24

Recorrimos un trecho del pasillo y luego pasamos a través de un gran cuarto de lavandería en el que había varias máquinas que emitían una especie de gruñido prolongado. Luego Hoffman me hizo salir por una puerta estrecha, y al pasar al otro lado me vi frente a las puertas dobles del salón.

– Atajaremos por aquí -dijo Hoffman.

En cuanto entramos en el salón entendí por qué antes Hoffman se había mostrado reacio a despejarlo. Estaba atestado de huéspedes que charlaban y reían, algunos con vistosas galas, y lo primero que pensé fue que habíamos topado con una fiesta privada. Pero al abrirnos paso despacio a través de los presentes, pude distinguir varios grupos marcadamente diferentes. Una parte del salón lo ocupaban varias personalidades locales de aspecto exuberante. Otro grupo parecía integrado por unos ricos jóvenes norteamericanos -muchos de ellos estaban cantando una suerte de himno universitario-, y en otra parte del recinto un grupo de hombres japoneses había juntado varias mesas y también se divertía bulliciosamente. Aunque se trataba de grupos claramente separados, parecía existir entre ellos cierta interacción fluida. Los huéspedes se paseaban de mesa en mesa dándose palmadas en el hombro, sacándose fotografías y pasándose unos a otros platos de sandwiches. Un camarero de aire agobiado y uniforme blanco se movía entre ellos con sendas jarras de café en las manos. Pensé en localizar el piano, pero me hallaba demasiado ocupado en abrirme paso entre la gente y en seguir a Hoffman. Finalmente, llegué al otro extremo del salón, donde Hoffman me aguardaba con otra puerta abierta.

Salí y me vi en un pasillo estrecho cuyo extremo del fondo se hallaba abierto al exterior. Y al instante siguiente estaba en un pequeño y soleado aparcamiento, que reconocí de inmediato como aquel al que me había conducido Hoffman la noche del banquete de Brodsky. Hoffman me guió hacia un gran automóvil negro, y unos segundos después nos vimos inmersos en el denso tráfico de la hora del almuerzo.

– El tráfico de esta ciudad… -Hoffman suspiró-. Señor Ryder, ¿quiere que ponga el aire acondicionado? ¿Está seguro? Santo cielo, mire ese tráfico… Afortunadamente, no tendremos que soportarlo durante mucho tiempo. Tomaremos la carretera del sur.

En el siguiente semáforo, en efecto, Hoffman torció una esquina y tomó una carretera en la que los vehículos circulaban con mucha más fluidez, y segundos después avanzábamos a buena velocidad por la campiña abierta.

– Ah, sí, eso es lo maravilloso de nuestra ciudad -dijo Hoffman-. No tienes que conducir mucho para encontrarte con un paisaje agradable. ¿Lo ve?, el aire ya está mejorando.

Dije algo en señal de asentimiento y me quedé callado; no tenía ninguna gana de verme embarcado en conversación alguna. Entre otras cosas, empezaba a albergar dudas acerca de mi decisión de interpretar Asbestos and Fibre. Cuanto más pensaba en ello, más parecía volverme el recuerdo de mi madre expresándome un día su irritación ante esa pieza. Consideré durante un instante la posibilidad de interpretar algo totalmente diferente, algo como Wind Tunnels, de Kazan, pero recordé de pronto que se trataba de una pieza cuya ejecución llevaba dos horas y quince minutos. No había duda de que la breve e intensa Asbestos and Fibre era la elección acertada. Ninguna otra de esa extensión brindaría como ella la oportunidad de mostrar tal abanico de estados de ánimo. Y ciertamente, a nivel superficial al menos, se trataba de una pieza que a mi madre no tendría por qué desagradarle, sino todo lo contrario. Y sin embargo seguía habiendo algo… -no más que la sombra de un recuerdo, hube de admitir- que me impedía sentirme a gusto con mi elección de la pieza.

Con excepción de un camión que podía divisarse en la lejanía, estábamos solos en la carretera. Contemplé la tierra de labrantío que se extendía a derecha e izquierda y volví a tratar de recuperar aquel fragmento esquivo de la memoria.

