29

Mientras la señora Hoffman desaparecía en la noche, me volví y corrí hacia la entrada que me había indicado. Y al hacerlo fui diciéndome que debía aprender la lección de mi reciente pánico; que resultaba perentorio no volver a dejarme desviar de las cruciales tareas que tenía por delante. Y en aquel momento, a punto al fin de entrar al edificio de la sala de conciertos, todo me pareció repentinamente simple. Lo cierto era que finalmente, al cabo de tantos años, estaba a punto de volver a tocar el piano ante mis padres. La prioridad primera, por tanto, estribaba en hacer que mi interpretación fuera lo más rica, lo más arrolladura posible. Comparado con ella, hasta la cuestión del turno de preguntas y respuestas quedaba en segundo plano. Todos los contratiempos, todo el caos de los días previos carecerían de importancia si en aquel momento, aquella noche, lograba dar cumplimiento a mi objetivo primordial.

La ancha puerta blanca se hallaba débilmente iluminada desde arriba por una única lámpara. Hube de apoyar todo mi peso contra ella para lograr que cediera y poder entrar, dando un ligero traspié, en el edificio.

Aunque la señora Hoffman me había asegurado que era la entrada de artistas, mi impresión inmediata fue que se trataba de la entrada de las cocinas. Me vi en un ancho pasillo desnudo, pobremente iluminado por lámparas fluorescentes cenitales. De todas partes llegaban voces que hablaban y gritaban, ruidos de pesados objetos metálicos, sibilantes sonidos de vapor y de agua. Un poco más adelante había un carrito de servicio, y a su lado dos hombres que discutían airadamente. Uno de ellos sujetaba un largo papel desenrollado que le llegaba casi hasta los pies, y señalaba repetidamente en él con el dedo. Pensé en interrumpirles para preguntarles dónde podía encontrar a Hoffman -ahora mi mayor preocupación era llevar a cabo una inspección del auditórium, y del propio piano, antes de que empezaran a llegar los invitados-, pero parecían tan absortos en su discusión que decidí pasar de largo.

El pasillo describía una suave curva. Me encontré con muchas personas, pero todas ellas muy ocupadas, cargadas con diversas cosas. La mayoría de ellas, vestidas con uniformes blancos, caminaban apresuradamente, con expresión distraída, acarreando pesados sacos o empujando carritos de servicio. No me pareció oportuno pararles, y seguí por el pasillo convencido de que tarde o temprano llegaría a algún otro sector del edificio donde encontraría al fin los camerinos, y donde Hoffman o cualquier otra persona podría mostrarme el auditórium. Pero entonces oí que alguien gritaba mi nombre a mi espalda, y al volverme vi a un hombre que corría hacia mí. Me resultaba familiar, y por fin lo reconocí: era el maletero barbudo que, horas antes, había abierto la danza en el Café de Hungría.

– Señor Ryder -dijo casi sin resuello-. Gracias a Dios que le encuentro al fin. Es la tercera vez que recorro el edificio. Está aguantando bien, pero todos estamos ansiosos por llevarlo al hospital y él no quiere moverse hasta que haya hablado con usted. Por favor, venga por aquí, señor. Está aguantando bien, Dios le bendiga.

– ¿Quién está aguantando bien? ¿Qué ha pasado?

– Por aquí, señor. Será mejor que nos demos prisa, si hace el favor. Lo siento, señor Ryder, no le estoy explicando nada. Es Gustav: se ha puesto enfermo. Yo no estaba aquí cuando ha pasado, pero dos de los chicos, Wilhelm y Hubert, que trabajaban con él aquí, ayudando con los preparativos, nos han mandado el recado. Y, claro, en cuanto me he enterado he venido como un rayo, y lo mismo los demás chicos. Al parecer Gustav estaba trabajando perfectamente, pero ha ido a los servicios y no ha salido en mucho rato, y como eso no es nada propio de Gustav, Wilhelm ha entrado a ver lo que pasaba. Y parece que al entrar, señor, se lo ha encontrado de pie delante de uno de los lavabos, con la cabeza inclinada sobre la loza. Aún no estaba tan enfermo, y le ha dicho a Wilhelm que se sentía un poco mareado, que eso era todo, y que no fuera a montar ningún jaleo al respecto. Wilhelm, siendo como es, no sabía muy bien qué hacer, máxime con Gustav diciéndole que no armara ningún revuelo, y se ha ido a buscar a Hubert. Hubert le ha echado una mirada y ha decidido que Gustav tenía que echarse. Así que se han puesto uno a cada lado para ayudarle, y es cuando se han dado cuenta de que, aunque seguía de pie, con las manos agarradas al lavabo, se había desmayado. Agarrado con fuerza a los bordes, sí señor, y Wilhelm dice que han tenido que despegarle los dedos uno a uno. Entonces Gustav parece que ha vuelto un poco en sí, y le han cogido cada uno un brazo y lo han sacado de allí. Y Gustav, entonces, ha vuelto a repetir que no armaran ningún revuelo, que se encontraba bien y que podía seguir trabajando. Pero Hubert no ha querido ni oír hablar del asunto, y le han llevado a un camerino, a uno de los vacíos.

