8

La calle estaba solitaria y en silencio. No tardé mucho en vislumbrar -en la acera opuesta, un poco más abajo- los arcos de piedra que había mencionado Sophie por teléfono. Y mientras caminaba hacia ellos pensé por un instante que a lo mejor se había sentido avergonzada y había decidido marcharse. Pero enseguida vi emerger su figura de las sombras, y sentí que la ira se apoderaba de mí una vez más.

Su expresión no era tan contrita como yo esperaba. Me observaba con interés, y cuando llegué a su lado me dijo con voz que apenas denotaba intranquilidad:

– Tienes todo el derecho a sentirte molesto. No sé qué me ha pasado. Supongo que estaba confusa… Comprendo que estés enfadado conmigo.

La miré con aire indiferente.

– ¿Enfadado? ¡Ah, ya entiendo! Te refieres a tu actitud de esta tarde. Bien, sí… Debo reconocer que me sentí muy decepcionado por Boris. Para él fue un disgusto muy grande. Pero, en cuanto a mí, si he de serte franco, no es algo a lo que haya estado dando muchas vueltas. ¡Tengo tantas otras cosas en las que pensar!

– No sé cómo ha ocurrido. Me doy perfecta cuenta de lo mucho que dependíais de mí tú y Boris…

– Perdona, pero yo jamás he dependido de ti. Creo que deberías tranquilizarte un poco. -Solté una risita, y eché a andar despacio-. Por lo que a mí respecta, no hay ningún problema. Siempre he estado dispuesto a cumplir mis obligaciones con o sin tu ayuda. Me siento decepcionado porque ha supuesto un disgusto para Boris. Esto es todo.

– He sido una estúpida… Ahora me doy cuenta. -Sophie caminaba a mi lado-. No sé… Supongo que pensé que tú y Boris.-, trata de comprender mi punto de vista, por favor, que tú V Boris os estabais rezagando adrede… Y supongo que quizá he temido que no os entusiasmaran gran cosa mis planes para la velada, y que por eso os habíais ido por otro camino a propósito… Mira…, si quieres, te lo contaré todo. Todo lo que quieras saber. Hasta el más mínimo detalle.

Me detuve y me volví para mirarla a la cara.

– Está visto que no me he explicado. No me interesa nada de todo esto. He salido del hotel simplemente porque necesitaba tomar el aire y relajarme un poco. Ha sido un día muy duro. Para ser exactos, pensaba meterme en un cine antes de subir a acostarme.

– ¿El cine? ¿Y qué película?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Cualquier sesión de madrugada. Me han dicho que hay un cine aquí cerca. Pensaba entrar y ver cualquier cosa. He tenido un día agotador.

Me puse de nuevo en movimiento, esta vez más resuelto. Al cabo de un instante, para satisfacción mía, escuché sus pasos tras los míos.

– ¿De verdad no estás enfadado? -me preguntó al llegar a mi altura.

– ¡Pues claro que no estoy enfadado! ¿Por qué iba a estarlo?

– ¿Puedo ir contigo? Al cine, me refiero.

Me encogí de hombros y seguí caminando a paso rápido.

– Como gustes. Por mí, puedes hacer lo que quieras.

Sophie se cogió de mi brazo.

– Si lo deseas, seré completamente sincera. Te lo contaré todo, todo cuanto quieras saber acerca de…

– ¡Pero bueno…! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No me interesa lo más mínimo. Lo único que quiero ahora es descansar. En los próximos días voy a estar sumamente agobiado.

Ella siguió cogida de mi brazo, y durante un rato caminamos los dos en silencio. Luego exclamó con voz queda:

– Es muy amable de tu parte. Mostrarte tan comprensivo, quiero decir…

No respondí. Habíamos dejado la acera y ahora íbamos por el centro de la calle desierta.

– En cuanto encontremos un hogar adecuado para nosotros, todo comenzará a ir mejor -siguió diciendo-. Tiene que ir mejor. Esa casa que voy a ir a ver mañana por la mañana… He Puesto muchas esperanzas en ella. Parece exactamente lo que hemos estado buscando desde siempre.

– Sí. Esperemos que así sea.

– Podrías mostrar un poco más de entusiasmo… Puede que sea una posibilidad crucial para nosotros.

Me encogí de hombros y seguí caminando. El cine estaba aún a cierta distancia, pero, como era prácticamente el único edificio iluminado en la oscura calle, lo teníamos a la vista desde hacía rato. Al acercarnos, Sophie dejó escapar un suspiro, y nos detuvimos.

– Quizá no deba ir -dijo soltando mi brazo-. Me llevará mucho tiempo visitar esa casa mañana. He de salir muy temprano. Será mejor que me vaya.

Quién sabe por qué, pero sus palabras me cogieron por sorpresa y durante un segundo no supe qué responder. Miré hacia el cine, y luego me volví hacia ella.

