35

Me sorprendió ver que en la sala del auditórium las cosas habían cambiado por completo. Habían vuelto a dar las luces, y prácticamente dos tercios de los invitados habían abandonado el recinto. La mayoría de quienes no lo habían hecho charlaba en los pasillos. Pero no me quedé contemplando la escena mucho tiempo, porque vi que la señorita Collins se encaminaba hacia la salida. Me bajé del escenario y corrí hacia ella abriéndome paso entre la gente. Vi que llegaba ya a la salida y, desde cierta distancia, le grité:

– ¡Señorita Collins! ¡Espere un momento, por favor!

La señorita Collins se volvió y, al verme, me dirigió una mirada dura. Un tanto sorprendido, me detuve en seco a mitad del pasillo. De pronto sentí que se esfumaba mi determinación de llegar hasta ella y hablarle, y -quién sabe por qué- me sentí cohibido y me puse a mirarme la punta de los zapatos. Cuando por fin levanté los ojos, vi que se había ido.

Seguí allí unos minutos más, preguntándome si no habría sido una necedad el haber permitido que se fuera tan fácilmente. Pero luego, poco a poco, fui centrando mi atención en las distintas conversaciones que tenían lugar a mi alrededor. En concreto, había un grupo a mi derecha -seis o siete personas de avanzada edad-, y oí que uno de los hombres estaba diciendo:

– Según la señora Schuster, el tipo no ha estado sobrio ni un solo día desde que empezó todo este asunto. ¿Cómo se puede pedir respeto para un hombre así, por mucho talento que tenga? ¿Qué ejemplo es ése para nuestros hijos? No, no, han dejado que las cosas vayan demasiado lejos…

– Y en el banquete de la condesa -dijo una de las mujeres-, seguro que estaba borracho. Consiguieron ocultarlo, pero les costaría Dios y ayuda.


– Disculpen -dije, interrumpiéndoles-. Pero no tienen ni idea de lo que están hablando. Puedo asegurarles que están pésimamente informados.

Pensé que mi sola presencia bastaría para callarles la boca, pero se limitaron a dirigirme una mirada desenfadada -como si les hubiera preguntado si podía unirme a ellos-, y siguieron con su conversación.

– Nadie pretende empezar a ensalzar a Christoff de nuevo -dijo el hombre que había hablado primero-. Pero esta interpretación que acabamos de oír, como bien dices, ha rayado en el mal gusto.

– Ha rayado en lo inmoral. Eso es. Ha rayado en lo inmoral.

– Perdonen -dije, esta vez con mayor rotundidad-. Pero coincide que he escuchado con mucha atención lo que el señor Brodsky nos ha ofrecido antes de su desmayo, y mi apreciación personal difiere de la suya. En mi opinión, el señor Brodsky ha logrado una visión estimulante, fresca, una visión ciertamente cercana al verdadero espíritu de la pieza.

Les dirigí una mirada gélida. Ellos volvieron a mirarme con amabilidad, y algunos rieron cortésmente como si acabaran de oír alguna broma. Y el hombre primero dijo:

– Nadie está defendiendo a Christoff. A Christoff lo hemos desenmascarado hace ya tiempo. Pero cuando oyes algo como lo que acabamos de oír, las cosas empiezan a verse en perspectiva…

– Al parecer -dijo otro de los hombres-, Brodsky cree que Max Sattler tenía razón. Sí. De hecho ha andado por ahí diciéndolo todo el santo día. No hay duda de que lo habrá dicho en el estupor etílico, pero, dado que el hombre está siempre borracho, es todo lo que podemos acercarnos a su pensamiento. Max Sattler… Eso explica un montón de cosas sobre lo que acabamos de escuchar.

– Christoff, al menos, tenía sentido de la estructura. Un sistema que podía servirnos de referencia…

– Caballeros -les grité-. ¡Me dan asco!

Ni siquiera se volvieron para mirarme, y me alejé de ellos lleno de cólera.

Mientras desandaba mis pasos por el pasillo, comprobé que todo el mundo parecía comentar lo que acababan de presenciar. Me di cuenta de que la mayoría lo hacían movidos por la necesidad de comentar una experiencia, del mismo modo que se comenta un accidente o un incendio. Al llegar a la parte delantera de la sala, vi que dos mujeres lloraban y que una tercera las consolaba diciendo:

– Está bien, ya ha pasado. Ya ha pasado todo.

