Mientras bajaba los sucesivos tramos de escaleras miré el reloj y vi que era hora ya de que saliéramos para la galería Karwinsky. Como es lógico, lamentaba enormemente la situación que dejaba atrás, pero lo prioritario era sin duda llegar a tiempo al importante evento de aquella noche. Decidí, sin embargo, que me ocuparía de los problemas de Fiona en un futuro razonablemente próximo.
Cuando finalmente llegué a la planta baja me topé con un letrero en el muro que rezaba: «Aparcamiento», y una flecha indicadora del camino. Dejé atrás varios trasteros y llegué a la salida.
Salí a la parte trasera de los edificios de apartamentos, en el lado contrario al lago artificial. El sol de la tarde estaba bajo en el cielo. Ante mí había una extensión de terreno verde que descendía gradualmente hasta perderse en la lejanía. El aparcamiento, contiguo a la salida del edificio, era un simple rectángulo de hierba que había sido vallado y se parecía a un corral de rancho norteamericano. El suelo no estaba asfaltado, aunque las continuas idas y venidas de vehículos lo habían hollado de tal modo que ahora era prácticamente tierra batida. Había espacio para unos cincuenta coches, pero en aquel momento sólo había estacionados -a cierta distancia unos de otros- siete u ocho, sobre cuyas carrocerías rebotaba oblicuamente la luz del ocaso. Hacia el fondo del aparcamiento vi cómo la mujer robusta y Boris cargaban el maletero de una ranchera. Al dirigirme hacia ellos vi dentro de ella a Sophie, que estaba sentada en el asiento del acompañante mirando con ojos vacíos la puesta de sol a través del parabrisas.
Cuando llegué hasta ellos, la mujer robusta estaba cerrando el maletero.
– Lo siento -dije-. No sabía que tuvierais tanto que cargar. Habría echado una mano, pero…
– Es igual. Este muchachito me ha ayudado todo lo que necesitaba. -La mujer robusta revolvió cariñosamente el pelo de Boris, y le dijo-: Así que no te preocupes, ¿vale? Los tres vais a pasar una velada estupenda. De veras. Mamá te ha preparado todo lo que más te gusta.
Se agachó y le dio un abrazo tranquilizador, pero el chico parecía como en un sueño y miraba fijamente hacia la lejanía. La mujer robusta me tendió las llaves del coche.
– Tiene que tener el depósito casi lleno. Cuidado con cómo conduce.
Le di las gracias y vi cómo se alejaba hacia los edificios de apartamentos. Cuando me volví hacia Boris, vi que tenía los ojos fijos en la puesta de sol. Le toqué en el hombro y lo conduje alrededor del coche. Subió al asiento trasero sin decir palabra.
Era evidente que el ocaso estaba causando algún efecto hipnótico en ellos, porque cuando me puse al volante vi que Sophie también miraba fijamente a la lejanía. No pareció darse mucha cuenta de mi llegada, pero luego, mientras me familiarizaba con los mandos, dijo con voz queda:
– No podemos dejar que el asunto de la casa nos derrumbe. No podemos permitírnoslo. No sabemos cuándo será…, cuándo será la próxima vez que volverás a estar con nosotros. Con casa o sin casa, tenemos que empezar a hacer cosas, cosas buenas juntos. Me he dado cuenta esta mañana, cuando volvía en el autobús. Hacer cosas incluso en ese apartamento. Incluso en esa cocina.
– Sí, sí -dije yo, y metí la llave de contacto-. Bueno, ¿sabes cómo se va a la galería?
La pregunta sacó a Sophie de la suerte de trance en que parecía inmersa.
– Oh -dijo, llevándose las manos a la boca como si acabara de recordar algo. Luego dijo-: Seguramente sabría llegar desde el centro de la ciudad, pero desde aquí no tengo la menor idea.
Suspiré pesadamente. Intuí que corría el riesgo de volver a perder el control de las cosas, y sentí que en parte volvía a invadirme la intensa irritación que había sentido horas atrás ante el modo en que Sophie introducía el caos en mi vida. Pero entonces oí que me decía en tono vivo:
– ¿Por qué no se lo preguntamos al encargado del aparcamiento? Puede que lo sepa.
Señalaba hacia la entrada del aparcamiento, donde, en efecto, había una pequeña garita de madera en cuyo interior divisé el torso de una figura uniformada.
– De acuerdo -dije-. Iré a preguntárselo.
