Estaba claro que habíamos salido ya de la ciudad antigua. Los sórdidos muros de ladrillo que se alzaban a uno y otro lado carecían de ventanas y daban la impresión de tratarse de paredes traseras de naves o almacenes. Mientras proseguíamos nuestro camino, Sophie mantenía un paso tan vivo que no pasó mucho tiempo sin que me diera cuenta de que Boris tenía cierta dificultad en seguirlo. Pero cuando se me ocurrió preguntarle si íbamos demasiado deprisa, me miró con expresión airada.
– ¡Puedo correr mucho más! -gritó, y emprendió un trotecillo tirando de mí. Aunque enseguida aminoró nuevamente el paso con un gesto de dolor en la cara. Y en adelante, a pesar de que yo me esforcé en caminar algo más despacio, noté que jadeaba con cierta dificultad. Poco después se puso a murmurar entre dientes. No le presté mucha atención al principio, suponiendo que lo hacía para darse ánimos. Hasta que de pronto le oí decir:
– ¡El Número Nueve…! ¡Es el Número Nueve!
Le miré con curiosidad. Tenía el rostro sudoroso y frío, y se me ocurrió que sería bueno darle conversación.
– Ese Número Nueve…, ¿qué es? ¿Un futbolista?
– El mejor futbolista del mundo.
– El Número Nueve… Sí, claro.
Unos metros delante de nosotros, la figura de Sophie desapareció al doblar una esquina y noté que la mano de Boris se asía con más fuerza a la mía. Hasta aquel instante no había reparado en la distancia que había llegado a haber entre su madre y nosotros y, por más que avivamos nuestro paso, me pareció que tardábamos una eternidad en alcanzar la esquina. Cuando la doblamos al fin, vi con disgusto que Sophie se había distanciado aún más de nosotros.
Seguíamos caminando entre sucias paredes de ladrillo, algunas con grandes manchones de humedad. El pavimento no era nada liso, y a la luz de las farolas podía ver en él brillantes charcos de agua.
– No te preocupes -le dije a Boris-. Ya estamos llegando.
El pequeño continuaba murmurando para sí, repitiendo al compás de su respiración entrecortada:
– Número Nueve… Número Nueve…
Aquellas alusiones de Boris al «Número Nueve» habían hecho resonar en mí desde el principio algo como un timbre lejano. Pero ahora, al oírlo de nuevo, recordé que aquel «Número Nueve» no era un jugador de fútbol real, sino uno de los futbolistas en miniatura que formaban parte de su juego de mesa: figuritas de alabastro, lastradas en la base, que, mediante golpecitos con el dedo, podían regatear, pasarse o chutar una diminuta pelota de plástico. El juego estaba diseñado para que compitieran dos jugadores, controlando cada cual su equipo, pero Boris solía jugar solo y se pasaba horas y horas delante del tablero montando partidos llenos de incidencias dramáticas y emocionantes lances. Tenía seis equipos diferentes completos, porterías en miniatura a las que no les faltaba una red auténtica, y un fieltro verde que se desplegaba para formar el terreno de juego. El niño había despreciado olímpicamente la presunción de los fabricantes de que le encantaría pensar que los equipos eran «reales», como el Ajax de Amsterdam o el AC Milán, por ejemplo, y los había bautizado con nombres inventados. A los jugadores, sin embargo -y a pesar de que Boris había llegado a conocer perfectamente las cualidades y defectos de cada uno-, no les había asignado ningún nombre, y prefería llamarlos simplemente por el número de sus respectivas camisetas. Y tal vez por no estar familiarizado con la relación que se da en el fútbol entre la numeración de la camiseta y el puesto a desempeñar en el equipo, o simplemente por un capricho más de su imaginación, lo cierto es que el número del jugador no tenía nada que ver con la misión que le asignaba Boris en el campo. Y así el Número Nueve podía ser muy bien un legendario defensa central, y el «dos» un joven y prometedor extremo.