El maletero barbudo me precedía por el pasillo a paso rápido, hablándome todo el tiempo por encima del hombro, pero dejó de hablar para esquivar un carrito.

– Un asunto muy penoso -dije yo-. ¿Y cuándo dice que ha sucedido exactamente?

– Supongo que debe de haber sido hace un par de horas. Al principio no parecía tan mal, e insistía en que lo que necesitaba era unos minutos de descanso para recuperar el resuello. Pero Hubert estaba preocupado y nos ha mandado recado y hemos venido volando, todos los chicos. Hemos encontrado un colchón para que se echara, y una manta, pero parece que ha empeorado y hemos hablado entre nosotros y hemos pensado que se le debía atender como es debido. Pero Gustav no quería ni oír hablar del asunto, y de repente, muy resuelto, ha dicho que tenía que hablar con usted. Ha estado muy insistente, y ha dicho que si queríamos llevarle, que de acuerdo, que iría al hospital, pero que antes necesitaba hablar con usted. Y no hacía más que empeorar a ojos vistas. Pero no ha habido forma de razonar con él, señor, así que hemos tenido que seguir buscándole por todo el edificio. Y gracias a Dios le he encontrado. Es ese de ahí, el del fondo.

Había supuesto que el pasillo era un corredor continuo que comunicaba todo el edificio, pero cuando llegamos a un punto vi que acababa en un muro de color beige. La última puerta antes del muro estaba entreabierta, y el maletero barbudo, parándose en el umbral, miró con cautela hacia el interior. Luego me hizo una seña y entré tras él en el camerino.

Había una docena de personas agrupadas junto a la puerta, y al vernos se volvieron y se apresuraron a dejarnos paso. Supuse que eran los otros mozos de hotel, pero no me detuve a cerciorarme y fijé la mirada en la figura de Gustav, al fondo del pequeño cuarto.

Yacía sobre un colchón, sobre el piso de baldosa, tapado con una manta. Uno de los maleteros estaba junto a él, en cuclillas, y le decía algo con voz suave, pero al verme se puso en pie de inmediato. Entonces, en menos de unos segundos, el camerino se vació, la puerta se cerró a mi espalda y me encontré a solas con Gustav.

El pequeño camerino no tenía mobiliario, ni siquiera una simple silla de madera. Carecía asimismo de ventanas, y aunque la rejilla de ventilación cercana al techo emitía una especie de zumbido suave, el aire estaba viciado. El suelo era frío y duro, y la luz cenital o estaba apagada o no funcionaba, con lo que la única luz venía de las bombillas que rodeaban el espejo de maquillaje. Podía ver perfectamente, sin embargo, que la cara de Gustav había adquirido una extraña coloración gris. Estaba tendido boca arriba, completamente inmóvil, salvo cuando algo como una ola parecía pasar por encima de él y le hacía hundir la cabeza contra el colchón. Me había sonreído al verme entrar, pero no había dicho nada, sin duda reservándose para cuando estuviéramos a solas. Le oí decir, con voz débil pero sorprendentemente serena:

– Lo siento mucho, señor, haber hecho que le trajeran de este modo. Es tremendamente irritante que haya pasado esto, precisamente esta noche. Precisamente cuando iba usted a hacernos ese gran favor…

– Sí, sí -dije rápidamente-, pero tranquilo… ¿Cómo se encuentra?

Me acuclillé junto a él.

– Supongo que no demasiado bien. Tendré que ir al hospital a que me miren algunas cosas.

Hizo una pausa, y otra oleada se abatió sobre él, y por espacio de unos segundos tuvo lugar una muda lucha sobre el colchón, durante la cual el viejo mozo cerró los ojos. Luego volvió a abrirlos y dijo:

– Tengo que hablar con usted, señor. Hay algo de lo que debo hablarle.

– Por favor, déjeme decirle -dije- que sigo tan comprometido como siempre con su causa. De hecho, estoy deseando hacerles ver a todos los invitados lo injusto del trato que usted y sus colegas han tenido que soportar durante tantos años. Tengo intención de hacer hincapié en los muchos malentendidos que…

Callé: el viejo maletero estaba haciendo un gran esfuerzo por llamar mi atención.

– No lo he dudado en ningún momento, señor -dijo al cabo de una pausa-. Es usted un hombre de palabra. Le estoy muy agradecido por apoyarnos como nos apoya. Pero de lo que le quería hablar era de otra cosa.

Volvió a guardar silencio, y otra callada lucha comenzó a tener lugar bajo la manta.

