Oí cómo Parkhurst abría la puerta, y a continuación unas voces que discutían en el vestíbulo. Finalmente Parkhurst entró en la salita, volvió los ojos hacia un costado para hacerme una seña y dejó escapar un suspiro.
Brodsky entró tras él. Parecía más alto que cuando lo había visto la última vez en medio de un salón concurrido, y volví a advertir el extraño modo en que se mantenía erguido -ligeramente inclinado hacia un lado, como si estuviera a punto de venirse abajo-, pero también advertí que estaba completamente sobrio. Llevaba una corbata de lazo escarlata, y un traje bastante elegante que parecía recién estrenado. Los cuellos de la camisa blanca le sobresalían hacia afuera, no sabría decir si a causa del diseño o a causa de un exceso de almidón. Llevaba en la mano un ramo de flores, y sus ojos tenían una expresión cansada y triste. Se detuvo en el umbral y miró con aire indeciso el interior de la salita, tal vez con la esperanza de ver en ella a la señorita Collins.
– Está ocupada, ya se lo he dicho -dijo Parkhurst-. Mire, coincide que soy un confidente de la señorita Collins y que puedo decirle con certeza que no desea verle. -Parkhurst me dirigió una mirada para que corroborara lo que acababa de decir, pero yo estaba decidido a no comprometerme y me limité a sonreír tímidamente a Brodsky. Brodsky, entonces, me reconoció.
– Señor Ryder -dijo, e inclinó gravemente la cabeza. Luego se volvió de nuevo a Parkhurst-: Si está en casa, por favor, vaya y dígale que salga. -Señaló el ramo de flores, como si ellas pudieran explicar por sí solas por qué le resultaba tan imperioso verla-. Por favor…
– Ya se lo he dicho, no puedo ayudarle. No quiere verle. Además, está hablando con otra gente.
– De acuerdo -dijo Brodsky en un susurro-. De acuerdo. No quiere ayudarme. De acuerdo.
Al terminar de decir esto se dirigió hacia la puerta por donde antes había desaparecido la señorita Collins. Parkhurst, velozmente, le salió al paso, y por espacio de unos segundos se vieron enfrentadas la larguirucha figura de Brodsky y la menuda y robusta humanidad de Parkhurst. El método empleado por éste para detener a Brodsky consistía sencillamente en ponerle las manos en el pecho para impedir su avance. Brodsky, entretanto, había colocado una mano sobre el hombro de Parkhurst y miraba por encima de él hacia la puerta, como si se hallara en medio de una multitud y mirara cortésmente más allá de la persona que tenía delante. Y mientras tanto no dejó ni un instante de mover los pies sobre el terreno, como arrastrándolos, y de murmurar: «Por favor…»
– ¡Muy bien! -gritó al cabo Parkhurst-. Muy bien, iré a hablar con ella. ¡Sé lo que va a decir, pero de acuerdo, de acuerdo!
Se separaron. Y acto seguido Parkhurst, alzando un dedo, dijo:
– ¡Pero espere aquí! ¡Será mejor que espere aquí!
Lanzando una última mirada airada a Brodsky, Parkhurst se volvió, salió por la puerta y la cerró concienzudamente a su espalda.
Brodsky, al principio, se quedó con la mirada fija en la puerta, y pensé que de un momento a otro iba a seguir a Parkhurst. Pero al final se dio la vuelta y fue a sentarse.
Durante unos segundos Brodsky pareció ensayar algo mentalmente; sus labios parecían articular algo en silencio, y no juzgué apropiado hablarle. De cuando en cuando examinaba el ramo de flores, como si todo dependiera de él y el menor defecto pudiera constituir el más serio de los inconvenientes. Finalmente, cuando llevaba ya cierto tiempo sentado y en silencio, miró hacia mí y dijo:
– Señor Ryder. Me complace mucho conocerle al fin.
– ¿Cómo está usted, señor Brodsky? -dije yo-. Espero que bien.
– Oh… -Hizo un vago gesto con la mano-. No puedo decir que me encuentre bien. Tengo un dolor, ¿sabe?
– Oh, ¿un dolor? -dije. Luego, al ver que no respondía, pregunté-: ¿Se refiere a un dolor emocional?
– No, no. Es una herida. La tengo desde hace muchos años, y siempre me ha dado problemas. Un dolor intenso. Quizá por eso bebía tanto. Cuando bebo no lo siento.
Esperé a que continuara, pero se quedó callado. Entonces dije:
– ¿Se refiere a un dolor del corazón, señor Brodsky?
– ¿Del corazón? Mi corazón no está tan mal. No, no, tiene que ver con… -De pronto estalló en sonoras carcajadas-. Ya veo, señor Ryder. Cree que me estaba poniendo poético. No, no, se trata simplemente de una herida que tuve. Me hirieron gravemente, hace muchos años. En Rusia. Los médicos no eran demasiado buenos, no hicieron un buen trabajo. Y el dolor me ha mortificado mucho. Es una herida que nunca llegó a curarse como es debido. Fue hace ya tanto tiempo, y todavía me duele.
– Lamento mucho lo que me cuenta. Debe de constituir una gran molestia.
– ¿Molestia? -Se quedó pensativo, y luego volvió a reír-. Sí, podría llamarlo así, señor Ryder, amigo mío. Una molestia. Ha sido una molestia del demonio. -De pronto pareció acordarse de las flores. Las olió y aspiró profundamente-. Pero dejemos de hablar de ello. Me preguntaba usted cómo estaba y se lo he dicho, pero no pretendía hablar del asunto. Trato de sobrellevar dignamente mi herida. Hacía años que no la mencionaba, pero ahora soy viejo y ya no bebo, y se ha vuelto muy dolorosa. Nunca ha llegado a curarse del todo.
– Seguro que puede hacerse algo al respecto. ¿Ha consultado a algún médico? ¿Con algún especialista en ese tipo de cosas?
Brodsky miró de nuevo las flores, y sonrió.
– Quiero volver a hacer el amor con ella -dijo casi para sí mismo-. Antes de que la herida empeore. Quiero volver a hacer el amor con ella.
Se hizo un silencio extraño. Y al cabo dije:
– Si la herida es tan vieja, señor Brodsky, no se me había ocurrido que pudiera empeorar.