Aquel Número Nueve jugaba en el equipo favorito de Boris Y era, con mucho, el mejor dotado de los jugadores. Pero, a pesar de su extraordinaria técnica, poseía una personalidad sumamente tornadiza. Su posición habitual era la de centrocampista; pero a menudo, durante largas fases del juego, le daba por perderse en alguna zona intrascendente del terreno de juego, olvidando en apariencia que su equipo se hallaba en una situación desesperada. Y así, en ocasiones durante una hora larga, el Número Nueve permanecía en el campo como aletargado, mientras su equipo encajaba cuatro, cinco y hasta seis goles, hasta el punto de que el comentarista -porque siempre había un comentarista transmitiendo el partido- se veía obligado a decir:
– El Número Nueve no acaba de entrar en juego… No sabemos qué le pasa.
Pero luego, quizá faltando sólo veinte minutos para la conclusión del partido, el Número Nueve mostraba un atisbo de su indiscutible clase y evitaba un gol «cantado» en contra de su equipo con una intervención rayana en la genialidad.
– ¡Ahora sí! -exclamaría el comentarista-. Ahora sí que el Número Nueve da la medida de su talento.
A partir de ese instante, el Número Nueve parecía recuperar su forma a marchas forzadas, y no tardaba en comenzar a marcar un tanto tras otro, hasta el punto de que todo el equipo contrario estaría ocupado en evitar a cualquier precio que el jugador recibiera el balón. Lo que no impedía que, más tarde o más temprano, llegara hasta él la pelota y entonces, sin importar cuántos adversarios hubiera entre su posición y la línea de meta, el Número Nueve se las arreglaba para encontrar el camino del gol. Pronto la inevitabilidad de la jugada era tal en cuanto se hallaba en posesión del balón, que el comentarista anunciaba el gol, con cierto tono de resignada admiración, en el instante mismo en que el Número Nueve se hacía con el esférico, aunque estuviera en su propia línea de medios, sin aguardar a que el balón se colara en la portería contraria. Y también los espectadores -porque los había, naturalmente- rugían de entusiasmo en cuanto veían al Número Nueve iniciar la jugada…, en un clamor que se prolongaba con igual intensidad mientras el jugador driblaba a sus oponentes, chutaba fuera del alcance del guardameta y se volvía para recibir las felicitaciones de sus agradecidos compañeros de equipo.
Mientras yo recordaba todo esto, me vino también a la memoria la vaga idea de algún problema relacionado últimamente con el Número Nueve, así que interrumpí los murmullos de Boris para preguntarle:
– ¿Qué tal está esta temporada el Número Nueve? ¿En buena forma?
Boris dio unos pasos más en silencio, y respondió:
– Nos hemos olvidado la caja.
– ¿La caja?
– Al Número Nueve se le despegó la base. Les pasa a algunos, y es fácil repararlos. Lo puse en una caja aparte para arreglarlo en cuanto mamá comprara el pegamento. Una caja especial, para tenerlo a mano. Pero nos lo olvidamos.
– Comprendo. Quieres decir que lo dejasteis donde vivíais antes.
– A mamá se le olvidó embalarlo con las demás cosas. Pero dijo que pronto podríamos volver a buscarlo. Al antiguo apartamento. Tiene que estar allí. Y ahora que tenemos el pegamento adecuado, podré arreglarlo. Aún me queda un poco.
– ¡Ya!
– Mamá dice que todo irá bien, que se encargará de avisar a los nuevos inquilinos para que no lo tiren por error. Dice que volveremos allí pronto.
Tuve la clara sensación de que Boris estaba sugiriendo algo y, cuando volvió a su mutismo, le dije:
– Si tú quieres, Boris, podría llevarte allí. Sí, creo que podríamos ir los dos juntos, tú y yo. Al antiguo apartamento para recoger al Número Nueve. Podemos hacerlo cuando quieras. Mañana incluso, si dispongo de un rato libre. Y después, como que ya tienes el pegamento… Enseguida volverá a estar como antes. No te preocupes. Iremos muy pronto a buscarlo.