Me bajé del coche y eché a andar hacia la garita. Un coche que se disponía a abandonar el cercado se había parado junto a la garita, y al acercarme pude ver cómo el encargado -un hombre calvo y obeso- se asomaba a la ventanilla sonriendo jovialmente y haciendo gestos al conductor del vehículo. Su conversación siguió durante unos segundos, y me hallaba ya a punto de interponerme entre ellos cuando el coche reinició la marcha y salió del aparcamiento. El encargado siguió al coche con los ojos y lo vio alejarse por la larga carretera curva que circunvalaba la urbanización. Lo cierto es que también él parecía en trance a causa del ocaso, porque a pesar de que tosí directamente bajo su ventanilla él siguió contemplando ensoñadoramente el coche que se perdía en la lejanía. Al cabo me limité a espetarle:
– Buenas tardes.
El hombre gordo dio un respingo, y, mirando hacia abajo, replicó:
– Oh, buenas tardes, señor.
– Lamento molestarle -dije-, pero tengo algo de prisa. Necesitamos ir a la galería Karwinsky, pero ya ve, soy forastero y no estoy muy seguro de cuál sería el camino más rápido…
– La galería Karwinsky… -El hombre se quedó pensativo unos instantes, y luego dijo-: Bien, a decir verdad, señor, no es nada sencillo de explicar. En mi opinión, lo mejor que puede hacer es seguir a aquel caballero que acaba de salir de aquí. En aquel coche rojo. -Señaló con la mano hacia la lejanía-. Ese caballero, por suerte, vive muy cerca de la galería Karwinsky. Yo podría, claro está, tratar de explicarle cómo llegar allí, pero tendría que ponerme a pensarlo antes, con todas esos desvíos…, en particular hacia el final del trayecto. Me refiero a cuando sales de la autopista y tienes que encontrar el rumbo entre todas esas pequeñas carreteras que rodean las granjas. Lo más sencillo, con mucho, señor, sería seguir a ese caballero del coche rojo. Si no me equivoco, vive a dos o tres desvíos de la galería Karwinsky. Es una zona muy agradable, a él y a su esposa les encanta. Es pleno campo, señor. Me cuenta que tiene una casita preciosa, con gallinas y todo en la parte de atrás, y un manzano… Es una zona muy bonita para una galería de arte, aunque esté un poco apartada. Merece la pena la excursión. El caballero del coche rojo dice que ni se le pasa por la cabeza pensar en mudarse, por mucho que tenga que desplazarse un buen trecho para venir aquí todos los días. Oh, sí, trabaja aquí, en el edificio de la administración. -El hombre sacó el cuerpo por la ventanilla y señaló hacia unas ventanas situadas a su espalda-. En aquel edificio de allí, señor. Oh, no, no todos los edificios son de apartamentos… Llevar una urbanización de este tamaño requiere montones y montones de papeleo. Ese caballero del coche rojo lleva trabajando en la urbanización desde el día en que la compañía del agua se puso a construirla. Y ahora supervisa todo el trabajo de mantenimiento. Es un empleo de muchas horas, señor, y tiene que desplazarse un buen trecho todos los días, pero dice que ni se le ha pasado por la cabeza mudarse a algún sitio más cercano. Y le doy la razón, porque aquella zona es preciosa. Pero qué hago yo aquí de chachara…, debe de tener mucha prisa. Lo siento, señor. Como le digo, siga a aquel coche rojo; es lo mejor que puede hacer… Estoy seguro de que le gustará la galería Karwinsky. Es una zona campestre muy bonita, y la galería misma…, me han dicho que tiene algunos objetos verdaderamente bellos…
Le di las gracias de forma lacónica y volví al coche. Cuando me puse de nuevo al volante, Sophie y Boris seguían con la mirada fija en la puesta de sol. Puse en marcha el motor en silencio. Sólo después de dejar atrás la garita de madera, donde dediqué al encargado un rápido saludo, me preguntó Sophie:
– ¿Te has enterado del camino?
– Sí, sí. Sólo tenemos que seguir a aquel coche rojo.
Al decir esto caí en la cuenta de lo enfadado que aún seguía con ella. Pero no añadí nada más, y salí a la carretera que circundaba la urbanización.