– Estas heridas viejas -dijo él, encogiéndose de hombros-. Siguen estacionarias durante años. Y llegas a creer que te has habituado a ellas. Luego te haces viejo y empiezan a empeorar. Pero ahora mismo no está tan virulenta. Tal vez aún pueda hacer el amor. Estoy muy viejo, pero a veces… -Se inclinó hacia mí con ademán de hacerme una confidencia-. Lo he intentado. Yo solo, ¿sabe? Y aún puedo hacerlo. Logro olvidarme del dolor. Cuando estaba borracho, mi verga, ¿sabe?, no suponía nada, nada, jamás pensaba en ella. No era más que para mear. Eso era todo. Pero ahora lo puedo hacer, con dolor y todo… Lo intenté hace dos noches. No necesariamente…, ya sabe, no del todo, no hasta el final. Mi verga es tan vieja, y durante tantos años no ha sido más que…, bueno, más que algo para utilizar en el retrete… Ah… -Se echó hacia atrás en su silla y miró por encima de mi hombro, hacia el sol de fuera. Y asomó a sus ojos un destello de melancolía-. Deseo tanto volver a hacer el amor con ella. Pero si volviéramos, no viviríamos aquí. No en este apartamento. Siempre lo he odiado. Sí, solía venir por aquí, lo admito; solía pasar por aquí de noche, muy tarde, cuando nadie podía verme. Ella nunca lo ha sabido, pero a menudo venía y me quedaba ahí al lado, mirando la casa. Odiaba esta calle, este apartamento. No viviríamos aquí. ¿Sabe?, ésta es la primera vez, la primera vez que entro en este lugar horrible. ¿Por qué eligiría un sitio como éste? No es lo que le gusta. Viviremos fuera de la ciudad. Si no quiere volver a la granja, de acuerdo. Encontraremos otro sitio, quizá una casita de campo. Rodeada de hierba y de árboles, donde nuestro animal pueda solazarse. A nuestro animal no le gustaría esto. -Miró a su alrededor detenidamente, y luego las paredes y los techos, quizá reconsiderando los posibles méritos del apartamento. Y concluyó-: No, ¿cómo iba a gustarle esto a nuestro animal? Viviremos en algún lugar con hierba, árboles, campos. ¿Sabe?, dentro de un año, o quizá de seis meses, si el dolor se hiciera insoportable y mi verga ya no fuera capaz, y ya no pudiéramos volver a hacer el amor, no me importaría. Siempre que hubiera podido hacer el amor con ella una vez más. No, una vez no bastaría, tendríamos que volver al pasado, ya sabe, a los viejos tiempos. Seis veces, eso es, seis veces, y lo habríamos rememorado todo… Eso es todo lo que deseo. Y después, que viniera lo que fuera. Si alguien, un médico, Dios, me dice que podré hacer el amor con ella seis veces más, y que, muy bien, a partir de entonces seré un viejo decrépito, la herida me dolerá enormemente, a partir de entonces será el fin, será sólo para utilizarla en el retrete…, pues me traerá sin cuidado. Tendremos nuestro animal. No necesitaremos hacer el amor. Eso quedará para los jóvenes amantes que no se conocen lo bastante, que nunca se han odiado y han vuelto a amarse. Aún puedo hacerlo, ¿sabe? Lo intenté, yo solo, anteanoche. No hasta el final, pero conseguí que se me pusiera tiesa.
Hizo una pausa; me dirigió un movimiento de cabeza con expresión seria.
– Dios -dije, sonriendo-. Me parece maravilloso.
Brodsky volvió a echarse hacia atrás en su silla y miró de nuevo a través de la ventana. Luego dijo:
– Es diferente, no como cuando eres joven. Cuando eres joven piensas en putas, ya me entiende, putas que te hacen cosas sucias, en cosas de ese tipo. A mí ya no me importan esas cosas; sólo hay una cosa para la que quiero ya la verga: para volver a hacer el amor con ella como en los viejos tiempos, como cuando lo dejamos, eso es todo. Luego, si a mi verga le apetece descansar, pues de acuerdo, no le exigiré más. Pero quiero volver a hacerlo, seis veces, me conformaré con eso, como en los viejos tiempos. Cuando éramos jóvenes no éramos grandes amantes. No lo hicimos en todas partes, como tal vez hacen los jóvenes de ahora, no sé… Pero, en fin, nos entendíamos bien. Sí, es cierto, a veces, cuando era joven, acababa cansándome de hacerlo siempre del mismo modo. Pero ella era así, era…, no quería hacerlo de ninguna otra forma. Yo solía enfadarme mucho con ella, y ella no sabía por qué. Pero ahora quiero repetir aquella vieja rutina, paso a paso, exactamente como lo solíamos hacer. Anteanoche, cuando estaba…, ya sabe, intentándolo, pensé en putas, en putas imaginarias, en putas fantásticas que hacían cosas fantásticas, y nada, nada, nada… Y al final pensé, bueno, es normal que te pase esto. A mi vieja verga sólo le queda una misión que cumplir, ¿por qué fastidiarla con todas esas putas? ¿Qué tiene que ver hoy todo eso con mi vieja verga? A ella sólo le queda una última misión, me dije, deberías pensar en ello. Y lo hice. Me quedé allí tendido en la oscuridad, recordando, recordando, recordando… Recordaba cómo solíamos hacerlo, paso a paso. Y así es como vamos a volver a hacerlo. Nuestros cuerpos son viejos, por supuesto, pero lo tengo todo bien pensado. Lo vamos a hacer exactamente como solíamos hacerlo. Y ella recordará…, no lo habrá olvidado, paso a paso, paso a paso… Una vez que estemos a oscuras, bajo las sábanas…, no éramos nada atrevidos, ¿sabe?, era cosa de ella, era pudorosa, quería hacerlo de ese modo. Entonces me importaba, me entraban ganas de decirle: «¿Por qué no puedes portarte como una puta? ¿Mostrarte a la luz toda entera?» Pero ahora ya no me importa, quiero hacerlo como solíamos hacerlo, hacer como que nos disponemos a dormirnos, quedarnos quietos diez, quince minutos… Y entonces, de pronto, en la oscuridad, decir algo atrevido y sucio. «Quiero que te vean desnuda», le diré. «Marineros borrachos en un bar. Una taberna del puerto. Hombres lascivos y borrachos. Quiero que te vean desnuda en el suelo.» Sí, señor Ryder, solía decirle ese tipo de cosas, de pronto, después de estar acostados haciendo como que estábamos a punto de dormirnos; sí, de pronto yo rompía el silencio, es importante que sea así, de repente. Claro que ella era joven entonces, y bella, ahora suena extraño, una mujer vieja, desnuda en el suelo de una taberna… Pero se lo diré de todas formas, porque era así como solíamos empezar. Ella no decía nada, y yo seguía diciéndole ese tipo de cosas. «Quiero que todos te miren. Que te vean así, en el suelo, a