Cuando llegué al hotel tuve la impresión de que en el vestíbulo había una gran actividad, pero estaba tan preocupado por mi ensayo que no me molesté en mirar para cerciorarme. De hecho quizá me abrí paso indelicadamente entre algún grupo de huéspedes al acercarme al mostrador de recepción para hablarle al empleado.
– Disculpe -dije-, pero ¿hay alguien en el salón en este momento?
– ¿En el salón? Bueno, sí, señor Ryder. A los clientes les gusta ir al salón después del almuerzo, de modo que yo diría que…
– Necesito hablar con el señor Hoffman de inmediato. Es un asunto de la mayor urgencia.
– Sí, por supuesto, señor Ryder.
El recepcionista levantó un teléfono e intercambió unas cuantas palabras con alguien. Luego, colgando el auricular, dijo:
– El señor Hoffman no tardará mucho.
– Muy bien. Pero se trata de un asunto urgente.
Acababa de decir esto cuando sentí que alguien me tocaba en el hombro, y al volverme vi a Sophie a mi lado.
– Oh, hola… -le dije-. ¿Qué haces aquí?
– Estaba intentando entregar algo a… Ya sabes, a papá. -Soltó una risita tímida-. Pero está ocupado. Está en la sala de conciertos.
– Oh, el abrigo -dije, reparando en el paquete que llevaba en el brazo.
– Está refrescando, así que se lo he traído, pero ha tenido que irse a la sala de conciertos y todavía no ha vuelto. Llevamos casi media hora esperándole. Si no vuelve en unos minutos, tendremos que marcharnos.
Entrevi a Boris sentado en un sofá, al otro extremo del vestíbulo. No podía verlo bien porque un grupo de turistas ocupaba el centro del recinto y me impedía la visión de ese lado, pero pude ver que estaba absorto en el ajado «manual del hombre mañoso» que le había comprado en el cine. Sophie siguió mi mirada y volvió a reír.
– Está tan embobado con ese libro -dijo-. Cuando te fuiste anoche, estuvo mirándolo hasta que se fue a la cama. Y esta mañana lo ha vuelto a coger en cuanto se ha levantado. -Se rió de nuevo y volvió a mirar en dirección a Boris-. Fue una idea estupenda, comprarle ese libro…
– Me alegra que le guste tanto -dije, volviéndome hacia el mostrador de recepción.
Alcé la mano para interrogar al recepcionista sobre Hoffman, pero en ese preciso instante Sophie se acercó hacia mí y me dijo en un tono totalmente diferente:
– ¿Cuánto tiempo piensas seguir así? Le está disgustando de veras, ¿sabes?
La miré, sorprendido, pero ella continuó mirándome con expresión severa.
– Sé que las cosas no te están siendo nada fáciles -prosiguió-. Y que yo no te he servido de gran ayuda, me hago cargo. Pero el caso es que él está molesto y preocupado al respecto. ¿Cuánto tiempo piensas seguir así?
– No sé muy bien a qué te refieres.
– Mira, ya he dicho que me doy cuenta de que también es culpa mía. ¿De qué nos sirve hacer como que no sucede nada?
– ¿Hacer como que no sucede nada? Supongo que se trata de una sugerencia de la tal Kim, ¿me equivoco? El que me vengas ahora con todas esas acusaciones…
– La verdad es que Kim siempre me está aconsejando ser mucho más franca y abierta contigo. Pero ahora Kim no tiene nada que ver con esto. Lo saco a relucir porque…, porque no puedo soportar ver cómo se preocupa Boris…
Un tanto desconcertado, empecé a volverme hacia el recepcionista. Pero antes de que pudiera atraer su atención, Sophie dijo:
– Mira, no estoy acusándote de nada. Has sido muy comprensivo en todo. No podría pedirte que fueras más razonable. Ni siquiera has llegado a chillarme. Pero siempre he sabido que tiene que haber cierta ira, y que suele salir de este modo…
Solté una carcajada.
– Supongo que ésa es la psicología popular de la que soléis hablar Kim y tú, ¿no?
– Siempre lo he sabido -continuó Sophie, haciendo caso omiso de mi comentario-. Has sido muy comprensivo en todo, más de lo que nadie habría esperado nunca, hasta Kim admite eso. Pero la realidad ha ido siempre por otra parte. No podíamos seguir así, como si nada hubiera pasado. Estás lleno de cólera. ¿Quién puede reprochártelo? Siempre he sabido que tendría que salir por alguna parte. Pero nunca pensé que sería así. Pobre Boris. No sabe lo que ha hecho.