Sophie había desaparecido otra vez, tan bruscamente ahora que pensé que se habría metido en algún portal. Boris tiró de mí y nos apresuramos para llegar hasta el lugar donde la habíamos visto perderse.
Pronto descubrimos que Sophie se había metido, en realidad, por un callejón lateral cuya entrada era poco más que un resquicio en el muro. Bajaba en fuerte pendiente y era tan estrecho que daba la impresión de que no se podía recorrer sin arañarse el codo en alguna de las ásperas paredes que lo flanqueaban. Sólo dos farolas disipaban la oscuridad, una hacia la mitad y otra en el extremo opuesto.
Boris se agarró a mi mano y comenzamos el descenso. Su respiración no tardó en tornarse de nuevo fatigosa. Al rato vi que Sophie había alcanzado ya el extremo del callejón; por fin Parecía haber advertido nuestro apuro y estaba inmóvil bajo la taróla observándonos con una expresión vagamente preocupada. Cuando llegamos a su altura, protesté con cierta irritación:
– ¿No ves que nos está costando mucho seguirte? Ha sido un día muy cansado para mí y para Boris.
Sophie sonrió, abstraída. Luego, pasando el brazo por el hombro de Boris, lo atrajo hacia sí diciéndole con dulzura:
– Tranquilo… Ya sé que es un poco desagradable con este frío y la lluvia que ha comenzado a caer. Pero enseguida estaremos en el apartamento. Y calentitos…, ya nos ocuparemos de que así sea. Lo suficiente para poder quitarnos los jerséis si queremos. Y podrás acurrucarte en uno de esos grandes sillones nuevos. Un niño como tú casi se pierde en ellos. Podrás hojear tus libros, ver algún vídeo… O, si lo prefieres, podríamos sacar del armario algunos juegos de mesa. Te los sacaré todos para que tú y el señor Ryder podáis jugar al que os apetezca. Aunque también podríais colocar los almohadones rojos en la alfombra y extender el juego en el suelo. Yo, entretanto, haré la cena y pondré la mesa en un rincón. De todas formas, más que cocinar algo complicado, creo que sacaré algunas cosillas para picar: albóndigas, quesitos, algunas pastas… No temas: tendré en cuenta todo lo que te gusta y lo pondré en la mesa. Cuando hayamos cenado los tres, jugaremos todos juntos, si quieres. Mientras te apetezca; y, si te cansas, lo dejamos. A lo mejor prefieres charlar de fútbol con el señor Ryder. Después, sólo cuando ya no puedas más, te vas a la cama. Ya sé que tu nueva habitación es pequeña, pero tú mismo dijiste que te parecía muy bonita. Seguro que esta noche dormirás profundamente. Olvidarás por completo este desagradable y frío paseo. En cuanto entres por la puerta y notes el calórenlo de dentro… No te desanimes. Nos queda muy poco ya.
Tenía abrazado a Boris mientras le hablaba de esta forma, pero al concluir lo soltó, dio media vuelta y prosiguió el camino. La brusquedad con que lo hizo me cogió por sorpresa…, porque yo mismo me había sentido arrullado por sus palabras, y hasta había cerrado un instante los párpados. También Boris se llevó un sobresalto; para cuando volví a darle la mano, su madre se hallaba ya a varios pasos de distancia.
Yo no estaba dispuesto a dejar que se alejara mucho de nuevo, pero en aquel preciso instante noté unos pasos a nuestras espaldas y no puede evitar demorarme un segundo para mirar hacia la entrada del callejón. En el momento en que lo hacía, una persona acababa de entrar en el círculo de luz proyectado por la farola, y vi que se trataba de un conocido. Era Geoffrey Saunders, un compañero mío de clase en el año en que fui a la escuela en Inglaterra. No le había vuelto a ver desde entonces, así que me sorprendió ver lo mucho que había envejecido. Incluso teniendo en cuenta el efecto poco favorecedor de la luz de la farola, sumado al de la fría llovizna, daba la impresión de un enorme desaliño. Llevaba una gabardina que, al parecer, no podía abrocharse, pues tenía que mantenerla sujeta por delante mientras caminaba. No estaba yo muy seguro de querer dar muestras de haberlo reconocido, pero en el momento en que Boris y yo nos poníamos de nuevo en marcha, Geoffrey Saunders nos dio alcance.