– La verdad -dije-, me pregunto si no convendría que fuera directamente al hospital…

– No, no. Por favor. Si esperamos a que esté en el hospital, puede que sea demasiado tarde. Verá: ha llegado el momento de que hable con ella. Con Sophie. Debo hablar con ella. Sé que está usted muy ocupado esta noche, pero es que nadie más lo sabe… Nadie sabe lo que sucede entre ella y yo, nadie conoce nuestro arreglo. Sé que es mucho pedir, señor, pero me pregunto si no podría usted ir a buscarla para explicárselo. No hay nadie más que pueda hacerlo.

– Lo siento -dije, genuinamente perplejo-. ¿Explicarle qué, exactamente?

– Explicárselo, señor. Por qué nuestro arreglo…, por qué debe terminar ahora. No será fácil persuadirla, después de todos estos años. Pero si usted consiguiera que entendiera por qué tenemos que hacer que el arreglo acabe… Me doy cuenta de que es mucho pedirle, señor, pero aún falta un buen rato para que tenga que salir al escenario. Y, como digo, usted es el único que sabe lo de…

Dejó la frase en suspenso: otra oleada de dolor se apoderó de él. Pude ver cómo sus músculos se crispaban bajo la manta, pero esta vez siguió mirándome, mantuvo los ojos abiertos mientras todo él se estremecía. Cuando su cuerpo se distendió, dije:

– Es verdad, aún falta un rato para que me llamen. Muy bien, iré a ver qué puedo hacer. Intentaré hacerla comprender. En cualquier caso, la traeré aquí tan rápido como pueda. Pero confiemos en que pueda recuperarse usted pronto, en que lo que le está pasando no sea tan grave como temía…

– Señor, por favor. Le agradeceré mucho que la traiga de inmediato. Mientras tanto, intentaré aguantar…

– Sí, sí, iré a buscarla inmediatamente. Por favor, tenga paciencia. Lo haré tan rápido como pueda.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Había casi llegado a ella cuando me vino a la cabeza un pensamiento y, volviéndome, me acerqué de nuevo a la figura tendida en el colchón.

– Boris -dije, volviéndome a poner en cuclillas-. ¿Qué hacemos con Boris? ¿Quiere que lo traiga?

Gustav alzó la mirada, aspiró profundamente y cerró los ojos. Cuando vi que seguía en silencio, dije:

– Quizá sea mejor que no le vea en esta…, en este estado.

Creí ver que asentía casi imperceptiblemente, pero siguió sin decir nada, con los ojos cerrados.

– A fin de cuentas -proseguí-, el chico tiene una imagen de usted. Quizá quiera usted que siga recordándole de ese modo…

Gustav, esta vez, asintió más claramente.

– He pensado que debía preguntárselo -dije, volviendo a ponerme en pie-. Muy bien, Traeré a Sophie. No tardaré.

Me hallaba ya en la puerta -estaba haciendo girar el pomo, de hecho- cuando de pronto oí que me gritaba:

– ¡Señor Ryder!

El grito no sólo me sorprendió por lo sonoro, sino que entrañaba tal peculiar intensidad que apenas pude creer que procediera de Gustav. Y, sin embargo, cuando me volví vi que seguía con los ojos cerrados, y aparentemente inmóvil. Me apresuré a acercarme a él, con más que mera aprensión. Pero Gustav abrió los ojos y me miró.

– Traiga a Boris también -dijo con voz muy queda-. Ya no es tan niño. Que me vea como estoy. Tiene que aprender sobre la vida. Hacerle frente.

Sus ojos volvieron a cerrarse, y al ver que sus facciones se crispaban pensé que el dolor volvía a atenazarlo. Pero esta vez percibí algo diferente en su semblante, y cuando me incliné para ver qué le pasaba vi que el anciano maletero estaba llorando. Seguí mirándole unos instantes, sin saber qué hacer, y al final le toqué con suavidad el hombro.

– Volveré enseguida -le susurré.

Cuando salí del camerino, los otros maleteros, que aguardaban todos juntos a unos pasos de la puerta, se volvieron hacia mí con expresión ansiosa. Me abrí paso entre ellos, y dije con voz firme:

– Caballeros, hagan el favor de vigilarle atentamente. Yo he de llevar a cabo una gestión urgente, así que espero que me disculpen…

Alguien empezó a preguntar algo, pero me escabullí sin escucharle.

Mi plan era encontrar a Hoffman y pedirle que me llevaran al apartamento de Sophie de inmediato. Pero luego, mientras avanzaba apresuradamente por el pasillo, caí en la cuenta de que no tenía la menor idea de dónde encontrar al director del hotel. Además, el pasillo tenía ahora un aspecto completamente diferente de cuando lo había recorrido con el maletero barbudo. Seguía habiendo empleados empujando carritos de servicio, pero ahora aparecía abrumadoramente transitado por personas que sólo cabía suponer miembros de la orquesta invitada. Habían aparecido como por ensalmo largas filas de camerinos a ambos lados, y los músicos, en grupos de dos o tres, charlaban y reían, y ocasionalmente se llamaban entre sí de un punto a otro. De trecho en trecho, al pasar ante una puerta cerrada, oía el sonido de algún instrumento, pero en conjunto -me chocó- su estado de ánimo parecía sorprendentemente despreocupado. Estaba a punto de pararme para preguntar dónde podía encontrar a Hoffman cuando de súbito entrevi al mismísimo director del hotel a través de la puerta de un camerino entreabierto. Me acerqué a ella y la empujé un poco hacia dentro.