Volví a mirar hacia Boris. Seguía allí sentado, y parecía completamente absorto en el manual.
– Mira -dije-. Sigo sin entender muy bien de qué me hablas. Quizá te estés refiriendo al hecho de que Boris y yo, bueno, a que hayamos estado intentando acoplar un poco nuestro comportamiento mutuo. No hay duda de que, dadas las circunstancias, es lo correcto. Si he sido un poco distante con él recientemente, ha sido sencillamente porque no quiero que se llame a engaño sobre la verdadera naturaleza de nuestra actual vida en común. Tenemos que ser muy precavidos. Después de lo que ha pasado, ¿quién sabe lo que el futuro nos tiene deparado? Boris tiene que aprender a ser más fuerte, más independiente. Estoy seguro de que, a su modo, entiende tan bien como yo lo que estoy diciendo.
Sophie apartó la mirada, y durante unos instantes pareció reflexionar sobre algo. De nuevo me hallaba a punto de intentar atraer la atención del recepcionista cuando de pronto Sophie dijo:
– Por favor. Ven. Dile algo.
– ¿Que vaya? Bien, el problema es que tengo que ocuparme de algo con cierta urgencia, y en cuanto aparezca Hoffman…
– Por favor, sólo unas palabras. Supondrá tanto para él… Por favor.
Me miraba con intensidad. Cuando vio que me encogía de hombros, resignado, se volvió y empezó a cruzar el vestíbulo.
Boris alzó brevemente la mirada al ver que nos acercábamos, y volvió a enfrascarse en su manual con expresión seria. Pensé que Sophie iba a decirnos algo, pero al llegar al sofá de Boris vi con disgusto que se limitaba a dirigirme una mirada Preñada de intención y a pasar de largo hacia el revistero que había junto a los ventanales. Así que me encontré allí de pie, Junto al sofá, mientras el chico seguía con la lectura del libro. Al cabo acerqué un sillón y me senté frente a él.
Boris seguía leyendo sin dar muestras de haberse percatado de mi presencia. Luego, sin alzar la mirada, murmuró para sí mismo:
– Este libro es fantástico. Te enseña a hacer de todo. Me preguntaba cómo responder, pero entonces vi a Sophie, de espaldas a nosotros, fingiendo examinar una revista que acababa de coger del revistero. Sentí una súbita oleada de ira, y lamenté amargamente haberla seguido a través del vestíbulo. Se las había arreglado, me daba cuenta, para manipular las cosas de forma que, le dijera lo que le dijera yo ahora a Boris, ella podría tomarlo como un triunfo y una reivindicación. Volví a mirar su espalda, la ligera inclinación de hombros que estaba simulando para dar a entender su sumo interés por la revista que estaba hojeando, y sentí que la ira crecía en mi interior.
Boris pasó una página y siguió leyendo. Y luego, sin levantar la mirada, dijo en un susurro:
– Alicatar el cuarto de baño. Ahora no me costaría nada hacerlo.
En una mesita cercana había un montón de periódicos, y no vi razón alguna para no ponerme a leer como ellos. Cogí un periódico y lo abrí. Transcurrieron unos instantes en silencio. Al cabo, mientras echaba una ojeada a un artículo sobre la industria alemana del automóvil, oí que Boris me decía de pronto:
– Lo siento.
Había pronunciado estas palabras en un tono un tanto agresivo, y al principio me pregunté si Sophie le había instado antes a hacerlo o le había hecho alguna seña mientras yo estaba leyendo. Pero cuando miré hacia Sophie vi que seguía de espaldas, y que al parecer no se había movido en absoluto. Luego Boris añadió:
– Siento haber sido egoísta. No volveré a serlo. No volveré a hablar nunca más sobre el Número Nueve. Ya soy demasiado mayor para esas cosas. Con este libro todo será muy fácil. Es fantástico. Pronto seré capaz de hacer cantidad de cosas. Voy a volver a hacer todo el cuarto de baño. Antes no me daba cuenta. Pero aquí te enseña cómo se hace, te lo enseña todo. No volveré a hablar nunca más del Número Nueve.
Era como si estuviera recitando algo memorizado y ensayado. Y, sin embargo, había algo en su voz que delataba una emoción, y sentí un intenso impulso de acercarme hacia él para confortarlo. Pero entonces vi cómo Sophie inclinaba los hombros junto al revistero, y recordé el enojo que sentía contra ella. Comprendí, además, que si permitía a Sophie manipular las cosas de la forma en que ahora empezaba a hacerlo, ninguno de nuestros intereses saldría bien parado a la larga.