En aquella zona del patio de butacas podía apreciarse un fuerte aroma de café, y muchas personas tenían tazas en la mano -tazas con su platillo-, y sorbían el café como si quisieran serenarse.

Entonces se me ocurrió que debía subir al piso de arriba para ver cómo seguía Gustav, y, tras abrirme paso entre los grupos que ocupaban los pasillos, salí por una puerta de emergencia.

Me encontré en un pasillo silencioso y vacío. Al igual que el de arriba, describía una suave curva, pero éste estaba claramente destinado al público. La moqueta era mullida, las luces tenues y cálidas. A lo largo de las paredes pude ver pinturas con marcos de pan de oro. No me esperaba encontrar un pasillo tan desierto, y durante un momento me quedé quieto, sin saber qué camino tomar. Luego, cuando eché a andar, oí una voz a mi espalda:

– ¡Señor Ryder!

Me volví y vi a Hoffman. Estaba en el pasillo, a cierta distancia, y me hacía señas con el brazo. Volvió a llamarme, pero, extrañamente, seguía donde estaba, de modo que me vi obligado a volver sobre mis pasos.

– Señor Hoffman -dije, mientras me dirigía hacia él-. Lo que ha pasado es de lo más desafortunado…

– Un desastre. Un desastre sin paliativos.

– De lo más desafortunado. Pero no debe deprimirse demasiado, señor Hoffman. Usted ha hecho todo lo que estaba en su mano para que todo fuera un éxito. Y, si me permite señalarlo, aún falta mi actuación. Le aseguro que haré todo lo posible para que la velada vuelva a su cauce. De hecho, señor, me estaba preguntando si no podríamos suprimir el turno de preguntas y respuestas; me refiero a su concepción original. Mi sugerencia es, simplemente, que yo pronunciaría mi alocución, algo adecuado al momento, algo que tuviera en cuenta lo que acaba de suceder. Podría, por ejemplo, decir unas palabras que dieran a entender que llevamos en nuestro corazón el sentido de la extraordinaria concepción musical que el señor Brodsky estaba ofreciéndonos cuando se ha puesto enfermo, y que debemos intentar mantenernos fieles al espíritu de tal concepción… Algo de ese tipo. Naturalmente, no me extenderé demasiado. Y luego podría incluso dedicar mi propio recital al señor Brodsky, o a su memoria, dependiendo de cómo estén las cosas en ese momento…

– Señor Ryder -dijo Hoffman con gravedad (me dio la impresión de que no me había estado escuchando). Estaba muy preocupado, y al parecer me había estado mirando con la sola finalidad de encontrar una ocasión para interrumpirme-. Señor Ryder, hay una cuestión que me gustaría tratar con usted. Una pequeña cuestión que…

– Oh, ¿y cuál es, señor Hoffman?

– Una cuestión menor, al menos para usted. Para mí y para mi esposa, sin embargo, de bastante importancia.

De pronto su cara se torció, llena de furia, y echó hacia atrás el brazo. Pensé que iba a golpearme, pero luego caí en la cuenta de que lo que hacía era señalar un punto situado a su espalda. A la tenue luz del pasillo vi la silueta de una mujer que estaba de espaldas, inclinada hacia el interior de un hueco de la pared, de una especie de hornacina con espejo. La mujer se estaba mirando en él, con la cabeza casi pegada al cristal, de modo que su reflejo sesgado se perdía en lo hondo de la hornacina. Yo estaba mirando hacia la mujer, y Hoffman, quizá pensando que no había comprendido su primer gesto, volvió a echar hacia atrás el brazo con fuerza. Y dijo:

– Me refiero, señor, a los álbumes de mi esposa…

– Los álbumes de su esposa. Ah, sí. Sí, su esposa es muy amable… Pero verá, señor Hoffman, éste no es el momento más…

– Señor Ryder, recordará su promesa de echarles una ojeada… Y convinimos, por consideración a usted, señor, para evitar la posibilidad de resultar importunado en un momento inconveniente, convinimos…, ¿se acuerda, señor?, convinimos en una señal. Una señal que usted me haría cuando tuviera un rato libre para mirar los álbumes… ¿Se acuerda, señor?

