33

En las inmediaciones del camerino de Gustav, la situación apenas había cambiado durante mi ausencia. Los mozos de hotel, que quizá se habían alejado un poco más de la puerta, se habían agrupado junto a la pared opuesta del pasillo y conferenciaban en voz baja. Sophie, sin embargo, seguía prácticamente igual a como la había visto al marcharme, con el paquete entre los brazos, mirando a través de la puerta entreabierta. Al ver que me acercaba, uno de los maleteros vino hacia mí y me dijo en un susurro:

– Sigue aguantando bien, señor. Pero Josef se ha ido a buscar al médico. Hemos decidido que no podemos demorarlo más.

Asentí con la cabeza, y luego le pregunté en voz baja, mirando hacia Sophie:

– ¿Ha entrado en algún momento?

– Aún no, señor. Aunque estoy seguro de que la señorita Sophie no tardará en hacerlo.

Ambos nos quedamos mirándola unos segundos.

– ¿Y Boris? -pregunté.

– Oh, él ha entrado varias veces.

– ¿Varias veces?

– Oh, sí. Ahora mismo está dentro.

Volví a asentir, y luego me acerqué a Sophie. No se había percatado de mi vuelta, y al sentir que le tocaba con suavidad el hombro dio un respingo. Luego rió y dijo:

– Está ahí dentro. Papá.

– Sí.

Cambió ligeramente de postura, y se inclinó hacia un lado como tratando de ver mejor a través de la abertura de la puerta.

– ¿No vas a darle el abrigo? -le pregunté.

Sophie miró el abrigo, y dijo:

– Oh, sí. Sí, sí. Estaba a punto de…

Dejó la frase sin terminar y volvió a inclinarse hacia un lado. Luego llamó:

– ¿Boris? ¡Boris! Sal un momento.

Al cabo de unos segundos Boris apareció en el umbral, muy sereno, y cerró la puerta a su espalda.

– ¿Y bien? -preguntó Sophie.

Boris me dirigió una rápida mirada. Luego, volviéndose a su madre, dijo:

– El abuelo dice que lo siente. Dice que te diga que lo siente.

– ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que ha dicho?

Una sombra de incertidumbre cruzó el semblante del chico. Pero al cabo dijo en tono tranquilizador:

– Entraré otra vez. Va a decirme más.

– Pero ¿eso ha sido todo lo que te ha dicho hasta ahora? ¿Que lo siente?

– No te preocupes. Voy a volver a entrar.

– Espera un momento. -Sophie empezó a rasgar el papel que envolvía el abrigo-. Llévale esto al abuelo. Dáselo. Y mira si le queda bien. Dile que, si no le queda bien, puedo arreglárselo.

Dejó caer el papel roto al suelo, y levantó el abrigo. Era un abrigo marrón oscuro. Boris lo cogió sin protestar y entró en el camerino. Tal vez a causa de lo abultado de la prenda -sus pequeños brazos apenas podían abarcarla-, dejó la puerta a medio abrir a su espalda, y nada más hacerlo nos llegó un murmullo de voces del interior del camerino. Sophie no se movió de su sitio, pero vi que aguzaba el oído para captar lo que decían. A nuestra espalda, los mozos seguían manteniendo una respetuosa distancia, pero pude ver que también ellos miraban con ansiedad hacia la puerta.

Transcurrieron unos minutos, y finalmente salió Boris.

– El abuelo dice que muchas gracias -le dijo a Sophie-. Que está muy contento. Dice que está muy contento.

– ¿Eso es todo?

– Ha dicho que está muy contento. Antes no se sentía muy a gusto, pero ahora que le he dado el abrigo dice que significa mucho para él. -Boris miró hacia atrás, y luego de nuevo a su madre-. Dice que está muy contento con el abrigo.

– ¿Eso es todo lo que ha dicho? ¿No ha dicho nada de…, nada sobre si le queda bien y demás? ¿Si le ha gustado el color?

Yo estaba mirando a Sophie, y por tanto no pude ver con precisión lo que Boris hizo a continuación. Pero no me pareció que hiciera nada especial, aparte de callar unos instantes para buscar una respuesta a las insistentes preguntas de su madre. Pero Sophie, de pronto, dijo a gritos:

– ¿Por qué haces eso?