Cerré el periódico y me levanté, y volví la cabeza para ver si Hoffinan había llegado ya al vestíbulo. Al hacerlo, Boris volvió a hablar, y percibí cierto timbre de pánico en su tono.
– Lo prometo. Prometo aprender a hacer todo esto. Será fácil.
La voz le temblaba un poco, pero cuando miré hacia él vi que sus ojos seguían fijos en la página del libro. Su cara, advertí, tenía un rubor extraño. Entonces percibí cierto movimiento en el vestíbulo y vi que Hoffman me hacía una seña con la mano desde la recepción.
– Tengo que irme -dije en voz alta en dirección a Sophie-. Tengo que hacer algo muy importante. Os veré en otro momento.
Boris volvió otra página, pero no alzó la mirada.
– Muy pronto -le dije a Sophie, que se había vuelto para mirarme-. Seguiremos hablando muy pronto. Pero ahora tengo que irme.
Hoffman se había adelantado hasta el centro del vestíbulo, y me aguardaba con aire inquieto.
– Siento haberle hecho esperar, señor Ryder -dijo-. Tenía que haber previsto que para asistir a una reunión de esta importancia aparecería usted con mucha antelación. Acabo de venir de la sala de conferencias, y puedo asegurarle, señor Ryder, que esta gente, estas damas y caballeros de a pie le están tan agradecidos, tan sumamente agradecidos de que haya usted aceptado entrevistarse con ellos personalmente. Agradecen tanto que usted, señor Ryder, sepa apreciar la importancia de oír de sus propios labios lo que han tenido que soportar…
Lo miré con expresión grave.
– Señor Hoffman, al parecer existe un malentendido. En este momento necesito ineludiblemente dos horas para ensayar. Dos horas de absoluto aislamiento. Debo, pues, rogarle que haga despejar el salón lo más rápido posible.
– Ah, sí, el salón -dijo, y se rió-. Lo siento, señor Ryder, pero creo que no le entiendo. Como sabe, el comité del Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua le está esperando en la sala de conferencias en este momento…
– Señor Hoffman, no parece usted apreciar la urgencia de la situación. A causa de unos imprevistos sobrevenidos en cadena, no me ha sido posible tocar el piano en muchos días. Debo insistir en que se me permita disponer de uno lo más rápido posible.
– Ah, sí, señor Ryder. Por supuesto. Es perfectamente comprensible. Haré todo lo que pueda para prestarle la ayuda necesaria. Pero, en lo que concierne al salón, me temo que no está disponible en este momento. Verá, está tan lleno de huéspedes…
– Pues parecía no hallar impedimento alguno para dejarlo libre para el señor Brodsky…
– Ah, sí, tiene usted razón. Bien, si insiste usted en la necesidad de que sea el piano del salón en lugar de cualquier otro de los que hay en el hotel, pues muy bien, acataré de buen grado su preferencia. Entraré ahí dentro, personalmente, y rogaré a mis clientes que salgan del salón y lo dejen libre, sin reparar en si están a medio tomar un café o cualquier otra cosa… Sí, eso es lo que haré en última instancia. Pero, antes de recurrir a tal medida extrema, quizá sea usted tan amable de considerar otras opciones. Sepa, señor, que el piano del salón no es en ningún caso el mejor piano del hotel. De hecho, algunas de las notas bajas suenan un tanto oscuras.
– Señor Hoffman, si no ha de ser el del salón, dígame pues, por favor, cuál más tiene usted disponible. No tengo especial predilección por el del salón. Lo que necesito es un buen piano y total aislamiento.
– El de la sala de ensayos. Se ajusta mucho mejor a sus necesidades.
– Muy bien, pues. El de la sala de ensayos.
– Excelente.
Empezó a conducirme a través de vestíbulo. Al cabo de unos pasos, sin embargo, se detuvo y se inclinó hacia mí en ademán confidente.
– Debo entender, pues, señor Ryder, que necesitará la sala de ensayos inmediatamente después de que salga usted de la reunión de la que le hablo…
– Señor Hoffman, no quiero tener que volver a insistirle en la urgencia de la situación en que me encuentro…
– Oh, sí, sí, señor Ryder. Por supuesto, por supuesto. Le entiendo perfectamente. Así pues… necesita usted ensayar antes de la reunión. Sí, sí, le entiendo perfectamente. No hay ningún problema. Esa gente se avendrá muy gustosamente a esperar un poco. Bien, no hay ningún problema. Sígame, por favor.
