Abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de pelo corto blanco. Llevaba un amplio jersey rosa y unos pantalones muy holgados a rayas. Trude me dedicó una breve mirada, y al no apreciar en mí nada de especial se volvió a Fiona y dijo:
– Oh, sí. Bueno, supongo que debo haceros pasar…
La condescendencia era obvia, pero no hizo más que acrecentar la expectación de Fiona, que me dirigió una sonrisa de conspiradora mientras seguíamos a Trude al interior.
– ¿Está Inge? -preguntó Fiona cuando pasamos al pequeño recibidor del apartamento.
– Sí, acabamos de llegar -dijo Trude-. Da la casualidad de que tenemos mucho que contar, y como acabas de llamar serás la primera en conocer nuestras nuevas. Tienes suerte.
Pareció decir esto último sin el menor asomo de ironía. Desapareció por una puerta y nos dejó de pie en el diminuto vestíbulo, y al poco pudimos oír su voz en el interior del apartamento:
– Inge, es Fiona. Viene con un amigo. Supongo que deberíamos contarle lo que nos ha pasado esta tarde.
– ¿Fiona? -La voz de Inge parecía ligeramente indignada. Luego, con cierta desgana, dijo-: Bueno, supongo que sí, que deberíamos dejar que pasen.
Al oír este breve intercambio, Fiona volvió a sonreírme llena de excitación. Luego Trude asomó la cabeza por el vano de la puerta y nos invitó a pasar al salón.
El salón no era muy diferente en tamaño y forma del de la mujer robusta, aunque la decoración era más recargada y predominaban en ella los motivos florales. Quizá era sólo que el apartamento gozaba de una orientación distinta, o quizá el cielo se había despejando un tanto. El caso era que el sol de la tarde entraba por el gran ventanal y bañaba el recinto, así que cuando avancé y me situé en medio de la luz lo hice con la plena convicción de que las dos mujeres me reconocerían al instante. Y lo mismo debió de pensar Fiona, porque advertí que se mantenía cuidadosamente a un lado para que su presencia no mermara un ápice el impacto. Pero ni Trude ni Inge parecieron darse cuenta de quién era. Me dedicaron una mirada fugaz e indiferente, y Trude nos invitó -con bastante frialdad- a sentarnos. Lo hicimos uno al lado del otro en un sofá estrecho. Fiona, aunque perpleja en un principio, pareció finalmente razonar que aquel sesgo inesperado de la situación no haría sino intensificar, cuando llegara, el momento de la revelación, y me dirigió otra pequeña y regocijada sonrisa.
– ¿Se lo cuento yo o quieres contárselo tú? -estaba diciendo Inge.
Trude, delegando la tarea en su más joven amiga, dijo: -No, cuéntaselo tú, Inge. Te lo mereces. Pero tú, Fiona -siguió, dirigiéndose a nosotros-, no vayas por ahí contándoselo a todo el mundo. Queremos que sea una sorpresa en la reunión de esta noche. Es lo justo. Oh, ¿no te hemos dicho lo de la reunión de esta noche? Bueno, pues ya lo sabes. Puedes venir si tienes tiempo. Aunque, teniendo a tu invitado -hizo un gesto con la cabeza en dirección a mí-, entenderemos perfectamente que no vengas. Pero adelante, Inge, cuéntaselo tú. Te lo mereces, en serio.