– Creí que habías dicho que te apetecía ir… -empecé a decir. Después, tras una pausa, añadí en tono más tranquilo-: Escucha… Ponen una película excelente. Estoy seguro de que te gustará…

– ¡Pero si ni siquiera sabes cuál es la película! Por espacio de un instante cruzó por mi cabeza el pensamiento de que estaba jugando conmigo. Pero, pese a ello, había comenzado a apoderarse de mí una extraña sensación de pánico, y no pude evitar que en mi voz hubiera una nota de súplica:

– Ya me entiendes… Lo sé por el conserje del hotel. Ha sido él quien me la ha recomendado. Y me consta que el hombre es muy de fiar. El hotel tiene que velar por su buena reputación… No es probable que recomienden algo que… -Dejé que mi voz se ahogara, pues me sentí invadido por el pánico al ver que Sophie empezaba a alejarse-. Escucha… -la llamé en voz alta, sin importarme ya que alguien pudiera oírme-. Estoy seguro de que será una buena película. Y tú y yo no hemos ido al cine juntos desde hace mucho tiempo. ¿No es cierto? ¿Cuándo fue la última vez que hicimos algo parecido?

Sophie pareció reconsiderar su decisión. Finalmente, sonriendo, desanduvo sus pasos y regresó a mi lado.

– Está bien, está bien -dijo al tiempo que me asía suavemente del brazo-. Es muy tarde, pero iré contigo. Tienes razón: hace siglos que no hemos hecho algo así juntos. Disfrutemos, pues, un poco.

Experimenté una gran sensación de alivio y, al entrar en el cine, tuve que controlarme para no sujetarla con fuerza y atraerla hacia mí. Sophie pareció darse cuenta, pues apoyó la cabeza sobre mi hombro.

– ¡Es tan amable de tu parte no enojarte conmigo…! -repitió suavemente.

– ¿Pero por qué tendría que enojarme? -murmuré mientras buscaba el vestíbulo con la mirada.

A unos metros de nosotros, las últimas personas de una cola entraban ya en la sala. Miré a mi alrededor para comprar las entradas, pero la taquilla estaba cerrada, y se me ocurrió que tal vez habría algún acuerdo entre el hotel y el cine. En cualquier caso, cuando Sophie y yo nos poníamos al final de la cola un individuo con traje gris que estaba de pie en la entrada nos sonrió y nos hizo pasar con los demás.

El cine estaba casi lleno. Aún no habían apagado las luces y mucha gente recorría la sala buscando asiento. Me puse yo también a mirar dónde podíamos sentarnos, y sentí que Sophie me apretaba el brazo.

– ¡Oh, compremos algo! -dijo-. Helados, palomitas de maíz, lo que sea…

Estaba señalando la parte de delante de la sala, donde se había formado un grupito frente a una mujer uniformada que llevaba una bandeja llena de golosinas.

– Por supuesto -asentí-. Pero más vale que nos apresuremos o no quedarán butacas libres. Hoy tienen mucho público.

Nos abrimos paso hasta la parte delantera y nos sumamos a los que esperaban. Al rato de estar aguardando, noté que de nuevo se apoderaba de mí un sentimiento de enojo hacia Sophie, hasta el punto de que llegué incluso a alejarme de ella. Pero enseguida la oí decir a mi espalda:

– Voy a ser sincera contigo. En realidad esta noche no he ido al hotel a buscarte. Ni siquiera sabía que tú y Boris fuerais a ir allí.

– ¿Y eso? -pregunté sin volverme, con la vista fija en la señora de las golosinas.

– Después de lo ocurrido -prosiguió Sophie-, en cuanto comprendí que me había comportado como una estúpida…, bueno…, no sabía qué hacer. Pero de pronto me acordé. Del abrigo de invierno de papá, quiero decir. Me acordé de que aún no se lo había dado.

Oí como un crujido de papeles, y al volverme para mirarla, reparé por primera vez en que Sophie llevaba al brazo un gran envoltorio de papel de estraza y forma indefinida. Lo alzó en el aire, pero evidentemente era pesado, y tuvo que bajarlo enseguida.

– Ya comprendo que fue una tontería -siguió-. No había ningún motivo de alarma. Pero de pronto noté el frío del invierno y, pensando en el abrigo, me dije que tenía que llevárselo cuanto antes. Así que lo envolví y salí a la calle. Luego, sin embargo, al llegar al hotel, la noche parecía tan agradable… Me di cuenta de que me había inquietado sin motivo y me quedé dudando si debía o no entrar a dárselo. Estuve allí un buen rato pensándolo, hasta que se me ocurrió que papá se habría ido ya a dormir. Podía habérselo dejado en conserjería, pero tenía ganas de entregárselo personalmente. Aparte de que, con un tiempo tan bueno, bien podía dejar pasar algunas semanas… En eso estaba cuando apareció un coche y tú y Boris salisteis de él. Ésta es la pura verdad.

– Comprendo.

– De no ser por eso, no sé si habría tenido el valor de presentarme ante ti. Pero, puesto que estaba allí, justo en la acera de enfrente, me armé de valor y te llamé por teléfono.