El chico se quedó mirándola, desconcertado.

– ¿Por qué estás haciendo eso? Sabes a lo que me refiero. ¡Esto! ¡Esto! -Cogió a su hijo por el hombro y comenzó a sacudirlo con violencia-. ¡Igual que su abuelo! -dijo, volviéndose hacia mí-. ¡Le copia! -Luego se volvió a los mozos de hotel, que miraban la escena con sobresalto, y dijo-: ¡De su abuelo! De ahí lo ha sacado. Ya sabéis, eso que hace con el hombro… Tan ufano, tan satisfecho de sí mismo. ¿Lo veis? ¡Exactamente igual que su abuelo! -Miró airadamente a Boris, y continuó sacudiéndolo-. Oh, así que piensas que eres muy importante, ¿eh?, ¿eso piensas?

Boris se zafó de la presa de su madre y retrocedió con paso vacilante.

– ¿Lo has visto? -me preguntó Sophie-. ¿Has visto eso que hace siempre? Igualito que su abuelo.

Boris se alejó de nosotros unos pasos más. Luego, agachándose, recogió la cartera-maletín de médico del suelo y se la llevó al pecho en ademán defensivo. Pensé que iba a echarse a llorar, pero consiguió contenerse en el último momento.

– No te preocupes… -empezó a decir, pero se quedó callado. Se subió la cartera negra a la parte alta del pecho, y dijo-: No te preocupes. Voy a…, voy a… -Dejó la frase a medias y miró a su alrededor. La puerta del camerino contiguo se hallaba apenas a unos pasos a su espalda, y el chico se volvió con rapidez, se metió en el camerino y cerró la puerta de un portazo.

– ¿Estás loca? -le dije a Sophie-. El chico ya está bastante afectado con lo de su abuelo.

Sophie se quedó callada. Después suspiró, y fue hasta la puerta del camerino donde había entrado Boris. Llamó, y luego entró.

Oí que Boris decía algo, pero aunque Sophie había dejado la puerta abierta no pude entender lo que decía.

– Lo siento -oí que respondía Sophie-. No quería hacerte eso…

Boris volvió a hablar, pero tampoco alcancé a entender lo que decía.

– No, no, está bien -dijo Sophie en tono afectuoso-. Has estado maravilloso. -Luego, tras una pausa, añadió-: Ahora voy a ir a hablar con tu abuelo. Tengo que hacerlo.

Boris dijo algo más.

– Sí, de acuerdo -dijo Sophie-. Le diré que entre y que se quede esperando contigo.

El chico, entonces, empezó a decir algo más extenso, pero Sophie no tardó en interrumpirle:

– No, no lo hará. Será amable contigo. No, te lo prometo. Hazme caso. Le diré que entre. Pero ahora tengo que ir a hablar con el abuelo. Antes de que llegue el médico.

Sophie salió del camerino y cerró la puerta. Vino hasta mí, y me dijo con voz muy calma:

– Por favor, entra y espera con él. Está muy disgustado. Yo tengo que ir a hablar con papá. -Luego, antes de que pudiera siquiera moverme, me puso una mano en el brazo y dijo-: Por favor, vuelve a ser cariñoso con él. Como antes. Lo echa tanto en falta.

– Perdona, pero no sé a qué te refieres. Si está disgustado, es porque tú…

– Por favor -dijo Sophie-. Puede que yo tenga la culpa de todo lo que está pasando entre nosotros, pero ya basta. Por favor, entra ahí dentro y siéntate con él.

– Pues claro que me voy a sentar con él… -dije con frialdad-. ¿Por qué no? Será mejor que vayas a hablar con tu padre. Lo más seguro es que lo haya oído todo.

Entré en el camerino donde se había refugiado Boris, y me sorprendió ver que no se parecía en nada a los demás camerinos que había visto en el pasillo. De hecho era mucho más parecido a un aula, con hileras de pequeños pupitres y sillas y, frente a ellas, una gran pizarra. El recinto era espacioso, y estaba pobremente iluminado y lleno de espesas sombras. Boris estaba sentado en uno de los pupitres del fondo, y cuando entré alzó los ojos y me dirigió una rápida mirada. No le dije nada, y me puse a mirar a mi alrededor.