– ¡Hola, muchacho! -me saludó-. Ya me pareció que eras tú. ¡Qué tarde de perros tenemos!
– Sí, de perros -asentí-. Y eso que el tiempo era muy agradable hace un rato.
El callejón había desembocado en una especie de carretera oscura y sin un alma. Soplaba un viento fuerte y daba la impresión de que la ciudad estaba muy lejos.
– ¿Tu chico? -preguntó Geoffrey Saunders señalando con un gesto a Boris. Y luego, antes de darme tiempo a responder, prosiguió-: Guapo muchacho. Y buen mozo. Parece muy listo. Yo no he llegado a casarme. Siempre quise hacerlo, pero han ido pasando los años y ahora imagino que ya no me casaré. Aunque, para serte sincero, supongo que hay razones más profundas para mi soltería. Descuida… No quiero aburrirte habiéndote de la mala suerte que me ha acompañado todos estos años. Cierto que también he tenido algunos momentos buenos… En fin… Un buen mozo, sí, este chaval tuyo.
Geoffrey inclinó el cuerpo para saludar a Boris, pero éste, demasiado cansado o preocupado, no correspondió al saludo.
La carretera nos llevaba ahora colina abajo. Mientras avanzábamos en la oscuridad, recordé que Geoffrey Saunders había sido el alumno más prometedor de nuestro curso, destacado tanto en el aspecto académico como en el deportivo. El ejemplo al que se recurría siempre para reprocharnos a todos los demás nuestra falta de esfuerzo. Se daba por sentado que, con el tiempo, llegaría a ser el capitán del colegio. No lo fue en realidad, debido a cierta crisis que lo obligó a abandonar repentinamente la escuela a mitad del quinto curso.
– Leí en los periódicos que venías -estaba diciéndome ahora-. He estado esperando que me llamaras. Que me dijeras cuándo vendrías a visitarme. Fui a la panadería y compré unas Pastas para tener algo que ofrecerte con la taza de té clásica.
Después de todo, puede que mi vivienda sea un cuchitril de mala muerte, por lo de ser un solterón y todo eso, pero no he perdido la esperanza de que me visiten de vez en cuando y me siento muy capaz de recibir a mis invitados con todos los honores. Por eso, cuando oí que venías, salí inmediatamente a comprar unas pastas de té. Eso fue hace dos días. Ayer todavía me parecieron presentables, aunque la capa de azúcar se había quedado ya un poco dura. Pero hoy, en vista de que no dabas señales de vida, las he tirado a la basura. Por orgullo, supongo… Quiero decir, que tú has triunfado en la vida, y no me hacía ninguna gracia que te fueras pensando que llevo una existencia miserable en un cuartucho alquilado con sólo unas pastas rancias para ofrecer a mis visitas. Así que he ido de nuevo a la panadería y he comprado otras recién hechas. Y hasta he adecentado un poco mi cuarto. Pero tú sin llamarme… Bueno…, supongo que no puedo reprochártelo. ¡Eh, chico! -Se inclinó de nuevo y observó a Boris-. ¿Estás bien? Resoplas como si te hubieras quedado sin resuello.
Boris, que ciertamente volvía a tener dificultades, no dio muestras de haberle oído.