cuatro patas.» ¿Se imagina? ¿Una mujer vieja y frágil haciendo eso? ¿Qué dirían ahora nuestros marineros borrachos? Pero quizá también ellos se hayan hecho viejos, nuestros marineros de la taberna del puerto…, y quizá a los ojos de su mente ella siga siendo idéntica a como era entonces y no les importe en absoluto. «¡Sí, te estarán mirando! ¡Todos ellos!», le diré. Y la tocaré, justo en un costado de la cadera. Lo recuerdo perfectamente, le gustaba que le tocara los lados de las caderas… La tocaré como solía hacerlo, y luego me pegaré a ella y le susurraré: «Te haré trabajar en un burdel. Noche tras noche.» ¿Se imagina? Pero se lo diré, porque así es como lo hacíamos entonces. Y apartaré de golpe las mantas y las sábanas y me inclinaré sobre ella, le separaré los muslos, y quizá se oiga ese sonido, esa especie de chasquido, la articulación entre el muslo y la cadera, quizá suene ese pequeño chasquido…, dijeron que se había herido la cadera y puede que ahora ya no pueda abrir completamente los muslos. Bueno, eso era lo que hacíamos, y lo haremos lo mejor posible. Luego me bajaré para besarle el cono; no espero que huela como entonces, no, he pensado en eso detenidamente, puede que huela mal, como a pescado pasado, puede que su cuerpo entero huela mal, ya lo he pensado muchas veces. Y yo, mi cuerpo, mírelo, tampoco está tan bien… La piel, tengo como escamas, se me desprenden, no sé qué puede ser. Cuando empezó, el año pasado, era sólo en el cuero cabelludo. Cuando me peinaba se me caían unas escamas enormes, como de pez, transparentes… Era sólo en el cuero cabelludo, pero ahora es en todo el cuerpo, primero en los codos, luego en las rodillas, ahora en el pecho… Huelen como a pescado también, esas escamas… Bien, se me seguirán cayendo, no podré evitarlo, ella tendrá que soportarlo, así yo tampoco podré quejarme de que le huela el cono, o de que los muslos no se le abran sin hacer ese chasquido, no me enfadaré, nadie me verá intentando separarlos como si se estuvieran rompiendo, no, no señor. Lo haremos exactamente como solíamos. Y mi vieja polla, quizá sólo medio dura…, llegado el momento ella se agachará y susurrará: «¡Sí, les dejaré! ¡Dejaré que todos los marineros me miren! ¡Les excitaré hasta que ya no aguanten más!» ¿Se imagina? ¿Estando como está ahora? Pero nos dará igual. Y además, como he dicho, quizá los marineros hayan envejecido con nosotros. Se agachará hasta ella, hasta mi vieja polla, en aquel tiempo estaría dura de verdad, nada en el mundo sería capaz de ablandarla salvo…, bueno, pero ahora quizá esté tan sólo medio dura, fue lo máximo que logré la otra noche, pero quién sabe, quizá consiga durar el tiempo necesario, e intentaremos meterla, aunque puede que ella esté cerrada como una concha…, pero lo intentaremos. Y en el momento preciso, ya recordaremos cuándo, aun en el caso de que allá abajo no esté sucediendo nada, sabremos cómo ir hasta el final, porque para entonces ya lo habremos recordado perfectamente, y no habrá nada capaz de detenernos, aun cuando no sucediera nada ahí abajo, aun cuando lo único que hiciéramos fuera abrazarnos muy fuerte el uno contra el otro, no nos importará, y llegado el momento exacto lo diremos, yo diré: «¡Van a poseerte! ¡Van a poseerte, llevas excitándoles demasiado tiempo!» Y ella dirá: «¡Sí, van a poseerme, todos esos marineros van a poseerme!», y por mucho que no esté sucediendo nada ahí abajo, aún podremos abrazarnos, nos abrazaremos y lo diremos tal como solíamos, y no nos importará lo más mínimo. Quizá el dolor sea demasiado fuerte para mi vieja verga, ya sabe, a causa de la herida, pero no me importará, ella recordará cómo lo hacíamos. Todos estos años…, pero ella recordará, recordará cada paso… ¿Usted no tiene una herida, señor Ryder?
De pronto estaba mirándome.
– ¿Una herida?
– Tengo esa vieja herida. Puede que por eso beba. Me duele mucho.
– Qué mala suerte -dije. Luego, tras una pausa, añadí-: Una vez me lesioné un dedo del pie en un partido de fútbol. Tenía diecinueve años. Pero no fue demasiado grave.
– En Polonia, señor Ryder, cuando era director de orquesta…, ni siquiera entonces pensaba que la herida fuera a curarse. Cuando dirigía la orquesta siempre me tocaba, me acariciaba la herida. Había días en que la cogía por los bordes, que incluso la apretaba con fuerza entre los dedos. Uno se da cuenta enseguida cuando una herida no va a curarse nunca. La música…, incluso entonces, cuando era director de orquesta, lo sabía: la música no era más que un consuelo. Durante un tiempo me sirvió de ayuda. Me gustaba la sensación de apretarme la herida, me fascinaba… Una buena herida puede hacer eso, llegar a fascinarte. Parece un poco diferente todos los días. ¿Ha cambiado?, te preguntas. Puede que al fin se esté curando. Te la miras en el espejo, y parece diferente. Pero luego te la tocas y sabes que no ha cambiado, que es la misma, tu vieja amiga…
Y sigues haciendo eso año tras año, y sabes que no va a curarse y al final acabas cansándote y dejas de hacerlo. Acabas tan cansado… -Se quedó callado y volvió a mirar el ramo de flores.
Y luego dijo-: Acabas tan cansado… ¿Usted no se ha cansado ya, señor Ryder? Acabas tan cansado…
– Tal vez -dije, dubitativo- la señorita Collins pueda curarle esa herida.
– ¿Ella? -De repente se echó a reír, y luego volvió a callarse. Al poco dijo con voz queda-: Ella será como la música. Un consuelo. Un maravilloso consuelo. Es todo lo que ahora pido. Un consuelo. Pero ¿que me cure la herida? -Sacudió la cabeza-. Si le mostrara ahora la herida, amigo mío…, podría mostrársela ahora mismo, vería que es imposible. Una imposibilidad médica. Lo único que quiero, lo único que pido ahora es un consuelo. Aunque sea sólo a medias, como he dicho, con la verga medio dura, aunque no hagamos más que movernos como si bailáramos, seis veces más, me bastará con eso. Después, la herida que haga lo que quiera. Para entonces tendremos ya nuestro animal, y la hierba, y los campos. ¿Por qué elegiría un sitio como éste?
Volvió a mirar en torno y sacudió la cabeza. Esta vez permaneció en silencio largo rato, quizá dos o tres minutos. Me disponía a decir algo cuando Brodsky se inclinó hacia adelante en su silla.