– Bien, Fiona, seguro que te interesa. Hemos tenido un día de lo más emocionante. Como sabes, el señor Von Braun nos había invitado hoy a su despacho para discutir con él personalmente lo que teníamos planeado para ocuparnos de los padres del señor Ryder. Oh, ¿no lo sabías? Pensé que todas lo sabíais. Bien, esta noche daremos cuenta detallada de cómo ha ido la entrevista; ahora te adelanto que ha ido de perlas, aunque la verdad es que ha sido un poco corta. Oh, el señor Von Braun lo ha sentido muchísimo, no ha podido lamentarlo más, ¿verdad, Trude? Ha sentido muchísimo tener que ausentarse enseguida, pero cuando hemos sabido la razón, bueno, lo hemos entendido perfectamente. ¿Sabes?, tenían prevista una importante visita al zoo. Ah, Fiona querida, puedes reírte si quieres, pero no se trataba de una visita al zoo normal y corriente. Una delegación oficial, que naturalmente incluía al propio señor Von Braun, iba a llevar al zoo al señor Brodsky. ¿Sabías que el señor Brodsky nunca había estado en el zoo? Pero el asunto estriba en que habían convencido a la señorita Collins para que estuviera allí. ¡Sí, en el zoo! ¿Te imaginas? ¡Después de todos estos años! El señor Brodsky no merece menos, nos hemos apresurado a decir las dos. Sí, la señorita Collins iba a estar allí cuando llegaran: estaría esperando en un lugar convenido, y la delegación oficial se encontraría con ella, y ella charlaría con el señor Brodsky. Todo estaba planeado. ¿Te lo imaginas? ¡Se iban a encontrar e iban a charlar después de todos estos años! Hemos dicho inmediatamente que entendíamos perfectamente que tuviera que acortar la entrevista, pero el señor Von Braun…, bueno, ha estado encantador con nosotras, lo ha lamentado muchísimo, y nos ha dicho: «¿Por qué no vienen ustedes también al zoo? No puedo pedirles que se unan a la delegación oficial, pero quizá les apetezca observar la escena desde cierta distancia…» Le hemos dicho que claro, que nos encantaría. Y es cuando nos ha dicho: «Y, por supuesto, si hacen lo que les propongo no sólo presenciarán el primer encuentro entre el señor Brodsky y su mujer después de todo este tiempo, sino que…» Ha hecho una pausa, ¿no es cierto, Trude?, ha hecho una pausa y ha añadido, como si tal cosa: «…podrán ustedes ver de cerca al señor Ryder, quien ha tenido la suma amabilidad de avenirse a formar parte de la delegación oficial encargada del caso. Y si la ocasión se presentara, aunque esto no puedo garantizárselo, les haría una señal para que se acercaran y les presentaría al señor Ryder». ¡Nos hemos quedado absolutamente petrificadas! Pero, claro, pensando en ello luego, cuando volvíamos a casa…, lo estábamos comentando hace un momento, si lo piensas bien la cosa no es en realidad tan sorprendente. Después de todo, en los últimos años hemos avanzado un gran trecho, con lo de las banderas para la gente de Pekín y todo el trajín de los sandwiches para el almuerzo de Henri Ledoux…
– El Ballet de Pekín, ése fue el paso decisivo… -intervino Trude.
– Sí, ése fue el paso decisivo. Pero supongo que nunca nos paramos a pensar en ello, que sencillamente nos poníamos manos a la obra, nos entregábamos por entero a lo que hacíamos en cada momento, seguramente sin darnos cuenta de lo mucho que ganábamos día a día en la estima de la gente. Lo cierto es que, con toda sinceridad, hemos llegado a ser una parte muy importante de la vida de esta ciudad. Y ya es hora de que tomemos conciencia de ello. Admitámoslo: por eso el señor Von Braun nos invita personalmente a su despacho, por eso nos propone luego lo que hoy nos ha propuesto. «Y si la ocasión se presentara, les presentaría al señor Ryder.» Eso es lo que ha dicho, ¿verdad, Trude? «Sé que el señor Ryder estaría encantado de conocerlas a ambas, máxime cuando van a ocuparse de atender a sus padres, algo de tan suma importancia para él…» Claro que, como siempre hemos dicho, ¿no es cierto, Trude?, si nos ocupábamos de tal cometido teníamos muchas probabilidades de que nos presentaran al señor Ryder. Pero jamás imaginamos que ese momento pudiera llegar tan pronto, así que nos hemos puesto ilusionadas de verdad. Fiona, ¿qué te pasa, querida?