Fuimos dejando atrás los edificios de apartamentos, cuyas incontables ventanas reflejaban el último sol de la tarde. Luego, la urbanización quedó atrás por completo, y la carretera desembocó en una autopista flanqueada de bosques de abetos. La carretera estaba prácticamente vacía, la vista era clara y pronto divisé el coche rojo, un pequeño punto en la lejanía que avanzaba a velocidad moderada. Dado lo escaso del tráfico no vi la necesidad de pisarle los talones, de modo que moderé también la velocidad y me mantuve a cierta distancia. Sophie y Boris seguían en su ensoñador silencio, y al final también yo -ya con el ánimo más tranquilo- acabé contemplando la puesta de sol sobre la desierta autopista.
Al cabo de un rato me sorprendí rememorando el segundo gol del equipo holandés en la semifinal de la Copa del Mundo contra Italia de algunos años atrás. Fue un magnífico disparo largo -siempre había sido uno de mis recuerdos deportivos preferidos-, pero ahora, para mi fastidio, veía que había olvidado la identidad del autor del gol. El nombre de Rensenbrink me venía una y otra vez a la memoria, y ciertamente él había jugado aquel partido, pero al final me convencí de que no fue él quien marcó el gol. Volví a ver el balón surcando el aire inundado de sol, dejando atrás a unos defensas italianos extrañamente paralizados, avanzando más y más, pasando por encima de la mano extendida del portero. Resultaba frustrante no conseguir recordar un detalle tan vital, y repasaba una y otra vez los nombres de los jugadores holandeses que podía recordar de aquella época cuando Boris dijo de pronto a mi espalda:
– Estamos muy en el centro de la carretera, vamos a chocar.
– Tonterías -dije-. Vamos bien.
– ¡No, no vamos bien! -le oí decir, mientras daba golpes contra la parte de atrás de mi asiento-. Vamos muy pegados al centro. Si viene alguien en dirección contraria, nos estrellamos.
Callé, pero desplacé un poco el coche hacia el arcén. Boris pareció tranquilizarse, y volvió a quedarse en silencio. Luego Sophie dijo:
– ¿Sabes?, tengo que admitir que no me hizo mucha gracia al principio. Me refiero al enterarme de lo de esta recepción. Creí que nos iba a «chafar» la noche. Pero cuando pensé en ello un poco más, sobre todo cuando me di cuenta de que no nos impedía cenar juntos, me dije, bueno, nos viene bien. En cierto modo, es exactamente lo que necesitamos. Sé que puedo hacer un buen papel, y Boris también puede hacerlo. Los dos estaremos bien, y así tendremos algo que celebrar cuando volvamos a casa. Toda la velada…, puede que sí, que sirva para arreglar ciertas cosas entre nosotros…
Antes de que pudiera responder a lo que acababa de decir Sophie, Boris volvió a gritar:
– ¡Estamos muy en el centro!
– No voy a desplazarme más -dije-. Ahora vamos perfectamente.
– Puede que esté asustado -dijo Sophie en voz queda.
– No está asustado en absoluto.
– ¡Sí estoy asustado! ¡Vamos a tener un accidente gravísimo!
– Boris, cállate, por favor. Estoy conduciendo perfectamente.
Mi tono fue harto severo, y Boris se quedó callado. Pero luego, al continuar conduciendo, noté que Sophie me miraba con desasosiego. De cuando en cuando miraba hacia atrás a Boris, y luego a mí. Finalmente, dijo con voz suave:
– ¿Por qué no paramos en alguna parte?
– ¿Parar en alguna parte? ¿Para qué?
– Llegaremos a la galería a tiempo. Unos minutos no van a hacer que lleguemos tarde.
– Creo que antes deberíamos saber dónde es.
Sophie calló por espacio de unos segundos. Al cabo se volvió hacia mí y dijo:
– Creo que deberíamos parar. Podríamos tomar algo. Te ayudará a calmarte.
– ¿Calmarme? ¿A qué te refieres?
– ¡Quiero parar! -gritó Boris en el asiento de atrás.
– ¿Qué quieres decir con calmarme?
– Es tan importante que no tengáis otra pelea esta noche… -dijo Sophie-. Veo que vuelve a empezar. Pero, por favor, esta noche no… No lo permitiré. Deberíamos relajarnos. Ponernos en el estado de ánimo adecuado…
– ¿El estado de ánimo adecuado? ¿A qué te refieres? No veo que nos pase nada a ninguno de los tres.
– ¡Quiero parar! ¡Tengo miedo! ¡Me siento mal!
– Mira… -Sophie señaló un letrero que había a un lado de la autopista-. Llegaremos enseguida a esa gasolinera. Por favor, paremos un rato…
– No hay ninguna necesidad…
– Te estás poniendo furioso de verdad. Y esta noche es tan importante… No quiero que nos pase esta noche…
– ¡Quiero parar! ¡Quiero ir al baño!