– Más vale que aflojemos un poco el paso en atención a esta tortuguita -dijo Geoffrey Saunders, y siguió-: La cuestión es que, ya desde el principio, no tuve mucha suerte en el amor. Mucha gente en esta ciudad piensa que soy homosexual… Lo creen porque vivo solo en una habitación alquilada. Al principio me molestaba que dijeran eso, pero ya no me molesta. Muy bien, me creen un homosexual…, ¿y qué? En realidad no me faltan mujeres con las que satisfacer mis necesidades. Ya me entiendes…, pagando. Es la clase de mujer que me va, y diría que algunas de ellas son de lo más decente. Lo que pasa es que, al cabo de un tiempo, comienzas a despreciarlas y ellas a despreciarte a ti. Es imposible evitarlo. Conozco a la mayoría de las putas de la ciudad. No quiero decir que me haya acostado con todas… ¡Ni mucho menos! Pero todas me conocen, y yo a ellas. De vista, por lo menos. Probablemente pensarás que llevo una vida muy miserable… Pero no. Es cuestión de enfoque, según como lo mires… De vez en cuando vienen a visitarme algunos amigos. Y te aseguro que soy capaz de hacerles pasar un buen rato tomando una taza de té. Soy un buen anfitrión. A menudo me comentan después lo mucho que han disfrutado con la visita.
La carretera había seguido cuesta abajo un buen rato, pero ahora llegó a un llano y nos encontramos frente a lo que parecía ser una granja abandonada. A nuestro alrededor se abrazaban a la luz de la luna negras siluetas de graneros y establos. Sophie continuaba encabezando la marcha, pero mucho más adelante, y a menudo yo apenas conseguía vislumbrar su silueta en el momento de desaparecer tras el muro de algún edificio en ruinas.
Afortunadamente, Geoffrey Saunders daba la impresión de conocer perfectamente el camino y de trazar la ruta a través de la oscuridad sin dificultad alguna. Mientras le seguíamos de cerca, me vino a la memoria un recuerdo de nuestros días escolares, el de cierta desapacible mañana de invierno en Inglaterra, con el cielo nublado y la tierra cubierta de escarcha. Yo tenía entonces catorce o quince años y estaba en el exterior de un pub, en compañía de Geoffrey Saunders, en algún remoto lugar del Worcestershire, en pleno campo. Nos habían emparejado para marcar el trazado de una carrera de cross-country, y nuestra tarea consistía en indicar a los corredores, a medida que iban saliendo de la niebla, la dirección correcta que debían seguir a través de un prado próximo. Aquella mañana yo me sentía especialmente triste, y después de pasar un cuarto de hora allí juntos contemplando en silencio la niebla, a pesar de todos mis esfuerzos por reprimirlas, se me saltaron las lágrimas. Yo entonces no conocía bien a Geoffrey Saunders, aunque -como todos- siempre me había esforzado por causarle buena impresión. Por eso me sentí especialmente mortificado, y mi primera impresión, una vez hube conseguido dominar mis emociones, fue que él me dedicaba el más profundo de los desprecios. Pero he aquí que de pronto se puso a hablar, al principio sin mirarme, pero luego volviéndose hacia mí de cuando en cuando. No podía recordar ahora cuáles habían sido sus palabras en aquella mañana brumosa, pero sí, nítidamente, la impresión que me habían causado. Porque, incluso en mi estado de autocompasión, fui capaz de advertir la gran generosidad de que me estaba dando muestras, y sentí una profunda gratitud hacia él. En aquel instante, también, me di cuenta por vez primera, con algo semejante a un escalofrío, de que en aquel condiscípulo modelo había un aspecto oculto: una dimensión profunda y vulnerable que auguraba que jamás llegaría a colmar todas las expectativas que el mundo había Puesto en su persona. Ahora, mientras seguíamos caminando en la noche, traté de volver a recordar lo que me había dicho aauella mañana, pero no lo conseguí.
Con el terreno llano, Boris pareció recobrar el aliento y otra vez comenzó a hablar en susurros. Animado tal vez por la sensación de que estábamos a punto de llegar a nuestro lugar de destino, sacó la energía suficiente para darle una patada a un guijarro que encontró en el camino y exclamar en voz alta:
– ¡Número Nueve!