Hoffman estaba de pie ante un espejo de cuerpo entero, y se estudiaba detenidamente. Llevaba traje de etiqueta, y al mirarle vi que en su cara había un exceso de maquillaje, y que parte de los polvos se le había caído sobre hombros y solapas. Murmuraba cosas entre dientes, sin apartar la mirada de su imagen reflejada en el espejo. Luego, mientras yo seguía mirándole desde la puerta entreabierta, ejecutó una extraña operación. Inclinándose de improviso hacia adelante, alzó el brazo, y con él doblado y rígido, y el codo en punta, cerró el puño y se golpeó en la frente una, dos, tres veces… Y mientras lo hacía no apartó en ningún momento la vista del espejo ni dejó de hablar entre dientes. Luego se enderezó y siguió mirándose al espejo en silencio. Temiendo que se dispusiera a repetir la operación desde el principio, me aclaré rápidamente la garganta y dije:

– Señor Hoffman…

El director del hotel dio un respingo y me miró con fijeza.

– Perdone que le moleste -dije-. Lo siento…

Hoffman miró a su alrededor con expresión de desconcierto, y luego pareció recuperar la compostura.

– Señor Ryder -dijo, sonriendo-. ¿Cómo está usted? Espero que todo esté a su entera satisfacción…


– Señor Hoffman, acaba de suceder algo que requiere una atención urgente. Necesito un coche que pueda llevarme a donde voy con la mayor rapidez posible. Me pregunto si podrá usted proporcionármelo sin tardanza.

– ¿Un coche, señor Ryder? ¿Ahora?

– Es un asunto de suma urgencia. Por supuesto, tengo intención de volver cuanto antes, con tiempo de sobra para cumplir con mis compromisos.

– Sí, sí, por supuesto. -Hoffman parecía vagamente preocupado-. Un coche…, sí, no hay ningún problema. En circunstancias normales, señor Ryder, podría proporcionarle también un chófer, o incluso le llevaría gustosamente yo mismo… Pero desgraciadamente, en este preciso momento, mis empleados están todos muy ocupados. Y en cuanto a mí, tengo tantas cosas de que ocuparme… Incluso debo ensayar unas modestas líneas. ¡Ja, ja! Como sabe, también yo voy a pronunciar un pequeño discurso esta noche. Y por trivial que sin duda vaya a resultar comparado con su contribución a la velada, señor Ryder, y con la del propio señor Brodsky, que, dicho sea de paso, ya debería estar aquí, me siento en la necesidad de prepararlo lo mejor que pueda. Sí, sí, el señor Brodsky se está demorando un poco, la verdad, pero no creo que haya que preocuparse. De hecho, éste es su camerino, y estaba comprobando que todo estaba en orden. Es un camerino estupendo. Estoy completamente seguro de que llegará en cualquier momento. Como sabe, señor Ryder, he estado supervisando personalmente la…, bueno, la recuperación del señor Brodsky. Para mí ha supuesto una verdadera satisfacción ser testigo de ella. ¡Tal motivación, tal dignidad! Tanto es así que esta noche, esta noche crucial, tengo plena confianza en él. Oh, sí. Plena confianza. Una recaída, a estas alturas, resulta impensable. ¡Sería un desastre para la ciudad! Y, naturalmente, un desastre para mí. Claro que esto último no sería en absoluto importante, pero, me perdonará, una recaída en esta noche crucial, a estas alturas, permítame decirlo, para mí sería la ruina… En el mismísimo umbral del triunfo…, para mí sería el final… ¡Un humillante final! No podría volver a mirar a la cara a nadie en esta ciudad. Tendría que esconderme. ¡Ja! Pero ¿qué estoy haciendo, hablando de tales improbables eventualidades? Tengo absoluta confianza en el señor Brodsky. Llegará enseguida.

– Sí, estoy seguro de que así será, señor Hoffman -dije-. Y estoy seguro también de que la velada va a resultar un rotundo éxito.

– Sí, sí. ¡Lo sé! -gritó con impaciencia-. ¡No me cabe la menor duda al respecto! Ni siquiera lo habría mencionado…, aún queda mucho tiempo hasta que comiencen los actos. Ni siquiera lo habría mencionado si no fuera por…, por los acontecimientos de esta tarde.

– ¿Acontecimientos?