– Ya lo ves. Por favor, para. Arreglemos esto antes de que empeore…
– ¿Arreglar qué?
Sophie no respondió, pero siguió mirando con desasosiego a través del parabrisas. Ahora atravesábamos un terreno montañoso. Habían quedado atrás los bosques de abetos, y se alzaban a ambos lados altos y escarpados taludes de roca. Divisé la gasolinera en el horizonte: una estructura que recordaba a una nave espacial en lo alto de los peñascos. Mi cólera contra Sophie había vuelto con renovada intensidad, pero a pesar de ello -a pesar casi de mí mismo-, aminoré la marcha y me situé en el carril más lento.
– Perfecto, vamos a parar -le dijo Sophie a Boris-. No te preocupes.
– Para empezar, no estaba nada preocupado -dije yo con frialdad, pero Sophie no pareció oírme.
– Tomaremos un tentempié y nos sentiremos mucho mejor.
Seguí la señal de salida de la autopista y subí por una carretera estrecha y empinada. Tras unas cuantas curvas muy cerradas, la carretera se hizo más llana y llegamos a un aparcamiento al aire libre. Había varios camiones aparcados en batería, y como una docena de coches.
Me apeé y estiré los brazos. Cuando miré hacia atrás, vi que Sophie ayudaba a Boris a bajar del coche, y que el chico daba unos pasos sobre el pavimento con aire somnoliento. Luego, como para despertarse, alzó la cara hacia el cielo y lanzó un grito de Tarzán mientras se golpeaba el pecho.
– ¡Boris, cállate! -le grité.
– Pero si no molesta a nadie… -dijo Sophie-. No puede oírle nadie.
Estábamos, en efecto, en lo alto de un risco, y a cierta distancia de la estructura de cristal de la estación de servicio. El atardecer había adquirido una tonalidad rojo oscura, y se reflejaba en todas las superficies del edificio. Pasé sin hablar junto a ellos y me dirigí hacia la entrada.
– ¡No estoy molestando a nadie! -gritó Boris a mi espalda. Oí un segundo grito de Tarzán, esta vez rematado por unos gorgoritos a la tirolesa. Seguí andando sin volverme. Y sólo cuando llegué a la entrada me detuve y esperé, con la pesada puerta de cristal abierta para que pasaran ellos.
Cruzamos un vestíbulo en el que había una hilera de teléfonos públicos, y, a través de una segunda puerta de cristal, pasamos al restaurante. Nos acogió un aroma de carne a la parrilla. La sala era enorme, con largas hileras de mesas ovaladas, y se hallaba circundada por grandes cristaleras a través de las cuales podían verse vastos retazos de cielo. Los sonidos de la autopista que discurría a nuestros pies parecían llegar de muy lejos.
Boris corrió hacia el mostrador del autoservicio y cogió una bandeja. Le pedí a Sophie que me cogiera una botella de agua mineral y me fui a buscar una mesa. No había muchos clientes -sólo estaban ocupadas cuatro o cinco mesas-, pero fui hasta el final de una de las largas hileras de mesas y me senté dando la espalda a la cristalera.
Al cabo de unos minutos Boris y Sophie llegaron por el pasillo con las bandejas. Se sentaron frente a mí y empezaron a extender las cosas de un modo mudo y extraño. Advertí entonces que Sophie le dirigía a Boris miradas solapadas, y supuse que mientras estaban en el mostrador Sophie le había estado apremiando para que me dijera algo capaz de reparar el daño que hubiera podido causar nuestro reciente altercado. Hasta entonces no se me había ocurrido que entre Boris y yo fuera necesaria reconciliación alguna, y me irritaba ver a Sophie entrometiéndose tan torpemente en el asunto. En un intento de aligerar el ánimo, hice algunos comentarios jocosos sobre la decoración futurista que nos rodeaba, pero Sophie me respondió distraídamente y le lanzó otra mirada a Boris. Su falta de tacto fue tal que era como si en lugar de una mirada le hubiera lanzado un codazo. Boris, comprensiblemente, parecía reacio a hacer lo que se le pedía y siguió retorciendo malhumoradamente entre los dedos el paquete de nueces que acababa de comprar. Al final, y sin alzar la vista, dijo entre dientes:
– He estado leyendo un libro en francés.