– Señor Ryder, yo tenía un perro, Bruno. Y ha muerto. Y no…, y todavía no lo he enterrado. Está en una caja, una especie de ataúd. Era un buen amigo. Sólo era un perro, pero era un buen amigo. He pensado hacerle una pequeña ceremonia, lo justo para decirle adiós. Nada especial. Bruno, ahora, es el pasado, pero una pequeña ceremonia para decirle adiós, ¿qué hay de malo en ello? Quería pedirle algo, señor Ryder. Un pequeño favor, para mí y para Bruno.
La puerta se abrió de pronto y entró en la salita la señorita Collins. Luego, cuando Brodsky y yo nos levantamos, entró Parkhurst y cerró la puerta a su espalda.
– Lo siento de veras, señorita Collins -dijo, dirigiéndole a Brodsky una mirada airada-. Se niega a respetar su intimidad.
Brodsky estaba de pie, muy estirado, en medio de la salita. Cuando vio que la señorita Collins se acercaba a él, le dedicó una inclinación de cabeza, y en ella percibí la elegancia que aquel hombre debió de haber poseído en un tiempo. Luego le tendió el ramo de flores, y dijo:
– Un pequeño presente. Las cogí yo personalmente.
La señorita Collins cogió las flores, pero no les prestó la menor atención.
– Debí de haber adivinado que vendría a mi casa de este modo, señor Brodsky -dijo-. Ayer fui al zoo y ahora usted piensa que puede tomarse las libertades que le vengan en gana.
Brodsky bajó la mirada.
– Pero nos queda tan poco tiempo -dijo-. No podemos permitirnos perder más tiempo.
– ¿Perder tiempo para qué, señor Brodsky? Es ridículo. Venir aquí de este modo. Debería saber que por las mañanas estoy ocupada.
– Por favor -dijo Brodsky, alzando una mano-. Por favor. Somos viejos. No tenemos por qué discutir como entonces. He venido sólo para ofrecerle estas flores. Y para hacerle una proposición muy simple. Eso es todo.
– ¿Una proposición? ¿Qué tipo de proposición, señor Brodsky?
– Que esta tarde venga a encontrarse conmigo en el St. Peter's Cemetery. Media hora, eso es todo. Para estar a solas y charlar de unas cuantas cosas.
– No tenemos nada de que hablar. Está claro que cometí un error al ir al zoo ayer. ¿Y en el cementerio, dice? ¿Cómo se le ocurre proponer tal lugar para una cita? ¿Es que ha perdido el juicio por completo? Un restaurante, un café, quizá unos jardines o un lago… Pero ¿un cementerio?
– Lo siento -dijo Brodsky. Parecía genuinamente compungido-. No lo he pensado. Se me olvidó. Quiero decir que se me olvidó que el St. Peter's Cemetery era un cementerio.
– No sea absurdo.
– Quiero decir que iba allí muy a menudo; nos sentíamos tan en paz allí, Bruno y yo. Incluso cuando las cosas iban de mal en peor, allí no me sentía tan mal; es un lugar tan apacible, tan hermoso… A Bruno y a mí nos encantaba. Por eso se lo he pedido. Me olvidé, la verdad. Me olvidé de los muertos y demás…
– ¿Y qué pretende usted que hagamos allí? ¿Sentarnos en una lápida y ponernos a rememorar los viejos tiempos? Señor Brodsky, debería usted medir más cuidadosamente sus propuestas.
– Pero es que nos solía encantar ir allí… A Bruno y a mí. Pensé que a usted también le gustaría.
– Oh, ya veo. Ahora que su perro ha muerto, desearía llevarme a mí en su lugar.
– No he querido decir eso. -Brodsky, de pronto, perdió su expresión remilgada, y vi un centelleo de impaciencia en su semblante-. No he querido decir eso en absoluto, y usted lo sabe. Siempre ha hecho lo mismo. Me pasaba un montón de tiempo pensando, intentando encontrar algo bueno para nosotros, y entonces usted lo desdeñaba, se reía de ello, daba por sentado que era ridículo. Si lo proponía otra persona, a usted le parecía una idea encantadora. Siempre hacía lo mismo. Como la vez que conseguí que nos sentaran en el escenario en el concierto de Kobylainsky…
– Eso fue hace más de treinta años. ¿Cómo puede seguir hablando de esas cosas?
– Pero es lo mismo, lo mismo. Pienso en algo bueno para nosotros, porque sé que a usted, en el fondo, le encanta hacer cosas un poco fuera de lo normal, y lo que hace es reírse de ello. Tal vez sea porque mis ideas, como la del cementerio, en el fondo le atraen, y se da cuenta de que entiendo lo que hay en su corazón. Así que finge que…
– No diga tonterías. No veo por qué tenemos que estar hablando de estas cosas. Ya es demasiado tarde, no hay nada de que hablar, señor Brodsky. No puedo quedar con usted en un cementerio, me atraiga o no la idea, porque no tengo nada de que hablar con usted…
– Lo que quería era explicarle… Por qué sucedió lo que sucedió, explicárselo todo…, por qué yo era como era…
– Ya es demasiado tarde para eso, señor Brodsky. Unos veinte años, como mínimo. Además, no soportaría sus intentos de volver a disculparse por todo aquello. Estoy segura de que ni aun hoy podría escuchar una disculpa de sus labios sin estremecerme. Durante muchos, muchos años, pedir perdón para usted no era un final sino un principio. El principio de otra tanda de dolor y humillación. Oh, ¿por qué no me deja en paz? Es demasiado tarde, simplemente. Además, desde que está sobrio se viste usted de forma absurda. ¿Se ha visto la ropa que ha empezado a llevar de un tiempo a esta parte? Brodsky vaciló, y luego dijo:
– La que me han aconsejado. La gente que me está ayudando. Voy a volver a ser director de orquesta. Tengo que vestir de forma que la gente me vea como tal.
– Por poco se lo digo ayer en el zoo. ¡Qué abrigo gris más ridículo! ¿Quién le aconsejó que se lo pusiera? ¿El señor Hoffman? La verdad, debería usted tener un poco más de sentido de la propia apariencia. Esa gente le está vistiendo como a un muñeco, y usted se lo permite. ¡Y ahora mírese! Este ridículo traje. ¿Se cree que le da cierto aire artístico?
Brodsky echó un vistazo a su atuendo con una expresión dolida en el semblante. Luego alzó la mirada y dijo:
– Usted es una mujer anciana. No tiene ni idea de la moda actual.