– No tardaremos mucho, señor Ryder -me estaba diciendo Hoffman-. Estoy seguro de que encontrará la sala de ensayos del anexo mucho más de su agrado. Es muy tranquila, un sitio ideal para ensayar durante una o dos horas. Pronto podrá usted abismarse en su música. ¡Cómo le envidio, señor! Pronto se verá usted rumiando sus ideas musicales. Como si se hallara paseándose por una espléndida galería de arte en la que, por obra de un milagro, le dijeran que cogiera una especie de cesta de la compra y se llevara a casa las obras que quisiera. Perdóneme -dijo, soltando una carcajada-, pero siempre he acariciado esa fantasía. Mi mujer y yo paseando juntos por una galería de arte llena de los objetos más bellos… El sitio, aparte de nosotros, está vacío. Ni siquiera está el encargado. Y, sí, llevo una cesta en el brazo, y nos han dicho que podemos llevarnos lo que queramos. Hay ciertas normas, claro está. No podemos llevarnos más de lo que cabe en la cesta. Y, por supuesto, no podremos vender nada de lo que nos llevemos (aunque ni se nos pasaría por la cabeza aprovecharnos tan mezquinamente de tal oportunidad sublime…). Así que ahí estamos los dos, mi mujer y yo, paseándonos por esa sala celestial. La galería formaría parte de una gran mansión situada en alguna parte de la campiña, quizá mirando a vastas extensiones de terreno. La balconada se abre a una vista espectacular. Hay grandes estatuas de leones en cada esquina. Mi mujer y yo contemplamos el paisaje, y debatimos sobre qué objetos vamos a llevarnos. En mi fantasía, no sé por qué, siempre hay una tormenta a punto de estallar. El cielo es de un gris de pizarra, y sin embargo es como si estuviéramos gozando de un brillantísimo sol de verano. Y hay enredaderas, hiedras por todas partes. Y estamos solos, mi mujer y yo, con nuestra cesta aún vacía, debatiendo qué llevarnos… -Se echó a reír-. Perdóneme, señor Ryder. Me estoy dejando llevar… Pero es así como imagino que ha de ser para alguien como usted, alguien de su genio, que le dejen solo al piano durante una hora o más, en medio de un paraje apacible; como imagino que ha de ser para la gente de talento. Andar vagando entre sublimes ideas musicales… Examinando ésta, sacudiendo la cabeza, dejándola a un lado… Por bello que sea el resultado, nunca se encuentra lo que se anhelaba encontrar. ¡Ah, qué hermoso debe de ser lo que tiene en la cabeza, señor Ryder! Cómo me gustaría ser capaz de acompañarlo en el viaje que va a emprender en cuanto sus dedos toquen las teclas… Pero, claro, usted llegaría a donde yo no podría llegar nunca. ¡Cómo le envidio, señor!

Dije algo anodino a modo de respuesta, y seguimos en silencio durante un rato. Al cabo, Hoffman dijo:

– Mi mujer, en los primeros tiempos, antes de casarnos… Creo que es así como veía nuestra vida juntos. Algo parecido a eso, señor Ryder. Algo así como entrar en un bello museo desierto cogidos del brazo y con nuestra cesta de la compra. Aunque, claro, en realidad mi mujer jamás lo vería de forma tan fantasiosa. Mi mujer, ¿sabe?, viene de una larga estirpe de gentes con talento. Su madre fue una buena pintora. Y su abuelo uno de los poetas más grandes de su generación en lengua flamenca. Por algún motivo inexplicable, no se le reconoció como merecía, pero eso no cambia las cosas. Oh, y hay otros más en la familia…, con mucho talento todos ellos. Educada en una familia como ésa, es lógico que siempre diera por descontados el talento y la belleza. ¿Cómo podría ser de otro modo? Le aseguro, señor, que ello dio origen a ciertos malentendidos. En particular a un enorme malentendido al principio de nuestra relación.

Volvió a guardar silencio, y durante un rato fijó la mirada en los meandros que la carretera iba desplegando ante nosotros.