Había un gran garabato en la pizarra, y me pregunté vagamente si lo habría hecho Boris. Luego, mientras seguía paseándome entre los pupitres vacíos, mirando los gráficos y los mapas que colgaban de las paredes, el chico dejó escapar un hondo suspiro. Miré hacia él y vi que se había colocado la cartera en el regazo, y que hurgaba en su interior en busca de algo. Al final sacó un libro grande y lo puso sobre el tablero del pupitre.


Me volví y seguí moviéndome por el aula. Cuando le volví a mirar, vi que pasaba las hojas con expresión de arrobamiento, y caí en la cuenta de que de nuevo estaba hojeando el manual del «hombre mañoso». Sentí una gran irritación, y me volví para mirar un póster que advertía sobre los peligros de la proliferación de los disolventes químicos. Y oí que Boris decía a mi espalda:

– Me gusta de veras este libro. Te enseña a hacer de todo.

Había tratado de decirlo como para sí mismo, pero al ver que me hallaba un poco lejos de donde él estaba sentado, había alzado la voz de forma muy forzada. Decidí no responder, y seguí deambulando por el aula.

Al poco Boris volvió a suspirar.

– Mamá se enfada tanto a veces -dijo.

Aparentaba una vez más no dirigirse a mí concretamente, por lo que tampoco respondí. Además, cuando al final me volví hacia él para mirarle, vi que fingía seguir absorto en el libro. Me paseé por el otro extremo del aula y vi, colgada de la pared, una gran hoja de papel con el encabezamiento: «Objetos perdidos.» Seguía una larga lista de avisos, dispuestos en columnas y escritos con letras de lo más variadas, en los que se hacía constar la fecha, el objeto perdido y el nombre del propietario. No sé, pero me pareció divertido, y me puse a estudiar cada caso. Los avisos de la parte superior parecían escritos en serio: la pérdida de una pluma, de una pieza de ajedrez, de una cartera… Pero hacia la mitad de la hoja los avisos fueron haciéndose más y más jocosos. Alguien, por ejemplo, notificaba que había perdido «tres millones de dólares». Otro de los avisos lo firmaba «Gengis Kan», que había perdido «el continente asiático».

– Me gusta de veras este libro -le oí repetir a Boris-. Te enseña a hacer de todo.

Mi paciencia, repentinamente, se agotó: me precipité hacia él y golpeé con la palma el tablero del pupitre.

– ¿Por qué sigues leyendo este libro? -le interrogué-. ¿Qué es lo que te ha dicho tu madre? Que es un regalo maravilloso, supongo. Bueno, pues no lo es. ¿Es eso lo que te ha dicho? ¿Que era un regalo espléndido? ¿Que lo elegí para ti con gran esmero? ¡Míralo! ¡Míralo! -Traté de arrebatarle el libro del regazo, pero Boris se aferró con fuerza a él, y lo protegió con los brazos-. No es más que un viejo manual inservible que alguien iba a tirar… ¿Crees que un libro como éste, que un libraco como éste puede enseñarte algo?

Seguía intentando arrancarle el libro de debajo de los brazos, pero ahora Boris, inclinado sobre el pupitre, lo protegía con el cuerpo. Mantuvo durante todo el tiempo un turbador silencio. Y yo porfié, decidido a quitárselo de una vez por todas.

– Escucha, es un regalo que no sirve para nada. Totalmente inservible. No hay ningún pensamiento en él, ninguna emoción, nada. Ideas manidas, eso es lo que hay en cada página. ¡Y crees que es un regalo maravilloso que yo te he hecho! ¡Dámelo! ¡Dámelo!