– Es una prerrogativa de los viejos deplorar el modo de vestir de los jóvenes. Pero considero absolutamente ridículo el que precisamente usted se vista de ese modo. La verdad, no le va, no es en absoluto su estilo. Con toda franqueza, creo que la ciudad preferiría que siguiera vistiéndose como hace unos meses. Es decir, con aquellos elegantes harapos.
– No se ría de mí. Ya no soy así. Puede que pronto vuelva a ser director de orquesta. Mi ropa de ahora es ésta. Cuando me vi con ella, pensé que me sentaba bien. Olvida usted que en Varsovia vestía así. Corbata de lazo, como ésta. Se olvida usted de eso.
A los ojos de la señorita Collins asomó fugazmente un destello de tristeza. Y luego dijo:
– Claro que me olvido de eso. ¿Por qué habría de recordar algo semejante? Ha habido tantas cosas intensas y dignas de recordarse desde entonces…
– Ese vestido que lleva… -dijo Brodsky de pronto-. Es bueno. Muy elegante. Pero los zapatos son tan lamentables como siempre, un auténtico desastre. Jamás quiso admitirlo, pero tiene usted los tobillos gruesos. En una mujer tan delgada, fueron siempre unos tobillos voluminosos. Y ahora también, míreselos.
Señaló con un gesto los pies de la señorita Collins.
– No sea usted infantil. ¿Cree que es como en aquellos días de Varsovia en que, con sólo un comentario de ese tipo, podía hacer que minutos antes de salir me cambiara de ropa de pies a cabeza? ¡Qué manera de vivir en el pasado, señor Brodsky! ¿Cree que me importa lo más mínimo lo que pueda pensar de mi calzado? ¿Y cree que no me doy cuenta ahora de que aquello no era sino una treta? ¿El dejar precisamente para el último momento su crítica a mi atuendo? Y, claro, en aquel tiempo me cambiaba de pies a cabeza, y salía con cualquier cosa que me ponía apresuradamente en el último segundo. Y luego, en el coche, o quizá en la sala de conciertos, me daba cuenta de que mi sombra de ojos no iba con el color del vestido que me había puesto, o de que el collar casaba pésimamente con los zapatos. Y esas cosas eran tan importantes para mí en aquel tiempo… ¡La mujer del director de orquesta! Era muy importante para mí, y usted lo sabía. ¿Se cree que hoy no me doy cuenta de lo que pretendía hacer? Me miraba y me decía: «Estupendo, estupendo, muy bonito…», y seguía diciéndolo hasta unos minutos antes de salir. Sí, y entonces me decía algo semejante a lo que me acaba de decir: «¡Esos zapatos son un desastre!» ¡Como si entendiera usted algo de zapatos! Como si pudiera saber algo de la moda actual, cuando se ha pasado borracho las últimas dos décadas.
– Sin embargo -dijo Brodsky, ahora con un atisbo de autoridad en su expresión-, sin embargo, lo que digo es verdad. Esos zapatos hacen que la parte inferior de su figura parezca desproporcionada. Es la verdad.
– ¡Mire ese ridículo traje! Un modelo italiano, sin duda. El tipo de traje que se pondría un joven bailarín de ballet. ¿Y piensa usted que va a ayudarle a ganar credibilidad a ojos de la gente de esta ciudad?
– Qué zapatos más absurdos. Parece usted uno de esos soldaditos de juguete que necesitan una base para no caerse.
– ¡Ya es hora de que se vaya! ¿Cómo se atreve a irrumpir así en mi casa y a fastidiarme la mañana? La joven pareja de ahí dentro está desolada, necesita mi consejo más que nunca…, y usted viene a importunarnos. Ésta es nuestra última conversación. Fue un error verme con usted ayer en el zoo…
– En el cementerio -dijo Brodsky, con un súbito timbre de desesperación en el tono-. Debe usted reunirse conmigo, esta tarde. No pensé en los muertos, lo admito. No pensé en ellos. Pero ya se lo he explicado. Tenemos que hablar antes de…, antes de esta noche. Porque si no, ¿cómo podría…? ¿Cómo podría hacerlo? ¿Es que no ve lo importante que es esta noche? Tenemos que hablar, tiene usted que reunirse conmigo en…
– Mire -intervino Parkhurst, dando un paso hacia adelante y dirigiendo a Brodsky una mirada airada-. Ya ha oído lo que le ha dicho la señorita Collins. Le ha pedido que se marche. Que se aparte de su vista, de su vida. Ella es demasiado educada para decirlo abiertamente, así que lo digo yo por ella. Después de todo lo que usted ha hecho, no tiene derecho, el menor derecho a pedir lo que le está pidiendo. ¿Cómo puede usted estar pidiéndole una cita como si nada hubiera ocurrido? ¿Acaso pretende decir que estaba tan borracho que no se acuerda de nada? Bien, en tal caso, se lo recordaré yo. No hace tanto que estuvo usted ahí fuera, en la calle, orinando en el muro de este edificio, gritando obscenidades bajo esta misma ventana. La policía se lo llevó de aquí, tuvo que llevárselo a rastras mientras usted no paraba de gritarle a la señorita Collins las cosas más horribles. Fue no hace más de un año… Y ahora sin duda espera que la señorita Collins lo haya olvidado por completo. Y el que acabo de mencionar no es sino un incidente más entre muchos. Y en cuanto a sus alegatos en pro de la elegancia, ¿no fue hace menos de tres años cuando lo encontraron inconsciente en el Volksgarten, con las ropas llenas de vómitos, y lo llevaron a la Holy Trinity Church y le encontraron piojos? ¿Espera que la señorita Collins tome en consideración lo que una persona así pueda decir de su gusto en el vestir? Admitámoslo, señor Brodsky, cuando uno ha caído en los abismos en los que usted ha caído, su situación es irremediable. Nunca, nunca logrará recuperar el amor de una mujer; y se lo digo con cierto conocimiento de causa. No conseguirá siquiera recuperar su respeto. Su piedad, tal vez, pero nada más. ¡Director de orquesta! ¿Imagina que esta ciudad podrá llegar a ver en usted algo diferente a un pobre diablo? Déjeme que le recuerde, señor Brodsky, que hace cuatro años, quizá cinco, agredió usted físicamente a la señorita Collins en la Bahnhofplatz, y que si no llega a ser por dos estudiantes que pasaban por allí le habría causado usted serias heridas. Y mientras trataba de golpearle no paraba de gritarle las cosas más despreciables…
– ¡No, no, no! -gritó de pronto Brodsky, sacudiendo la cabeza y tapándose los oídos.