Salimos del vestíbulo por una puerta situada a la izquierda del ascensor, en la que no había reparado hasta entonces, y al poco nos hallábamos recorriendo lo que parecía un pasillo de servicio. Las paredes carecían de decoración, y los tubos fluorescentes del techo conferían al conjunto un desnudo, severo aspecto. Pasamos ante una serie de grandes puertas correderas a través de las cuales nos llegaban diversos ruidos de cocina. Una de ellas estaba abierta, y entrevi un recinto fuertemente iluminado con latas metálicas apiladas en columnas sobre un banco de madera.
– Gran parte de lo que se servirá esta noche lo estamos preparando en el hotel -dijo Hoffman-. La cocina de la sala de conciertos, como imaginará, tiene una capacidad muy limitada.
Doblamos un recodo del pasillo y pasamos ante lo que supuse eran los cuartos de lavandería. Luego pasamos por una hilera de puertas, y a través de ellas nos llegaron los gritos de dos mujeres que discutían con inusitada virulencia. Hoffman, sin embargo, hizo como si no lo oyera y siguió andando en silencio. Luego le oí decir en voz baja:
– No, no, esos ciudadanos… Se sentirán agradecidos, de todas formas. Un pequeño retraso… No les importará en absoluto.
Finalmente se detuvo ante una puerta en la que no vi ninguna placa. Creí que Hoffman la abriría para invitarme a pasar, pero lo que hizo fue apartar la mirada de ella y retirarse hacia un lado.
– Aquí es, señor Ryder -dijo entre dientes, e hizo un gesto furtivo y rápido, por encima del hombro, en dirección a ella.
– Gracias, señor Hoffman -dije, y empujé la puerta.
Hoffman siguió allí, muy envarado, con la mirada aún apartada de la puerta.
– Le esperaré aquí -masculló.
– No tiene por qué hacerlo, señor Hoffman. Encontraré el camino de vuelta.
– Me quedaré aquí, señor. No se preocupe.
No quise enzarzarme en discusiones y me apresuré a pasar Por la puerta.
Entré en un recinto largo y estrecho, con suelo de baldosa gris. Las paredes estaban alicatadas con azulejos blancos hasta el techo. Me pareció ver a mi izquierda una hilera de fregaderos, pero estaba tan ansioso por sentarme al piano que no me fijé demasiado en tales detalles. En cualquier caso, los que inmediatamente atrajeron mi atención fueron tres cubículos que había a mi derecha. Tres cubículos contiguos, de madera, pintados de un desagradable color verde rana. Los de los extremos tenían cerradas las puertas, pero la puerta del cubículo central -que parecía algo más amplio que los otros- estaba entreabierta, y al mirar en su interior pude ver un piano con la tapa levantada. Me dispuse, sin más, a entrar en el cubículo, pero enseguida comprobé que se trataba de una tarea harto difícil. La puerta -que abría hacia dentro- no podía abrirse por completo porque se lo impedía el propio piano; para entrar hube de estrujarme contra un costado, y para cerrar la puerta tiré de ella despacio y la hice llegar -rozándome el pecho- hasta su jamba. Al final eché el pestillo, y acto seguido volví a pugnar con las estrecheces del cubículo y conseguí sacar la banqueta que había debajo del piano. Una vez sentado, sin embargo, me encontré razonablemente cómodo, y cuando hice correr mis dedos por el teclado vi que, pese al color desvaído de sus teclas y a su aspecto exterior ajado, el piano poseía una tonalidad delicada y suave, y que había sido perfectamente afinado. Las condiciones acústicas del cubículo, además, no resultaban tan claustrofóbicas como uno habría imaginado.
Al constatar que la situación no era tan desesperada, una intensa sensación de alivio recorrió todo mi cuerpo, y entonces caí en la cuenta de cuán tenso había estado durante la pasada hora. Aspiré profundamente varias veces y me dispuse a dar comienzo al más crucial de los ensayos. Y entonces recordé que seguía sin decidir qué pieza tocaría aquella noche. Mi madre -sabía- juzgaría particularmente emocionante el movimiento central de Globestructures: Option II, de Yamanaka. Pero mi padre preferiría ciertamente Asbestos and Fibre, de Mullery. De hecho, era posible incluso que a mi padre no le gustara en absoluto Yamanaka. Me quedé unos instantes contemplando las teclas, tratando de decidirme, y al final la balanza se inclinó a favor de Mullery.
