19

Una corpulenta doncella abrió la puerta. Nos adentrábamos en el espacioso vestíbulo cuando la doncella dijo en voz baja:

– Es grato volver a verle, señor.

Al oírle decir esto caí en la cuenta de que había estado antes en aquella casa (de hecho era la casa a la que me había llevado Hoffman la noche anterior).

– Ah, sí -dije, echando una ojeada a los paneles de madera de las paredes-. Es grato volver. Esta vez, como ve, he venido con mi familia.

La doncella no respondió. Quizá por deferencia, pero cuando lancé una mirada rápida a la corpulenta mujer, que aguardaba con expresión sombría junto a la puerta, no pude evitar captar cierta hostilidad. Fue entonces cuando advertí que, sobre la mesa redonda de madera que había junto al paragüero, mi cara miraba hacia arriba entre una serie de revistas y periódicos. Me acerqué a la mesa y cogí lo que resultó ser la edición vespertina del periódico local, cuya primera plana estaba enteramente dedicada a una fotografía de mi persona. La instantánea parecía tomada en un campo azotado por el viento. Entonces vi el edificio blanco del fondo y recordé la sesión fotográfica de aquella mañana en la colina. Fui con el periódico hasta una lámpara y sostuve la primera plana bajo la luz amarilla.

La fuerza del viento me echaba el pelo totalmente hacia atrás. La corbata ondeaba toda tiesa detrás de una de mis orejas. La chaqueta se me volaba también hacia la espalda, de modo que daba la impresión de que llevaba una especie de esclavina. Para mayor desconcierto aún, mis facciones exhibían una expresión de ferocidad desenfrenada. Con el puño alzado al viento, parecía hallarme lanzando algún rugido guerrero. Dios, no lograba entender cómo podía haber compuesto una pose semejante. El titular -no había otro texto en toda la plana- proclamaba: LLAMAMIENTO DE RYDER A LA UNIFICACIÓN.

Con cierto nerviosismo, abrí el periódico y vi otras seis o siete fotografías más pequeñas, todas ellas similares a la de la primera plana. Mi ademán beligerante era patente en todas ellas salvo en dos. En éstas parecía presentar con orgullo el edificio blanco que se hallaba a mi espalda, esbozando al hacerlo una extraña sonrisa que dejaba totalmente al descubierto mis dientes inferiores y ninguno de los superiores. Escruté las columnas de abajo, y encontré repetidas referencias a alguien llamado Max Sattler.

Habría seguido examinando el periódico con más detenimiento, pero sospechando como sospechaba que la hostilidad de la doncella tenía algo que ver con aquellas fotografías, empecé a sentirme decididamente incómodo. Dejé el periódico y me aparté de la mesa, con intención de dejar para más tarde él estudio detenido del reportaje.

– Es hora de entrar -les dije a Sophie y a Boris, que me esperaban sin saber qué hacer en medio del vestíbulo. Hablé en voz alta para que la doncella pudiera oírme y nos guiara hasta el lugar de la recepción, pero ella no hizo movimiento alguno, por lo que, al cabo de unos embarazosos segundos, le dirigí una sonrisa y dije-: Ya, ya. La recuerdo de anoche.

Y eché a andar hacia el interior de la casa seguido de Sophie y de Boris.

De hecho el edificio no era en absoluto como yo lo recordaba, y pronto nos encontramos en un largo pasillo de paredes revestidas de madera que me resultaba desconocido por completo. Pero no importó demasiado, porque en cuanto recorrimos un breve trecho nos llegó un fuerte rumor de voces, y al poco nos vimos ante la puerta de una sala estrecha atestada de gente con traje de etiqueta y con vasos de cóctel en la mano.

A primera vista la sala parecía mucho más pequeña que el gran salón que había albergado a los invitados la noche anterior. Al examinarla con más detenimiento, de hecho pensé que probablemente ni siquiera fuera una sala, sino un pasillo, o en el mejor de los casos un vestíbulo largo y curvo. Su forma sugería que tal vez describiera incluso un semicírculo, aunque era imposible asegurarlo mirando hacia el interior desde la puerta. En su pared externa pude ver los grandes ventanales


– ahora cubiertos por cortinas-, dispuestos a todo lo largo de la curva; en la pared interna, sin embargo, había puertas. El suelo era de mármol, y del techo colgaban arañas, y aquí y allá había objetos de arte instalados sobre pedestales o en delicadas vitrinas.