Fiona, a mi lado, se había estado moviendo con impaciencia tratando de interrumpir el torrente verbal de Inge. Entonces, ante la pausa de ésta, me dio un codazo en el brazo y me miró como diciendo: «¡Ahora, éste es el momento!» Por desgracia yo aún no había recuperado totalmente el resuello después de subir todas aquellas escaleras, y ello quizá me hizo vacilar unos instantes. En cualquier caso, fue un momento bastante violento, porque las tres mujeres me estaban mirando fijamente. Al cabo, al ver que no decía nada, Inge prosiguió su relato:
– Bien, si no te importa, Fiona, terminaré lo que estaba diciendo. Seguro que tienes montones de cosas interesantes que contarnos, querida, y tenemos verdaderas ganas de oírlas. Seguro que has tenido otro día enormemente interesante en tus tranvías mientras nosotras estábamos en el centro ocupándonos de lo que te estoy contando, pero si no te importa esperar unos segundos quizá oigas algo extremadamente interesante. Después de todo -añadió, y aquí el sarcasmo de su tono superó a mi juicio la frontera de todo comportamiento civilizado-, se trata de algo relacionado con tu viejo amigo, con tu viejo amigo el señor Ryder…
– ¡Inge, qué cosas tienes! -dijo Trude, pero a sus labios asomó una sonrisa, y las dos amigas intercambiaron una solapada y rápida risita.
Fiona volvió a darme un codazo. La miré y comprendí que se había agotado su paciencia y que deseaba que sus torturadoras recibieran sin tardanza su merecido castigo. Me incliné hacia adelante y me aclaré la garganta, pero antes de que pudiera decir nada Inge había retomado la palabra.
– Bien, lo que decía era que cuando te pones a pensar en ello te das cuenta de que no es sino lo que ahora merecemos, ese nivel de trato. El señor Von Braun opina de ese modo, en cualquier caso. Se portó amable y cortésmente con nosotras todo el tiempo. Y cuando tuvo que irse al ayuntamiento a unirse a la comisión oficial, nos pidió todo tipo de disculpas… «Llegaremos al zoo dentro de una media hora», nos repitió. «Espero que ustedes dos estén allí para entonces.» Sería perfectamente aceptable, nos dijo, que nos acercáramos a unos cinco o seis metros del grupo. ¡A fin de cuentas no íbamos a ser unas meras visitantes más en aquel parque zoológico! Oh, perdona, Fiona, no lo habíamos olvidado: íbamos a mencionarle al señor Von Braun que una de nuestro grupo, es decir tú, querida, que una de nuestro grupo era buena amiga del señor Ryder, una muy buena amiga de muchos años… Teníamos intención de mencionárselo, te lo aseguro, pero desgraciadamente la cosa no vino a cuento en ningún momento, ¿verdad, Trude?
Las dos mujeres volvieron a intercambiar unas risitas. Fiona las miraba fijamente, llena de una rabia fría. Comprendí que las cosas habían llegado demasiado lejos y decidí intervenir. Sin embargo, se me presentaron de inmediato dos opciones. Una de ellas consistía en llamar la atención sobre mi identidad incorporándome elegantemente al curso de lo que en ese momento estuviera diciendo Inge. Por ejemplo, podía terciar tranquilamente: «Bueno, no hemos tenido el placer de encontrarnos en el zoo, pero ¿qué puede importar eso cuando nos encontramos en la comodidad de su propia casa?» O algo por el estilo. La otra alternativa era levantarme bruscamente, quizá extendiendo los brazos hacia ellas al hacerlo, y declarar categóricamente: «¡Yo soy Ryder!» Deseaba, como es lógico, dar con el modo capaz de causar el mayor impacto posible, pero la vacilación entre ambas opciones me hizo perder de nuevo la ocasión de intervenir, porque Inge había vuelto a su relato de los hechos:
– Llegamos al zoo y nos pusimos a esperar, y, bueno, supongo que esperamos unos veinte minutos, ¿no, Trude? Estuvimos en ese quiosco donde puedes tomarte un café, y al cabo de unos veinte minutos vimos cómo todos esos coches se acercaban a la entrada, y luego cómo se apeaban todas esas personalidades. Eran unos once, todos varones. Estaba el señor Von Winterstein, y el señor Fischer y el señor Hoffman. Y el señor Von Braun, por supuesto. Y, en medio de todos ellos, el señor Brodsky, con un aire de lo más distinguido, ¿verdad, Trude? Nada del aspecto al que nos tenía acostumbrados. Nosotras, claro, buscamos inmediatamente con la mirada al señor Ryder, pero no estaba en el grupo. Trude y yo fuimos mirando cara por cara, pero eran las de siempre, los concejales y demás, ya sabes… Durante un segundo pensamos que el señor Reitmayer era el señor Ryder, justo cuando se estaba bajando del coche. El caso es que no estaba entre ellos, y nos decíamos la una a la otra que probablemente vendría un poco más tarde, con lo apretado de su agenda y demás… Y allí estaban todos aquellos caballeros subiendo por el camino, todos con abrigo oscuro menos el señor Brodsky, que llevaba uno de color gris, elegante de veras, con su sombrero a juego… Llegaron a la altura de los arces, todos a paso pausado, y luego a las primeras jaulas. El señor Von Winterstein parecía hacer de anfitrión, y le señalaba las cosas al señor Brodsky, los animales en sus jaulas y demás. Pero estaba claro que nadie prestaba demasiada atención a los animales: de lo que todo el mundo estaba pendiente era del encuentro entre el señor Brodsky y la señorita Collins. Y no pudimos resistir la tentación, ¿verdad, Trude? Nos adelantamos a la comitiva, torcimos la esquina que da a la explanada central y, sí señor, allí estaba la señorita Collins, sola, enfrente de las jirafas, mirándolas. Había unos cuantos visitantes por los alrededores, pero por supuesto nadie tenía la menor idea de nada, y sólo cuando el grupo oficial dio la vuelta a la esquina la gente se dio cuenta de que algo estaba pasando y se apartó respetuosamente, y allí seguía la señorita Collins delante de las jirafas, con aire más solitario que nunca, y vimos cómo miraba hacia la comitiva que se acercaba. Parecía tan en calma…, era imposible saber lo que estaba pasando en su interior. Y el señor Brodsky…, veíamos su expresión, muy envarada, lanzando miradas furtivas a la señorita Collins a pesar de estar aún bastante lejos el uno del otro, a pesar de separarles aún todo el trecho de las jaulas de los monos y los mapaches. El señor Von Winterstein parecía ir presentándole los animales al señor Brodsky; era como si los animales fueran invitados oficiales a un banquete, ¿verdad, Trude? Nosotras no entendíamos por qué aquellos caballeros no podían ir directamente hasta el sitio de las jirafas, donde estaba la señorita Collins, pero estaba claro que era así como lo tenían planeado. Y resultaba tan emocionante, tan conmovedor… Por un momento hasta nos olvidamos de la posibilidad de que apareciese el señor Ryder… Podíamos ver en el aire el aliento del señor Brodsky, que era como una neblina, y también el de los demás miembros de la comitiva, y luego, cuando sólo faltaban unas cuantas jaulas, el señor Brodsky pareció perder todo interés por los animales y se quitó el sombrero. Fue un gesto muy respetuoso, muy de los viejos tiempos. Nos sentimos honradas de estar allí para presenciarlo.
– Dejaba entrever tanto… -intervino Trude-. El modo en que lo hizo… Y luego se lo dejó pegado al pecho. Fue como una declaración de amor y una petición de disculpas al mismo tiempo. Fue muy conmovedor.