Acaso el miedo a que acabara desencuadernándolo hizo que Boris, repentinamente, levantase los brazos y dejase de protegerlo, y al poco me sorprendí asiéndolo por una de las tapas. Boris seguía sin emitir sonido alguno, y empecé a sentir lo absurdo de mi furioso arrebato. Miré el libro, que pendía de mi mano, y lo arrojé hacia el otro extremo del aula. Rebotó sobre un pupitre y fue a caer al suelo en medio de las sombras. Me calmé de inmediato, y respiré profundamente. Cuando volví a mirarlo, Boris estaba sentado, rígido, con la mirada fija en el rincón del aula donde el manual había caído. Luego se levantó y corrió hacia él para recuperarlo. Se hallaba a medio camino, sin embargo, cuando llegó del pasillo la voz de Sophie:

– Boris -llamó, con tono urgente-. Sal un momento.

Boris vaciló un instante, miró una vez más hacia donde había caído el libro, y al final salió del aula.

– Boris -le oí decir a Sophie en el pasillo-, vete a preguntarle al abuelo cómo se siente ahora. Y pregúntale si quiere que le haga algún arreglo al abrigo. Los botones de abajo puede que estén mal. Puede que los faldones se le abran demasiado con el viento, ya sabes, si se queda mucho rato en el puente. Vete y pregúntaselo, pero no te quedes ni le hables mucho. Pregúntaselo, y sal enseguida.

Cuando salí al pasillo, el chico ya había entrado en el camerino de Gustav, y la situación que me encontré se me antojó harto familiar: Sophie de pie, tensa, en el mismo sitio, con la mirada fija en la puerta del camerino; los maleteros un poco más allá, mirando también hacia la puerta con aire preocupado. En el semblante de Sophie, sin embargo, percibí una expresión desolada que no le había visto antes, y de pronto me sentí inundado por una oleada de ternura. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo.

– Es un momento difícil para todos -dije en tono afectuoso-. Un momento muy difícil.


La atraje hacia mí, pero ella, de pronto, se zafó de mi abrazo y siguió mirando hacia la puerta. Sobresaltado por su rechazo, le dije airadamente:

– Escucha: en momentos como estos, todos tenemos que apoyarnos.

Sophie no respondió, e instantes después Boris salió del camerino de su abuelo.

– El abuelo dice que ese abrigo es justo lo que necesitaba, y que le gusta aún mucho más por ser un regalo de mamá.

Sophie emitió un sonido exasperado.

– Pero ¿no quiere que le haga ningún arreglo? ¿Por qué no me lo dice? El médico está a punto de llegar.

– Dice que…, dice que le encanta el abrigo. Que le parece maravilloso.

– Pregúntale lo de los botones de abajo. Porque si va a pasarse mucho rato encima del puente, con todo ese viento, tendrá que podérselo abrochar como es debido.

Boris pensó en ello unos segundos; luego asintió y volvió a entrar en el camerino.

– Mira -le dije a Sophie-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te das cuenta de que voy a tener que salir al escenario dentro de un rato? Tendré que responder a complicadas preguntas sobre el futuro de esta comunidad. Va a haber un marcador electrónico. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Está muy bien que te preocupes de esos botones y demás… Pero ¿te das cuenta de la presión a la que me veo sometido en estos momentos?

Sophie se volvió hacia mí con expresión contristada, y pareció a punto de decirme algo, pero Boris volvió a salir del camerino. Y miró a su madre a la cara, muy serio, sin decir nada.

– Bueno, ¿qué ha dicho? -preguntó Sophie a su hijo.

– Dice que le encanta el abrigo. Dice que le recuerda a un abrigo que mamá tenía cuando era pequeña. Por el color, creo. Dice que tenía el dibujo de un oso… Ese abrigo que mamá tenía de niña.

– ¿Tengo que hacerle algún arreglo? ¿Por qué no me responde llanamente? ¡El médico va a llegar de un momento a otro!

– Parece que no entiendes -le interrumpí-. Hay gente ahí en la sala que depende de mí. Va a haber un marcador electrónico y demás. Quieren que vaya hasta el borde del escenario después de cada pregunta. Es mucha presión. No parece que te…

Oí que Gustav llamaba diciendo algo, y callé. Boris se volvió de inmediato y entró en el camerino, y durante un tiempo interminable Sophie y yo permanecimos allí juntos, esperando a que saliera. Cuando al final lo hizo, el chico no nos miró a ninguno de los dos, sino que pasó de largo y se encaminó hacia el grupo de mozos de hotel.