Nos detuvimos en el umbral y contemplamos la escena. Miré en torno para ver si alguien venía a recibirnos, o incluso a anunciar nuestra llegada, pero aunque permanecimos inmóviles y expectantes durante varios minutos, nadie hizo ademán de invitarnos a pasar. De cuando en cuando alguien se acercaba deprisa y con paso largo en nuestra dirección, pero en el último momento nos percatábamos de que se dirigía hacia algún otro invitado.

Miré a Sophie. Rodeaba a Boris con un brazo, y ambos miraban con aprensión hacia la apretada concurrencia.

– Vamos, entremos -dije en tono despreocupado.

Dimos unos cuantos pasos hacia el interior de la sala, pero enseguida volvimos a pararnos.

Miré a mi alrededor en busca de Hoffman, o de la señorita Stratmann o de alguien conocido, pero no vi a nadie. Entonces, mientras seguía allí de pie mirando un rostro tras otro, me vino el pensamiento de que gran parte de aquella gente seguramente habría asistido también al banquete en el que Sophie había recibido aquel pésimo trato. Entendí de súbito, con absoluta claridad, todo lo que Sophie había tenido que soportar en aquella ocasión, y sentí que crecía en mi interior una ira violenta. Seguí observando a la gente y, en efecto, identifiqué al menos a un grupito -situado inmediatamente antes de donde la sala describía la curva y se ocultaba a nuestra vista- que casi con toda certeza se contaba entre quienes tan despectivamente se habían comportado con Sophie. Los estudié con detenimiento: los hombres, con su sonrisa de suficiencia, con su modo pomposo de meterse y sacarse las manos de los bolsillos del pantalón, como para demostrar a quien quisiera verlo cuán cómodos se sentían en actos de este tipo…; las mujeres, con sus ridículos trajes de noche, con su modo de sacudir la cabeza con indolencia al reírse… Era increíble -absolutamente grotesco- que aquella gente se permitiera mofarse o mirar por encima del hombro a nadie, y menos aún a una persona como Sophie. De hecho me dije que por qué no me dirigía de inmediato a aquel grupito y les endilgaba a sus miembros un fuerte rapapolvo allí mismo, delante de sus pares. Le susurré a Sophie al oído unas palabras de aliento y crucé la sala en dirección al grupito.

Mientras me abría paso entre los invitados vi que, en efecto, la sala describía un suave semicírculo. Ahora podía ver incluso a los camareros, apostados cual centinelas a lo largo de la pared interna, con las bandejas de bebidas y canapés. Recibí algún que otro empujón involuntario -y las subsiguientes y amables peticiones de disculpas- e intercambié sonrisas con quienes trataban de avanzar en dirección opuesta, pero curiosamente nadie pareció reconocerme. En un momento dado me vi abriéndome paso entre tres hombres de edad mediana que sacudían la cabeza con desaliento ante algo, y advertí que uno de ellos llevaba bajo el brazo el periódico de la tarde. Vi mi semblante azotado por el viento asomando tras su codo, y me pregunté vagamente si el aspecto con que aparecía en las fotografías podría explicar el extraño modo en que nuestra llegada había sido pasada por alto hasta el momento. Pero me encontraba ya frente a la gente del grupito al que quería increpar, y no presté más atención a este interrogante.

Al advertir mi presencia, dos de los integrantes del grupo se apartaron hacia un lado en ademán de darme la bienvenida al corro. Hablaban -pude darme cuenta- de los objetos de arte allí expuestos, y en el preciso instante en que me planté en el centro del grupo todos asentían con la cabeza ante algo que alguien había dicho. Y acto seguido una de las mujeres dijo:

– Sí, está claro que podría trazarse una línea en esta sala, justo a partir de aquel Van Thillo. -Señaló hacia una estatuilla blanca sobre una peana, no lejos de donde estábamos-. El joven Oskar nunca ha tenido demasiada vista. Y, si he de ser justa, él lo sabía, pero lo consideró un deber, un deber para con su familia.