– Lo primero que nos unió fue la música -dijo Hoffman finalmente-. Nos sentábamos en los cafés de Herrengasse y hablábamos de música. O, mejor, yo era quien hablaba. Supongo que no paraba de hablar. Recuerdo que una vez, paseando con ella por el Volksgarten, le fui explicando con gran detalle, quizá por espacio de una hora, lo que opinaba sobre Ventilations, de Mullery. Éramos jóvenes, por supuesto, y teníamos tiempo para dar rienda suelta a tales cosas. Ni en aquellos tiempos hablaba ella mucho, pero escuchaba todo lo que yo tenía que decir, y no me cabía duda de que se emocionaba profundamente. Oh, sí… He dicho que éramos jóvenes, señor Ryder, pero supongo que en realidad no éramos tan jóvenes. Los dos teníamos esa edad en la que la gente bien puede llevar ya un tiempo casada. Puede que ella sintiera cierta sensación de urgencia, quién sabe… El caso es que hablamos de casarnos. Yo la amaba tanto, señor Ryder. La amaba desde el principio. Era tan bella entonces. Incluso hoy, si la miras, te das cuenta de lo bella que tuvo que ser en un tiempo. Pero bella en un sentido especial. Veías inmediatamente que poseía una sensibilidad especial para las cosas refinadas. No me importa admitirlo ante usted: estaba muy enamorado de ella. No puedo expresar lo que significó para mí el que aceptara convertirse en mi esposa. Pensé que mi vida sería un puro gozo, un gozo continuo e ininterrumpido. Pero unos días después, unos días después de que aceptara casarse conmigo, vino a verme a mi cuarto por primera vez. En aquel tiempo yo trabajaba en el Hotel Burgenhof, y tenía alquilado un cuarto cerca de allí, en Glockenstrasse, al lado del canal. No era la habitación ideal, pero sí perfectamente aceptable. Había buenas estanterías en una de las paredes, y un escritorio de roble junto a la ventana. Y, como digo, daba al canal. Era invierno, una espléndida y soleada mañana de invierno, y entraba una luz preciosa en el cuarto. Lo había limpiado y ordenado todo, como es lógico, y me había esmerado al hacerlo. Ella entró y miró a su alrededor, fue mirándolo todo a su alrededor. Y luego habló en tono muy suave: «¿Pero dónde compones música?» Lo recuerdo perfectamente, el instante exacto, señor Ryder; lo recuerdo tan vividamente… Lo considero una especie de hito crucial en mi vida. No exagero, señor. En muchos aspectos, ahora lo veo, mi vida actual empezó en ese momento. Christine, de pie junto a la ventana, aquella luz de enero, su mano sobre el escritorio, sólo unos dedos, como para apuntalar un poco su persona. Estaba bellísima. Y me hizo aquella pregunta con genuina sorpresa. ¿Comprende, señor?, estaba sorprendida de verdad: «¿Pero dónde compones música? No hay piano.» Yo no sabía qué decir. Vi de inmediato que había habido un malentendido, un malentendido de proporciones catastróficamente crueles. ¿Podría reprochárseme, señor, el que sintiera la tentación de salvarme? No habría dicho jamás una mentira absoluta. No, señor, ni siquiera para salvarme. Pero era un momento tan difícil… Cuando ahora pienso en ello siento que me recorre el cuerpo un escalofrío; lo estoy sintiendo ahora mismo, mientras se lo cuento. «¿Pero dónde compones música?» «No, no hay piano», dije en tono alegre. «No hay nada. Ni papel pautado, ni nada de nada. He decidido dejar de escribir música dos años.» Eso es lo que le dije. Fue muy rápido. Lo dije sin la menor muestra externa de pesar o vacilación. Incluso le llegué a dar la fecha exacta en la que volvería a componer. Pero de momento no, no estaba componiendo. ¿Qué podía decir, señor? ¿Qué esperaba que hiciera? ¿Que mirara a aquella mujer, a aquella mujer a la que amaba con toda mi alma, que tan sólo unos días antes había accedido a casarse conmigo, y me resignara a que todo se acabara? ¿Que le dijera: «Oh, querida, todo ha sido un malentendido. Como es lógico, te libero de toda obligación. Por favor, separémonos en este instante…»? No podía hacerlo, señor. Puede que piense usted que fui deshonesto. Sería muy duro de su parte. En cualquier caso, ¿sabe?, en aquel momento de mi vida lo que dije no fue totalmente mentira. Porque el caso es que pensaba seriamente aprender a tocar un instrumento, y sí, deseaba también probar fortuna en la composición. Así que no se trataba de una mentira absoluta. No fui sincero, es cierto, lo admito. Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? No podía dejar que se fuera. Así que le dije que había tomado la decisión de dejar de componer durante dos años completos. Y recuerdo que, a fin de clarificar mi mente y mis emociones, o por alguna otra razón semejante, seguí hablando un buen rato del asunto. Ella me escuchaba, se lo creía todo, asentía con su bella, inteligente cabeza en señal de comprender y secundar todas las necedades que yo le estaba contando. Pero ¿qué podía hacer si no, señor? Y a partir de aquella mañana ya no volvió a mencionar jamás el tema de mis composiciones, nunca en todos estos años. Y dicho sea de paso, señor Ryder, porque veo que está usted a punto de preguntarlo…, créame, se lo aseguro: nunca jamás, ni antes de aquella mañana ni nunca durante nuestro noviazgo, durante nuestros paseos a la orilla del canal, durante nuestras citas en los cafés de Herrengasse, nunca, nunca, intencionadamente, le induje a pensar que componía música. Que estaba perpetuamente enamorado de la música, que era el alimento cotidiano de mi espíritu, que la oía en mi corazón cada mañana al despertar…, eso sí, eso sí lo dejé entrever porque era verdad. Pero nunca la engañé deliberadamente, señor. Oh, no, nunca. Fue un terrible malentendido, simplemente. Ella, viniendo de la familia que venía, inevitablemente dio por descontado… Quién sabe, señor. Pero hasta aquella mañana en mi cuarto, yo nunca había pronunciado una palabra que indujera a presumir tal cosa. Bien, como digo, señor Ryder, ella no volvió a mencionar el asunto, ni una vez siquiera. Nos casamos a su debido tiempo, compramos un pequeño apartamento en Friedrich Square, encontré un buen empleo en el Ambassadors. Comenzamos nuestra vida juntos, y durante un tiempo fuimos razonablemente felices. Claro que yo jamás olvidé…, jamás olvidé aquel malentendido. Pero no me preocupaba tanto como tal vez cabría imaginar. Porque, como ya he dicho, en aquel tiempo…, bueno, tenía pensado seriamente…, cuando llegara el momento, cuando se me presentara la ocasión de hacerlo, aprender a tocar un instrumento. Tal vez el violín. Tenía ciertos planes, ya sabe, siempre se hacen planes cuando se es joven, cuando no eres consciente aún de lo limitado que es el tiempo, cuando no eres consciente de que en torno a ti existe una coraza, una dura coraza que te impide… salir… al exterior… -De pronto soltó ambas manos del volante e hizo ademán de empujar hacia arriba una invisible cúpula que lo rodeaba. Su gesto expresaba más cansancio que cólera, y al instante siguiente volvió a dejar caer las manos sobre el volante. Y prosiguió con un suspiro-: No, no sabía nada de eso en aquel tiempo. Entonces seguía albergando la esperanza de que con el tiempo llegaría a ser la clase de persona que ella creía que era. De verdad, señor, yo creía que lograría llegar a ser tal persona precisamente gracias a ella, a su presencia, a su influencia… Y el primer año de nuestro matrimonio, señor Ryder, como digo, fue razonablemente feliz. Compramos aquel apartamento, una vivienda adecuada a nuestras necesidades. Había días en que me daba por pensar que se había dado cuenta del malentendido y que ya no le importaba. No sé, en aquel tiempo me venían a la mente todo tipo de pensamientos. Luego, cuando llegó el día, la fecha que he mencionado, transcurridos los dos años, cuando se suponía que debía volver a componer, no pasó nada. La observé atentamente, pero no dijo nada. La veía callada, pero era normal en ella: siempre estaba callada. No dijo nada, no hizo nada extraño. Pero supongo que fue por aquellas fechas, cumplidos ya los dos años, cuando se instaló la tensión en nuestras vidas. Era una suerte de tensión de baja intensidad, una tensión que parecía estar siempre presente, y por mucho que hubiéramos pasado felizmente una velada, la tensión seguía allí… Yo solía planear pequeñas sorpresas, como llevarla a cenar a sus restaurantes preferidos. O regalarle flores, o los perfumes que le gustaban. Sí, me afanaba por agasajarla. Pero siempre estaba aquella tensión… Durante bastante tiempo me las ingenié para no darle importancia. Me decía a mí mismo que era fruto de mi imaginación. Supongo que me negaba a admitir que era real y que crecía por momentos. Y no tomé plena conciencia de