Me encogí de hombros y miré hacia la puesta de sol. Era consciente de que Sophie instaba al chico a que añadiera algo. Boris acabó diciendo con desgana:
– Me he leído entero un libro en francés.
Me volví a Sophie y dije:
– A mí nunca se me ha dado bien el francés. Sigo teniendo más problemas con el francés que con el japonés. En serio. Me las arreglo mejor en Tokio que en París.
Sophie, presumiblemente poco satisfecha con mi respuesta, me dirigió una mirada dura. Irritado ante su actitud coercitiva, aparté la mirada y volví a fijarla en el crepúsculo. Al poco oí que Sophie decía:
– Boris está mejorando mucho en idiomas.
Al ver que ni Boris ni yo respondíamos, se inclinó hacia el chico y dijo:
– Boris, ahora tendrás que hacer otro esfuerzo. Pronto llegaremos a la galería. Habrá un montón de gente. Algunos de ellos puede que parezcan muy importantes, pero no tienes que tener miedo, ¿de acuerdo? Mamá no les va a tener ningún miedo, y tú tampoco. Les demostraremos lo bien que sabemos estar. Tendremos un gran éxito, ¿no crees?
Por espacio de un instante, Boris siguió retorciendo el pequeño paquete entre sus dedos. Luego alzó la mirada y dejó escapar un suspiro.
– No te preocupes -dijo-. Sé lo que hay que hacer. -Se irguió y continuó hablando-: Hay que meterse una mano en el bolsillo. Así. Y con la otra sostener la bebida… Así.
Mantuvo la postura durante unos segundos, simulando al tiempo una expresión de gran altanería. Sophie estalló en carcajadas. Yo no pude evitar sonreír ligeramente.
– Y cuando la gente se te acerque -continuó Boris-, dices una y otra vez: «¡Cuan notable! ¡Cuan notable!», o también: «¡Inestimable! ¡Inestimable!» Y cuando se te acerque un camarero con cosas en la bandeja, le haces esto. -Boris hizo un mohín de disgusto y agitó un dedo de derecha a izquierda.
Sophie seguía riendo.
– Boris, vas a causar sensación esta noche.
Boris, claramente contento consigo mismo, estaba radiante. Luego, se levantó de pronto y dijo:
– Voy al lavabo. Se me había olvidado que tenía que ir. No tardo nada.
Nos dedicó una vez más el número del dedo desdeñoso, y se alejó apresuradamente.
– A veces es realmente divertido -dije.
Sophie se quedó mirando por encima del hombro cómo se alejaba por el pasillo.
– Crece tan deprisa -dijo. Luego suspiró, y su expresión se hizo más grave y reflexiva-. Pronto será mayor. No nos queda mucho tiempo.
Guardé silencio a la espera de que continuara. Siguió mirando por encima del hombro unos segundos más. Luego, volviéndose hacia mí, dijo con voz serena:
– Es su niñez, que se va escurriendo entre los dedos. Pronto será mayor y no habrá conocido nada mejor que esto.
– Hablas como si tuviera una vida horrible. Su vida es perfectamente buena y normal.
– Es cierto, lo sé, su vida no es tan mala. Pero es su niñez. Sé cómo debería ser. Porque recuerdo, ¿sabes?, cómo fue la mía. Cuando era muy pequeña, antes de que mamá enfermara. Las cosas eran maravillosas entonces. -Se volvió para mirarme de frente, pero sus ojos parecían enfocar las nubes que había a mi espalda-. Quiero para él algo parecido a aquello.
– Bien, no te preocupes. Pronto resolveremos nuestros problemas. Mientras tanto, Boris lo está haciendo muy bien. No hay por qué preocuparse.
– Eres como todo el mundo. -En su voz no había el menor asomo de ira-. Actúas como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo. No te das cuenta, ¿verdad? A papá puede que le queden aún unos cuantos años buenos, pero no se hace más joven. Un día se irá, y entonces sólo quedaremos nosotros. Tú y yo y Boris. Por eso tenemos que dar un paso vital. Construir algo propio, pronto. -Aspiró profundamente y sacudió la cabeza, y abismó la mirada en el café que tenía ante ella-. No te das cuenta. No te das cuenta de lo solitario que puede resultar el mundo si las cosas no te van bien. ¿Para qué llevarle la contraria?
– De acuerdo, eso es lo que haremos -dije-. Encontraremos algo pronto.
– No te das cuenta del poco tiempo que nos queda. Míranos. Apenas hemos empezado.
