Saqué el gran coche negro de Hoffman del aparcamiento y enfilé una carretera sinuosa bordeada de densos abetos a ambos lados. Era obvio que no se trataba de la salida habitual de la sala de conciertos. Era una carretera llena de baches, sin iluminar, demasiado estrecha para que pasaran dos vehículos a un tiempo sin aminorar la marcha. Conduje con prudencia, escrutando la negrura, temiendo que en cualquier momento surgiera un obstáculo o una cerrada curva. Luego la carretera se hizo más recta, y la luz de los faros me permitió ver que me hallaba atravesando un bosque. Apreté el acelerador y durante unos minutos avancé en la oscuridad. Entonces vislumbré algo brillante entre los árboles, a mi izquierda, y al aminorar la marcha vi que estaba mirando hacia la fachada de la sala de conciertos, magníficamente iluminada y recortada contra el cielo de la noche.
El edificio se hallaba a cierta distancia, y lo veía de soslayo, pero podía divisar gran parte de su soberbia fachada. A ambos lados de su gran arco central había sendas hileras de majestuosas columnas de piedra, y altos ventanales que se alzaban hacia la vasta cúpula. Me pregunté si los invitados habrían empezado a llegar ya, y, deteniendo el coche en el arcén, bajé la ventanilla para contemplar mejor el edificio. Pero, incluso irguiéndome más en el asiento, los árboles me impedían ver la parte inferior de la fachada.
Entonces, mientras seguía mirando hacia la sala de conciertos, se me ocurrió que en aquel preciso instante mis padres podían estar a punto de llegar a la explanada. De pronto recordé vividamente la descripción que Hoffman había hecho del carruaje tirado por caballos emergiendo de la negrura de los árboles ante los admirados ojos de los invitados congregados
en la entrada. De hecho, en aquel preciso instante, mientras me asomaba por la ventanilla tratando de ver la explanada, tuve la impresión de oír, en algún punto lejano, el nítido sonido del carruaje. Apagué el motor y, sacando aún más la cabeza, agucé el oído. Luego me bajé del coche y me quedé quieto sobre el asfalto, en medio de la oscuridad, escuchando.
El viento se movía entre los árboles. Y entonces volví a oír lo que me había parecido oír antes: el débil golpeteo de unos cascos, un tintineo rítmico, el traqueteo de un carruaje de madera. Luego el sonido quedó ahogado por el rumor de los árboles agitados por el viento. Seguí escuchando unos instantes, pero no pude oír nada más. Y al cabo me volví y subí al coche.
Mientras permanecí de pie en la calzada me sentí tranquilo, sereno, pero en cuanto puse en marcha el motor me invadió una intensa sensación de frustración, pánico y cólera. Mis padres estaban llegando, y aquí seguía yo, sin haber siquiera realizado mis preparativos últimos, alejándome de la sala de conciertos, embarcado en un asunto completamente diferente. No podía comprender cómo había permitido que me sucediera lo que me estaba sucediendo, y seguí a través del bosque, cada vez más enfurecido, decidido a acabar cuanto antes con lo que estaba haciendo y a volver, a la primera oportunidad que se me presentara, a la sala de conciertos. Pero entonces me asaltó el pensamiento de que ni siquiera sabía cómo llegar al apartamento de Sophie, o si la carretera que atravesaba aquel bosque me llevaba en la dirección correcta. Empezó a envolverme una sensación de absoluta inanidad, pero apreté el acelerador y seguí mirando con obstinación hacia la espesura que se iba abriendo ante los faros del coche.
Entonces, súbitamente, vi que un poco más adelante, en medio de la carretera, dos figuras me hacían señas con la mano. Estaban justo frente a mí, y aunque al acercarme se apartaron hacia un lado, siguieron agitando imperiosamente los brazos. Al aminorar la marcha vi un grupo de cinco o seis personas acampadas a un lado de la carretera en torno a una cocinilla portátil. Al principio pensé que se trataba de vagabundos, pero luego vi que entre ellos había una mujer de mediana edad vestida con elegancia, y un hombre de pelo gris con traje que se acercaba hacia mi ventanilla. Más allá, los demás -hasta entonces sentados alrededor de la cocinilla en lo que parecían cajas de embalaje volteadas-, se levantaron y empezaron a acercarse también hacia el coche. Según pude ver, todos ellos llevaban en la mano jarras metálicas de acampada.