que había estado allí todo aquel tiempo hasta el día en que se esfumó. Sí, se esfumó y entonces caí en la cuenta de a qué se había debido. Fue una tarde, llevábamos casados unos tres años, yo volvía del trabajo y le traía un pequeño presente, un libro de poesía que sabía que quería. No lo había dicho explícitamente, pero yo lo había adivinado. Entré en el apartamento y la encontré mirando la plaza. A aquella hora de la tarde la gente volvía del trabajo. Era un apartamento ruidoso, pero eso no te parece tan grave cuando eres relativamente joven. Le tendí el libro. «Un pequeño regalo», le dije. Ella siguió mirando por la ventana. Estaba arrodillada sobre el sofá, con los brazos cruzados sobre el respaldo y la cabeza apoyada sobre ellos, mirando… Entonces se volvió y cogió el libro como con infinito cansancio, y sin decir una palabra siguió mirando la plaza. Yo me quedé en medio de la sala, a la espera de que me dijera algo, una palabra de agradecimiento por el regalo. Quizá no se encontraba bien. Seguí de pie, esperando, un tanto preocupado. Al final se volvió y me miró. No de forma poco amable, oh, no, pero me miró…, me miró con una mirada especial. La mirada de alguien que ve confirmado con sus propios ojos lo que ha estado pensando. Sí, así es como fue, y yo supe que al fin ella había visto en mi interior. Y fue entonces cuando caí en la cuenta, cuando caí en la cuenta de a qué se había debido la tensión. Yo había estado esperando, durante todo aquel tiempo había estado esperando ese momento. Y, ¿sabe?, podrá parecer extraño, pero para mí supuso un enorme alivio. Al final, al final ella había visto en mi interior. ¡Oh, qué maravilloso alivio! Me sentí tan liberado. De hecho exclamé: «¡Aja!», y sonreí. A ella debió de parecerle extraño, y yo enseguida conseguí tranquilizarme. Me di cuenta de inmediato…, oh, sí, el sentimiento de liberación fue tremendamente fugaz, me di cuenta de inmediato de los nuevos dragones contra los que tendría que luchar, y al instante siguiente fui ya todo cautela. Vi que tendría que esforzarme el doble, el triple si quería retenerla. Pero, ¿sabe?, seguía pensando que si trabajaba duro, si me esforzaba lo bastante, a pesar de que ella se había dado cuenta, si me esforzaba lo bastante aún lograría recuperarla. ¡Necio de mí! ¿Sabe?, durante varios años después de aquel día seguí creyéndolo, creía de veras que lo estaba consiguiendo. Oh, mantenía los ojos siempre abiertos. Hacía todo lo que estaba en mi mano para complacerla. Y nunca me sentía satisfecho. Me daba cuenta de que sus gustos, sus preferencias cambiarían con el tiempo, así que observaba cada matiz de su conducta, listo para anticiparme a cualquier cambio. Oh, sí, aunque sea yo quien lo diga, señor Ryder, durante aquellos años desempeñé a la perfección mi papel de marido. Si un compositor que le había gustado mucho, por ejemplo, empezaba a agradarle menos, me daba cuenta inmediatamente, antes incluso de que el cambio se hubiera instalado en su conciencia. Y la vez siguiente que tal compositor salía a relucir, yo decía rápidamente, mientras ella quizá vacilaba antes de expresar sus dudas, yo decía rápidamente: «Claro que ya no es lo que era. Por favor, no nos molestemos en ir a ese concierto esta noche. Te aburrirías.» Y me sentía recompensado por la inconfundible expresión de alivio que veía en su semblante. Oh, sí, me mantenía extremadamente atento, y, como digo, señor, creía de verdad que acabaría consiguiéndolo. Me engañaba. La amaba tanto, que me engañaba a mí mismo y seguía creyendo que la recuperaba poco a poco. Me pasé unos cuantos años creyendo firmemente que lo lograría. Y de pronto todo cambió, todo cambió en una noche. Vi cuán inevitable era todo, cómo mis enormes esfuerzos no habían servido de nada. Lo vi todo en una noche, señor. Habíamos sido invitados a la casa del señor Fischer; organizaba una pequeña recepción en honor de Jan Piotrowsky, después de su concierto. En aquella época empezaban a invitarnos a ese tipo de actos; yo iba ganándome cierto respeto en la ciudad gracias a mi fina apreciación de las artes. Bien, el caso es que estábamos en casa del señor Fischer, en su magnífico salón. No era una reunión multitudinaria, cuarenta personas como mucho. Una velada bastante apacible. No sé si conoce usted a