La piedra saltó por encima de las asperezas del suelo y fue a caer en algún lugar con agua oculto en la negrura.
– ¡Eso ya está mejor! -le dijo Geoffrey Saunders-. ¿Juegas de delantero centro? ¿Con el número nueve a la espalda?
Como Boris no respondiera, me apresuré a decir:
– ¡Oh, no! Se refiere a su jugador favorito.
– ¿De veras? Veo mucho fútbol. Por la tele, quiero decir. -Se inclinó nuevamente hacia Boris-. ¿Quién es ese Número Nueve tuyo?
– No, ya te digo que es sólo su jugador favorito -repetí.
– Como delantero centro -prosiguió Geoffrey Saunders-, a mí me encanta ese holandés que juega en el Milán. ¡Ése sí que es bueno!
Iba yo a decir algo que explicara lo del Número Nueve cuando de pronto nos detuvimos. Vi que estábamos al borde de una gran pradera, cuya extensión no sabría precisar, aunque adiviné que se prolongaba hasta mucho más allá de lo que alcanzábamos a ver a la luz de la luna. Mientras permanecíamos allí, un fuerte viento ondulaba la hierba e iba a perderse en la oscuridad.
– Tengo la sensación de que nos hemos perdido -le dije a Geoffrey Saunders-. ¿Sabes por dónde vas?
– ¡Oh, sí! Vivo aquí cerca. Por desgracia no puedo pedirte que vengas a casa ahora, porque estoy muy cansado y he de irme a dormir. Pero estaré preparado para recibirte mañana. A cualquier hora a partir de las nueve.
Miré a través del campo hacia la negrura del fondo.
– Si he de serte sincero, creo que estamos en un pequeño apuro -le dije-. Verás… íbamos camino del apartamento de esa mujer que antes nos precedía. Pero ahora nos hemos perdido y no tengo la menor idea de cuál es su dirección. Dijo algo…, que vivía junto a una iglesia medieval, creo.
– ¿La iglesia medieval? ¡Eso está en el centro de la ciudad!
– ¡Ah! ¿Podemos llegar atajando por ahí? -pregunté señalando el prado.
– ¡Qué va! No hay nada por ahí. Sólo vacío. La única persona que vive en esa dirección es ese tipo, Brodsky.
– Brodsky -murmuré-. ¡Humm! Hoy le he oído ensayar en el hotel… Parece que en esta ciudad lo conocéis todos.
Geoffrey Saunders me miró fijamente, de forma que me hizo sospechar que mi observación le había parecido estúpida.
– Bueno…, lleva viviendo aquí muchos años. ¿Por qué no íbamos a conocerle?
– Sí, sí…, claro.
– Resulta algo difícil de creer que al viejo loco se le haya metido entre ceja y ceja dirigir una orquesta… Pero ya veremos qué pasa. Las cosas no pueden ir mucho peor. Y si a ti te da por decir que Brodsky es el culpable, bueno…, ¿quién soy yo para discutírtelo?
No se me ocurría qué responderle. En todo caso, Geoffrey Saunders se apartó bruscamente del prado diciendo:
– No, no… La ciudad está por ahí. Puedo indicaros el camino, si queréis.
– Te quedaremos muy agradecidos -le aseguré, mientras una ráfaga de viento frío se colaba entre nosotros.
– Veamos… -Geoffrey Saunders permaneció pensativo unos instantes. Luego dijo-: Para seros franco, más valdría que tomarais un autobús. Desde aquí tenéis media hora larga de camino. Me imagino que la mujer te convenció de que su apartamento quedaba a dos pasos. Bueno…, lo hacen siempre. Es uno de sus trucos. No se les debe dar crédito. Pero no habrá problema si tomáis el autobús. Te mostraré dónde hay una parada.
– De verdad que te lo agradeceremos -reiteré-. Boris se está quedando helado. Confío en que esa parada no esté lejos…
– ¡Oh, no, muy cerquita! Sigúeme, muchacho.