– Pero lo estaba contando yo, gracias, Trude. La señorita Collins es tan elegante; desde cierta distancia, nadie adivinaría la edad que tiene. Su figura es tan juvenil. Se volvió hacia él con aire como negligente. Les separaban una o dos jaulas. Para entonces la gente se había retirado por completo, y Trude y yo recordamos lo que nos había dicho el señor Von Braun acerca de los cinco o seis metros, y nos acercamos todo lo que nos pareció prudente, pero el momento parecía tan íntimo que no nos atrevimos a acercarnos mucho. Al principio se dirigieron una inclinación de cabeza e intercambiaron algún tipo de saludo normal y corriente. Luego el señor Brodsky dio de pronto unos pasos hacia adelante y tendió la mano, muy rápidamente…, como si lo tuviera planeado de antemano, dice Trude…
– Sí, como si llevara ensayándolo varios días a solas…
– Sí, algo así. Estoy de acuerdo. Fue algo así. Alargó la mano y cogió la de la señorita Collins y se la besó muy suave, muy cortésmente, y acto seguido se la soltó. Y la señorita Collins inclinó graciosamente la cabeza, e inmediatamente después dirigió la atención hacia los otros caballeros, los saludó, les sonrió…, pero nosotras estábamos demasiado lejos para poder oír lo que decían. Así que allí permanecieron todos juntos, y durante unos segundos nadie parecía saber qué hacer a continuación. Entonces el señor Von Winterstein tomó la iniciativa y empezó a explicarles algo sobre las jirafas al señor Brodsky y a la señorita Collins, dirigiéndose a ellos como si fueran una pareja, ¿no es así, Trude? Como si se tratara de una vieja y bien avenida pareja que hubiera llegado junta al zoo. Allí estaban, pues, el señor Brodsky y la señorita Collins después de todos estos años, de pie uno al lado del otro, sin tocarse, pero juntos, muy cerca, mirando las jirafas, escuchando al señor Von Winterstein. Se quedaron así durante unos minutos, y los demás miembros de la comitiva susurraban cosas entre ellos, preguntándose lo que sucedería a continuación. Luego, poco a poco, de forma prácticamente imperceptible, los caballeros del grupo se fueron apartando hacia atrás en grupitos; lo hicieron muy bien, muy civilizadamente, fingiendo charlar unos con otros mientras se iban retirando gradualmente, hasta que al final no quedaron frente a las jirafas más que el señor Brodsky y la señorita Collins. Nosotras, por supuesto, lo observábamos todo sin perder detalle, y seguro que todo el mundo hacía lo mismo por mucho que fingieran no estar mirando. Y vimos cómo el señor Brodsky se volvía gentilmente hacia la señorita Collins, alzaba una mano en dirección a la jaula de las jirafas y decía algo. Debió de ser algo muy sentido, porque la señorita Collins inclinó la cabeza levemente…, no podía permanecer indiferente…, y el señor Brodsky siguió hablando, y de cuando en cuando veíamos cómo volvía a alzar la mano, así, con mucha suavidad, en dirección a las jirafas. No podíamos saber si hablaba de las jirafas o de otra cosa, pero él seguía levantando la mano en dirección a la jaula. La señorita Collins parecía como anonadada, pero es una dama tan elegante; se ponía derecha y sonreía, y luego los dos echaron a andar hacia donde los demás miembros de la comitiva estaban charlando. Y vimos cómo la señorita Collins intercambiaba unas palabras con los otros caballeros, cortés y gratamente, y pareció mantener una charla bastante larga con el señor Fischer, y luego empezó a despedirse de ellos, uno a uno. Y al señor Brodsky le dedicó una pequeña inclinación de cabeza, y era evidente lo encantado que estaba el señor Brodsky con todo aquello. Estaba allí de pie en una especie de ensueño, con el sombrero pegado al pecho. Y ella se fue alejando por el camino en dirección al quiosco de los refrescos, y dejó atrás la fuente y se perdió de vista a la altura del cercado del oso polar. Y en cuanto se hubo marchado, los caballeros parecieron dejar su anterior disimulo y rodearon todos al señor Brodsky, y veías que estaban contentos y emocionados y que parecían felicitar al señor Brodsky. ¡Oh, nos habría encantado saber lo que el señor Brodsky le ha dicho a la señorita Collins! Quizá deberíamos haber sido más atrevidas y habernos acercado unos pasos más, al menos habríamos podido captar alguna palabra suelta. Pero, en fin, ahora que gozamos de cierto