– Me alegra que lo hayas hecho -dije, y añadí, señalando con un gesto a nuestro alrededor-: Después de todo, hacía tanto tiempo que no veníamos juntos a un cine…

Sophie no respondió y, cuando la miré, vi que tenía la mirada amorosamente fija en el paquete que llevaba al brazo. Le dio unos golpecitos con la mano libre.

– El tiempo seguirá así durante algunas semanas -susurró, dirigiéndose a la vez al paquete y a mí-. No corre demasiada prisa. Podemos dárselo dentro de unos días.

Habíamos llegado ya a la primera fila del grupo, y Sophie se apresuró a adelantarme para echar un ansioso vistazo a la bandeja que mostraba la mujer de uniforme.

– ¿Qué te apetece a ti? -me preguntó Sophie-. A mí un vasito de helado… No, mejor uno de esos bombones helados de chocolate.

Atisbando por encima de su hombro, vi que la bandeja contenía los habituales helados y chocolatinas. Pero, curiosamente, las golosinas habían sido desplazadas en confuso desorden a los bordes de la bandeja, para hacer sitio en el centro de ésta a un grueso libro muy manoseado. Incliné el cuerpo hacia él para examinarlo.

– Es un manual muy útil, señor -se apresuró a explicarme la mujer de uniforme-. Puedo recomendárselo encarecidamente.

Supongo que no debería venderlo aquí de esta forma. Pero al director no le importa que vendamos objetos personales nuestros, a condición de que no lo hagamos demasiado a menudo.

En la sobrecubierta se veía la foto de un hombre sonriente, vestido con mono de trabajo y subido a una escalera de mano; llevaba una brocha en una mano y un rollo de papel de empapelar bajo el brazo. Cuando lo alcé de la bandeja pude ver que la encuademación había empezado a deshacerse.

– Perteneció a mi hijo mayor -prosiguió la mujer-. Pero ahora ya es un hombre y se ha ido a Suecia. La pasada semana me puse por fin a ordenar todas sus cosas. He conservado algunas que pensé que tenían valor sentimental y he tirado el resto. Pero había una o dos que no parecían encajar en ninguna de ambas categorías. Como este manual, señor… No puedo decir que tenga mucho valor sentimental, pero ¡es un libro tan útil! Enseña a hacer tantísimas cosas en la casa, como decorar, alicatar… Y todo paso a paso, con dibujos clarísimos. Recuerdo que mi hijo le sacó mucho partido ya de mayor… Ya sé que está un poquito deteriorado ahora, pero sigue siendo una verdadera joya. Además, no pido gran cosa por él, señor.

– Tal vez le gustaría a Boris -le comenté a Sophie mientras lo hojeaba.

– ¡Oh! Si usted tiene un chico mayorcito, señor, sería el regalo perfecto. Se lo digo por propia experiencia. A nuestro hijo le fue de maravilla a esa edad. Pintura, alicatado…, enseña a hacer de todo.

Las luces comenzaban a atenuarse, y recordé que aún teníamos que encontrar asiento.

– Muy bien, me lo quedo -dije.

La mujer se deshizo en palabras de agradecimiento mientras le pagaba, y nos alejamos de ella con el libro y los helados.

– Es muy amable de tu parte tener ese detalle con Boris -me dijo Sophie mientras subíamos por el pasillo central. Luego volvió a alzar su crujiente envoltorio para acomodárselo mejor bajo el brazo-. Parece mentira que papá haya podido pasar el ultimo invierno sin un abrigo como Dios manda -continuó-, pero es demasiado orgulloso para ponerse el otro viejo que tiene- Por otra parte, el invierno pasado fue más bien suave, así que no importó gran cosa, en realidad. Pero no puede pasarse otro invierno sin abrigo.

– No, no debería.

– Soy muy realista en esto. Sé que papá se está haciendo viejo. Y llevo tiempo dándole vueltas a todos los aspectos del asunto. Pensando en su jubilación, por ejemplo. Hay que encarar el hecho de que tiene ya muchos años. -Guardó silencio unos instantes antes de concluir-: Sí, se lo daré dentro de unas semanas. Será lo mejor.

Las luces de la sala habían ido apagándose gradualmente y el público había adoptado un silencio expectante. Me pareció que el local estaba incluso más lleno que antes, y me pregunté si no sería ya demasiado tarde para encontrar asiento. Pero cuando la oscuridad era casi total, llegó por el pasillo un acomodador con una linterna y nos indicó dos butacas en una de las primeras filas. Sophie y yo pasamos entre los espectadores ya sentados susurrando disculpas, y tomamos asiento justo cuando empezaban los anuncios.

La mayoría de anuncios eran de empresas locales, y la retahila se nos hizo interminable. Cuando por fin empezó la proyección de la película, llevábamos ya sentados media hora por lo menos. Vi con cierto alivio que se trataba de un clásico de la ciencia ficción: 2001: una odisea del espacio…, una de mis películas preferidas, que jamás me he cansado de volver a ver.