Geoffrey Saunders dio media vuelta y nos hizo retroceder hacia la granja abandonada. Me pareció, sin embargo, que no desandábamos el camino de antes y, en efecto, al poco tiempo nos encontramos caminando por una calle estrecha en lo que parecía un arrabal no muy opulento de la ciudad. A ambos lados de la calle se alineaban hileras de casas. De tanto en tanto podía ver alguna ventana iluminada, pero la mayoría de sus moradores parecían haberse ido ya a la cama.
– Todo irá bien ahora -le dije en voz baja a Boris, que parecía exhausto-. Encontraremos el apartamento enseguida. Y tu madre nos tendrá todo preparado para cuando lleguemos.
Pasamos por delante de otras hileras de casas. Y Boris volvió a murmurar:
– El Número Nueve… Es el Número Nueve…
– Pero, veamos…, ¿a qué Número Nueve te refieres? -preguntó Geoffrey Saunders, volviéndose hacia él-. Te refieres a ese holandés, ¿no?
– El Número Nueve es el mejor jugador de la historia del fútbol -afirmó Boris.
– Sí, bueno… pero ¿de quién hablas? -En la voz de Geoffrey Saunders había ahora una nota de impaciencia-. ¿Cómo se llama? ¿En qué equipo juega?
– Boris sólo está…
– ¡Una vez marcó diecisiete goles en los diez últimos minutos! -me cortó Boris.
– ¡Qué tontería! -Geoffrey Saunders parecía estar enfadado de verdad-. Creí que hablabas en serio. Y estás diciendo tonterías.
– ¡Lo hizo! -gritó Boris-. ¡Fue un récord mundial!
– ¡Vaya si lo fue! -le apoyé-. ¡Un récord mundial! -Y después, recuperando un tanto la compostura, solté una carcajada-. Vamos…, digo yo. Tenía que serlo, ¿no? -Sonreí a Geoffrey Saunders como pidiéndole ayuda, pero él no me hizo el menor caso.
– Pero ¿de quién estás hablando? ¿Te refieres a ese holandés? En todo caso, muchacho, debes darte cuenta de que no todo consiste en marcar goles… Los defensas son también importantísimos. Los jugadores buenos de verdad a menudo son defensas.
– ¡El Número Nueve es el mejor jugador de toda la historia! -insistió Boris-. Cuando está en forma, no hay defensa capaz de pararlo.
– Boris tiene razón -dije-. El Número Nueve es, sin lugar a dudas, el mejor jugador del mundo. Centrocampista, delantero, todo… Juega de lo que sea. Claro que sí.
– Dices tonterías, camarada… Ninguno de los dos sabéis de lo que habláis.
– ¡Lo sabemos perfectamente! -Me estaba enfadando con Geoffrey Saunders-. Lo que estamos diciendo lo reconoce todo el mundo. Cuando el Número Nueve está en forma, realmente en forma, el comentarista grita «¡gol!» en cuanto lo ve tocar el balón, no importa en qué zona del campo se encuentre…
– ¡Dios santo! -dijo Geoffrey Saunders, volviendo la cara en señal de disgusto-. Si ésas son las bobadas con las que llenas la cabeza de tu chico, ¡que Dios lo ampare!
– ¡Escucha de una vez! -Acerqué mi cara a su oído y le susurré, malhumorado-: Pero es que ¿no comprendes que…?
– ¡Bobadas, hombre! Estás llenando de bobadas la cabeza de tu hijo…
– ¡Pero si es un chaval, un crío! ¿No entiendes que…?
– No hay por qué llenarle la cabeza con sandeces de semejante calibre. Además, no parece tan crío… A mi modo de ver, un muchacho de su edad debería estar ya arrimando el hombro. Aportando su granito de arena. Debería estar aprendiendo a empapelar paredes, por ejemplo, o a alicatarlas. Y dejarse de todas estas majaderías sobre fenómenos del fútbol.