Al bajar la ventanilla, la mujer me miró y dijo:
– Oh, qué alegría que haya venido. Ya ve, estábamos enfrascados en un debate y no lográbamos llegar a ningún acuerdo. Es lo que suele pasar, ¿no le parece? Nunca nos ponemos de acuerdo cuando de lo que se trata es de hacer algo.
– Pero lo cierto -dijo el hombre del pelo gris y traje en tono solemne- es que tenemos que llegar a alguna conclusión cuanto antes.
Pero antes de que ninguno de ellos pudiera decir más, vi que la figura que se había acercado detrás de ellos y se inclinaba ahora para mirarme era Geoffrey Saunders, mi antiguo compañero de colegio. Al reconocerme, se abrió paso hasta situarse en primera fila y dio un golpecito en la portezuela del coche.
– Ah, me preguntaba cuándo volvería a verte -dijo-. Si he de serte sincero, he estado un poco enfadado contigo. Ya sabes, por no haber venido a mi casa a tomar una taza de té. Por haberme dado plantón y demás. Bueno, supongo que no es momento de entrar en ese tema, pero la verdad es que eres un poco caradura, ¿eh, viejo amigo? No importa. Será mejor que te bajes del coche. -Abrió la portezuela y se apartó hacia un lado. Yo iba a protestar, pero Geoffrey Saunders siguió hablando-: Será mejor que te bajes y te tomes una taza de café. Luego podrás incorporarte a nuestro debate.
– Con franqueza, Saunders… -dije-. No me viene bien quedarme.
– Oh, vamos, viejo camarada. -Advertí un punto de enojo en su voz-, ¿Sabes?, he estado pensando mucho en ti desde que nos vimos la otra noche. Recordando los tiempos del colegio y demás. Esta mañana, por ejemplo, me he despertado pensando en aquella vez…, tú puede que no te acuerdes, aquella vez que tú y yo estábamos controlando una carrera a campo traviesa de unos compañeros más pequeños. Debían de ser de cuarto o quinto. Tú seguramente no te acuerdas, pero he estado pensando en ello esta mañana, echado en la cama. Estábamos fuera de un pub, enfrente de aquel campo, y tú estabas terriblemente molesto por algo. Oye, sal de ahí, que así no puedo hablarte. -Seguía instándome a que me bajara del coche-. Así, muy bien, así está mejor. -Cuando me bajé a regañadientes, me cogió del codo con la mano libre (con la otra sostenía la jarra metálica)-. Sí, he estado pensando en aquel día. Una de esas mañanas brumosas de octubre tan comunes en nuestra tierra inglesa. Y allí estábamos, esperando a que aparecieran aquellos mocosos resoplando en medio de la niebla, y recuerdo que no hacías más que decir: «Para ti está muy bien, para ti no hay ningún problema.» No parabas de lamentarte de tu perra suerte. Así que al final me di la vuelta y te dije: «Mira, no sólo te pasa a ti, tío. No eres el único que tiene problemas.» Y me puse a contarte que una vez, cuando tenía siete u ocho años, nos fuimos de vacaciones como todos los veranos, mis padres, mi hermano pequeño y yo, a alguno de esos sitios de la costa inglesa, Bournemouth o algún sitio parecido. O puede que fuera la isla de Wight. El tiempo era bueno y demás, pero había algo que no marchaba como es debido, ya sabes, no nos llevábamos muy bien. Algo muy normal en unas vacaciones familiares, claro, pero yo entonces no lo sabía, sólo tenía siete u ocho años. Bueno, el caso es que la cosa no iba nada bien, y una mañana mi padre estalló. Así, sin más. Estábamos en el paseo junto al mar, y mi madre nos estaba señalando algo para que lo miráramos, y de repente mi padre estalló. No chilló ni nada parecido, simplemente se dio la vuelta y se fue. Nosotros no sabíamos qué hacer, así que empezamos a seguirle, mi madre, el pequeño Christopher y yo. Nos pusimos a seguirle. No de cerca, sino a unos treinta metros, lo suficiente para no perderle