– Sí, sí. Oh, no se ha enterado… Claro, ¿cómo iba a enterarse? En realidad no hay mucho que contar, señor. Una secuencia de cosas que ha tenido lugar esta tarde, y que ha dado como resultado que el señor Brodsky, cuando lo he dejado hace unas horas, estuviera bebiendo un pequeño vaso de whisky. ¡No, no, señor! Ya sé lo que está pensando. ¡No, no! Me consultó de antemano. Y yo, después de reflexionar sobre el asunto, y de llegar a la conclusión de que en tales excepcionales circunstancias un vasito no le haría ningún daño, accedí a que se lo tomara. Juzgué que era lo mejor, señor. Quizá me equivoqué, ya veremos. Personalmente, no lo creo. Claro que si tomé una decisión errónea, bueno, la velada entera…, ¡puf!, ¡una auténtica catástrofe de principio a fin! Me veré obligado a esconderme para el resto de mis días. Pero el hecho, señor, es que las cosas empezaron a complicarse enormemente esta tarde, y tuve que tomar una decisión. Sea como fuere, el caso es que dejé al señor Brodsky en su casa con su pequeño vaso de whisky. Confío en que no haya seguido bebiendo. Lo único que me ronda la cabeza ahora es que debería haber hecho algo acerca de ese armario… Pero, bueno, seguro que de nuevo estoy siendo extremadamente cauteloso… Después de todo, el señor Brodsky ha hecho tantos progresos que seguro que hay que confiar en él plenamente, plenamente…

Había estado jugueteando con su pajarita, y se volvió al espejo para arreglársela.

– Señor Hoffman -dije-, ¿qué ha sucedido exactamente? Si algo le ha sucedido al señor Brodsky, o si ha sucedido algo capaz de alterar de algún modo el programa de esta noche, debería ser informado de ello de inmediato. Seguro que estará de acuerdo conmigo, señor Hoffman.

El director del hotel se echó a reír.

– Señor Ryder, se está haciendo usted una idea completamente errónea. No tiene que preocuparse en absoluto. Míreme, ¿estoy yo preocupado? No. Toda mi reputación depende de esta noche, y ¿no me ve usted tranquilo y confiado? Le aseguro, señor, que no hay nada de lo que tenga usted que preocuparse.

– Señor Hoffman, ¿a qué se refería usted hace un momento cuando ha mencionado un armario?

– ¿Un armario? Oh, es un armario que he descubierto esta tarde en casa del señor Brodsky. Puede que usted ya sepa que el señor Brodsky vive desde hace muchos años en una vieja granja, no lejos de la autopista del norte. Yo, por supuesto, ya había estado en ella varias veces, pero como las cosas están siempre tan desordenadas…, el señor Brodsky tiene su propio concepto del orden…, bueno, pues no me había parado nunca a inspeccionar detenidamente su casa. Es decir, antes de esta tarde nunca he sabido que tuviera una provisión extra de bebidas alcohólicas. Me ha jurado que se había olvidado de ello por completo. Así que cuando ha salido a relucir lo de tomarse una pequeña copa, cuando yo he dicho, bien, dadas las circunstancias, en vista de las especiales circunstancias derivadas del enojoso asunto de la señorita Collins y demás…, sólo en tales circunstancias, ya ve, le he dicho que estaba de acuerdo en que, bien mirado, y pese al pequeño riesgo que entrañaba, podría venirle bien un trago, sólo para tranquilizarse. Hágase cargo, señor, el hombre estaba tan abatido por el asunto de la señorita Collins… Y ha sido entonces, al decirle que iba al coche a buscar una petaca, cuando el señor Brodsky ha recordado que había un armario que no había vaciado de botellas. Así que he ido a su…, ejem, a su cocina, si se le puede llamar así… En los últimos meses el señor Brodsky ha trabajado mucho reparando esto y lo otro en la casa. La ha mejorado mucho, y ya apenas le llueve ni le nieva dentro, aunque por supuesto aún no hay ventanas que merezcan llamarse como tales… El caso es que el señor Brodsky ha abierto el armario, que en realidad estaba caído hacia un lado en el suelo, y dentro, bueno, había como una docena de botellas viejas. La mayoría de whisky. El señor Brodsky se ha sorprendido tanto como yo. Al principio he pensado, debo admitirlo, que debía hacer algo con ellas. Llevármelas, o tirar el contenido… Pero, como comprenderá, señor, habría sido un insulto. Una gran afrenta al coraje y la determinación que últimamente ha mostrado el señor Brodsky. Y después del duro golpe a su ego que esta misma tarde le ha asestado la señorita Collins…

– Disculpe, señor Hoffman, pero no hace más que mencionar a la señorita Collins, ¿a qué se refiere?