Tan pronto como aparecieron en la pantalla las impresionantes secuencias del mundo prehistórico, sentí que me relajaba y no tardé en abandonarme cómodamente a la magia del filme. Estábamos ya en la parte central de la trama -con Clint Eastwood y Yul Brynner a bordo de la nave espacial, rumbo a Júpiter- cuando oí que Sophie decía a mi lado:

– Aunque el tiempo podría cambiar, por supuesto.

Di por descontado que se refería a la película, y respondí con un murmullo de asentimiento. Pero minutos después volvió a hablarme:

– El año pasado tuvimos un otoño espléndido, soleado, como el de este año. Duró muchísimo. La gente siguió yendo a tomar café en las terrazas de los bares hasta bien entrado noviembre. Pero luego, de pronto, de la noche a la mañana, se presentó el frío. Podría volver a ocurrir lo mismo este invierno. Nunca se sabe, ¿verdad?

– No, supongo que no -admití. Pero esta vez, por supuesto, ya me había dado cuenta de que me estaba hablando del abrigo.

– Aun así, no es tan urgente.

Cuando volví a mirarla de soslayo, me pareció que estaba atenta a la película. Fijé también la vista en la pantalla, pero a los pocos segundos, en la oscuridad de la sala, comenzaron a pasar por mi memoria fragmentos de recuerdos que distrajeron una vez más mi atención de la película.

Me vi evocando vividamente cierta ocasión en que me hallaba sentado en un sillón incómodo, y tal vez mugriento. Es probable que fuera por la mañana, la mañana triste de un día gris, y que hubiera estado leyendo el periódico. Boris estaba tumbado de bruces cerca de mí, en la alfombra, garabateando en un bloc de dibujo con un lápiz de cera. Por la edad del niño -era aún muy pequeño- inferí que se trataba de un recuerdo de hacía seis o siete años, aunque no podía recordar la habitación ni la casa en que estábamos. Habían dejado entreabierta la puerta que daba al cuarto contiguo, del que llegaban varias voces femeninas que charlaban animadamente.

Yo llevaba algún tiempo leyendo el periódico en aquel incómodo sillón, pero algo en Boris -quizá un cambio sutil en su actitud o en su postura- hizo que lo mirara. Me bastó un vistazo para hacerme cargo de la situación: Boris se las había arreglado para dibujar en su hoja un «Superman» perfectamente identificable. Llevaba semanas intentándolo, pero a pesar de nuestras palabras de ánimo hasta entonces no había sido capaz de lograr darle siquiera un parecido aceptable. Y ahora, sin embargo, lo había logrado de pronto, quizá por una de esas conjunciones del azar y del progreso que son tan frecuentes en la infancia. El dibujo no estaba acabado -la boca y los ojos requerían unos toques últimos-, pero, aun así, enseguida me di cuenta del gran triunfo que aquello representaba para él. Y le habría dicho algo, pero también observé que se hallaba volcado sobre su obra en un estado de enorme tensión, con el lápiz en ristre sobre el bloc. Sin duda vacilaba entre dejarlo como estaba o seguir retocándolo y arriesgarse a estropearlo. Yo me había hecho cargo de su apremiante dilema, e incluso había estado a punto de decirle en voz alta: «Déjalo, Boris. Está bien así. No lo toques más, y que todos puedan ver lo que has conseguido. Enséñamelo, y luego ve a enseñárselo a tu madre y a todas esas personas que están charlando ahí al lado. ¿Qué importa que no esté acabado del todo? Se van a quedar todas boquiabiertas, y se sentirán orgullosas de ti. Más vale que no lo toques: podrías estropearlo.» Pero no dije nada y, en lugar de ello, seguí observándolo asomando la cabeza por el borde del Periódico. Finalmente, Boris tomó una decisión, y se puso a añadir al gunos detalles con sumo cuidado. Hasta que, ganando confianza, se empleó a fondo y empezó a utilizar el lápiz con bastante inconsciencia. Al poco interrumpió su tarea para contemplar en silencio el resultado. Y entonces -todavía recuerdo la angustiosa sensación que aquello me causó- presencié su desesperado intento de salvar el dibujo añadiendo más y más trazos. Hasta que, con una expresión de profundo abatimiento, dejó el lápiz sobre el bloc y, levantándose, abandonó la habitación sin decir ni una palabra.

El episodio me había afectado de forma sorprendente, y aún me hallaba en pleno esfuerzo por apaciguar mis emociones cuando la voz de Sophie había dicho desde algún punto cercano:

– No comprendes nada, ¿verdad?