prestigio debemos ser más cuidadosas. En cualquier caso, ha sido maravilloso. Y esos árboles del zoo, están tan hermosos en esta época del año… Me pregunto qué se habrán dicho el uno al otro. Trude piensa que ahora volverán a juntarse. ¿Sabías que nunca llegaron a divorciarse? ¿No es curioso? Todos estos años…, y a pesar de lo mucho que insistía la señorita Collins en que la llamaran señorita Collins, nunca se han divorciado. El señor Brodsky merece recuperar a esa mujer. Oh, pero perdona, ¡con toda esta excitación ni siquiera te hemos contado lo más importante! ¡Lo del señor Ryder! Verás, como el señor Ryder no estaba en el grupo oficial no nos pareció conveniente acercarnos, ni siquiera después de marcharse la señorita Collins. El señor Von Braun había sugerido que nos acercáramos al grupo con la finalidad concreta de conocer al señor Ryder. En cualquier caso, y aunque observamos atentamente al señor Von Braun y a veces estuvimos bastante cerca del grupo, él no llegó a mirarnos en ningún momento, probablemente porque estaba demasiado ocupado en el señor Brodsky. Así que no nos acercamos. Pero luego, cuando se estaban marchando, estábamos mirando cómo salían por la puerta y vimos que alguien se unía a ellos, un hombre, pero estaban ya tan lejos que no pudimos ver la escena con claridad. Pero Trude está segura de que era el señor Ryder; su vista de lejos es mucho mejor que la mía, y además yo no llevaba las gafas. Pero Trude está segura, ¿verdad, Trude? Está segura de que era él, de que es un hombre con tanto tacto que quiso mantenerse al margen para no hacerles las cosas más difíciles al señor Brodsky y la señorita Collins, y de que volvía a reunirse con el grupo a la salida. Yo al principio pensé que era el señor Braunthal, pero no llevaba las gafas y Trude estaba segura de que era el señor Ryder. Y luego, cuando volví a pensar en ello, también yo tuve la impresión de que sí era el señor Ryder. ¡Así que hemos perdido la oportunidad de que nos presentaran al señor Ryder! Para entonces estaban ya tan lejos, ¿sabes?, en la verja de la entrada, y los chóferes tenían ya abiertas las puertas de los coches… Ni aunque hubiéramos corrido hacia ellos habríamos llegado a tiempo. Así que, en sentido estricto, no hemos conocido al señor Ryder. Pero Trude y yo hemos estado hablando del tema y nos hemos dicho que, en casi todos los demás sentidos, o sea, en los sentidos que realmente importan, es justo decir que hoy hemos conocido al señor Ryder. Porque al fin y al cabo, si hubiera estado con la comitiva, entonces, allí, frente a la jaula de las jirafas, después de marcharse la señorita Collins, el señor Von Braun nos habría presentado. No se nos puede culpar de no haber adivinado que el señor Ryder iba a tener el tacto de quedarse junto a la verja de la entrada. Pero, bueno, el caso es que, fuera de toda duda, habría sido perfectamente apropiado el que nos lo hubiera presentado. Eso es lo importante. El propio señor Von Braun lo pensaba: ahora que ocupamos la posición social que ocupamos, habría sido perfectamente apropiado. Y, ¿sabes, Trude…? -se volvió hacia su amiga-, ahora que pienso detenidamente en ello, estoy de acuerdo contigo: en la reunión de esta noche podemos anunciar que lo hemos conocido. Como bien dices, está más cerca de la verdad que decir que no lo hemos conocido. Y como habrá tantas cosas que tratar en la reunión de esta noche, sencillamente no tendremos tiempo de explicar de nuevo toda la historia. Después de todo, no ha sido más que un capricho del destino lo que ha impedido que fuéramos formalmente presentadas al señor Ryder. Eso es todo. Prácticamente lo hemos conocido. Sin duda oirá hablar de nosotras; seguro que querrá informarse detalladamente, si no lo ha hecho ya, de todo lo relacionado con quienes van a cuidar de sus padres. Así que es como si lo hubiéramos conocido, y, como bien dices, sería injusto que la gente pensara lo contrario. Oh, pero por favor, perdóname -dijo Inge, volviéndose hacia Fiona-, había olvidado que estaba hablando con una vieja amiga del señor Ryder… Todo esto debe de antojársele mucho alboroto por nada a una vieja amiga del señor Ryder…
– Inge… -dijo Trude-, pobre Fiona, ¿no ves que está muy aturdida? No le tomes el pelo. -Luego, sonriendo a Fiona, añadió-: Ya está, querida, no te preocupes.
