido cometer un error de juicio, no soy de los que se niegan a admitirlo y escurren el bulto. En cualquier caso, señor, es algo que una persona de mi posición ha de estar dispuesta a aceptar. Es decir: durante el curso de un día cualquiera me veo obligado a tomar importantes decisiones, y la verdad es que lo máximo que puedo hacer es sopesar los datos de que dispongo en ese momento y obrar en consecuencia. A veces, inevitablemente, cometo equivocaciones. Cómo no. Es algo que tengo asumido desde hace mucho tiempo. Y, como puede ver, cuando eso ocurre, mi sola preocupación estriba en cómo subsanar tal equivocación a la primera oportunidad que se me presente. Así que, por favor, hábleme con toda franqueza. Si opina que fue un error posar ante el monumento Sattler, dígamelo sin rodeos.
Pedersen parecía sentirse incómodo. Volvió la cabeza y miró hacia un mausoleo que se divisaba a lo lejos, y dijo:
– Bien, señor Ryder, será sólo mi opinión…
– Me gustaría mucho oírla, señor.
– Bien, ya que me lo pregunta… Sí, señor. Si he de ser franco, me sentí muy decepcionado cuando vi el periódico esta mañana. Opino, señor, como acabo de explicarle hace un momento, que no está dentro de la naturaleza de esta ciudad el abrazar los extremismos de Sattler. Sattler ejerce una atracción para cierta gente precisamente por su lejanía, por su calidad de mito local. Pero si lo tomáramos como una posibilidad seria y real…, entonces, señor, francamente, la gente de esta ciudad sentiría pánico. Se echaría atrás. Se vería de pronto aferrándose a lo que conoce, sean cuales fueren los sinsabores que ello haya podido hasta el momento causarles. Me pregunta mi opinión, señor. A mi juicio, al introducir a Max Sattler en esta discusiones no se ha hecho sino minar seriamente las posibilidades de progreso. Pero aún queda esta noche, por supuesto. Al final todo va a depender de lo que suceda esta noche. Y de lo que pueda hacer el señor Brodsky. Y, como acaba usted de señalar, no hay nadie más partidario que usted de enmendar pasados errores… -Durante unos segundos pareció sopesar algo en silencio. Y al cabo sacudió la cabeza con expresión grave-. Señor Ryder, lo mejor que puede hacer es ir ahora mismo a la sala de conciertos. Esta noche todo debe salir conforme a lo previsto.
– Sí, sí, tiene usted razón -dije-. Estoy seguro de que el coche me estará esperando para llevarme allí. Señor Pedersen, le quedo muy agradecido por su franqueza.