– No paraba de gritar las más sucias obscenidades. De naturaleza sexual y pervertida. Se habló de que deberían haberle metido en la cárcel por ello. Y, por supuesto, está el incidente de la cabina telefónica de la Tillgasse…
– ¡No, no!
Brodsky agarró a Parkhurst por la solapa, y éste retrocedió asustado. Pero Brodsky no fue más lejos: se limitó a seguir aferrado a su solapa como quien se aferra a una cuerda de salvación. Durante los segundos siguientes Parkhurst pugnó por zafarse de la garra de Brodsky. Cuando por fin logró hacerlo, Brodsky pareció venirse abajo por completo. Cerró los ojos y suspiró, y luego se volvió y abandonó la salita en silencio.
Al principio los tres permanecimos callados, sin saber qué hacer o decir a continuación. Al poco, la puerta principal se cerró de golpe y el ruido nos devolvió a la realidad. Parkhurst y yo fuimos hasta la ventana.
– Allá va -dijo Parkhurst, con la frente pegada al cristal-. No se preocupe, señorita Collins, no volverá.
La señorita Collins pareció no oírle. Fue despacio hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió y vino hacia nosotros.
– Disculpen, por favor… Debo…, debo… -Vino como en un sueño hasta la ventana, y miró a través de ella-. Por favor, debo… Espero que comprendan…
No nos hablaba a ninguno de los dos en particular. Luego su confusión pareció aclararse un tanto, y dijo:
– Usted, señor Parkhurst, no tenía derecho a hablarle a Leo de ese modo. Leo ha mostrado un coraje enorme el pasado año.
Le lanzó a Parkhurst una mirada penetrante y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. Y al instante siguiente oímos que la puerta principal volvía a cerrarse.
Yo seguía junto a la ventana, y pude ver cómo la figura de la señorita Collins se alejaba deprisa calle abajo. Se había percatado de que Brodsky le llevaba ya cierta ventaja, y al cabo de unos instantes echó a correr tras él, tal vez para evitar la indignidad de tener que llamarle para que le esperara. Pero Brodsky, pese a su extraño y escorado paso, avanzaba a un ritmo sorprendentemente rápido. Era obvio que estaba disgustado, y daba la impresión de que ni se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella saliera a buscarle.
La señorita Collins, con la respiración cada vez más pesada, fue dejando atrás la hilera de casas de apartamentos y las tiendas de la parte alta de la calle sin reducir apreciablemente la distancia que los separaba. Brodsky seguía caminando sin desmayo, y ahora torcía la esquina donde Gustav y yo nos habíamos separado antes, y pasó ante los cafés italianos del ancho bulevar. La acera se hallaba aún más atestada de viandantes que cuando yo la había recorrido con Gustav, pero Brodsky continuaba su camino sin alzar la mirada, de forma que a punto estuvo varias veces de chocar con la gente que venía en dirección contraria.
Luego, cuando Brodsky se acercaba al paso de peatones, la señorita Collins pareció darse cuenta de que no le iba a ser posible alcanzarlo. Se detuvo y se puso las manos alrededor de la boca, pero entonces pareció como atrapada en un último dilema, acaso consistente en si debía llamarle «Leo» o, por el contrario, «señor Brodsky», como le había estado llamando en el curso de su reciente encuentro. Sin duda algún instinto la previno de la urgencia de la situación en que se encontraba, porque enseguida gritó:
– ¡Leo! ¡Leo! ¡Leo! ¡Por favor, espera!
Brodsky se volvió con expresión sobresaltada y vio que la señorita Collins se acercaba hacia él corriendo. Seguía con las flores en la mano, y Brodsky, en su confusión, tendió hacia ella ambas manos en ademán de ofrecerse a cogerle el ramo. Pero la señorita Collins no lo soltó, y, pese a hallarse casi sin resuello, se las arregló para que su voz sonara calma: -Señor Brodsky, por favor. Por favor, espere. Permanecieron frente a frente unos embarazosos instantes, ambos súbitamente conscientes de los peatones que atestaban la acera, muchos de los cuales empezaban a mirar hacia ellos (había incluso quienes, sin ocultar su curiosidad, les observaban abiertamente). Al cabo, la señorita Collins hizo un gesto en dirección a su apartamento y dijo con voz suave:
– El Sternberg Garden está precioso en esta época del año. ¿Por qué no vamos allí a charlar?
Echaron a andar -cada vez había más gente mirándoles-, la señorita Collins unos pasos por delante de Brodsky, ambos felices de poder diferir la conversación hasta llegar a su destino. Volvieron a doblar la esquina y enfilaron la calle y pronto pasaron una vez más junto a las casas de apartamentos. Luego, a una o dos manzanas de la suya, la señorita Collins se detuvo junto a una pequeña verja de hierro que había en un discreto entrante de la acera.
Alargó la mano hacia el pomo de la verja, pero antes de abrirla se quedó un instante quieta. Y entonces se me ocurrió que aquel sencillo paseo que habían acometido juntos, que el mero hecho de estar el uno junto al otro a la entrada del Sternberg Garden, poseía para ella una significación allende todo lo que Brodsky podría haber imaginado en aquel momento. Porque la verdad era que ella, en su imaginación y al cabo de los años, había recorrido con él ese breve trecho -del bullicio del bulevar a la pequeña verja de hierro- incontables veces desde aquella tarde de verano en que se habían encontrado por azar en el bulevar, frente a la joyería. Y en todos aquellos años ella no había olvidado el aire de estudiada indiferencia con que él había apartado la vista de ella aquel día, fingiendo estar ensimismado en la contemplación de algún objeto del escaparate de la joyería.
En aquella época -poco más de un año antes del comienzo de las borracheras y los insultos-, tales exhibiciones de indiferencia constituían aún el rasgo dominante en todo contacto entre ellos. Y ella, pese a que antes de aquella tarde había pensado ya varias veces en iniciar alguna forma de reconciliación, había apartado también la vista y había seguido caminando. Sólo bastante más adelante, más allá de los cafés italianos, cedió ante la curiosidad y se volvió para mirar atrás por encima del hombro. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que Brodsky la había estado siguiendo. De nuevo miraba él el escaparate de una tienda, pero esta vez a pocos metros de distancia.