Yo había bajado el periódico, sorprendido por lo acerbo de su tono, y la vi de pie frente a mí, mirándome. Luego Sophie había añadido:

– No tienes ni idea de lo mucho que he sufrido al observarlo. Jamás lo comprenderás. ¡Mírate…! ¡Leyendo el periódico! -Había bajado la voz para dar aún más intensidad a sus palabras-. ¡Ésa es la diferencia! No es hijo tuyo… Podrás decir lo que quieras, pero no es lo mismo. Jamás sentirás por él lo que siente un auténtico padre. ¡Mírate! No puedes ni imaginar lo que he sufrido.

Dicho lo cual, se había dado media vuelta y había salido de la habitación.

Se me pasó por la cabeza seguirla a la habitación de al lado y, hubiera o no visitas, obligarla a escucharme. Pero al final me decidí por aguardarla allí, y esperar a que regresara. Y lo cierto es que Sophie volvió a los pocos minutos; aunque algo que advertí en su actitud me aconsejó no decirle nada y dejar que volviera a marcharse. Luego, aunque durante la media hora siguiente Sophie entró y salió de la habitación varias veces, y pese a lo decidido que estaba a decirle lo que sentía, permanecí en silencio. Hasta que, en determinado momento, comprendí que ya se había pasado la oportunidad de abordar la cuestión sin riesgo de hacer el ridículo, y volví a refugiarme en mi periódico con un vivo sentimiento de frustración y culpa.

– Dispense… -dijo una voz detrás de mí, al tiempo que una mano me tocaba el hombro. Al volverme vi a un individuo en la fila inmediatamente posterior a la nuestra que, con el cuerpo inclinado hacia adelante, me estudiaba detenidamente-. Es usted el señor Ryder, ¿verdad? ¡Dios bendito, pues claro que sí! Perdóneme, se lo ruego. Llevo todo el rato sentado justo detrás de usted y no le había reconocido en la penumbra. Soy Karl Pedersen. Tenía muchas ganas de conocerle en la recepción preparada para esta mañana; pero, claro, no contaba con las circunstancias imprevisibles que le han impedido llegar… ¡Qué casualidad encontrarle aquí ahora!

Era un hombre de pelo cano, con gafas y expresión bondadosa. Enderecé un poco mi postura.

– ¡Ah, sí, señor Pedersen…! Encantado de conocerle. Como bien dice, lo de esta mañana ha sido el colmo de la mala suerte. Yo también tenía grandes deseos de conocer…, de conocerles a todos ustedes.

– Pues da la casualidad de que ahora mismo están aquí, en el cine, varios concejales de nuestra ciudad, que han lamentado mucho no poder darle la bienvenida esta mañana. -Escrutó la oscuridad-. Si pudiera saber dónde se han sentado… Me gustaría presentarle a un par de ellos. -Volviéndose en su butaca, estiró el cuello para mirar hacia filas de atrás-. Por desgracia no consigo ver a ninguno…

– Me encantará conocer a sus colegas, por supuesto. Pero ahora ya es tarde, y además están viendo la película. Será mejor dejarlo para otro momento. Seguro que habrá más ocasiones.

– No consigo ver a ninguno de ellos -repitió el hombre, volviéndose hacia mí de nuevo-. ¡Qué lástima! Sé que están en algún lugar de este cine. En todo caso, señor, ¿me permite expresarle, como miembro del ayuntamiento, el placer y el honor que supone para todos nosotros su visita?

– Es usted muy amable.

– Según dicen, el señor Brodsky ha estado soberbio esta tarde en el auditórium. Tres o cuatro horas ensayando a conciencia.

– Sí, ya me he enterado. Es magnífico.

– A propósito, señor…, ¿ha estado ya en nuestro auditórium?

– ¿El auditórium? Bien…, no. Desgraciadamente, aún no he tenido la oportunidad…

– Comprendo. Han sido muchas horas de viaje. En fin…, queda mucho tiempo. Estoy seguro de que le impresionará nuestro auditórium, señor Ryder. Es un hermoso edificio antiguo y, por muchas cosas que hayamos abandonado a los estragos del tiempo en nuestra ciudad, nadie podrá acusarnos jamás de no haber velado por nuestro auditórium. Un edificio antiguo muy hermoso, como le digo, y situado en un marco maravilloso. Me refiero al Liebmann Park, por supuesto. Podrá verlo usted mismo, señor Ryder. Un agradable paseo entre los árboles y, al llegar al claro…, ¡helo ahí! ¡El auditórium! Ya lo verá usted, señor. Es un lugar ideal para que se den cita nuestros conciudadanos, lejos del bullicio callejero. Recuerdo que, cuando yo era niño, teníamos una orquesta municipal, y el primer domingo de cada mes nos congregábamos todos en ese claro del parque antes del concierto. Aún puedo ver la llegada de las familias, todos de punta en blanco…, gente y más gente que venía por entre los árboles dirigiéndose saludos. Y nosotros, la chiquillería, correteando de acá para allá. En otoño teníamos un juego, un juego especial. Nos poníamos a recoger todas las hojas caídas que podíamos, las llevábamos hasta el cobertizo del jardinero y las amontonábamos a un lado. Había allí, en la pared del cobertizo, un tablón así de alto, que tenía una marca. Y nos habíamos pasado unos a otros la consigna de que teníamos que amontonar las hojas suficientes para que la altura del montón llegara hasta la marca antes de que los adultos empezaran a llenar el auditórium. Porque, si no lo conseguíamos, la ciudad entera saltaría en mil pedazos, o algo parecido. Así que allí estábamos todos, yendo y viniendo a todo correr con los brazos cargados de hojas húmedas. Es muy fácil para cualquiera de mi edad sentirse nostálgico, señor Ryder, pero no le quepa duda: ésta fue en el pasado una comunidad muy feliz. Con familias muy grandes y muy dichosas. Y amistades reales, duraderas. El trato entre la gente era cordial y afectuoso. La nuestra fue una maravillosa comunidad, sí, señor. Durante muchos años. Voy a cumplir los setenta y seis, así que bien puedo dar testimonio de ello.