– Caballeros, por favor -dijo, invitándoles con un gesto a que lo siguieran-. El abuelo quiere que ahora entren todos ustedes. Quiere que pasen todos a verle.

Boris abrió la marcha y los maleteros, tras una breve vacilación, le siguieron muy resueltos. Pasaron a nuestro lado, y algunos dirigieron a Sophie algunas torpes palabras de disculpa.

Cuando hubo entrado el último, aproveché para echar una mirada al camerino, pero no pude ver a Gustav porque el grupo se había quedado hecho una pina justo en el interior de la puerta. Entonces nos llegó el sonido de tres o cuatro voces que hablaban a un tiempo, y me disponía a acercarme unos pasos más cuando Sophie me adelantó con brusquedad y entró en el camerino. Oí un gran ajetreo, y las voces callaron.

Me asomé al umbral. Los maleteros habían hecho un pasillo para dejar pasar a Sophie, y a través de él vi a Gustav tendido en el colchón, con el abrigo marrón echado sobre la parte superior de su cuerpo, encima de la manta que recordaba haber visto antes. No tenía almohada, y era evidente que carecía de fuerzas para levantar la cabeza. Pero tenía los ojos alzados hacia su hija y una sonrisa muda en la mirada.

Sophie se había parado a unos dos o tres pasos del lecho de su padre. Me daba la espalda, y no podía ver su expresión, pero parecía mirarle con fijeza. Luego, tras unos segundos de silencio, Sophie dijo:

– ¿Te acuerdas de aquel día en que viniste a la escuela? ¿Cuando me trajiste la bolsa con mis cosas de natación? Me la había dejado en casa y me pasé toda la mañana preocupada, preguntándome qué hacer, y entonces llegaste tú con la bolsa de deportes azul, la de la bandolera de cuerda, y entraste en la clase y… ¿Te acuerdas, papá?

– Este abrigo me dará calor -dijo Gustav-. Era lo que necesitaba.

– Sólo tenías media hora libre, y viniste corriendo desde el hotel. Y entraste en la clase con la bolsa azul.

– Siempre me he sentido orgulloso de ti.

– Había estado tan preocupada toda la mañana, preguntándome qué hacer.


– Es un abrigo excelente. Mira el cuello. Y esto de aquí es de cuero auténtico.

– Disculpe -dijo una voz a mi lado.

Me volví y vi que un joven con gafas y un maletín de médico en la mano trataba de abrirse paso hacia el interior del camerino. Detrás de él iba un mozo de hotel que recordaba haber visto en el Café de Hungría. Ambos entraron, y el joven médico, acercándose apresuradamente hacia Gustav, se arrodilló a su lado y empezó a reconocerle.

Sophie miró al médico en silencio. Luego, como admitiendo que ahora era otra persona quien debía acaparar la atención de su padre, retrocedió unos pasos. Boris se acercó a ella, y por espacio de unos segundos se quedaron allí quietos, casi tocándose. Pero Sophie no pareció reparar en la presencia de su hijo, y siguió mirando fijamente hacia la espalda encorvada del médico.

Fue entonces cuando volví a recordar las numerosas cosas que debía hacer antes de mi actuación, y pensé que, dado que ya estaba allí el médico, era un buen momento para escabullirme. Retrocedí sin hacer ruido y salí al pasillo, y me disponía a salir en busca de Hoffman cuando oí un movimiento a mi espalda y sentí que un brazo me agarraba con aspereza.

– ¿Es que piensas irte? -me preguntó Sophie en un susurro airado.

– Perdona, pero ya veo que no entiendes. Tengo muchas cosas que hacer. Va a haber un marcador electrónico y demás. Hay muchísima gente dependiendo de mí en este momento… -dije, tratando de liberarme de la presa de su mano.

– Pero Boris… Te necesita. Los dos te necesitamos.

– ¡Escucha: no tienes ni la menor idea! Mis padres, ¿entiendes? ¡Mis padres van a llegar en cualquier momento! ¡Tengo que hacer miles de cosas! ¡No tienes ni idea, ni la menor idea! -Por fin logré zafarme-. Vuelvo enseguida -le dije en tono conciliador por encima del hombro mientras me alejaba por el pasillo-. Volveré en cuanto pueda.

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