de vista. Y mi padre siguió alejándose por el paseo, enfiló el sendero de los acantilados, dejó atrás las casetas de la playa y a los bañistas que estaban tomando el sol… Se encaminó hacia el pueblo, pasó por delante de las pistas de tenis, se adentró en la zona de las tiendas… Creo que lo seguimos durante más de una hora. Y al rato empezamos a hacer una especie de juego de todo ello. Decíamos: «Mira, ya no está enfadado. ¡Está haciendo el tonto!» O bien: «Ha puesto la cabeza así a propósito. ¡Mírale!», y no parábamos de reírnos. Y si lo mirabas detenidamente, podías llegar a creer que estaba haciendo tonterías. Y se lo dije a Christopher, que era muy pequeño. Le dije que papá se había marchado en broma, y Christopher se reía y reía, como si todo fuera un juego. Y mamá también. Se reía y decía: «¡Oh, vuestro padre, hijos míos!», y no paraba de reírse. Y seguimos así, y yo era el único, ¿sabes?, aunque sólo tenía siete u ocho años, el único que sabía que mi padre no estaba bromeando en absoluto. Que no se le había pasado el enfado y que quizá se estaba poniendo más y más furioso al ver que le estábamos siguiendo. Porque lo que quizá quería era sentarse en un banco o entrar en un café, y no podía porque le estábamos siguiendo. ¿Te acuerdas de esto? Te lo conté todo aquel día. Y en un momento dado miré a mi madre, porque quería acabar con todo aquello, y fue entonces cuando me di cuenta. Me di cuenta de que había llegado a creérselo, de que se había convencido a sí misma de que mi padre estaba haciendo todo aquello en broma, para que nos riéramos. Y el pequeño Christopher estuvo todo el rato queriendo salir corriendo. Ya sabes, echar a correr para alcanzar a nuestro padre. Y yo no hacía más que inventar excusas, sin parar de reír, y le decía: «No, eso no está permitido. El juego no es así. Hay que mantener cierta distancia o el juego no funciona.» Pero mi madre, ¿sabes?, decía: «¡Oh, sí, ¿por qué no vas y le tiras de la camisa e intentas volver hasta aquí sin que te atrape?» Y yo tenía que insistir, porque era el único, ¿te das cuenta?, el único que sabía…, tenía que insistir: «No, no, tenemos que esperar. Atrás, atrás…» Mi padre tenía un aspecto un tanto extraño. Si lo mirabas desde allí, desde aquella distancia, le veías unos andares muy raros. Oye, camarada, ¿por qué no te sientas? Pareces completamente exhausto, y muy preocupado. Siéntate ahí y ayúdanos a decidir.
Geoffrey Saunders me señalaba una caja de embalaje anaranjada que había junto a la cocinilla de camping. Me sentía realmente cansado, y pensé que, fueran cuales fueren las tareas que me aguardaban, las llevaría a cabo con más ánimos después de un pequeño descanso y de un sorbo de café. Me senté, y mientras lo estaba haciendo me di cuenta de que me temblaban las piernas y de que me estaba agachando sobre la caja de un modo harto inseguro y vacilante. El grupo me rodeó en actitud comprensiva. Alguien me tendía una jarra de café, mientras otro de los presentes me ponía una mano en la espalda y me decía:
– Relájese. Descanse.
– Gracias, gracias -dije, y, cogiendo la taza, sorbí con avidez el café humeante, pese a que casi quemaba.
El hombre de pelo gris y traje se puso en cuclillas ante mí, me miró a la cara y me dijo en tono muy suave:
– Vamos a tener que tomar una decisión. Tendrá que ayudarnos.
– ¿Una decisión?
– Sí. Sobre el señor Brodsky.
– Ah, sí. -Bebí un poco más de la jarra metálica-. Sí, entiendo. Ahora todo depende de mí, me hago cargo.
– Bueno, yo no diría tanto -dijo el hombre de pelo gris.
Volví a mirarle. Era un hombre de aspecto tranquilizador, de modos apacibles y amables. Pero en aquel instante, advertí, estaba sumamente serio.