– Lo siento, pero tengo que estar de acuerdo con Andreas -dijo uno de los hombres-. Oskar ha sido demasiado orgulloso. Debía de haber delegado… en gente que sabía lo que no debía hacerse.

Luego otro de los hombres, dirigiéndose a mí, dijo con una amable sonrisa:

– ¿Y qué opina usted sobre este asunto? Sobre la contribución de Oskar a la colección.

La pregunta me dejó momentáneamente perplejo, pero mi ánimo no estaba dispuesto a dejarse apartar de su objetivo.

– Me parece muy bien que ustedes, señoras y señores, polemicen sobre la incompetencia de Oskar -empecé-, pero hay algo más importante y pertinente…

– Sería excesivo -me interrumpió una mujer- llamar incompetente al joven Oskar. Su gusto era muy distinto al de su hermano, y sí, cometió alguna equivocación que otra, pero en conjunto creo que ha aportado una dimensión benéfica a la colección. Representa una ruptura con la austeridad. Sin ella, la colección sería como una buena cena sin un postre dulce. Aquel jarrón de la oruga -dijo, señalando hacia un punto situado al otro lado de los grupos más cercanos- es una auténtica delicia.

– Muy bien, muy bien… -volví a terciar con vehemencia, pero antes de que pudiera continuar, uno de los hombres dijo:

– El jarrón de la oruga es la única, la única de las piezas de su elección que merece ser expuesta aquí. El problema de Oskar reside en que carece de visión de conjunto de la colección, del equilibrio entre las diversas piezas.

Mi impaciencia crecía.

– Oigan -grité-, ¡basta ya! ¡Dejen de hablar un segundo, basta ya de charla fútil! ¡Dejen de hablar un segundo! ¡Permitan que alguien diga algo, alguien de fuera de este pequeño universo que ustedes parecen tan felices de habitar!

Callé y les miré. Mi firmeza había dado resultado, porque todos ellos -cuatro hombres y tres mujeres- me miraban con estupefacción. Una vez ganada su atención, mi cólera volvía a estar gozosamente bajo control, como un arma que pudiera utilizarse a voluntad. Bajé un poco la voz -había gritado más de lo previsto- y proseguí:

– ¿Tiene algo de extraño, tiene algo de extraño que en esta pequeña ciudad suya tengan ustedes estos problemas, estas crisis, como alguno de ustedes ha dado en llamarlas? ¿Puede sorprender a alguien, a alguien de fuera? ¿Constituye alguna sorpresa? Nosotros, los observadores procedentes de un mundo más amplio, más grande, nos rascamos la cabeza con asombro. ¿Nos preguntamos a nosotros mismos cómo es posible que una ciudad como ésta… -sentí que alguien me tiraba del brazo, pero estaba decidido a seguir hasta el final-… que una ciudad, una comunidad como ésta padezca semejante crisis? ¿Nos quedamos pasmados o perplejos? ¡No! ¡En absoluto! Uno Uega a esta ciudad, ¿y qué es lo que ve de inmediato por todas partes? ¿Qué es lo que ve, ejemplificado, señoras y señores, en gente como ustedes, sí, como ustedes? Porque ustedes tipifican…, y lo lamento si soy injusto, si hay ejemplos aún más crasos y monstruosos bajo las piedras y las losas de esta ciudad…, a mis ojos ustedes, usted, señor, y usted, señora, sí, por mucho que lamente tener que decírselo, sí, ¡ustedes ejemplifican todos los fallos de esta ciudad! -La mano que tiraba de mi manga, advertí, pertenecía a una de las mujeres a quienes me estaba dirigiendo, que alargaba la mano por detrás del hombre que estaba a mi lado. Miré hacia ella fugazmente, y continué-: Para empezar, carecen ustedes de modales. Miren cómo se tratan unos a otros. Miren el modo en que tratan a mi familia. Hasta a mí, una celebridad, su invitado… Mírense, sobremanera preocupados por la labor de coleccionista de arte de Oskar. En otras palabras, demasiado obsesionados, obsesionados por los pequeños desórdenes internos de esto que llaman «su comunidad», demasiado obsesionados por estas pequeñas cosas para ser capaces de mostrarnos siquiera el nivel mínimo de buenos modales…