Su tono se hacía más acusador por momentos. Parecía haber olvidado por completo el papel nada insignificante que su comportamiento había jugado en el hecho de que las «cosas no nos fueran bien». Sentí una súbita tentación de recordarle multitud de cosas, pero al final permanecí en silencio. Luego, después de que ninguno de los dos hablara durante cierto tiempo, me levanté y dije:
– Perdona. Creo que yo también comeré algo… Sophie miraba de nuevo el cielo, y no pareció darse demasiada cuenta de mi partida. Me dirigí hacia el mostrador del autoservicio y cogí una bandeja. Estaba estudiando la oferta de pastelería cuando de pronto recordé que no sabía cómo ir a la galería Karwinsky, y que de momento dependíamos por entero del coche rojo. Pensé en el coche rojo, que ahora seguiría avanzando por la autopista, alejándose más y más de nosotros, y caí en la cuenta de que no podíamos perder mucho tiempo en aquella estación de servicio. De hecho, vi con claridad que debíamos marcharnos de inmediato, y a punto estaba de dejar la bandeja en su sitio para volver apresuradamente a la mesa cuando advertí que dos personas hablaban de mí en una mesa cercana.
Miré a mi alrededor y vi que eran dos mujeres de mediana edad, elegantemente vestidas. Inclinadas la una hacia la otra sobre la mesa, hablaban en voz baja y al parecer sin darse cuenta de mi presencia. Casi nunca se referían a mí por mi nombre, por lo que al principio no pude estar seguro de que estuvieran hablando de mí, pero al cabo de unos segundos tuve la certeza de que no podían estar hablando de otra persona.
– Oh, sí -decía una de ellas-. Se han puesto en contacto varias veces con la tal Stratmann, que les asegura una y otra vez que sí, que él se presentará a supervisar los preparativos, cosa que hasta el momento no ha hecho. Dieter dice que no les importa demasiado, que tienen trabajo de sobra del que ocuparse, pero el caso es que están todos muy inquietos pensando que puede aparecer en cualquier momento. Y, claro, el señor Schmidt no hace más que entrar gritándoles que ordenen las cosas, que qué va a pasar si llega en ese momento y ve en tales condiciones la sala cívica de conciertos… Dieter dice que todos están nerviosos, incluso el tal Edmundo. Con estos genios nunca se sabe lo que se les ocurrirá criticar… Todos recuerdan bien el día en que Igor Kobyliansky llegó a supervisar las cosas y lo examinó todo tan minuciosamente…; se puso a cuatro patas mientras todos le hacían corro sobre el escenario, y empezó a arrastrarse de aquí para allá a gatas, dando golpecitos a las tablas, pegando la oreja al suelo… Dieter no ha sido el mismo estos dos últimos días; cuando se pone a trabajar está con el alma en vilo. Ha sido horrible para todos. Cada vez que no aparece cuando debía aparecer, esperan como una hora y vuelven a telefonear a la tal Stratmann. Y ella se muestra muy compungida, se deshace en disculpas, y concierta otra cita…
Al escuchar a estas damas acudió a mi mente un pensamiento que me había pasado por la cabeza varias veces en las últimas horas: convenía que me pusiera en contacto con la señorita Stratmann con más frecuencia de lo que lo había estado haciendo hasta ahora. De hecho podría incluso llamarla por teléfono desde las cabinas públicas que había visto en el vestíbulo. Pero antes de que pudiera considerar siquiera la idea, oí que la mujer seguía hablando:
– Y eso ha sido todo después de que la tal Stratmann se hubiera pasado semanas insistiendo en lo deseoso que estaba él de llevar a cabo la inspección, explicando que no sólo estaba preocupado por la acústica y demás detalles habituales, sino también por sus padres, por cómo tenían que ser acomodados en la sala durante la velada… Al parecer ninguno de ellos está demasiado bien, así que necesitarán un acomodo especial, unas atenciones especiales, tener cerca a gente cualificada por si a uno de ellos le da un ataque o algo parecido. Los preparativos necesarios son bastante complicados y, según la señorita Stratmann, él estaba muy interesado en examinar cada detalle con el personal encargado del asunto. Bien, lo de los padres resulta bastante conmovedor, ya sabes, preocuparse tanto por sus ancianos padres y demás… ¡Pero luego te enteras de que no ha aparecido! Claro que la culpa puede que sea más de la tal Stratmann que de él mismo. Eso es lo que piensa el señor Dieter. Al decir de todos, su reputación es excelente; no parece en absoluto el tipo de persona que se pase la vida causando molestias a la gente.