– Ah, la señorita Collins. Sí, bueno, ésa es otra cuestión. Por eso estaba yo en la granja del señor Brodsky. Ya ve, señor Ryder, esta tarde he tenido que ser portador del más triste de los mensajes. Nadie me habría envidiado tal tarea. El caso es que yo llevaba ya cierto tiempo inquieto al respecto, incluso antes de su cita de ayer en el zoo. Estaba preocupado…, bueno, preocupado por la señorita Collins. ¿Quién podía suponer que las cosas iban a ir tan deprisa entre ellos, después de todos estos años? Sí, sí, estaba preocupado. La señorita Collins es una encantadora dama por quien siento la mayor de las consideraciones. No podría soportar que volviera a arruinar su vida a estas alturas. ¿Sabe?, la señorita Collins es una mujer de gran sabiduría, la ciudad entera puede atestiguarlo, pero a pesar de todo…, si viviera usted aquí, seguro que estaría de acuerdo…, siempre ha habido algo de vulnerable en ella. Hemos llegado a respetarla enormemente, y mucha gente ha encontrado en su consejo una inapreciable ayuda, pero al mismo tiempo, cómo diría…, siempre nos hemos sentido protectores respecto a ella. Y cuando el señor Brodsky, con el paso de los meses, se volvió… más él mismo, se plantearon ciertas cuestiones que yo, por lo menos, no había considerado convenientemente de antemano, y bueno, como digo, estaba preocupado. Así que imagínese lo que he sentido, señor, cuando mientras le traía de vuelta a la ciudad después de su ensayo al piano usted ha mencionado inocentemente que la señorita Collins había accedido a verse con el señor Brodsky en el cementerio de St. Peter… Santo Dios, ¡lo rápido que van las cosas! ¡El bueno del señor Brodsky debió de ser en tiempos un verdadero Rodolfo Valentino! Señor Ryder, me he dado cuenta de que tenía que hacer algo enseguida. No podía permitir que la vida de la señorita Collins se viera sumida de nuevo en la miseria, y menos aún como consecuencia de algo que yo, si bien indirectamente, había hecho. Así que hace unas horas, en cuanto me ha permitido usted, tan amablemente, que le dejara en plena calle, he ido a visitar a la señorita Collins a su apartamento. Se ha sorprendido al verme, por supuesto. Le ha sorprendido que haya ido personalmente en una tarde como ésta, con la noche que me espera… En otras palabras: mi sola presencia ha sido harto elocuente… Me ha hecho pasar enseguida, y le he pedido disculpas por lo imprevisto de mi visita, y por el hecho de no abordar el delicado tema que quería tratar con ella con el cuidado y tacto que en circunstancias normales sin duda emplearía. Ella, por supuesto, lo ha entendido perfectamente.

»"Me hago cargo, señor Hoffman", me ha dicho, "de la enorme presión que debe de estar soportando esta tarde…"

»Nos hemos sentado en la salita y he ido directamente al grano. Le he dicho que había oído que tenía una cita con el señor Brodsky. Y ella ha bajado los ojos como una colegiala. Y luego ha dicho tímidamente:

»"Sí, señor Hoffman. Momentos antes de que tocara usted a mi puerta, me disponía a prepararme. Llevo más de una hora probándome vestidos. Diferentes modos de sujetarme el pelo. A mi edad, ¿no le parece gracioso? Sí, señor Hoffman, nos hemos citado. Ha estado aquí esta mañana y me ha convencido.

Y he accedido a verle luego."

»Ha dicho algo así, y como entre dientes, no de la forma en que una dama de su elegancia suele expresarse normalmente.

Y yo, entonces, he empezado a hablar. Todo lo delicadamente que he podido, claro está. Le he señalado con tacto los posibles riesgos. "No es que pase nada, señorita Collins", le he dicho.

He empleado frases de este tipo. Dada mi penuria de tiempo,

he abordado el tema tan delicadamente como he podido. Si hubiera sido otra tarde, si hubiéramos tenido tiempo para bro mear, para charlar frivolamente, me atrevo a asegurar que lo habría hecho mejor. O quizá no habría sido muy diferente.

Porque para ella es una verdad difícil de asumir. En cualquier caso, al cabo de múltiples rodeos, le he expuesto la cuestión desnuda, le he dicho:

«"Señorita Collins, todas esas viejas heridas volverán a abrirse. Y le dolerán, le harán sufrir mucho. Harán que se derrumbe, señorita Collins. En cuestión de semanas, en cuestión de días. ¿Cómo ha podido usted olvidar lo que ha pasado? ¿Cómo puede usted avenirse a revivirlo? Todo lo que ha tenido que soportar en el pasado, las humillaciones, el hondo dolor, volverán a herirla, y esta vez con mayor saña. ¡Después de todo lo que ha hecho en estos años para rehacer su vida!"

»Y cuando le he expuesto la cuestión en tales términos (le aseguro, señor, que no ha sido nada fácil), he visto cómo se desmoronaba interiormente, por mucho que intentara mantener la calma externa. He visto cómo volvían a ella los recuerdos de aquel tiempo, cómo iba reviviendo las viejas aflicciones. No ha sido fácil, señor, se lo aseguro. Pero he creído que era mi deber seguir hablando. Y, al final, ella ha dicho con voz queda:

»"Pero señor Hoffman… Se lo he prometido. He prometido ir a verle. Querrá apoyarse en mí. Siempre me ha necesitado en las ocasiones como ésta, en las grandes noches…"

»Y yo le he dicho:

«"Señorita Collins, por supuesto que se sentirá decepcionado. Pero haré lo que esté en mi mano para explicárselo. Además, en el fondo de su corazón, el señor Brodsky sabe, como usted sabe, que es una cita poco atinada. Que es mejor no volver sobre el pasado."