La mujer que tiraba de mi brazo se desplazó hasta situarse a mi espalda, y me di cuenta de que me estaba diciendo algo para tratar de disuadirme. Hice caso omiso y proseguí:

– ¡Y es aquí…! ¡Tiene que ser aquí precisamente, qué cruel ironía! ¡Sí, es aquí, a este lugar, adonde tienen que venir mis padres! Aquí precisamente, aquí, a recibir esta supuesta hospitalidad de ustedes. Qué ironía, qué crueldad, precisamente a esta ciudad, después de todos estos años… ¡Que tenga que ser una ciudad como ésta, con gente como ustedes! Mis pobres padres, ¡venir desde tan lejos para oírme tocar por primera vez en su vida! ¿Creen que esto va a hacer mi tarea más fácil, tener que dejarles al cuidado de gente como usted, y usted, y usted…?

– Señor Ryder, señor Ryder… -La mujer pegada a mi codo llevaba ya cierto tiempo tirándome con insistencia del brazo, y de pronto vi que no era otra que la señorita Collins. Al percatarme de ello perdí mi inicial empuje, y antes de que pudiera darme cuenta había logrado apartarme del grupo.

– Ah, señorita Collins -dije, algo aturdido-. Buenas noches.

– ¿Sabe, señor Ryder? -dijo la señorita Collins, mientras conseguía alejarme más y más del grupo-. Estoy genuinamente sorprendida, he de admitirlo. Me refiero al nivel de fascinación reinante. Una amiga acaba de decirme que la ciudad entera está cotilleando acerca de ello. ¡Cotilleando, me asegura, de la forma más amable! Pero la verdad es que no entiendo a qué se debe todo este revuelo. ¡Sólo porque hoy he ido a zoo! No consigo entenderlo, la verdad. Accedí a hacerlo porque me convencieron de que convenía al interés general, ¿sabe?…, para que Leo se porte como es debido mañana por la noche. Así que lo único que he hecho ha sido acceder a estar allí, eso es todo. Y supongo, para ser franca, que también quería decirle a Leo unas cuantas palabras de ánimo, ahora que lleva tanto tiempo sin probar la bebida. Me pareció justo reconocérselo de algún modo. Le aseguro, señor Ryder, que si Leo hubiera aguantado tanto tiempo sin beber en cualquier otro momento de estos últimos veinte años, yo habría hecho exactamente lo mismo que he hecho. Sólo que jamás se dio tal cosa hasta hoy. Así que no ha habido nada tan realmente crucial en mi presencia de hoy en el zoo.

Había dejado de tirarme del brazo, pero seguía sin soltármelo, y ahora nos paseábamos despacio entre los grupos de invitados.

– Estoy seguro de que no lo ha habido, señorita Collins -dije yo-. Y permítame asegurarle que cuando me he acercado antes a ustedes no tenía ni la más mínima intención de sacar a colación el asunto de usted y del señor Brodsky. A diferencia de la gran mayoría de la gente de esta ciudad, me siento muy contento de no fisgonear en su vida privada.

– Es muy decoroso de su parte, señor Ryder. Pero en cualquier caso, como digo, nuestro encuentro de esta tarde no ha tenido nada de importante. La gente se decepcionaría si lo supiera. Todo lo que sucedió fue que Leo se acercó a mí y me dijo: «Tienes un aspecto adorable.» Justo lo que podía esperarse de Leo después de pasarse veinte años borracho. Y eso fue todo, poco más o menos. Le di las gracias, por supuesto, y le dije que tenía mejor aspecto del que le recordaba últimamente. Él miró hacia abajo, hacia sus zapatos, algo que no recuerdo haberle visto hacer jamás cuando era más joven. En aquellos tiempos no hacía nunca gestos tan tímidos. Sí, su fuego se ha apagado, lo veo claramente. Pero algo lo ha reemplazado, algo con cierta solemnidad. Bien, pues allí estaba, mirándose los zapatos, y el señor Von Winterstein y los demás caballeros como pasmarotes un poco más atrás, mirando hacia otro lado, haciendo como que se habían olvidado de nosotros. Le hice un comentario a Leo sobre el tiempo, y él levantó la mirada y dijo que sí, que los árboles estaban espléndidos. Luego empezó a decirme qué animales le gustaban de los que acababa de ver.