– Yo no diría tanto como que todo depende de usted. La cuestión es que, dada la situación, cada uno de nosotros tiene su propia responsabilidad. Mi opinión personal, como ya he dejado claro, es que deberíamos desencajarlo.
– ¿Desencajarlo?
El hombre de pelo gris asintió con gravedad. Entonces le vi el estetoscopio al cuello, y me di cuenta de que era médico.
– Ah, sí -dije-. Hay que desencajarlo. Sí.
Fue entonces cuando miré a mi alrededor y, sobresaltado, vi que un poco más allá, no lejos de mi coche, había una gran maraña de metal. Me asaltó enseguida el temor de haber sido yo quien había causado aquel desastre, de que quizá había tenido un accidente y no me había dado cuenta. Me levanté -ayudado de inmediato por un puñado de manos- y, al acercarme al amasijo de metal, vi que se trataba de una bicicleta. La estructura de metal se hallaba terriblemente retorcida, y en medio de ella, con espanto, vi al señor Brodsky. Estaba echado boca arriba en la tierra, y sus ojos me miraban apaciblemente mientras me acercaba.
– Señor Brodsky -susurré, mirándole.
– Ah, Ryder -dijo él, sin el menor padecimiento en la voz.
Me volví hacia el hombre de pelo gris, que me había seguido, y le dije:
– Estoy seguro de que no tengo nada que ver. No recuerdo haber tenido ningún accidente. Yo iba conduciendo y…
El hombre de pelo gris, asintiendo con expresión comprensiva, hizo un gesto para que me callara. Luego, llevándome un poco aparte, dijo en voz baja:
– Casi con toda seguridad, ha intentado suicidarse. Está muy borracho, Muy, muy borracho.
– Ah. Entiendo.
– Estoy seguro de que quería suicidarse. Pero lo único que ha conseguido es que las piernas se le quedaran atrapadas en toda esa maraña. La pierna derecha está prácticamente ilesa. Sólo está trabada. La izquierda la tiene también trabada. Y es ésta la que me preocupa. No ha quedado en buen estado.
– No -dije yo, y volví a mirar por encima del hombro a Brodsky.
Él pareció darse cuenta, y dijo en la oscuridad:
– Hola, Ryder.
– Estábamos discutiendo el asunto cuando usted llegó -prosiguió el hombre de pelo gris-. A mi juicio hay que desencajársela. Así podríamos salvarle la vida. Después de un rato de debate, la mayoría estamos de acuerdo. Pero las dos damas se oponen. Opinan que lo mejor es esperar a que llegue la ambulancia. Pero creo que si lo hacemos corremos un gran riesgo. Es mi opinión profesional.
– Ah, sí. Sí, le entiendo.
– En mi opinión, tenemos que liberarle la pierna izquierda sin tardanza. Soy cirujano, pero desgraciadamente no tengo aquí mi instrumental. No tengo analgésicos, nada. Ni siquiera una aspirina. Ya ve, no estaba de servicio, y había salido a tomar un poco el aire. Como toda esta gente. Por suerte llevaba el estetoscopio en el bolsillo. Y nada más. Pero ahora que ha llegado usted, la cosa puede cambiar. ¿Lleva herramientas en el coche?
– ¿En el coche? Bueno, la verdad es que no lo sé. El coche no es mío.
– Quiere decir que es alquilado.
– No exactamente. Es prestado. De un conocido.
– Ya. -Miró con aire grave hacia el suelo, y se quedó pensativo. Por encima de su hombro pude ver que los otros nos miraban con impaciencia. Al cabo, el cirujano dijo:
– ¿Le importaría mirar en el maletero? Puede que haya algo que pueda servirnos. Alguna herramienta cortante con la que llevar a cabo la operación.
Pensé en ello unos instantes, y luego dije
– Lo haré encantado. Pero antes quizá deba ir a hablar un momento con el señor Brodsky. Verá: creo conocerle algo, y será mejor que hable con él antes de…, antes de que tomemos una medida tan drástica.