Piotrowsky, señor. Resultó ser una persona sumamente agradable, extraordinariamente ducho en hacer que todo el mundo se sintiera a gusto. La conversación se desarrollaba con fluidez, y todos nos estábamos divirtiendo. En un momento dado fui a la mesa del bufé, y estaba sirviéndome unas cosas en el plato cuando me di cuenta de que el señor Piotrowsky estaba a mi lado. Yo era aún bastante joven entonces, no tenía mucha experiencia en celebridades, y sí, he de admitir que estaba un poco nervioso. Pero el señor Piotrowsky me sonrió amablemente y me preguntó si me estaba divirtiendo, e hizo que enseguida me sintiera cómodo. Y entonces dijo: «Acabo de charlar un rato con su encantadora esposa. Me ha estado hablando de su gran amor por Baudelaire. He tenido que confesarle que no conocía demasiado la obra de Baudelaire, y ella, con razón, me ha reprendido por mi deplorable ignorancia al respecto. Oh, me ha hecho sentirme totalmente avergonzado. Me propongo remediar en breve tal ignorancia. ¡La pasión de su esposa por ese poeta es absolutamente contagiosa!» Yo asentí y dije: «Sí, por supuesto. Siempre ha adorado a Baudelaire.» «Y con qué pasión», dijo Piotrowsky. «Me ha hecho sentirme totalmente avergonzado.» Y eso fue todo. No hablamos más. Pero ¿se da cuenta, señor Ryder? Lo que digo es lo siguiente: ¡yo no conocía en absoluto su pasión por Baudelaire! ¡No tenía ni la menor idea! ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¡Nunca me había dicho que sintiera tal pasión! Y cuando Piotrowsky me lo dijo, algo empezó a encajar. De repente vi con claridad algo que no había querido ver a lo largo de los años. Me refiero a que ella siempre me había ocultado ciertas partes de sí misma. Las había preservado, como si el contacto con mi tosquedad hubiera podido contaminarlas. Como digo, señor, yo quizá lo había sospechado siempre. El que hubiera toda una parte de sí misma que preservaba de mí. ¿Quién podía reprochárselo? Una mujer de tal sensibilidad, educada en una familia como la suya… No había dudado en confesárselo abiertamente a Piotrowsky, pero jamás de los jamases, en todos los años que llevábamos juntos, había dejado siquiera entrever su pasión por Baudelaire conmigo. Durante los minutos que siguieron estuve vagando por el salón, hablando con los invitados sin apenas saber lo que decía, diciendo frivolidades, trastornado interiormente. Luego miré a través del salón y la vi, vi a mi esposa, riendo alegremente en un sofá, al lado de Piotrowsky. No es que estuviera coqueteando, ¿sabe? Oh, no, mi mujer ha sido siempre muy puntillosa en lo referente a la decencia. Pero se reía con una espontaneidad que no le había visto desde nuestros viejos paseos a la orilla del canal, en la época anterior a nuestro matrimonio: es decir, antes de que se hubiera dado cuenta. Era un sofá largo, y en él había otras dos personas, y varias más sentadas en el suelo para poder estar cerca de Piotrowsky. Pero Piotrowsky acababa de decirle algo a mi mujer, y ella reía gozosamente. Pero no era sólo aquella risa, señor Ryder, lo que me resultaba especialmente elocuente. Yo estaba de pie, observándola desde el otro extremo del salón, y sucedió lo siguiente: Piotrowsky, hasta el momento, había estado sentado en el borde del sofá, con las manos juntas en torno a una rodilla, sí, como lo oye, y al reírse y dirigir un comentario a mi mujer hizo ademán de recostarse contra el respaldo del sofá. Y en el momento en que empezaba a hacerlo, mi mujer, muy rápida, muy diestramente, cogió un cojín de su espalda y lo puso en el punto del respaldo donde se recostaba ya Piotrowsky, de forma que la cabeza de éste, al llegar al respaldo del sofá, descansó sobre el cojín. Lo hizo muy rápidamente, casi instintivamente, con un gesto muy airoso. Y cuando lo vi sentí que se me rompía el corazón. Fue un movimiento tan lleno de natural respeto, de deseo de solicitud, de agradar en los pequeños detalles. Aquel mínimo acto revelaba todo un reino interior que ella me mantenía terminantemente vedado. Y entonces caí en la cuenta de lo engañado que había estado. Caí en la cuenta de lo que a partir de entonces he sabido y jamás he vuelto a poner en duda. Me refiero, señor, a que algún día me dejaría. Tarde o temprano. Era sólo cuestión de tiempo. Lo he sabido desde aquella noche.