Era evidente que no había prestado la menor atención a los animales, porque lo que me dijo fue: «Adoro estos animales. El elefante, el cocodrilo, el chimpancé…» Bien, la jaula de los monos estaba cerca, es cierto, y la habían tenido que ver al acercarse hacia la explanada, pero en ningún caso habían pasado por delante de los elefantes o los cocodrilos, y así se lo dije a Leo. Pero él dejó el asunto de lado como si yo hubiera dicho algo completamente fuera de lugar. Luego pareció presa de algo semejante al pánico. Quizá tuviera que ver con el hecho de que el señor Von Winterstein se estuviera acercando en ese momento. Ya ve, el acuerdo consistía en decirle unas cuantas palabras a Leo, así, literalmente: unas cuantas palabras. El señor Von Winterstein me había asegurado que entraría en escena al cabo de un par de minutos. Ésas habían sido mis condiciones, pero entonces, una vez que empezamos a hablar, el tiempo estipulado me pareció terriblemente insuficiente. Yo misma empecé a temer ver acercarse al señor Von Winterstein. Bueno, el caso es que Leo sabía que teníamos muy poco tiempo porque fue derecho al grano, y me dijo: «Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo. Vivir juntos. Aún no es demasiado tarde.» Tendrá que admitir, señor Ryder, que la cosa resultaba un tanto brusca después de todos estos años. Y simplemente le contesté: «Pero ¿qué íbamos a hacer tú y yo juntos? Ahora ya no tenemos nada en común.» Se quedó unos segundos como desconcertado, como si le hubiera mencionado un punto en el que él jamás hubiera reparado. Luego señaló la jaula que teníamos enfrente, y dijo: «Podríamos tener un animal. Podríamos cuidarlo juntos, quererlo juntos. Tal vez fuera eso lo que no tuvimos antes.» Yo no sabía qué decir, así que seguimos allí de pie, quietos, y vi que el señor Von Winterstein empezaba a acercarse, pero debió de percibir algo, algo en la forma de estar de Leo y mía, porque cambió de opinión y se alejó de nuevo y se puso a hablar con el señor Von Braun. Luego Leo levantó un dedo en el aire, un gesto muy suyo desde siempre, levantó un dedo y dijo: «Tenía un perro, como sabes, pero se me murió ayer. Un perro no es lo apropiado. Tendremos un animal que viva mucho tiempo. Veinte, veinticinco años. Así, si lo cuidamos bien, moriremos antes que él, no tendremos que llorarle. No hemos tenido hijos, así que hagamos lo que te digo.» Y yo le respondí: «No has pensado bien en el asunto. Nuestro amado animal puede que nos sobreviviera a los dos, pero lo que no es probable es que los dos muramos al mismo tiempo. Así que quizá no tuvieras que llorar a ese animal, pero si, pongamos por caso, yo muero antes que tú, tendrás que llorarme a mí.» A lo que él respondió enseguida: «Eso es mejor que no tener a nadie que te llore cuando te vayas.» «Pero yo no tengo ningún miedo a que pueda sucederme eso», dije yo. Le recordé que he ayudado a mucha gente en esta ciudad a lo largo de los años, y que cuando muriera no iba a faltarme quien me llorara. Y él dijo: «Nunca se sabe. Las cosas pueden irme bien de ahora en adelante. Puede que también yo tenga quien me llore cuando muera. Quizá cientos de personas.» Y añadió: «¿Pero qué más me daría, si a ninguna de ellas le importaría de verdad? Las cambiaría a todas por alguien a quien yo amara y que me amara…» He de admitir, señor Ryder, que tal conversación me estaba poniendo un poco triste, y que no se me ocurría nada más que decirle. Y entonces Leo dijo: «Si hubiéramos tenido hijos, ¿cuántos años tendrían ahora? Hoy serían una maravilla.» ¡Como si el llegar a ser maravillosos les hubiera llevado años! Y luego volvió a decir: «No hemos tenido hijos. Así que, en lugar de ello, hagamos esto ahora.» Cuando le oí repetirlo, bueno, supongo que me quedé un poco confusa y miré por encima de su hombro hacia el señor Von Winterstein, y el señor Von Winterstein se apresuró a venir hacia nosotros haciendo algún comentario jocoso, y eso fue todo. Ahí acabó nuestra conversación.