Ella había aminorado el paso, suponiendo que él le daría alcance tarde o temprano. Al llegar a la esquina y ver que aún no la había alcanzado, volvió a mirar hacia atrás. Aquel día, como éste, la ancha y soleada acera estaba llena de gente, pero por fortuna pudo ver con nitidez cómo él se detenía a media zancada y miraba hacia el puesto de flores que había a un lado de la acera. A los labios de ella había asomado una sonrisa, y al torcer la esquina de su calle se había visto agradablemente sorprendida ante la ligereza de su ánimo. Aminoró la marcha cuanto pudo y se puso, como él, a mirar escaparates. Miró sucesivamente los de la pastelería, la tienda de juguetes, la tienda de telas -la librería aún no estaba en aquella época-, y durante todo ese tiempo trató de elaborar mentalmente el comentario inicial que haría cuando finalmente él llegara hasta ella. «Leo, qué infantiles somos…», pensó decir. Pero decidió que resultaba demasiado sensato, y consideró la alternativa de algo más irónico: «Veo que al parecer vamos en la misma dirección…», o algo similar. Entonces vio que él aparecía en la esquina y que llevaba en la mano un luminoso ramo de flores. Dejó de mirar rápidamente y reanudó la marcha apretando el paso. Luego, al acercarse a su apartamento, por primera vez aquel día, sintió un intenso enojo hacia él. Ella tenía perfectamente planeado lo que hacer aquella tarde. ¿Por qué elegía él aquel momento, precisamente aquel momento, para hablarle? Al llegar a su portal, volvió a echar una rápida mirada hacia atrás y vio que él se encontraba aún a unos veinte metros.
Cerró la puerta del apartamento a su espalda y, reprimiendo sus deseos de mirar por la ventana, corrió a su habitación, al fondo del apartamento. Una vez en ella, se miró en el espejo y trató de dominar sus emociones. Luego, al salir del dormitorio, se detuvo con sobresalto en el pasillo. La puerta que tenía enfrente estaba entreabierta, y a través de la soleada salita y de la ventana salediza lo vio en la acera, con la espalda hacia la casa, en ademán de hacer tiempo, como si estuviera esperando a alguien. Ella, entonces, se quedó quieta unos instantes, repentinamente temerosa de que él se diera la vuelta y mirase a través de la ventana y la viera… Luego la figura de la acera desapareció de su vista, y ella se sorprendió escrutando las fachadas de la acera de enfrente, aguzando el oído por si oía el timbre de la puerta.
Cuando al cabo de unos segundos el timbre seguía sin sonar, sintió una oleada de ira. Se dio cuenta de que él estaba esperando a que ella saliera y lo invitara a entrar. Volvió a calmarse y, analizando la situación con detenimiento, resolvió no hacer nada hasta que él llamara a su puerta.
Durante los minutos siguientes se limitó a esperar. Volvió a su dormitorio sin ningún motivo concreto, y volvió a salir al pasillo. Finalmente, cuando reparó en la posibilidad de que él se hubiera marchado, salió despacio hasta el portal.
Abrió la puerta y miró la calle a derecha e izquierda, y se sorprendió de no ver rastro de él por ninguna parte. Había esperado verle rondando por los alrededores, quizá unos portales más allá, o al menos descubrir las flores sobre los escalones de la entrada. Y pese a todo, en aquel momento, no sintió ningún pesar. Sólo una leve sensación de alivio, y un hasta grato sentimiento de exaltación ante el hecho de que el proceso de reconciliación hubiera comenzado finalmente, pero ningún pesar. De hecho, allí sentada en la salita, experimentó un fugaz arrebato de triunfo por haberse mantenido firme y no haber cedido. Tales pequeñas victorias, se dijo, eran muy importantes, y les ayudarían a ambos a no repetir los errores del pasado.
Sólo meses más tarde la asaltó la idea de que había cometido un error aquella tarde. Al principio no fue más que una idea vaga, algo que no llegó a examinar detenidamente. Pero luego, a medida que pasaban los meses, aquella tarde de verano fue ocupando un lugar más y más predominante en sus pensamientos. Su gran error, concluyó, había sido entrar en su apartamento. Al hacerlo, quizá le había exigido a Brodsky algo un tanto excesivo. Una vez que había conseguido que la siguiera todo aquel trecho -el bulevar, la esquina, las tiendas de su calle- lo que tendría que haber hecho era pararse en la pequeña verja de hierro y, tras cerciorarse de que él la había visto, entrar en el Sternberg Garden. En tal caso, sin el menor asomo de duda, él la habría seguido. Y, por mucho que ambos hubieran vagado un rato entre los arbustos en silencio, tarde o temprano habrían acabado hablando. Y tarde o temprano él le habría ofrecido las flores. A lo largo de los veinte años que habían pasado desde entonces, la señorita Collins raras veces había mirado aquella verja sin experimentar un pequeño tirón en su interior. Así pues, aquella mañana en que finalmente había conducido a Brodsky hasta el jardín, lo hizo con cierto sentido de ceremonia.
Pese a la importancia que el Sternberg Garden había llegado a adquirir en la imaginación de la señorita Collins, no se trataba de un jardín especialmente atractivo. Era, esencialmente, una plaza ajardinada con paseos de hormigón no mayor que el aparcamiento de un supermercado, y su principal razón de ser parecía residir más en su interés floricultor que en el hecho de brindar belleza o solaz a los vecinos. No había en él césped ni árboles, sólo meras hileras de arriates, y a aquella hora de la mañana el lugar era un simple cuadrángulo a pleno sol sin rastro de sombra por ninguna parte. Pero la señorita Collins, mirando las flores y helechos que veía a su alrededor, dio unas palmadas con expresión gozosa. Brodsky cerró la verja con cuidado a su espalda y miró el jardín sin entusiasmo, pero pareció complacido al ver que, aparte de las ventanas de los apartamentos que daban al jardín, gozaban de una intimidad casi absoluta.
– A veces traigo aquí a la gente que viene a verme -dijo la señorita Collins-. Es un lugar fascinante. Puedes contemplar especies que no se encuentran en ningún otro lugar de Europa.
Siguió paseando despacio, mirando con admiración en torno a ella, mientras Brodsky la seguía respetuosamente a unos pasos. La sensación de embarazo que los había embargado minutos antes se había esfumado por completo, de forma que cualquiera que los estuviera observando desde la verja los tomaría sin duda por una anciana pareja de muchos años que daba su habitual paseo al sol de la mañana.
– Pero, claro -dijo la señorita Collins, haciendo una pausa junto a un arbusto-, a usted nunca le han gustado este tipo de jardines, ¿no es cierto, señor Brodsky? Usted desdeñaba todo este encorsetamiento de la naturaleza.
– ¿Por qué no me tuteas y me llamas Leo?
– Muy bien, Leo. No, tú preferías algo más salvaje. Pero, ya ves, sólo gracias a un cuidadoso control y planificación pueden sobrevivir algunas de estas especies.