Pedersen cayó en un momentáneo mutismo. Continuaba echado hacia adelante, con el brazo apoyado en el respaldo de mi butaca y, al mirarle la cara, vi que sus ojos no estaban fijos en la pantalla, sino en algún otro lugar muy alejado. Entretanto, llegábamos a esa parte de la película en la que los astronautas empiezan a sospechar los motivos del ordenador HAL, artilugio capital en todos los aspectos de la vida a bordo de la nave espacial. Clint Eastwood recorría los claustrofóbicos pasillos de la nave con expresión serena y empuñando un enorme revólver. Empezaba a dejarme prender de nuevo por la trama cuando Pedersen reanudó su perorata.

– He de serle franco. No puedo evitar sentir cierta lástima por él. Por el señor Christoff, quiero decir. Sí, por extraño que le parezca, siento lástima por él. Se lo he dicho con estas palabras a unos cuantos colegas del ayuntamiento, y ellos han pensado: «¡Bueno…, este pobre hombre chochea…! ¿Quién puede sentir ni una pizca de lástima por ese charlatán?» Pero compréndame… Lo recuerdo mejor que la mayoría. Recuerdo cómo estaban las cosas cuando el señor Christoff llegó por primera vez a esta ciudad. Claro que estoy tan furioso con él como cualquiera de mis colegas. Pero… ¿qué quiere que le diga?…, sé muy bien que al principio no fue precisamente el señor Christoff quien tomó la iniciativa. ¡No, no! Fue…, mejor dicho, fuimos nosotros. Es decir, las personas como yo. Porque no lo niego: yo tenía entonces cierta influencia. Le animamos, le aplaudimos, le halagamos…, le dimos a entender que confiábamos en su talento y en su iniciativa. Una parte, al menos, de la responsabilidad de lo ocurrido nos corresponde a nosotros. Mis colegas más jóvenes tal vez fueran ajenos a todo esto en la primera época. Sólo conocen al señor Christoff como la figura dominante, la que hacía y deshacía. Pero olvidan que él nunca solicitó tal posición. ¡Oh, sí…! Recuerdo perfectamente la llegada del señor Christoff a esta ciudad. Era un hombre muy joven entonces, solo, nada pretencioso…, incluso modesto. Si nadie lo hubiera animado, estoy seguro de que se habría sentido feliz permaneciendo en un segundo plano, dando sus recitales en privado y demás. Pero fue una cuestión de oportunidad, señor Ryder, y los acontecimientos se desarrollaron de la forma más desdichada. Cuando el señor Christoff llegó a la ciudad, estábamos pasando… bueno, sí, una especie de «bache». El señor Bernd, el pintor, y el señor Vollmöller, un compositor excelente, que durante tanto tiempo habían llevado el timón de nuestra vida cultural, acababan de fallecer con pocos meses de diferencia, y por la ciudad se había extendido un sentimiento…, una especie de desasosiego… Todos sentíamos una gran tristeza por la muerte de aquellos dos hombres extraordinarios, pero supongo que al mismo tiempo nos decíamos que se nos presentaba una oportunidad para cambiar. La oportunidad de algo nuevo y fresco. Porque, pese a lo felices que habíamos sido, después de tantos años con aquellos dos caballeros al frente de todo era inevitable que hubieran surgido ciertas frustraciones. Así que se imaginará usted el revuelo que se produjo cuando corrió la voz de que el extranjero que se alojaba en casa de la señora Roth era un violoncelista profesional que había tocado en la orquesta sinfónica de Gotemburgo y, en varias ocasiones, bajo la dirección de Kazimierz Studzinski. Recuerdo que yo mismo tuve bastante que ver con el recibimiento que dispensamos al señor Christoff… Y a él lo recuerdo como era entonces, ya ve, con aquella sencillez suya de los primeros tiempos. Ahora, desde la perspectiva de los años, pienso incluso que le faltaba confianza en sí mismo. Es probable que hubiera sufrido algunos reveses antes de llegar a esta ciudad. Pero nos deshicimos en atenciones con él, y lo instamos a manifestar sus opiniones acerca de los temas más diversos… Sí, así empezó todo. Recuerdo que ayudé personalmente a persuadirlo de que diera aquel primer recital. Porque él se mostraba reacio de verdad. Aunque lo cierto es que su primer recital iba a ser una cosa muy sencilla, una reunión social en casa de la señora condesa. Fue sólo dos días antes de la fecha prevista cuando la condesa, en atención a la cantidad de gente que deseaba asistir, se vio obligada a trasladar la velada a la Holtmann Gallery. Y a partir de entonces, los recitales del señor Christoff (le pedíamos como mínimo uno cada seis meses) tuvieron como marco el auditórium y llegaron a ser, año tras año, clamorosos acontecimientos sociales. Pero al principio él se resistía. Y no sólo la primera vez. Durante los primeros años tuvimos que seguir persuadiéndolo. Luego, naturalmente, las aclamaciones, los aplausos y los halagos pusieron su granito de arena, y pronto el señor Christoff comenzó a verlo todo de otra forma. Para empezar, a verse de otra forma a sí mismo. «He triunfado aquí», le oyeron decir muchas veces en aquel tiempo. «He triunfado desde que llegué a esta ciudad.» Lo que quiero decir, señor Ryder, es que fuimos nosotros quienes le empujamos. Y ahora me da lástima…, y me atrevería a afirmar que probablemente soy el único en la ciudad que se apiada de él. Como ya habrá advertido, hay más bien un sentimiento generalizado de ira en su contra. Pero yo soy bastante realista a la hora de enjuiciar la situación… Es preciso serlo, y sin concesiones. Nuestra ciudad está al borde de una crisis. La ruina se extiende. Por alguna parte tenemos que empezar a enderezar la situación, así que bien podemos comenzar por el meollo. Hay que ser drásticos y, por mucha lástima que me inspire, comprendo que no hay otro remedio. Él y todo cuanto ha llegado a representar han de ser arrumbados en un sombrío rincón de nuestra historia.