Al decidirme me sentí mucho mejor, y me hallaba ya a punto de acometer los primeros y «explosivos» acordes cuando sentí que algo duro me golpeaba en el hombro. Me volví y vi con consternación que la puerta -que yo había cerrado con pestillo- se había abierto sola.
Me puse en pie como pude y empujé la puerta hasta cerrarla. Y entonces vi que el pestillo se había desprendido de su sitio y pendía del revés pegado a la puerta. Tras un detenido examen, y con cierta ingenuidad por mi parte, me las arreglé para encajar el pestillo en su sitio, pero al cerrar la puerta de nuevo comprendí perfectamente que no había logrado sino una solución harto precaria. El pestillo volvería a soltarse en cualquier momento. Estaría yo, por ejemplo, en la mitad de Asbestos and Fibre -en la mitad, pongamos, de uno de los intensos fragmentos del tercer movimiento-, y la puerta se abriría y me expondría a la curiosidad de quienquiera que en ese momento pudiera andar rondando por el exterior del cubículo. Y ni que decir tiene que si alguien intentaba abrir la puerta -alguien lo bastante obtuso como para no darse cuenta de que me encontraba dentro-, aquel pestillo no iba a ofrecer la menor de las resistencias.
Pasaban por mi mente estos pensamientos mientras me sentaba de nuevo en el taburete. Pero enseguida llegué a la conclusión de que si no aprovechaba al máximo aquella oportunidad para ensayar, era muy posible que no se me volviera a presentar otra. Y si bien las condiciones distaban de ser las ideales, el piano era perfectamente aceptable. Con cierta determinación, pues, me forcé a dejar de preocuparme por la defectuosa puerta que tenía a mi espalda y a prepararme una vez más para los compases iniciales de la pieza de Mullery.
Al poco, justo cuando mis dedos se hallaban ya dispuestos sobre las teclas, oí un ruido en alguna parte alarmantemente próxima (un pequeño crujido, similar al que podría emitir un zapato o una tela). Giré sobre mí mismo sobre la banqueta. Y sólo entonces caí en la cuenta de que, aunque la puerta seguía cerrada, le faltaba toda la parte de arriba, con lo que se asemejaba mucho a la puerta de un establo. Me había preocupado tanto el pestillo estropeado que no había reparado en aquel hecho palmario. Vi que el borde superior de la puerta -algo más alto que la altura de la cintura- era irregular: quién sabe si la mitad de arriba había sido desgajada en algún acto desaforado de vandalismo o si se debía simplemente a alguna remodelación en curso de los cubículos. En cualquier caso, desde donde estaba sentado, podía estirar el cuello por encima del borde y ver sin dificultad los azulejos blancos y los fregaderos del recinto.
No podía creer que Hoffman hubiera tenido la desfachatez de ofrecerme un lugar en tal estado. Bien es verdad que hasta el momento nadie había entrado en aquel cuarto, pero era perfectamente posible que en un momento dado cualquier grupo de seis o siete empleados entrara y se pusiera a usar aquellos fregaderos. Tal posibilidad se me antojaba insufrible, y me hallaba ya a punto de abandonar airado el cubículo cuando vi un trapo que colgaba de un clavo que sobresalía de una de las jambas, a la altura del gozne superior.
Me quedé mirándolo unos segundos, y al dirigir la vista hacia la otra jamba vi otro clavo a la misma altura. Adivinando de inmediato la finalidad de los clavos y del trozo de tela me levanté para examinarlo todo más detenidamente. El trapo era una vieja toalla. Cuando la extendí y fijé el otro extremo en el otro clavo, vi que tapaba perfectamente la parte de la puerta que faltaba, a modo de cortina.
Volví a sentarme más calmado y me dispuse una vez más a acometer los compases iniciales de la pieza. Entonces, justo cuando iba a empezar a tocar, volví a verme interrumpido por un nuevo crujido. Y lo oí de nuevo, y esta vez pude precisar que provenía del cubículo situado a mi izquierda. Caí en la cuenta no sólo de que durante todo el tiempo había habido una persona en el cubículo contiguo, sino también de que la insonorización entre ambos era prácticamente inexistente y de que hasta el momento no había sido consciente de tal presencia porque la persona en cuestión -quién sabe por qué- había permanecido todo el tiempo inmóvil y en silencio.