Seguíamos paseándonos despacio por la sala, aún cogidos del brazo. Necesité unos instantes para asimilar lo que acababa de contarme. Y al final dije:

– Estaba recordando, señorita Collins… La última vez que nos vimos usted me invitó amablemente a su apartamento para hablar de mis problemas. Ahora, irónicamente, parece que de lo que habría que hablar es de las decisiones que usted debe tomar en la vida. Me pregunto qué es lo que va a decidir hacer. Porque, si me permite decirlo, se encuentra usted en una especie de encrucijada.

La señorita Collins se echó a reír.

– Oh, Dios, señor Ryder… Soy demasiado vieja para encontrarme en ninguna encrucijada. Y es demasiado tarde para que Leo se ponga a hablar de ese modo. Si esto hubiera sucedido hace siete u ocho años… -Dejó escapar un suspiro, y durante un instante fugaz una profunda tristeza le oscureció la cara. Luego volvió a esbozar una sonrisa amable-. Ya no es momento de dar comienzo a toda una nueva serie de esperanzas y miedos y sueños… Sí, sí, se apresurará usted a decirme que no soy tan vieja, que mi vida no está en absoluto acabada, y se lo agradezco. Pero el hecho es que ya es muy tarde para todo, y que sería…, bueno, digamos que resultaría lioso complicar las cosas a estas alturas. ¡Ah, el Mazursky! ¡Nunca deja de cautivarme! -Hizo un gesto en dirección a un gato de arcilla instalado sobre una peana ante la que en ese momento estábamos pasando-. No, Leo ha creado ya demasiada confusión en mi vida… Hace ya mucho tiempo que me he forjado una vida muy distinta, y si pregunta a la gente de esta ciudad, creo que la mayoría le diría que me defiendo bastante bien en la vida. Y que he ayudado a muchos de ellos en los tiempos difíciles. Claro que no he podido alcanzar ni de lejos logros como los suyos, señor Ryder, pero eso no quiere decir que no disfrute de cierto sentimiento de satisfacción cuando miro hacia atrás y veo lo que he sido capaz de hacer. Sí, en conjunto me siento satisfecha de la vida que me he creado desde que me separé de Leo, y me hace bastante feliz dejar que las cosas sigan como están.

– Pero sin duda, señorita Collins, deberá al menos considerar detenidamente la nueva situación. No veo por qué no habría de aceptar como una justa recompensa, después de la buena tarea que ha llevado a cabo, el hecho de poder compartir el otoño de su vida con el hombre al que, discúlpeme que lo diga, se supone que en cierto modo sigue usted amando. Lo digo porque, bueno, ¿por qué, si no, ha seguido viviendo en esta ciudad todos estos años? ¿Por qué, si no, nunca ha pensado en la posibilidad de volver a casarse?

– Oh, sí he pensado en volver a casarme, señor Ryder. A lo largo de los años hubo al menos tres hombres con los que fácilmente me habría contentado… Pero no eran…, no eran los idóneos. Quizá sí haya algo de verdad en lo que usted dice… Leo estaba cerca, y ello hacía imposible que yo pudiera alimentar sentimientos lo suficientemente intensos hacia esos hombres. Bien, en cualquier caso, hablo de hace mucho tiempo. Su pregunta, una pregunta acaso perfectamente comprensible, es por qué no habría yo ahora de acabar mis días con Leo. Bien, considerémoslo por un momento. Leo es ahora una persona sobria y tranquila. ¿Seguirá siéndolo durante mucho tiempo? Puede que sí. Existe alguna probabilidad de que así sea, lo admito. Máxime si ahora vuelve a ganar prestigio, si vuelve a convertirse en alguien de renombre y con importantes responsabilidades. Pero si accediera a volver con él…, bueno, la cosa sería muy diferente. Leo, al cabo de poco tiempo, decidiría destruir todo lo que hubiera construido, como hizo en el pasado. ¿Y cómo quedaríamos todos entonces? ¿Cómo quedaría esta ciudad? De hecho, señor Ryder, creo responder a un deber cívico al no aceptar la proposición de Leo.