Aunque seguía con el cuerpo ligeramente vuelto hacia él para indicar que no había dejado de escucharle, mi atención había vuelto de nuevo a la película. Clint Eastwood se comunicaba ahora con la Tierra a través del micrófono. Hablaba con su esposa, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Me di cuenta de que nos acercábamos a la famosa secuencia en la que Yul Brynner entra en la sala y pone a prueba la rapidez en sacar el revólver de Eastwood dando una palmada ante él.

– Dígame -pregunté-. ¿Cuánto tiempo hace que llegó a la ciudad el señor Christoff?

Lo había preguntado casi sin pensar, con la mitad de la atención en la pantalla. Y de hecho seguí absorto en la película dos o tres minutos más antes de observar que, a mi espalda, el señor Pedersen tenía la cabeza hundida entre los hombros en actitud de profunda vergüenza. Al advertir que lo miraba de nuevo, alzó la vista y respondió:

– Tiene usted toda la razón, señor Ryder. Nos merecemos su reprimenda. Diecisiete años y siete meses. ¡Mucho tiempo, sin duda! Un error como el nuestro habrían podido cometerlo en cualquier parte… Pero… ¿habrían tardado tanto en rectificarlo? Comprendo la impresión que debemos de causarle a un extraño, a alguien como usted, señor…, y me avergüenzo profundamente, sí…, permítame que lo reconozca. No trato de buscar excusas. Nos costó una eternidad admitir nuestro error. No diría yo verlo, pero reconocerlo, admitirlo incluso en nuestro fuero interno, era algo muy difícil. Por eso nos costó tanto tiempo. Nos habíamos comprometido muy a fondo con el señor Christoff… Prácticamente todos los miembros del ayuntamiento lo habíamos invitado alguna vez a nuestras casas… En los banquetes municipales anuales tomaba asiento siempre junto al señor y la señora Von Winterstein. Su retrato había ilustrado la cubierta del calendario del ayuntamiento. Se había encargado de escribir la introducción al programa de la Exposición Roggenkamp. Y eso no era todo. Ni muchísimo menos. Las cosas llegaron demasiado lejos. Como, por ejemplo, en el desdichado caso del señor Liebrich… ¡Ah, dispense! Creo que acabo de ver al señor Kollmann por allí atrás -exclamó de pronto, al tiempo que volvía a estirar el cuello para otear el fondo de la sala-. Pues sí: es el señor Kollmann, y está acompañado, si no me equivoco… ¡Es tan difícil ver en esta oscuridad!… Está también el señor Schaefer. Estos dos caballeros se hallaban presentes en la recepción fallida de esta mañana, y me consta que se habrían alegrado muchísimo si hubieran podido saludarle. Además, en lo relativo al tema de que hablamos, estoy seguro de que los dos tienen mucho que contar. ¿Quiere usted que nos acerquemos y se los presento?