Mientras Trude estaba diciendo esto, se agolparon en mi mente los recuerdos de la cálida amistad que nos había unido a Fiona y a mí de niños. Recordé la pequeña casita blanca donde ella había vivido, a sólo un paseo a pie por aquel camino embarrado de Worcestershire; recordé cómo nos pasábamos horas y horas jugando bajo la mesa del comedor de la casa de sus padres. Recordé las veces que yo había recorrido aquel camino hacia la casita blanca, disgustado y confuso, y cómo me consolaba ella y me hacía olvidar cualquier problema que acabara de dejar atrás. El hecho de que aquella amistad preciosa estuviera siendo objeto de burla ante mis ojos me llenó de una indignación furiosa, y aunque Inge había empezado de nuevo a hablar decidí que aquello no podía continuar un segundo más sin que yo interviniera. Decidido a no repetir mi anterior equivocación y a no andarme con rodeos, me incliné hacia adelante con ánimo resuelto, con intención de interrumpir a Inge y declarar categóricamente quién era, y luego volver a arrellanarme en el sofá mientras la conmoción se instalaba en la sala. Por desgracia, y pese al esfuerzo con que intervine a continuación, todo lo que pude articular fue una especie de gruñido ahogado, capaz sin embargo de hacer que Inge callara y que las tres mujeres se volvieran y me miraran con fijeza. Hubo un silencio violento, y al cabo Fiona, deseosa sin duda de paliar mi embarazo -y quizá renacido momentáneamente en ella su viejo sentimiento protector para conmigo-, estalló:
– ¡Vosotras… no os hacéis ni idea de lo ridiculas que parecéis en este momento! ¿Sabéis una cosa? No, ni os lo imagináis siquiera; vosotras dos… jamás podréis imaginar lo estúpidas, lo indeciblemente ridiculas que parecéis las dos en este momento… No, no sois capaces…, es típico de vosotras, ¡tan típico de vosotras! Oh, llevo tanto tiempo queriendo decíroslo a la cara…, desde que os conocí. Pues aquí tenéis, juzgad por vosotras mismas si sois o no necias. ¡Aquí tenéis la prueba!
Fiona sacudió la cabeza en dirección a mí. Inge y Trude, ambas perplejas, volvieron a mirarme. Yo hice otro concertado intento de anunciar mi identidad, pero para mi desmayo no logré articular sino otro gruñido, más vigoroso que el anterior pero no más coherente. Aspiré profundamente, sentí que me invadía el pánico, y volví a intentarlo de nuevo, y conseguí tan sólo emitir un nuevo, más prolongado, tenso y forzado sonido. -¿Pero qué diablos está diciendo ésta, Trude? -dijo Inge-. ¿Por qué nos habla de este modo esta pequeña zorra? ¿Cómo se atreve? ¿Qué diablos le pasa?