Calló y guardó silencio, y pareció sumirse de nuevo en sus pensamientos. A ambos lados de la carretera había tierras de labrantío, y vi tractores que se movían lentamente por los campos, a lo lejos. Pasó un rato, y le dije:

– Disculpe, pero esa noche de la que me habla, ¿hace cuánto fue?

– ¿Hace cuánto? -Hoffman pareció un tanto ofendido por la pregunta-. Oh…, supongo que fue cuando Piotrowsky dio aquel concierto en la ciudad. Debió de ser hace veintidós años…

– Veintidós años… -dije yo-. ¿Debo inferir, pues, que su mujer ha permanecido a su lado todo ese tiempo?

Hoffman se volvió a mí, furioso.

– ¿Qué intenta decirme, señor? ¿Que ignoro el estado de cosas de mi propia casa? ¿Que no entiendo a mi propia esposa? Estoy haciéndole confidencias, compartiendo con usted mis pensamientos íntimos, y se permite darme lecciones sobre mis asuntos como si supiera mejor que yo lo que…

– Le pido disculpas, señor Hoffman, si le he parecido indiscreto. Sólo quería señalar que…

– ¡No tiene que señalarme nada, señor! ¡No sabe nada del asunto! El hecho es que mi situación es desesperada, y que lo es desde hace cierto tiempo. Lo vi aquella noche en casa del señor Fischer; tan claro como la luz del día, tan claro como esta carretera que tengo ante mis ojos. Muy bien, no ha sucedido todavía, pero sólo porque…, sólo porque me he esforzado. Sí, señor, ¡lo que me he esforzado! Puede que si lo supiera se riera usted de mí. Si sé que es una causa perdida, ¿por qué me torturo tanto? ¿Por qué me aferró a ella de este modo? Para usted es muy fácil formularme esas preguntas. Pero yo la amo tan profundamente, señor, y más que nunca… Me resulta inconcebible, nunca podría soportar que me dejara, todo se volvería sin sentido. Muy bien, sé que no hay remedio, que tarde o temprano me acabará abandonando por alguien como Piotrowsky, por alguien semejante, por alguien como el hombre que pensó que yo era antes de darse cuenta. Lo que hago es aferrarme, y eso no merece burla. He hecho todo lo que he podido, señor. He hecho todo lo que he podido en el único terreno que le queda a un hombre en mi situación: me he esforzado mucho, he organizado actos, he participado en comités, y al cabo de los años he logrado ser una personalidad de cierta talla en los círculos artísticos y musicales de esta ciudad. Y, por supuesto, además siempre ha estado esa esperanza. Una esperanza que acaso explique cómo he conseguido retenerla tanto tiempo. Una esperanza que ha muerto, que lleva ya muerta bastantes años, pero que, ya ve, durante un tiempo constituyó la sola, la única esperanza. Me refiero, cómo no, a nuestro hijo Stephan. ¡Si hubiera sido diferente, si hubiera sido bendecido con siquiera algunos de los dones que la familia de su madre ha poseído tan pródigamente…! Durante unos años, ambos albergamos la esperanza. Le pagamos clases de piano, seguimos su evolución estrechamente, nos aferramos a la esperanza. Nos afanamos tanto por captar algún destello que jamás captamos…, oh, le escuchamos con tanta atención, tantas veces… Anhelábamos, cada cual por sus propias razones, captar algo, pero jamás llegamos a oírle nada memorable…

– Disculpe, señor Hoffman. Usted dirá eso de Stephan, pero le aseguro que…

– ¡Me he engañado durante años! Me decía, bueno, quizá llegue a desarrollarse más tarde. Hay algo en él, una pequeña semilla. Oh, me engañaba a mí mismo, sí, y me atrevería a decir que lo mismo hacía mi esposa. Esperábamos y esperábamos…, pero en los últimos años ya de nada sirvió seguir fingiendo. Stephan tiene ya veintitrés años. No puedo seguir diciéndome que va a alcanzar la plenitud mañana, o al otro, o al día siguiente. Tengo que enfrentarme a la realidad. Ha salido a mí. Y ahora sé que su madre también lo sabe. Claro que, como madre, quiere mucho a su hijo. Pero Stephan, lejos de ser mi tabla de salvación, se ha convertido en lo contrario. Cada vez que ella le mira, ve el inmenso error que cometió al casarse conmigo…