– Claro que me acuerdo, señor Hoffman. Y mi intención era cumplir mi…

– Le he observado con toda atención, señor Ryder. Siempre que le veía paseando por el hotel, por el vestíbulo, o tomando café…, me decía a mí mismo: «Ah, parece que tiene un momento. Quizá ahora…» Y esperaba la señal, le observaba atentamente, pero ¿me dirigió alguna vez la señal? ¡Puf! Y ahora henos aquí, con su visita a la ciudad a punto de terminar, ¡a apenas unas horas de su vuelo y de su siguiente compromiso en Helsinki! Ha habido veces, señor, en que he pensado que a lo peor la había pasado por alto, que había mirado hacia otra parte durante un segundo y que, al volver a mirarle, tomé el instante final de su señal por cualquier otro gesto. Si ése fuera el caso, si me ha dirigido usted la señal en varias ocasiones y soy yo quien ha sido tan obtuso que no lo he sabido interpretar, entonces no puedo sino pedirle disculpas sin reservas, sin vergüenza, sin dignidad, y arrastrarme ante usted para pedírselas… Pero tengo para mí, señor, que no ha sido ése el caso, que nunca me ha dirigido usted señal alguna. En otras palabras, señor, que ha tratado usted, que ha tratado usted… -miró hacia la figura de la hornacina y bajó el tono de voz-:… que ha tratado usted con desdén a mi esposa. ¡Mire, aquí los tiene!

Sólo entonces reparé en los dos gruesos bultos que llevaba en ambos brazos. Los levantó hacia mí y dijo:

– Aquí los tiene, señor. Los frutos de la devoción de mi esposa por su maravillosa carrera… Cuánto lo admira a usted. Puede verlo aquí. ¡Mire estas páginas! -Abrió desmañadamente uno de los álbumes mientras mantenía el otro bajo el brazo-. Mire, señor. Hasta mínimos recortes de oscuras revistas… Breves referencias a usted de pasada… Ya ve, señor, la devoción que le profesa. ¡Mire aquí, señor! ¡Y aquí, y aquí! Y usted ni siquiera puede encontrar un momento para echarles una ojeada… ¿Qué voy a decirle yo a mi esposa ahora? -Hizo otro gesto hacia la figura de la hornacina.

– Lo siento -empecé a decir-. Lo siento enormemente. Pero, comprenda, mi estancia aquí ha sido bastante confusa… Mi intención era cumplir mi… -De pronto comprendí que, visto el creciente caos de la velada, lo que tenía que hacer era mantener la cabeza fría. Hice una pausa, pues, y al cabo dije con un mayor dominio de la situación-: Señor Hoffman, quizá a su esposa le resulte más fáci) aceptar mis sinceras disculpas si las escucha de mis propios labios. He tenido el gran placer de conocerla esta misma tarde, hace unas horas. Puede que si me conduce usted hasta ella podamos solucionar este asunto en un momento… Luego, por supuesto, tendré que salir al escenario, decir unas palabras sobre el señor Brodsky y ofrecer mi recital. Mis padres, concretamente, estarán impacientándose…

Hoffman, al oír mis palabras, pareció un tanto desconcertado. Luego, tratando de atizar de nuevo su ira, dijo:

– ¡Mire estas páginas, señor! ¡Mírelas! -Pero el fuego se había apagado ya, y me miró con expresión cohibida-. Vayamos,


pues -dijo con voz queda, en un tono que delataba un sentimiento de total derrota-. Vayamos.

Pero siguió unos segundos sin moverse, y tuve la impresión de que rumiaba mentalmente ciertos recuerdos lejanos. Luego echó a andar con determinación hacia su mujer, y le seguí a cierta distancia.

La señora Hoffman, al ver que nos acercábamos, se volvió para recibirnos. Me detuve a unos pasos, pero la mirada de ella, orillando a su marido, me llegó a mí directamente. Y dijo:

– Es un placer verle de nuevo, señor Ryder. La velada, por desgracia, parece que no se está desarrollando como todos habríamos deseado…

– Lamentablemente -dije-, parece que es así… -Me adelanté unos pasos, y añadí-: Además, con unos asuntos y otros, parece también que he descuidado ciertas cosas que tenía verdaderas ganas de hacer…

Esperaba una respuesta a mi cortés insinuación, pero ella se limitó a mirarme con interés, a la espera de que continuara. Entonces Hoffman se aclaró la garganta, y dijo:

– Cariño. Yo… Conocía tu deseo y…

Con una sonrisa mansa, levantó los álbumes, uno en cada mano.

La señora Hoffman lo miró con espanto.