– Es culpa mía -dijo Trude-. El error fue mío. Fue a mí a quien se le ocurrió invitarla a unirse al grupo. Menos mal que muestra su verdadera naturaleza antes de la llegada de los padres del señor Ryder. Tiene celos, eso es todo. Tiene celos de que hayamos conocido hoy al señor Ryder. Mientras que lo único que ella tiene son esas pequeñas y patéticas historias…
– ¿Pero qué es eso de que lo habéis conocido hoy? -tronó Fiona-. Acabáis de decir que no habéis llegado a conocerle…
– ¡Sabes muy bien que fue como si lo hubiéramos conocido! ¿O no, Trude? Tenemos perfecto derecho a decir que lo hemos conocido. Tendrás que ir haciéndote a la idea de que así son las cosas, Fiona…
– Bien, en tal caso… -Fiona casi gritaba ahora-, ¡veamos cómo vosotras os vais haciendo a la idea de esto.
Extendió los brazos hacia mí como si anunciara la más dramática de las entradas a escena. Una vez más, hice todo lo que pude para cumplir con mi deber. Y esta vez, espoleado por mi creciente frustración e ira, el sonido que emití fue más intenso que nunca, y sentí cómo el sofá se estremecía al unísono con mi esfuerzo.
– ¿Qué pasa con tu amigo? -preguntó Inge, percatándose de pronto de mi presencia.
Trude, sin embargo, seguía sin mirarme. -No tendría que haberte hecho caso nunca -le estaba diciendo con amargura a Fiona-. Tendría que haberme dado cuenta desde el principio de lo mentirosa que eras. ¡Y pensar que hemos permitido que nuestros hijos jugaran con esos arrapiezos tuyos! Seguramente serán también unos pequeños mentirosos, y puede que hasta hayan enseñado a decir mentiras a los nuestros. ¡Qué ridicula fue tu fiesta anoche! ¡Y cómo decoraste tu apartamento! ¡Qué absurdo! Esta mañana nos hemos muerto de risa al recordarlo…
– ¿Por qué no me ayudas? -gritó Fiona, dirigiéndose a mí directamente por vez primera-. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no haces algo?
De hecho, desde mis últimos gruñidos yo no había dejado de hacer esfuerzos ni un segundo. Ahora, en el preciso instante en que Fiona se volvía hacia mí, me entrevi en el espejo de la pared de enfrente. Vi que mi cara se había vuelto de un rojo brillante, y que se había aplastado hasta hacer que mis facciones adquirieran un aire porcino, mientras mis puños, apretados a la altura del pecho, se estremecían al unísono con la totalidad de mi torso. El verme en tales condiciones hizo que me desinflara por completo, y, descorazonado, volví a hundirme en un extremo del sofá entre pesados jadeos.
– Creo, Fiona, querida -estaba diciendo Inge-, que es hora de que tú y este… amigo tuyo sigáis vuestro camino. No creo que tu asistencia esta noche sea estrictamente necesaria.
– Por supuesto que no -gritó Trude-. Ahora tenemos responsabilidades. No podemos permitirnos deferencias con avecillas con las alas rotas como ella. Ya no somos sólo un grupo de voluntarias. Tenemos cosas muy importantes que hacer, y quienes no den la talla requerida tendrán que dejar el grupo.
Vi que las lágrimas asomaban a los ojos de Fiona. Volvió a mirarme, ahora con acritud creciente, y pensé que debía intentar una vez más revelar mi identidad, pero el recuerdo de la imagen que acababa de ver en el espejo me hizo desistir. En lugar de ello, me levanté tambaleante y busqué la salida del apartamento. Me encontraba aún falto de aliento a causa del esfuerzo, y cuando llegué a la puerta de la sala me vi obligado a detenerme unos segundos para apoyarme contra el quicio. A mi espalda, pude oír cómo las dos mujeres seguían hablando acaloradamente. Y en un momento dado, oí que Inge decía:
– Y qué persona más desagradable ha traído a tu apartamento…
Hice un esfuerzo y atravesé el pequeño recibidor y, tras unos instantes de frenética manipulación de los cerrojos de la puerta principal, conseguí salir al pasillo del edificio. Empecé a sentirme mejor casi de inmediato, y me dirigí hacia la escalera ya con el porte más sereno.