Furioso, me levanté y empujé la puerta, y al hacerlo el pestillo volvió a desprenderse de su sitio y la toalla cayó al suelo. Cuando me deslizaba hasta el exterior a través de la exigua abertura de la puerta el hombre del cubículo contiguo, tal vez viendo que ya no había razón para ocultarse, se aclaró la garganta ruidosamente. Asqueado, salí de aquel lugar a la carrera.
Me sorprendió encontrar a Hoffman esperándome en el pasillo, pero recordé que había prometido hacerlo. Estaba apoyado contra la pared, pero en cuanto me vio se enderezó y se cuadró como un soldado.
– Bien, señor Ryder -dijo, sonriendo-. Si quiere seguirme… Esas damas y esos caballeros tienen muchas ganas de conocerle.
Miré a Hoffman con frialdad.
– ¿Qué damas y caballeros, señor Hoffman?
– Pues… los miembros del comité, señor Ryder. Del Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua.
– Mire, señor Hoffman… -Estaba muy furioso, pero lo delicado del asunto que quería explicarle me hizo hacer una breve pausa. Hoffman, consciente al fin de que algo me estaba mortificando, se paró en medio del pasillo y me miró con preocupación.
– Oiga, señor Hoffman. Lamento muchísimo lo de esa reunión. Pero resulta perentorio el que yo ensaye. No puedo hacer nada hasta que no ensaye.
Hoffman pareció genuinamente perplejo.
– Disculpe, señor -dijo, bajando la voz discretamente-, pero ¿no acaba de ensayar?
– No, no lo he hecho. No…, no he podido hacerlo.
– ¿Que no ha podido hacerlo? Señor Ryder, ¿está todo bien? Quiero decir que si se siente usted bien…
– Estoy perfectamente. Oiga… -Dejé escapar un suspiro-. Si de veras quiere saberlo, no he podido ensayar allí dentro porque…, bueno, con franqueza, señor Hoffman, las condiciones del recinto no eran las más adecuadas para brindarme el aislamiento que preciso. No, señor Hoffman, déjeme hablar. El nivel de intimidad no era el adecuado. Puede que baste para alguna gente, pero para mí… Bueno, se lo estoy diciendo, señor Hoffman. Se lo diré con absoluta franqueza: me sucede desde que era un niño. Nunca he podido ensayar al piano más que en condiciones de total, absoluto aislamiento.
– ¿De veras, señor Ryder? -Hoffman asentía con la cabeza con expresión grave-. Me hago cargo, me hago cargo…
– Bien, espero que realmente se haga cargo. Las condiciones de ese cuarto… -dije, sacudiendo la cabeza- no son ni por asomo aceptables. Y ahora el asunto es éste: necesito con urgencia un lugar adecuado para ensayar.
– Sí, sí, por supuesto. -Hoffman asintió con la cabeza en ademán de comprender cabalmente lo que le estaba diciendo-. Creo, señor, que tengo la solución. Hay otra sala de ensayos en el anexo que podrá brindarle el aislamiento que precisa. El piano es excelente, y en lo tocante a la intimidad…, se la puedo garantizar, señor. Es una sala muy, muy íntima.
– Muy bien. Parece la solución. El anexo, dice usted… -Sí, señor. Le llevaré hasta allí personalmente en cuanto finalice su entrevista con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua…
– Mire, señor Hoffman -dije de pronto, gritando, reprimiendo un imperioso impulso de agarrarle por las solapas-. ¡Escúcheme! ¡Me tiene sin cuidado ese grupo ciudadano! ¡Me tiene sin cuidado lo que tengan que esperar! La cuestión es la siguiente: si no puedo ensayar, hago las maletas y me largo de esta ciudad inmediatamente. ¡De inmediato! Eso es lo que hay, señor Hoffman. No habrá discurso, no habrá interpretación, ¡no habrá nada de nada! ¿Me entiende bien, señor Hoffman? ¿Me entiende?
Hoffman se quedó mirándome fijamente mientras palidecía por momentos.
– Sí, sí -alcanzó a decir en un susurro-. Sí, por supuesto, señor Ryder.
– Así que debo pedirle -dije, esforzándome por controlar el tono de mi voz- que tenga la amabilidad de conducirme sin dilación hasta ese anexo.
– Muy bien, señor Ryder -dijo él, y dejó escapar una risa extraña-. Le entiendo perfectamente. A fin de cuentas, no son más que ciudadanos de a pie. ¿Qué necesidad tiene alguien como usted de…? -Luego pareció recuperar el dominio de sí mismo y dijo con firmeza-: Por aquí, señor Ryder. Si es usted tan amable de seguirme…