– Señor Hoffman, créame, he tenido el placer de oírle tocar el piano y he de decirle que…

– ¡La encarnación misma, señor Ryder! Para ella, Stephan ha llegado a ser la encarnación del inmenso error de su vida. ¡Oh, si hubiera usted conocido a su familia! Cuando era adolescente, debió de darlo por descontado. Debió de suponer que tendría hijos bellos, con talento. Sensibles a la belleza, como ella. ¡Y entonces cometió el error de su vida! Como madre, por supuesto, quiere muchísimo a Stephan. Pero eso no quiere decir que, al mirarlo, no vea en él su inmenso error. Es tan parecido a mí, señor. Ya no puedo seguir negándolo. Ya no: ya es casi un hombre hecho y derecho…

– Señor Hoffman, Stephan es un joven con mucho talento…

– ¡No tiene por qué decirme esas cosas, señor! ¡Por favor, no insulte la franca intimidad que le he forzado a compartir con tan banales expresiones de cortesía! No soy un necio, puedo ver lo que Stephan es. Durante un tiempo fue mi única esperanza, sí, pero desde el momento en que vi que de nada servía…, y si he de ser sincero creo que lo vi hace unos seis o siete años…, he tratado, ¿quién puede reprochármelo?, he tratado de aferrarme a ella prácticamente día tras día. Le decía a mi mujer: por favor, espera al menos hasta este último acto que estoy organizando… Espera al menos hasta que termine, puede que entonces me veas de forma diferente. Y en cuanto este evento pase, le diré: no, espera, hay algo más, otro acto maravilloso en el que ya estoy trabajando. Por favor, espera a que termine. Así es como lo he ido posponiendo, señor. Llevo así los últimos seis o siete años. Esta noche, lo sé, es mi última oportunidad. Lo he puesto todo en este acontecimiento. Cuando le hablé de él a mi mujer el año pasado, cuando por primera vez le conté los planes que tenía al respecto, cuando le fui describiendo los detalles, cómo se dispondrían las mesas, cuál era el programa de la velada, incluso…, perdóneme…, había previsto que usted, o cualquier otra figura de talla equiparable, aceptaría la invitación y se convertiría en el plato fuerte de la velada…, cuando le expliqué por primera vez que gracias a mí, a esa mediocridad a la que se había visto encadenada durante tantos años, el señor Brodsky volvería a ganar el corazón y la confianza de los vecinos de esta ciudad, y que alcanzada la cima de esa gran noche cambiaría el rumbo de esta ciudad…, bueno, ¡ja!, se lo aseguro, señor, me miró como diciendo: «Otra vez tus cosas.» Pero en sus ojos pude ver un centelleo, algo que decía: «Quizá consigas que sea un éxito. Sería toda una hazaña.» Sí, no mucho más que un centelleo, pero son esos centelleos los que me han ido sosteniendo a lo largo de los años. Oh, ya hemos llegado, señor Ryder.

Nos habíamos detenido en un apartadero de la carretera, junto a un campo de hierba alta.

– Señor Ryder -dijo Hoffman-. Tengo un poco de prisa. Me pregunto si me juzgará usted descortés si le pido que suba usted solo hasta el anexo.

Siguiendo su mirada, vi que el campo ascendía bruscamente por una ladera y que, encaramada en la cima de la colina, había una pequeña cabana de madera. Hoffman hurgó en la guantera y sacó una llave.

– Verá un candado en la puerta. La cabana no es lujosa, pero le brindará el aislamiento y la intimidad que usted precisa. Y el piano es un excelente ejemplo de los verticales que fabricó Bechstein en los años veinte.

Volví a mirar hacia la cima de la colina, y dije:

– ¿Es aquella cabana de allá arriba?

– Volveré a recogerle, señor Ryder, dentro de dos horas. A menos que necesite antes un coche.

– Dos horas me parece bien.

– Bien, señor. Espero que lo encuentre todo de su agrado.

Hoffman hizo un movimiento con la mano hacia la cabana, como invitándome cortésmente a subir hacia ella, pero en su gesto había un atisbo de impaciencia. Le di las gracias y me apeé del coche.

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