Había estado sintiendo un gran enojo contra aquellas dos damas, y -como es lógico- tal enojo remitió un tanto al oír sus comentarios últimos. Pero lo que dijeron sobre mis padres -la necesidad de asegurarles ciertas atenciones especiales- me convenció de que no podía diferir ni un segundo más el llamar a la señorita Stratmann. Dejé mi bandeja sobre el mostrador y me dirigí precipitadamente hacia el vestíbulo.
Entré en una cabina y busqué en mis bolsillos la tarjeta de la señorita Stratmann. La encontré y marqué el número. Contestó enseguida la propia señorita Stratmann.
– Señor Ryder, me alegro mucho de que llame… Estoy tan contenta de que todo vaya tan bien…
– Ah, piensa que todo va perfectamente…
– Oh, sí. ¡Magníficamente! Está usted teniendo tanto éxito en todas partes. La gente está tan emocionada. Y su pequeño discurso de anoche, después de la cena… Oh, todo el mundo hablaba de lo ingenioso y entretenido que había sido… Es un placer, si me permite decirlo, poder trabajar con alguien como usted…
– Bueno, muchas gracias, señorita Stratmann. Muy amable de su parte. También es un placer estar tan bien atendido. La llamo porque…, en fin, porque quería cerciorarme de ciertas cosas relativas a mi agenda. Sí, ya sé que hoy ha habido algunas demoras inevitables, y que han dado lugar a un par de desafortunadas consecuencias.
Hice una pausa, a la espera de que la señorita Stratmann dijera algo, pero al otro lado de la línea sólo hubo silencio. Solté una risita y continué:
– Pero, por supuesto, estamos de camino hacia la galería Karwinsky. Quiero decir que en este instante nos hallamos, en efecto, a medio camino. Queremos, como es natural, llegar con el tiempo holgado, y debo decir que a los tres nos embarga una gran expectación. Tengo entendido que la campiña en torno a la galería Karwinsky es absolutamente espléndida. Sí, estamos muy contentos de ir ya para allá…
– Me alegra tanto oírle, señor Ryder… -La señorita Stratmann parecía un tanto confusa-. Espero que le guste el acto… -Luego, de pronto, añadió-: Señor Ryder, espero que no le hayamos ofendido… -¿Ofendido?
– No quisimos insinuar nada… Quiero decir, al sugerirle que fuera a casa de la condesa esta mañana. Todos sabíamos que usted conoce perfectamente la obra del señor Brodsky, a nadie se le ocurriría dudarlo… Pero algunas de esas grabaciones son tan raras que la condesa y el señor Von Winterstein pensaron que… ¡Oh, Dios, espero que no se haya ofendido, señor Ryder! Le aseguro que no queríamos insinuar nada en absoluto…
– No estoy ofendido en lo más mínimo, señorita Stratmann. Muy al contrario, soy yo quien espera que la condesa y el señor Von Winterstein no estén ofendidos conmigo por no haber podido hacerles la visita programada…
– Oh, por favor, no se preocupe por eso, señor Ryder. -Me habría encantado verles y charlar con ellos, pero al comprobar que las circunstancias no me permitían cumplir con lo que teníamos planeado, me dije que sabrían entenderlo, en especial cuando, como usted dice, en rigor no había ninguna necesidad de que yo escuchase las grabaciones del señor Brodsky…
– Señor Ryder, estoy segura de que la condesa y el señor Von Winterstein lo entienden perfectamente. En cualquier caso, el hecho mismo de programarlo fue, ahora lo veo, bastante osado de nuestra parte…, máxime teniendo en cuenta lo apretado de su agenda. Espero que no se sienta ofendido…
– Le aseguro que no estoy ofendido en absoluto. Pero la verdad, señorita Stratmann, yo querría… Le telefoneo para hablar de ciertos aspectos…, en fin, de otros aspectos de mi agenda.
– ¿Sí, señor Ryder?
– Por ejemplo, de mi visita de supervisión a la sala de conciertos. -Ah, sí.
Aguardé por si añadía algo, pero al ver que no decía nada proseguí:
– Sí, simplemente quería cerciorarme de que todo está preparado para mi visita.
La señorita Stratmann pareció percatarse finalmente del tono preocupado de mi voz.