– ¡No seas idiota y cállate de una vez! ¡Cierra el pico!
– ¡Un chico de su edad…! ¡Ya es hora de que haga algo de provecho!
– ¡Es mi chico, y ya le diré yo cuándo debe…!
– Empapelar, alicatar…, cosas de ese tipo. En mi opinión, eso es lo que…
– ¡Un momento…! ¿Tú qué sabes de esto? ¡Un miserable solterón solitario…! No tienes ni idea.
Le pegué un empujón en el hombro, y Geoffrey Saunders se quedó súbitamente cabizbajo. Se nos adelantó unos pasos, arrastrando los pies, y siguió caminando con la cabeza ligeramente baja, aferrándose a las solapas de su gabardina.
– No pasa nada -le dije a Boris en voz baja-. Llegaremos enseguida.
Boris no respondió, y vi sus ojos clavados en la encorvada figura de Geoffrey Saunders, que avanzaba dando tumbos unos metros más adelante.
Poco a poco, mientras caminábamos, mi enfado con mi antiguo compañero de clase empezó a ceder un tanto. Además, no había olvidado que dependíamos por completo de él para que nos indicara el camino hasta la parada del autobús. Al poco me acerqué a él, preguntándome si aún estaríamos en disposición de conversar. Para mi sorpresa, lo encontré murmurando para sí mismo:
– Sí, sí… Ya hablaremos de todo esto cuando vengas a tomar el té. Hablaremos de todo tipo de cosas, y pasaremos una hora o dos de nostalgia charlando de los tiempos de la escuela y de nuestros antiguos compañeros de clase. Tendré la habitación caldeada y podremos sentarnos en las butacas o a ambos lados fle la chimenea. Sí… Se parece a una de esas habitaciones que uno puede alquilar en Inglaterra. O que al menos se podían alquilar hace algunos años. Por eso la alquilé. Me recordaba el hogar. En cualquier caso, podríamos sentarnos junto a la chimenea y charlar de todo aquello: de los profesores, de los camaradas…, intercambiar noticias de amigos comunes con los que aún mantenemos contacto. Bien…, ¡ya hemos llegado!
Habíamos salido a lo que parecía la plaza de un pueblo pequeño. Vi unas cuantas tiendas, en las que presumiblemente se abastecerían de comestibles los habitantes del barrio, todas con las persianas metálicas cerradas a cal y canto para pasar la noche. En el centro de la plaza había un pequeño redondel verde, no mayor que una isleta de tráfico. Geoffrey Saunders me señaló una solitaria farola enfrente de las tiendas.
– Tú y tu chico tendréis que esperar ahí. Ya sé que no hay ninguna señal de parada, pero no te preocupes… Los autobuses paran ahí. Ahora, me temo que tendré que dejaros.
Boris y yo dirigimos la vista hacia el punto que nos había indicado Saunders. Había dejado de llover, pero la niebla flotaba en torno a la base de la farola. Nada parecía moverse a nuestro alrededor.
– ¿Estás seguro de que vendrá algún autobús? -pregunté.
– ¡Oh, sí! Claro que puede tardar un poco a estas horas de la noche. Pero no esperaréis en vano. Sólo tendréis que tener un poco de paciencia. Quizá os quedéis fríos esperando ahí de pie, pero…, creedme, valdrá la pena haber esperado. Surgirá de pronto en la oscuridad, brillantemente iluminado. Y en cuanto subáis, veréis qué caliente y cómodo es. Lleva siempre un animado grupo de pasajeros. Estarán riendo y bromeando, pasándose unos a otros tentempiés y bebidas calientes. Os recibirán con los brazos abiertos. Le dices al conductor que os deje en la iglesia medieval. Es un trayecto muy corto.
Geoffrey Saunders nos dio las buenas noches, se dio la vuelta y se alejó de nosotros. Boris y yo lo seguimos con la mirada mientras desaparecía por un callejón, entre dos casas, y después nos encaminamos despacio hacia la parada del autobús.