– Dame esos álbumes -dijo en tono severo-. ¡No tenías derecho! Dámelos ahora mismo.

– Cariño… -Hoffman soltó una débil risita, y su mirada se deslizó hasta el suelo.

La señora Hoffman siguió tendiendo la mano con expresión furiosa. El director del hotel le entregó primero un álbum y luego el otro. Su mujer dirigió a ambos sendas miradas rápidas, para cerciorarse de cuáles eran, y luego pareció en extremo turbada.

– Cariño… -masculló Hoffman-. Pensé que no molestaría a nadie… -Volvió a dejar la frase en suspenso y soltó una risita…

La señora Hoffman lo miró con frialdad. Luego, volviéndose a mí, dijo:

– Lo siento mucho, señor Ryder. Mi marido ha creído necesario importunarle con algo tan trivial. Buenas noches.

Se puso los álbumes bajo los brazos y empezó a alejarse por el pasillo. Apenas había recorrido unos pasos, sin embargo, cuando Hoffman, de pronto, exclamó:

– ¿Trivial? ¡No, no! ¡No son nada trivial! Como tampoco lo es el álbum de Kosminsky. Ni el de Stefan Hallier. ¡No son nada trivial! Ojalá lo fueran. ¡Ojalá yo pudiera creer que lo son!

La señora Hoífman se detuvo, pero no se volvió, y Hoffman y yo nos quedamos mirando su espalda mientras ella seguía allí, completamente inmóvil, a la mortecina luz del pasillo. Luego Hoffman dio unos pasos hacia ella.

– La velada… Es una ruina. ¿Por qué fingir que no lo es? ¿Por qué seguir soportándome? Año tras año, fracaso tras fracaso. Después del Festival de la Juventud, tu paciencia conmigo sin duda se agotó. Pero no, volviste a soportarme. Luego la Semana de la Exposición. Y volviste a soportarme. Volviste a darme una oportunidad. Muy bien, te lo supliqué, es cierto. Te supliqué que me dieras otra oportunidad. Resumiendo: me diste esta noche. ¿Y qué resultado puedo ofrecerte? La velada es una ruina. Nuestro hijo, nuestro único hijo, convertido en el hazmerreír de la velada…, delante de los ciudadanos más distinguidos de nuestra ciudad. Fue culpa mía, sí, lo sé. Le animé a hacerlo. He sabido hasta el último momento que debía disuadirle, pero no he tenido la fuerza suficiente. He permitido que fuera hasta el final. Créeme, cariño: nunca tuve intención de permitirlo. Desde el primer día me he dicho: se lo diré mañana; hablaremos de ello mañana, cuando tenga más tiempo. Mañana, mañana… Y lo he seguido posponiendo. Sí, he sido débil, lo admito. Incluso esta noche. Me decía: se lo diré dentro de sólo unos minutos. Pero no, no, no podía decírselo. Y ha continuado con ello. Sí, nuestro Stephan ¡ha subido al escenario, se ha plantado delante del mundo entero y ha tocado el piano! ¡Y ha sido el hazmerreír! ¡Ah, pero ojalá eso hubiera sido todo! Todos, toda la ciudad sabe quién asumió la responsabilidad de la recuperación del señor Brodsky. Muy bien, muy bien, no lo niego, he fracasado. No he logrado rehabilitarlo. Es un borracho, y yo debería haber sabido lo inútil de mi empeño desde el principio. La velada, mientras estoy aquí hablando, se viene abajo estrepitosamente. Ni siquiera el señor Ryder, aquí presente, puede salvarla. No hace sino acrecentar nuestra vergüenza. El mejor pianista del mundo… ¿De qué ha servido traerlo? ¿Para qué lo he traído? ¿Para que participe en este desastre? ¿Cómo se me ha permitido jamás poner estas torpes manos en algo tan divino como la música, el arte, la cultura? Tú, que vienes de una familia de talento…, tú podrías haberte casado con quien hubieras querido. Qué gran error cometiste. Una tragedia. Pero para ti no es demasiado tarde. Tú sigues