– Sería un honor para mí. Pero me estaba usted hablando de…

– ¡Ah, sí, naturalmente! Del desdichado caso del señor Liebrich. Verá usted, señor… Durante muchos años antes de la llegada del señor Christoff, el señor Liebrich había sido uno de nuestros profesores de violín más respetados. Enseñaba a los hijos de las mejores familias. Y se le admiraba muchísimo. Pues bien… No mucho tiempo después de su primer recital, le preguntaron al señor Christoff su opinión sobre el señor Liebrich, y él dio a entender que no lo apreciaba gran cosa, ni como artista ni por sus métodos de enseñanza. Para cuando murió el señor Liebrich, hace unos pocos años, lo había perdido prácticamente todo: los alumnos, los amigos, su puesto en la sociedad… Fue un caso impresionante, aunque sólo uno de tantos. Pero… reconocer que habíamos vivido tanto tiempo equivocados respecto al señor Christoff…, ¿puede usted hacerse cargo de la enorme dificultad que entrañaba? Sí, fuimos débiles, lo reconozco. Por otra parte, no podíamos ni imaginar que las cosas llegarían al actual grado de crisis. La gente parecía tan feliz. Fueron pasando los años y, si alguno de nosotros albergó alguna duda en su interior, se la guardó para sí mismo. Pero no estoy excusando nuestra negligencia, señor. En absoluto. Es más: por mi posición de entonces en el municipio, sé que soy tan culpable como el que más. Al final, y me avergüenza sobremanera tener que admitirlo, al final fueron los ciudadanos, el pueblo llano, quienes nos obligaron a encarar nuestras responsabilidades. Las personas sencillas, cuyas vidas son ahora cada vez más míseras, en esto fueron un paso por delante de nosotros. Recuerdo exactamente el instante en que despuntó en mí por vez primera esta realidad. Fue hace tres años. Regresaba yo a casa después del último de los recitales del señor Christoff: las Grotesqueries para violoncelo y tres flautas, de Kazan. Lo recuerdo muy bien. Avivaba el paso en la oscuridad del Liebmann Park, porque hacía mucho frío, cuando vi al señor Kohler, el farmacéutico, que caminaba unos pasos más adelante. Sabía que había asistido también al concierto, por lo que lo alcancé y nos pusimos a charlar. Al principio me guardé muy mucho de decir francamente lo que pensaba, pero en un momento dado le pregunté si había disfrutado con el recital del señor Christoff. El señor Kohler me respondió que sí. Pero debí de percibir algo en su forma de decirlo, porque recuerdo que a los pocos segundos volví a formularle la pregunta. Y esta vez el señor Kohler, tras repetir que lo había pasado muy bien, añadió que quizá la interpretación del señor Christoff había sido algo funcional. Sí, sí…, «funcional»… Ésa fue la palabra que empleó. Ya se imaginará usted lo mucho que dudé antes de proseguir. Pero al final decidí dejar a un lado mis precauciones, y le dije: «Pues mire usted, señor Kohler: creo que soy de su misma opinión. Ha sido todo un poco árido.» A lo que el señor Kohler replicó que, por su parte, era el adjetivo «frío» el que le había venido a la mente. Para entonces habíamos llegado ya a la verja del parque. Nos deseamos buenas noches y nos separamos. Pero recuerdo que aquella noche casi no pude dormir, señor Ryder. La gente corriente, los ciudadanos decentes como el señor Kohler, empezaban a manifestar esas opiniones. Estaba claro que ya no se podía mantener la ficción. Que había llegado el momento de que nosotros, los que ocupábamos puestos influyentes, asumiéramos nuestros propios errores por graves que fueran las consecuencias. ¡Oh, sí, dispénseme…! Ahora los veo bien: sí, quien está sentado junto al señor Kollmann es el señor Schaefer. Esos dos caballeros tendrán puntos de vista interesantes sobre lo ocurrido, son de una generación posterior a la mía, y habrán visto las cosas desde un ángulo algo distinto. Además, sé lo mucho que deseaban saludarle esta mañana. Acerquémonos, por favor.

Pedersen se levantó de su asiento, y vi cómo su encorvada figura se abría paso por la fila susurrando excusas. Al llegar al pasillo irguió el cuerpo y me hizo una seña. Pese a mi cansancio, no me quedó más remedio que acompañarle, y, levantándome también, empecé a recorrer la fila hacia el pasillo central. Mientras lo hacía, advertí que entre el público reinaba una atmósfera casi festiva. Todos parecían intercambiar chistes y pequeños comentarios durante la proyección, y mi paso entre las butacas no parecía molestar a nadie. Por el contrario, todos apartaban hacia un lado las piernas o se ponían en pie servicialmente para dejarme espacio. Unos cuantos, incluso, se arrellanaron en sus butacas y levantaron los pies entre exclamaciones de regocijo.

Una vez en el pasillo central, el señor Pedersen comenzó a guiarme por la pendiente enmoquetada. Al llegar a un punto de las filas traseras se detuvo y, con un amplio y obsequioso ademán, me indicó:

– Por favor, señor Ryder…, detrás de usted.

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