«Ella ha mirado por la ventana con aire ensoñador, y ha dicho:

»"Pero estará ya allí. Me estará esperando."

«Y yo le he dicho:

«"Iré yo, señorita Collins. Sí, estoy muy ocupado, pero se trata de algo para mí tan importante que considero necesario hacerlo personalmente. Voy a ir ahora mismo al cementerio y le voy a informar de la situación. Puede usted estar segura, señorita Collins, de que haré todo lo posible por consolarle. Le animaré a pensar en el futuro, en la inmensa importancia del reto que le aguarda esta noche…"

»Le he hablado así, señor Ryder. Poco más o menos. Y, si bien debo admitir que parecía completamente destrozada, no hay que olvidar que es una dama sensata y que una parte de ella debe de haber comprendido que yo tengo razón. Porque me ha tocado el hombro con suma suavidad, y me ha dicho:

«"Vaya a verle. Ahora mismo. Y haga lo que pueda."

«Así que me he levantado para marcharme, pero entonces he recordado que aún me quedaba otra dolorosa tarea que cumplir.

»"Oh, y otra cosa, señorita Collins… -le he dicho-. En cuanto a la velada de esta noche, y dadas las circunstancias, creo que lo más juicioso será que se quede usted en casa."

«Ella ha asentido con la cabeza, al borde de las lágrimas.

»"Al fin y al cabo -he continuado-, debemos ser considerados con sus sentimientos. Dada la situación, su presencia en el auditórium podría ejercer cierta influencia sobre él en esta más que crucial coyuntura."

«Ella ha vuelto a asentir, dando a entender que lo comprendía perfectamente. Y me he excusado y me he ido. Y entonces, pese a todas las urgentes cosas que requerían mi atención (la recepción del pedido del pan y del bacon, por ejemplo), he comprendido que la prioridad más apremiante era lograr que el señor Brodsky remontara sano y salvo este obstáculo inesperado y último. Así que he ido en mi coche al cementerio. Al llegar había anochecido, y he deambulado entre las tumbas un rato y al final lo he visto, sentado en una lápida, con expresión de desaliento. Y cuando me ha visto acercarme, ha alzado la mirada cansinamente y me ha dicho:

»"Ha venido a decírmelo. Lo sabía. Sabía que no vendría." «Ello me habrá facilitado la tarea, pensará usted, pero le aseguro, señor, que no ha sido en absoluto fácil. Ser portador de tales nuevas. He asentido gravemente, y le he dicho que sí, que tenía razón, que la señorita Collins no iba a acudir a la cita. Que había reflexionado sobre el asunto y había cambiado de opinión. Y que además había decidido no ir a la sala de conciertos esta noche. No he considerado necesario explicárselo con más detalle. Y he visto en su semblante una profunda congoja, y he mirado hacia otra parte, fingiendo estudiar la tumba de al lado. "Ah, el viejo señor Kaltz", he dicho hacia los árboles, porque sabía que el señor Brodsky estaba llorando calladamente. "Ah, el señor Kaltz… ¿Cuántos años hace que lo enterramos? Parece que fue ayer, pero veo que hace ya catorce años… ¡Cuan solo estuvo antes de su muerte!" He estado hablando así unos instantes, a fin de permitir que el señor Brodsky se entregara al llanto. Luego he visto que contenía ya las lágrimas, y me he vuelto hacia él y le he sugerido que volviera conmigo al auditórium para prepararse. Pero él ha dicho que no, que era demasiado pronto. Que se pondría muy tenso si tenía que andar vagando por el edificio durante tanto tiempo. Y he pensado que quizá tenía razón, y le he ofrecido llevarlo a casa. Él ha estado de acuerdo, y hemos salido del cementerio y hemos caminado hacia el coche. Y durante todo el viaje, durante todo el trayecto por la autopista del norte, no ha hecho más que mirar por la ventanilla, sin decir nada, con lágrimas en los ojos de cuando en cuando… Y entonces me he dado cuenta de que aún no podía cantar victoria. De que las cosas no estaban tan claras como me había parecido horas antes. Pero seguía teniendo confianza, señor Ryder, la misma confianza que siento ahora. Y hemos llegado a la granja. Ha hecho muchos arreglos; ahora muchas de las habitaciones son perfectamente habitables. Hemos entrado en la habitación principal y hemos encendido la lámpara, y me he puesto a charlar de intrascendencias mientras echaba una ojeada a la sala. Me he ofrecido a ocuparme de que alguien fuera a ver qué se podía hacer con el problema de humedad de las paredes, pero él parecía no oírme. Estaba sentado en una silla, con la mirada perdida. Luego ha dicho que quería una copa. Una pequeña copa. Le he dicho que era imposible. Y él ha dicho, con mucha calma, que no se refería a su forma de beber de antes. Que no, que no era eso. Que aquella forma de beber había quedado atrás para siempre. Pero que acababa de sufrir un terrible golpe, y que se le rompía el corazón. Ha utilizado esas palabras. Que se le rompía el corazón, ha dicho, pero que sabía muy bien lo mucho que dependía de él esta noche. Que sabía que tenía que salir airoso. Que no pedía una copa a la vieja usanza. ¿Es que no me daba cuenta? Y le he mirado y he visto que decía la verdad. He visto a un hombre entristecido, desencantado, pero responsable. Un hombre que ha llegado a conocerse como quizá ningún otro llegará jamás a conocerse, un hombre con pleno dominio de sí mismo. Y me estaba diciendo que, en una crisis como esa, lo que necesitaba era un pequeño trago. Que le ayudaría a remontar la conmoción emocional que estaba padeciendo. Que le daría la firmeza necesaria para hacer frente a las exigencias de esta noche. Señor Ryder, en los últimos tiempos le había oído innumerables veces pedir alcohol…, pero ahora era algo totalmente diferente. Lo veía claramente. Lo he mirado profundamente a los ojos y le he dicho:

»"Señor Brodsky, ¿puedo confiar en usted? Tengo una petaca de whisky en el coche. Si le doy un vasito, ¿puedo fiarme de que no me pedirá más? Un vasito y se acabó, ¿de acuerdo?"

»A lo que él, sosteniendo mi mirada, ha respondido:

»"No es como antes. Se lo juro."

»Y entonces he salido hacia el coche, y todo estaba oscuro y el viento soplaba con furia entre los árboles, y he cogido la petaca y he vuelto a entrar, y el señor Brodsky no estaba ya en su silla. Y es cuando he atravesado la casa y he entrado en la cocina. En realidad es una dependencia aparte conectada con el edificio principal de la granja, que el señor Brodsky ha estado últimamente restaurando con bastante maestría. Sí, y es cuando lo he visto abriendo el armario, un armario que había en el suelo, tirado sobre un costado. Se había olvidado de él, me ha dicho al verme entrar. Y he visto el whisky. Botellas y botellas de whisky. Ha sacado una botella, la ha abierto y se ha servido un poco en un vaso. Luego, mirándome a los ojos, ha vertido lo que quedaba de la botella en el suelo. El piso de la cocina, debo aclarar, es casi todo de tierra, y ha absorbido el líquido


sin hacer ningún charco. Bien, lo ha echado al suelo, como digo, y ha vuelto a la habitación principal y se ha sentado en la silla y se ha puesto a beber. Lo he mirado atentamente, y he visto que bebía de forma diferente a como lo hacía antes. Incluso el hecho de que pudiera hacerlo así, a pequeños tragos… He visto que no me había equivocado. Le he dicho que teníamos que regresar, que ya me había demorado mucho, que tenía que supervisar el pan y el bacon. Me he levantado y entonces, sin necesidad de hablarnos, ambos hemos sabido lo que yo tenía en la cabeza: el armario. Y el señor Brodsky me ha mirado a los ojos y ha dicho:

»"Ya no es como antes."

»Y eso me ha bastado. Insistir en quedarme un rato más no habría hecho sino minar su propia estima. Habría sido un insulto. En cualquier caso, como digo, cuando le he mirado a la cara he sentido una absoluta confianza. Y me he ido sin ningún recelo. Y sólo en los últimos minutos, señor, ha cruzado por mi mente la sombra de una duda. Pero sé, racionalmente, que se trata únicamente de la tensión que precede a tan importante noche. Estará aquí enseguida, estoy seguro. Y la velada, tengo plena confianza, será un éxito, un rotundo éxito…

– Señor Hoffman -dije, abrumado por la impaciencia-. Si se ha sentido usted bien dejando al señor Brodsky con un vaso en la mano, allá usted. No estoy muy seguro de que su decisión haya sido la correcta, pero usted conoce la situación mucho mejor que yo. Sea como fuere, ¿puedo recordarle que necesito ayuda sin dilación alguna? Como le acabo de explicar, necesito un coche inmediatamente. Es un asunto de la mayor urgencia, señor Hoffman.

– Ah, sí, un coche -dijo Hoffman, mirando a su alrededor con aire pensativo-. Lo mejor será, señor Ryder, que coja mi coche. Está aparcado ahí fuera, nada más salir por la puerta de incendios. -Señaló hacia un punto del pasillo-. Bueno, ¿dónde tengo las llaves? Ah, aquí están. El volante tiene una holgura hacia la izquierda. He estado pensando en hacer que me lo ajusten, pero las cosas se me han echado encima y… Por favor, utilícelo todo lo que le haga falta. Yo no lo necesitaré hasta mañana por la mañana.

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