– Muy bien -dijo el cirujano-. Pero en mi opinión…, en mi opinión profesional, ya hemos perdido demasiado tiempo. Por favor, hágalo cuanto antes.
Fui hasta Brodsky y le miré a la cara.
– Señor Brodsky… -empecé a decir, pero él me interrumpió al instante.
– Ryder, ayúdeme. Tengo que ponerme en contacto con ella.
– ¿Con la señorita Collins? Creo que en este momento hay otras cosas que le deberían preocupar más.
– No, no. Debo hablar con ella. Ahora lo sé. Ahora lo veo con toda claridad. Tengo la mente absolutamente lúcida. Desde que me ha pasado esto. No sé…, iba en mi bicicleta y algo me golpeó, algún coche, quién sabe… Supongo que estaba borracho. No me acuerdo de esa parte…, pero recuerdo perfectamente lo demás. Y ahora lo veo, lo veo todo con claridad. Es él. Ha sido él todo el tiempo: quiere que no salga bien. Es él, todo esto lo ha hecho él…
– ¿Quién? ¿Hoffman?
– Es un ser de lo más bajo. De lo más bajo. Antes no me daba cuenta, pero ahora lo veo perfectamente. Desde el golpe que me ha dado ese vehículo, ese camión o lo que sea…, desde entonces lo veo todo con claridad. Ha venido a verme esta tarde, muy amable y comprensivo… Yo estaba en el cementerio, esperando. Esperando y esperando. El corazón me latía con fuerza. Llevo esperando todos estos años. ¿Sabe, Ryder? Llevo esperando mucho tiempo. Hasta cuando estaba borracho estaba esperando. La semana que viene, solía decirme. La semana que viene dejaré de beber e iré a buscarla. Le pediré una cita en el cementerio de St. Peter. Año tras año, me lo decía año tras año. Y ahora, por fin, allí estaba, esperándola. Sentado en la tumba de Per Gustavsson, donde solía sentarme con Bruno. Esperando. Quince minutos, media hora, una hora… Y entonces llega él. Me toca, aquí en el hombro. Ha cambiado de opinión, dice. No va a venir. Ni va a ir tampoco a la sala de conciertos. Está muy amable, como siempre. Le escucho. Tómese un trago de whisky. Le calmará. Es especial. Pero no puedo beber whisky, le digo. ¿Cómo voy a beber whisky? ¿Está loco? No, bébase un whisky, me dice. Sólo un poco. Le calmará los nervios. Pensé que estaba siendo amable conmigo. Y ahora lo veo. No quería que saliera bien, desde el principio. Nunca me ha creído capaz de conseguirlo. Siempre ha pensado que no soy más que un… trozo de mierda. Eso es lo que piensa. Ahora estoy sobrio. He bebido como una esponja, pero desde que ese coche me ha…, estoy sobrio. Ahora puedo verlo con toda claridad. Es él. Es más miserable que yo. No le dejaré salirse con la suya. Voy a hacerlo. Ayúdeme, Ryder. No voy a permitírselo. Voy a ir a la sala de conciertos ahora mismo. Voy a demostrarles a todos de lo que soy capaz. Lo tengo todo preparado. La música…, todo está aquí, en mi cabeza. Ya verán. Pero ella tiene que venir. Tengo que hablar con ella. Ayúdeme, Ryder. Haga que pueda verla. Tiene que ir, tiene que estar sentada en la sala de conciertos. Y entonces recordará. Él es un ser de lo más bajo, pero ahora lo veo claramente. Ayúdeme, Ryder…
– Señor Brodsky -dije, interrumpiéndole-. Hay un cirujano aquí. Va a tener que someterle a una operación. Puede que le duela.
– Ayúdeme, Ryder. Ayúdeme a ponerme en contacto con ella. Su coche. Sí, en su coche. Lléveme. Lléveme a verla. Estará en ese apartamento… Lo odio. Cómo lo odio. Solía quedarme en la calle, enfrente. Lléveme a verla, Ryder. Lléveme ahora mismo.
– Señor Brodsky, creo que no se da usted cuenta de su estado. No hay tiempo que perder. De hecho le he prometido al cirujano que buscaría en el maletero. Volveré en un momento.