– Perdóneme, señorita Collins, pero no puedo hurtarme a la impresión de que sus argumentos no la convencen tanto como usted querría que la convencieran. De que en alguna parte muy honda de sí misma ha estado siempre esperando y esperando volver a su antigua vida, a su vida con el señor Brodsky. De que toda la buena labor realizada, por la que sin duda la gente de esta ciudad le quedará eternamente agradecida, no ha sido esencialmente sino algo en que ocuparse mientras esperaba…

La señorita Collins inclinó la cabeza y se quedó pensando en mis palabras con una sonrisa divertida.

– Puede que haya algo de cierto en lo que dice, señor Ryder… -dijo finalmente-. Puede que yo no fuera muy consciente de la rapidez con que pasa el tiempo. Hasta hace muy poco, el año pasado en realidad, no me había dado mucha cuenta de cómo pasaba el tiempo. De que los dos nos estábamos haciendo viejos, y de que quizá era demasiado tarde para pensar en recuperar lo que teníamos antes. Sí, puede que tenga razón. Al principio, cuando lo dejé, no pensé que aquello fuera a convertirse en algo permanente. Pero ¿he estado, como usted dice, esperando realmente? La verdad es que no lo sé. Pensaba en las cosas desde la óptica del día a día. Y ahora el tiempo se ha ido. Pero cuando ahora pienso en ello, en mi vida, en lo que he hecho de ella, no me parece que todo haya estado tan mal… Me gustaría que las cosas siguieran así hasta el final, así, como están ahora. ¿Por qué volver a tener que ver con Leo y su animal? Todo sería demasiado complicado.

Me disponía a volver a expresarle, de la forma más delicada posible, mi escepticismo en relación con si realmente creía todo lo que me estaba diciendo, cuando me percaté de que tenía a Boris a mi lado.

– Tenemos que irnos a casa enseguida -dijo-. Mamá está empezando a estar molesta.

Miré hacia donde me estaba señalando. Sophie seguía a unos pasos de donde la había dejado al principio, completamente sola, sin hablar con nadie. Una débil sonrisa bailaba en su semblante, aunque no había nadie a quien pudiera ir dirigida. Tenía los hombros ligeramente encorvados, y su mirada parecía fija en el calzado del grupo de invitados más cercano. La situación -era obvio- no tenía remedio. Conteniendo mi furia contra todos los presentes, le dije a Boris:

– Sí, tienes razón. Será mejor que nos vayamos. Dile a tu madre que venga. Trataremos de escabullimos sin que la gente lo note. Hemos venido, así que nadie podrá quejarse.

Recordaba de la noche anterior que el caserón lindaba con el hotel. Mientras Boris se perdía entre los invitados, me volví para mirar las puertas de la pared y traté de recordar cuál de ellas nos había dado acceso a Stephan Hoffman y a mí al pasillo del hotel. Pero precisamente entonces, la señorita Collins, que seguía cogiéndome del brazo, empezó de nuevo a hablar, y dijo:

– Si he de ser franca, totalmente franca, habré de admitirlo. Sí, en mis momentos menos racionales, ése ha sido mi sueño. -Oh, ¿a qué se refiere, señorita Collins? -Bueno, a todo. A todo lo que me está sucediendo. Que Leo haya logrado serenarse, que se esté labrando un puesto digno de él en la ciudad. Que todo vuelva a estar bien, que los años terribles hayan quedado atrás para siempre. Sí, he de admitirlo, señor Ryder. Una cosa es ser sensata y razonable en las horas diurnas… Pero por las noches la cosa es totalmente diferente. A menudo, en estos últimos años, me despertaba en la oscuridad, en medio de la noche, y me quedaba tendida pensando en ello, pensando en que llegara a suceder algo semejante a esto. Ahora empieza a suceder en la realidad…, y es bastante confuso. Pero lo cierto, ¿sabe?, es que no está sucediendo realmente. Oh, tal vez Leo sea capaz de lograr algo en esta ciudad; tuvo mucho talento en un tiempo, y no creo que eso pueda perderse totalmente. Y sí, es cierto, nunca tuvo una oportunidad, una verdadera oportunidad, estando como estábamos. Pero para nosotros dos es demasiado tarde. Diga él lo que diga, ya es demasiado tarde…

– Señorita Collins, me gustaría tratar este asunto con usted más detenidamente. Pero me temo que ahora, en este preciso instante, tengo que marcharme.

Y, en efecto, acababa de decir esto cuando vi que Sophie y Boris cruzaban la sala en dirección a mí. Me zafé de la señorita Collins y volví a estudiar las puertas, retrocediendo unos pasos para poder ver las ocultas tras la curva. Tras examinarlas una a una, todas me parecieron vagamente familiares, pero ninguna de ellas me ofrecía excesiva confianza. Se me ocurrió que podía preguntar a alguien, pero decidí no hacerlo por miedo a atraer la atención sobre nuestra prematura partida.

Sin resolver el dilema, conduje a Sophie y a Boris hacia las puertas. Entonces empezaron a venirme a la cabeza esas secuencias cinematográficas en las que determinado personaje, deseoso de abandonar una habitación de forma contundente, abre una puerta equivocada y se da de bruces con un armario. Aunque por diferentes razones -yo deseaba abandonar la sala de forma tan inadvertida que más tarde, cuando la gente lo comentara, nadie supiera precisar cuándo nos habíamos marchado-, resultaba igualmente crucial el evitar tal situación calamitosa.

Al final me decidí por la puerta más central de la hilera, sencillamente porque era la más impresionante. Tenía incrustaciones de color perla en las acusadas concavidades de sus paneles, y sendas columnas de piedra a ambos costados. Ante cada columna había un camarero uniformado y tan rígido como un centinela. Una puerta de tal categoría, razoné, si bien podía no conducirnos directamente al hotel, nos conduciría por fuerza a algún lugar de fuste desde donde podríamos encontrar una vía de escape, lejos de la curiosidad pública.

Haciéndoles una seña a Sophie y a Boris para que me siguieran, me acerqué a la puerta y, dirigiendo al camarero uniformado un movimiento seco de cabeza, como diciendo «no se inquiete, sé lo que estoy haciendo», la abrí. Y, para mi espanto, lo que más había temido se hizo realidad: había abierto el armario de las escobas, y lo que aún era peor: un armario de escobas lleno hasta más allá de su capacidad, desbordante de ellas. Cayeron hacia nosotros varias fregonas caseras, que fueron a dar con estrépito contra el suelo de mármol, desparramando en todas direcciones una sustancia oscura y vellosa. En el interior del armario pude ver un desordenado montón de cubos, trapos grasientos y aerosoles de limpieza.

– Disculpe -dije en un susurro al hombre uniformado más cercano, que se había apresurado a recoger las fregonas y lanzaba acusadoras miradas en nuestra dirección, y corrí hacia la puerta vecina.

Resuelto a no cometer de nuevo el mismo error, procedí a abrir la segunda puerta con suma precaución. Lo hice muy lentamente, pese a sentir multitud de ojos fijos en mi espalda, pese a apreciar una elevación de tono en el rumor de voces de la sala…, y entonces, desde muy cerca, me llegó una voz:

– Santo Dios, usted es el señor Ryder, ¿no es cierto?

Resistí la tentación de sucumbir al pánico, seguí tirando de la puerta poco a poco, sin dejar de escrutar a través de la abertura para asegurarme de que no había nada a punto de caerme encima. Y cuando, con gran alivio, vi que la puerta daba a un pasillo, crucé rápidamente el umbral e hice una urgente seña a Sophie y a Boris para que me siguieran.

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