siendo hermosa, ¿por qué esperar un minuto más? ¿Qué más pruebas necesitas? Déjame, déjame. Encuentra a otro que te merezca. Un Kosminsky, un Hallier, un Ryder, un Leonhardt… ¿Cómo pudiste llegar a cometer tamaño error? Abandóname, te lo ruego, abandóname… ¿No te das cuenta de lo odioso que es ser tu carcelero? No, peor aún: los mismísimos grillos en tus tobillos. Abandóname, abandóname… -Hoffman, de pronto, se agachó hacia adelante y, llevándose el puño a la frente, ejecutó el movimiento que le había visto ensayar horas antes-. Mi amor, mi amor, abandóname… Mi situación se ha vuelto insostenible. A partir de esta noche, mi fingimiento, al fin, ha cesado. Todos lo sabrán, hasta el niño más pequeño de la ciudad. A partir de esta noche, cuando me vean afanado en mi trabajo, sabrán que no tengo nada. Ni talento, ni sensibilidad, ni finura… Abandóname, abandóname. ¡No soy sino un buey, un buey, un bueyl

Volvió a ejecutar la operación de antes: con el codo proyectado extrañamente hacia adelante, se golpeó la frente con el puño. Luego cayó de rodillas y se echó a llorar.

– Una ruina -susurró entre sollozos-. Todo ha sido una ruina…

La señora Hoffman se había dado la vuelta, y miraba a su marido con fijeza, con detenimiento. No parecía experimentar el menor asombro por el arrebato de su esposo, y una expresión de ternura, casi de añoranza, se instaló en sus ojos. Dio un paso vacilante, y luego otro, hacia la figura doblada de Hoffman. Luego, despacio, extendió una mano como para tocarle con suavidad la parte superior de la cabeza. Su mano quedó suspendida un instante sobre Hoffman, sin llegar a tocarle, y luego se retiró. Y al momento siguiente se había dado media vuelta y había desaparecido al fondo del pasillo.

Hoffman siguió llorando, visiblemente ajeno a los últimos movimientos de su esposa. Me quedé mirándole sin saber qué hacer. Luego, de pronto, me di cuenta de que tendría que estar ya en el escenario. Y recordé con una oleada de emoción que hasta el momento había sido incapaz de dar con rastro alguno de la presencia de mis padres en la sala de conciertos. Mis sentimientos hacia Hoífman, hasta entonces muy cercanos a la piedad, cambiaron súbitamente, y, acercándome a él, le grité al oído:

– Señor Hoffman: puede que usted haya hecho una ruina de su velada. Pero no voy a dejarme arrastrar por usted en su fracaso. Tengo intención de salir al escenario y tocar el piano. Haré todo lo que esté en mi mano para traer un poco de orden a los actos de esta noche. Pero, antes que nada, señor Hoffman, exijo saber de una vez por todas qué ha sido de mis padres.

Hoífman alzó los ojos, y pareció un tanto sorprendido al ver que su mujer se había marchado. Luego, mirándome con cierta irritación, se levantó.

– ¿Qué es lo que dice que quiere, señor? -preguntó con aire cansino.

– Mis padres, señor Hoffman… ¿Dónde están? Me aseguró usted que serían atendidos debidamente. Y antes, cuando he mirado en la sala, no estaban entre los invitados. Estoy a punto de salir al escenario y desearía que mis padres estuvieran confortablemente sentados en sus butacas. Así que ahora, señor, debo exigirle que me responda: ¿dónde están mis padres?

– Sus padres, señor… -Hoffman inspiró profundamente y se pasó una mano por el pelo con aire fatigado-. Tendrá que preguntárselo usted a la señorita Stratmann. Yo me he limitado a supervisar las líneas maestras de la velada. Y dado que, como ha podido comprobar, he sido un auténtico fracaso a ese respecto, malamente puede esperar que sea capaz de responder a su pregunta…

– Sí, sí, sí -dije, más impaciente por momentos-. ¿Y dónde está la señorita Stratmann?

Hoffman suspiró y señaló por encima de mi hombro. Volví la cabeza y vi una puerta a mi espalda.

– ¿Está ahí dentro? -pregunté en tono severo.

Hoffman asintió con la cabeza, y luego, llegando con paso tambaleante hasta la hornacina donde había estado su esposa, se puso a mirarse en el espejo.

Llamé con fuerza a la puerta. Como no obtuve respuesta, volví a lanzarle a Hoffman una mirada acusadora. Ahora estaba inclinado sobre la repisa de la hornacina. Iba a descargar sobre él toda mi cólera cuando me llegó una voz que me invitaba a entrar. Lancé una última mirada a la figura encorvada de Hoffman y abrí la puerta.

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