– Está tan asustada… Pero aún no es demasiado tarde. Podríamos tener un animal. No, ahora eso no importa; lo del animal ahora no importa. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido…
Dejé a Brodsky y fui hasta el coche. Abrí el maletero, y vi que estaba lleno de cosas amontonadas y revueltas. Había una silla rota, unas botas de goma, unas cuantas cajas alargadas de plástico… Luego vi una linterna, y cuando la encendí para buscar mejor descubrí en un rincón una pequeña sierra para metales. Parecía un poco grasienta, pero al pasar un dedo por la hoja comprobé que tenía los dientes afilados. Cerré el maletero y fui hasta el grupo, que seguía hablando alrededor de la cocina de camping. Al acercarme oí que el cirujano estaba diciendo:
– La obstetricia es una especialidad anodina hoy día. No es como cuando estudiaba la carrera…
– Disculpe -dije-, he encontrado esto.
– Ah -dijo el cirujano, volviéndose-. Gracias. ¿Ha hablado ya con el señor Brodsky? Muy bien.
De pronto sentí una intensa rabia por haberme dejado implicar en todo aquel asunto, y, quizá un tanto irritado, dije:
– ¿Es que en esta ciudad no hay medios suficientes para hacer frente a eventualidades como ésta?
– Hemos llamado hace ya una hora -dijo Geoffrey Saunders-. Desde aquella cabina. Desgraciadamente, esta noche no hay muchas ambulancias disponibles a causa de la gran velada que está a punto de celebrarse en el auditórium.
Miré hacia donde señalaba Saunders y vi que, efectivamente, a cierta distancia de la carretera, casi donde empezaba la espesura, había una cabina telefónica. Al verla recordé de pronto el urgente asunto que me había traído hasta allí, y se me ocurrió telefonear a Sophie, ya que de ese modo podría no sólo avisarla de lo que sucedía sino asimismo preguntarle cómo llegar hasta su apartamento.
– Si me disculpan un momento… -dije, encaminándome hacia la cabina-. Tengo que hacer una llamada urgente.
Caminé hasta los árboles y entré en la cabina. Mientras me hurgaba en los bolsillos en busca de unas monedas, vi que el cirujano se acercaba despacio hacia Brodsky, con la sierra oculta a su espalda. Geoffrey Saunders y los otros se habían quedado atrás, y se movían en círculos con aire inquieto, mirando dentro de sus jarras metálicas o en dirección a sus zapatos. El cirujano, entonces, se volvió y les dijo algo, y dos de ellos, Geoffrey Saunders y un joven con cazadora de cuero marrón, le siguieron de mala gana. Luego, al llegar a donde estaba Brodsky, se quedaron mirándolo con expresión sombría.
Dejé de mirarles y marqué el número de Sophie. La señal sonó varias veces, y al cabo Sophie descolgó el teléfono con voz soñolienta y un tanto alarmada. Aspiré profundamente.
– Escucha -dije-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te crees que es fácil para mí? Ya no me queda casi tiempo y ni siquiera dispongo de un segundo para inspeccionar la sala de conciertos. Y en cambio aquí me tienes, ocupado en todas esas cosas que la gente espera de mí. ¿Crees que ésta es para mí una noche fácil? ¿Te das cuenta de la noche que es? Mis padres van a estar en el auditórium. ¡Exactamente! ¡Por fin vienen! ¡Esta noche! ¡Puede que hasta estén ya allí! Y mira lo que está pasando. ¿Me dejan las manos libres para que me prepare? No, me abruman con una cosa tras otra. Con ese maldito turno de preguntas y respuestas, por ejemplo. Han llevado incluso un marcador electrónico. ¿No es increíble? ¿Qué esperan de mí? Esa gente da por descontadas muchas cosas. ¿Qué esperan de mí, precisamente esta noche? Pero es lo mismo que en todas partes. Lo esperan todo de mí. Y puede que luego hasta la tomen conmigo, no me extrañaría nada. Cuando no estén contentos con mis respuestas, la tomarán conmigo. Y ¿qué va a ser de mí entonces? Puede que no pueda ni llegar al piano. O que mis padres se marchen en cuanto la gente se vuelva contra mí…
– Oye, tranquilízate -dijo Sophie-. Todo va a ir bien. No van a tomarla contigo. Siempre dices que la van a tomar contigo, y hasta el momento nadie, ni una sola persona en todos estos años, la ha tomado contigo.