– Oh, sí -dijo-. Sé a lo que se refiere. No he programado mucho tiempo para su inspección de la sala de conciertos. Pero como puede comprobar -calló unos instantes; me llegó el crujido de una hoja de papel-, como puede comprobar, antes y después de su visita a la sala de conciertos tiene usted otras dos citas muy importantes. Así que pensé que si había un acto al que podía escatimarle un poco de tiempo, éste era la visita a la sala de conciertos. Porque siempre podría volver más tarde si lo considerara necesario. Mientras que, como comprenderá, no podíamos dedicar menos tiempo a ninguna de las otras dos citas. A la entrevista con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua, por ejemplo, sabiendo la importancia que usted concede al hecho de reunirse personalmente con la gente de a pie, con las gentes a las que les afectan las cosas…
– Sí, por supuesto, tiene usted toda la razón. Estoy plenamente de acuerdo con lo que acaba de decir. Como bien sugiere, siempre podré hacer otra visita a la sala de conciertos más tarde… Sí, sí. Sólo que estaba un poco preocupado por…, en fin, por las medidas… Es decir, por las medidas que van a tomar a propósito de mis padres.
Volvió a hacerse el silencio al otro extremo de la línea. Me aclaré la garganta y proseguí:
– Me refiero a que, como bien sabe, tanto mi madre como mi padre tienen ya muchos años. Será necesario habilitar lo necesario en la sala de conciertos para que…
– Sí, sí, claro… -La señorita Stratmann parecía un tanto perpleja-. Un dispositivo médico cerca para el caso de cualquier desafortunada incidencia… Sí, todo está listo, todo a mano, como podrá comprobar cuando lleve a cabo la visita.
Pensé en ello unos instantes. Luego dije:
– Mis padres. Estamos hablando de mis padres. No hay ningún malentendido a este respecto, espero.
– No lo hay, en absoluto, señor Ryder. Por favor, no se preocupe.
Le di las gracias y salí de la cabina telefónica. Al volver al restaurante, me detuve unos instantes en la puerta. La puesta de sol dibujaba largas sombras en la sala. Las dos damas de mediana edad seguían hablando animadamente, aunque no sabría decir si el tema seguía siendo mi persona. Al fondo del comedor vi que Boris le explicaba algo a Sophie, y que los dos reían con alborozo. Seguí allí unos instantes, dándole vueltas a mi conversación con la señorita Stratmann. Pensando detenidamente en ello, sí había algo osado en la idea de que yo podría sacar algo en limpio de la audición de los viejos discos del señor Brodsky. No había duda de que la condesa y el señor Von Winterstein tenían pensado guiarme paso a paso en tal audición… El pensamiento me irritó, y me sentí afortunado por haberme visto obligado a perderme el evento de marras…
Entonces miré el reloj y vi que, pese a mis palabras tranquilizadoras a la señorita Stratmann, corríamos grave riesgo de llegar tarde a la galería Karwinsky. Fui hasta nuestra mesa y, sin siquiera sentarme, dije:
– Nos tenemos que ir. Llevamos mucho tiempo en este sitio.
Había dado a mis palabras cierto tono perentorio, pero Sophie se limitó a alzar la mirada y a decir:
– Boris piensa que estos dónuts son los mejores que ha comido en su vida. De eso era de lo que hablábamos, ¿verdad, Boris?
Miré a Boris y vi que no me hacía el menor caso. Entonces me acordé de nuestra pequeña disputa de antes -yo la había ya olvidado-, y pensé que lo mejor sería decir algo capaz de reconciliarnos.
– ¿Así que los dónuts están buenos, eh? -dije-. ¿Vas a dejarme probarlos?
Boris siguió mirando en otra dirección, Esperé unos segundos, y luego me encogí de hombros.
– Muy bien -dije-. Si no quieres hablar, estupendo.
Sophie le tocó a Boris en el hombro, y estaba a punto de rogarle que hablara cuando yo me volví y dije:
– Venga, tenemos que irnos.
Sophie dio otro codazo a Boris. Luego se volvió a mí y me dijo, en tono casi desesperado:
– ¿Por qué no nos quedamos un poco más? Apenas te has sentado con nosotros. Y Boris se está divirtiendo tanto… ¿Verdad, Boris?
Boris volvió a hacer como que no oía.
– Escucha, tenemos que marcharnos -dije-. Vamos a llegar tarde.
Sophie volvió a mirar a Boris; luego me miró a mí con expresión cada vez más iracunda. Luego, finalmente, empezó a levantarse. Yo me di media vuelta y eché a andar hacia la salida sin volverme en ningún momento para mirarles.