– Pero ¿es que no entiendes lo que te estoy diciendo? Ésta no es una noche cualquiera. Vienen mis padres. Si la gente se vuelve contra mí, será…, será…
– Nadie va a volverse contra ti -me interrumpió de nuevo Sophie-. Siempre dices lo mismo. Llamas desde todos los rincones del mundo para decírmelo. Cuando te pones así, siempre haces lo mismo. Que van a volverse contra ti, que van a «descubrirte». ¿Y qué sucede realmente? Que horas después vuelves a llamarme para decirme que estás tan tranquilo y satisfecho. Y te pregunto qué tal ha ido todo, y tú pareces hasta sorprendido de que te lo pregunte. «Oh, perfectamente», me dices. Siempre es lo mismo, y luego te pones a hablar de otras cosas como si lo anterior no mereciera ni el más mínimo comentario…
– Un momento. ¿A qué te refieres? ¿A qué llamadas telefónicas te refieres? ¿Te das cuenta de las molestias que me tomo para hacértelas? A veces estoy terriblemente ocupado, y sin embargo encuentro un hueco en mi apretada agenda para llamarte, para asegurarme de que estás bien. Y las más de las veces eres tú la que aprovechas la llamada para contarme tus problemas. ¿Qué es lo que pretendes al decir que te digo todas esas cosas…?
– De nada sirve hablar de ello ahora… Lo que quiero decir es que todo va a salir bien esta noche.
– Para ti es muy fácil decir eso. Eres como todos los demás. Lo das todo por hecho. Piensas que lo único que tengo que hacer es salir al escenario, y que lo demás se da por añadidura… -De pronto me acordé de Gustav tendido en el colchón de aquel camerino desnudo, y callé al instante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.
Seguí unos cuantos segundos poniendo en orden mis pensamientos, y al final dije:
– Escucha, hay algo que debo decirte. Son malas noticias. Lo siento.
Sophie guardó silencio.
– Tu padre -dije-. Se ha puesto enfermo. Está en la sala de conciertos. Tienes que venir inmediatamente.
Hice otra pausa, pero Sophie siguió en silencio.
– Está aguantando bien -continué al cabo de un momento-. Pero tienes que venir inmediatamente. Boris también. De hecho te llamaba para eso. Tengo un coche. Voy de camino a recogeros.
La línea siguió muda durante una eternidad. Y al cabo Sophie dijo:
– Siento lo de anoche. Me refiero a lo de la Karwinsky Gallery. -Calló. Pensé que iba a guardar silencio otro largo rato, pero continuó enseguida-: Estuve patética. No tienes por qué fingir. Sé que estuve patética. No sé lo que me pasa, pero no consigo desenvolverme normalmente en situaciones como ésa. Voy a tener que asumirlo. Nunca seré capaz de viajar contigo de ciudad en ciudad, de acompañarte en esas giras. No puedo hacerlo. Lo siento.
– Pero ¿qué importa eso? -dije con delicadeza-. La galería de anoche… Ya la he olvidado por completo. ¿A quién le importa la impresión que hayas podido causar a gente de ese tipo? Eran horribles; todos ellos. Y tú fuiste, con mucho, la mujer más bella de todas las presentes.
– No puedo creerte -dijo Sophie, echándose a reír de pronto-. Estoy hecha una vieja.
– Pero envejeces maravillosamente.
– ¡Pero qué dices! -Volvió a reír-. ¿Cómo te atreves?
– Perdona -dije, riendo también-. Quería decir que no has envejecido en absoluto. No hasta el punto de que se te note, al menos.
– ¿No hasta el punto de que se me note?
– No sé lo que… -dije, confuso. Me eché a reír de nuevo-. Puede que estuvieras ojerosa y fea. Ya no me acuerdo.
Sophie soltó otra carcajada. Y luego guardó silencio. Cuando volvió a hablar, su voz había recuperado el tono grave:
– Pero qué patética estuve. Ni siquiera podré viajar contigo mientras siga así.
– Mira, te lo prometo: no seguiré viajando mucho tiempo. Esta noche, si todo va bien, nunca se sabe… Esta noche podría ser…
– Siento no haber encontrado nada aún. Te prometo encontrar algo muy pronto. Un sitio para nosotros, cómodo de verdad…
No logré encontrar una respuesta adecuada a esto, y nos quedamos callados unos segundos. Luego oí que me decía:
– ¿Seguro que no te importa? ¿Cómo me comporté anoche? ¿Cómo me comporto siempre?
– No me importa en absoluto. En recepciones como ésa, puedes comportarte como quieras. Hacer lo que te venga en gana. No tiene la menor importancia. Tú vales mucho más que todos los invitados juntos de cualquiera de esas salas.
Sophie se quedó callada. Y proseguí:
– En parte también es culpa mía. Lo de la casa, quiero decir. No es justo que te encargues tú sola de buscarla. Quizá a partir de ahora, si la velada de hoy sale bien, podamos hacerlo de otro modo. Podríamos buscar juntos.
La línea quedó en silencio, y me pregunté si Sophie seguiría aún al otro extremo. Pero al poco le oí decir con voz distante, soñadora:
– Vamos a encontrar algo enseguida, ¿verdad?
– Sí, por supuesto que sí. Buscaremos juntos. Con Boris. Encontraremos algo.
– Y vienes enseguida, ¿verdad? A llevarnos a ver a papá.
– Sí, sí. Pasaré a buscaros tan pronto como pueda. Así que procura estar preparada. Los dos.
– Sí, de acuerdo. -Su voz seguía siendo lejana, y carente de urgencia-. Iré a despertar a Boris. Sí, de acuerdo.
Cuando salí de la cabina, me pareció ver en el cielo inequívocos indicios de que se acercaba el alba. Divisé al grupo en torno a Brodsky, y, al acercarme, vi al cirujano arrodillado, serrando. Brodsky parecía aceptar en silencio su tormento, pero luego, justo cuando llegué al coche, lanzó un pavoroso grito que retumbó entre los árboles.
– Tengo que marcharme -dije, sin dirigirme a nadie en particular, y sin que nadie pareciera oírme. Pero luego, cuando cerré la portezuela y puse el motor en marcha, todas las caras se volvieron hacia mí con expresión horrorizada. Y antes de que pudiera subir la ventanilla, llegó corriendo Geoffrey Saunders.
– Escucha -dijo en tono airado-. Escúchame: no puedes irte como si tal cosa. En cuanto logremos liberarle, necesitaremos un coche para llevarle a algún sitio. Necesitaremos tu coche, ¿es que no te das cuenta? Es de sentido común.
– Mira, Saunders -dije con firmeza-. Me hago cargo de que estáis en un aprieto. Me gustaría seguir ayudándoos, pero ya he hecho todo lo que está en mi mano. Tengo mis propios problemas, y he de ocuparme de ellos sin tardanza.
– Muy propio de ti, viejo camarada -dijo Saunders-. Muy propio de ti…
– Mira, Saunders… No tienes ni la más remota idea… De
verdad, Saunders, no tienes ni la más remota idea. Tengo más responsabilidades de las que tú eres capaz de imaginar. Escucha: ¡yo no llevo la clase de vida que tú llevas!
La última frase la había dicho gritando, y advertí que hasta el cirujano había dejado de hacer lo que estaba haciendo para volverse y mirarme. Por lo visto también Brodsky parecía haber olvidado momentáneamente su dolor, porque me estaba mirando fijamente. Me sentí cohibido, y dije en tono más conciliador:
– Disculpa, pero tengo que ocuparme de algo de veras urgente. Para cuando hayáis terminado de hacer lo que estáis haciendo, para cuando el señor Brodsky se encuentre en situación de ser trasladado a alguna parte, seguro que habrá llegado la ambulancia. En cualquier caso, lo siento, pero no puedo quedarme ni un minuto más.
En cuanto acabé de decir esto subí la ventanilla, puse en marcha el coche y volví a surcar el bosque en medio de la negrura de la noche.