Brodsky contempló con solemnidad la hoja que la señorita Collins estaba tocando. Y luego dijo:
– ¿Te acuerdas? Los domingos por la mañana, después de tomar nuestro café juntos en el Praga, solíamos ir a esa librería. Tantos viejos libros, tan apiñados y tan llenos de polvo mirases donde mirases. ¿Te acuerdas? Solías ponerte tan impaciente. Pero, de todas formas, entrábamos todos los domingos, después de tomar café en el Praga.
La señorita Collins permaneció en silencio unos instantes. Luego rió sin ruido y reanudó la marcha despacio.
– Aquel tipo…, el renacuajo -dijo.
Brodsky sonrió.
– El renacuajo… -repitió, asintiendo-. Sí, el tipo aquel. Si ahora volviéramos, a lo mejor seguía allí, detrás de su mesa. El renacuajo. ¿Le preguntamos su nombre alguna vez? Fue siempre tan cortés con nosotros. A pesar de que nunca le compramos ningún libro.
– Menos aquella mañana en que nos chilló.
– ¿Nos chilló? No lo recuerdo. El renacuajo era siempre tan cortés. Y eso que nunca le compramos nada.
– Sí, sí. Una vez entramos…, estaba lloviendo, y tuvimos mucho cuidado en no mojarle ningún libro; sacudimos los impermeables en la puerta, pero él debía de estar de muy mal humor aquella mañana, porque se puso a gritarnos. ¿No te acuerdas? Me gritó algo sobre el hecho de que fuera inglesa. Oh, sí, fue muy maleducado, pero sólo aquella mañana. Al domingo siguiente no parecía acordarse de nada.
– Es curioso -dijo Brodsky-, pero no me acuerdo. El renacuajo. Yo siempre lo recuerdo tan tímido y cortés. No me acuerdo de esa vez de la que me hablas.
– Puede que me equivoque de recuerdo -dijo la señorita Collins-. Puede que haya confundido al renacuajo con cualquier otro.
– Sí, creo que sí. El renacuajo fue siempre muy respetuoso. Jamás habría hecho una cosa semejante. Meterse con el hecho de que fueras inglesa. -Brodsky sacudió la cabeza-. No, él siempre fue muy respetuoso.
La señorita Collins se detuvo de nuevo, y pareció quedarse absorta en la contemplación de un helécho.
– Había mucha gente así en aquel tiempo -dijo al cabo-. Personas de ese tipo. Siempre tan corteses, tan pacientes. Se desvivían por ser amables, por sacrificarse por ti, y un buen día, sin razón alguna, el tiempo, cualquier cosa, explotaban. Y luego volvían a la normalidad. Había mucha gente así. Andrzej, por ejemplo. Era exactamente así.
– Andrzej estaba chiflado. ¿Sabes?, he leído en alguna parte que se mató en un accidente de coche. Sí, lo leí en un periódico polaco, hará unos cinco o seis años. Se mató en un accidente de coche.
– Qué triste. Supongo que mucha de la gente de aquel tiempo ya habrá muerto…
– Me gustaba Andrzej -dijo Brodsky-. Lo leí en un periódico polaco, una mención de pasada, decía que había muerto. Un accidente de circulación. Muy triste, sí. Pensé en aquellas veladas, sentados en el viejo apartamento. Cómo nos envolvíamos en mantas, cómo compartíamos el café, todos aquellos libros y periódicos por todas partes, y las charlas. Sobre música, sobr literatura, horas y horas, mirando al techo y hablando y hablando…
– Yo solía querer irme a la cama, pero Andrzej no se iba nunca. A veces se quedaba hasta el amanecer.
– Sí, es verdad. Si en cualquier discusión iba perdiendo, no había forma de que se fuera. Nunca se iba hasta que pensaba que estaba ganando. Por eso a veces se quedaba hasta la madrugada.
La señorita Collins sonrió, y luego suspiró.
– Qué triste es oír que se mató en un accidente -dijo. -No fue el renacuajo -dijo Brodsky-. Fue el hombre de la galería de arte. Él fue el que nos chilló. Un tipo extraño, siempre hacía como que no sabía quiénes éramos. ¿Te acuerdas? Incluso después de aquella interpretación de Lafcadio. Los camareros, los taxistas, todo el mundo queriendo estrechar mi mano, y cuando vamos a esa galería, nada de nada… Nos miró con cara de palo, como siempre. Y al final, en la época en que las cosas no me iban bien, entramos en la galería y estaba lloviendo, y nos chilló. Que estábamos mojando el suelo, dijo. Que siempre lo habíamos hecho, que siempre que llovía le mojábamos el suelo, que llevábamos años haciéndolo, mojándole el suelo, y que ya estaba harto. Él fue quien nos gritó, el que te dijo algo sobre el hecho de ser inglesa, fue él, no el renacuajo. El renacuajo fue siempre muy respetuoso, hasta el final. El renacuajo me dio la mano, me acuerdo perfectamente, justo antes de partir. Fuimos a su librería, y él sabía que era la última vez que íbamos a entrar en ella, y salió de detrás de su mesa y me estrechó la mano. La mayoría de la gente ya no me quería dar la mano, pero él lo hizo. El renacuajo era muy respetuoso. Siempre lo fue.
La señorita Collins se protegió los ojos con la mano y miró hacia el fondo del jardín. Luego siguió paseando despacio, y dijo:
– Es bonito recordar ciertas cosas. Pero no podemos vivir en el pasado.
– Pero lo recuerdas, ¿no? -dijo Brodsky-. ¿Recuerdas al renacuajo y la librería? ¿Recuerdas también lo del armario? ¿La puerta que se vino abajo? Seguro que lo recuerdas como yo.
– Algunas cosas las recuerdo, y otras se me han olvidado. -Su voz se había vuelto cautelosa-. Algunas cosas, aunque sean de aquel tiempo, es preferible haberlas olvidado.
Brodsky pareció meditar sobre ello. Y al final dijo:
– Tal vez tengas razón. El pasado está lleno de cosas, de demasiadas cosas. Me avergüenzo, sabes que me avergüenzo, así que dejémoslo. Dejemos el pasado. Escojamos un animal.
La señorita Collins siguió paseando, ahora unos pasos por delante de su acompañante. Luego se detuvo de nuevo, y se volvió hacia él.
– Me reuniré contigo en el cementerio, si eso es lo que quieres. Pero no debes dar a esa cita ningún significado. No quiere decir que esté de acuerdo con lo del animal, o con ninguna otra cosa. Pero veo que te preocupa el acto de esta noche, y que deseas hablar con alguien de la inquietud que sientes.
– Estos últimos meses… He visto las orejas al lobo, pero he seguido adelante. He aguantado y me he preparado. Pero de nada servirá si tú no vuelves.
– A lo único que me comprometo es a verte esta tarde durante un rato. Media hora, quizá.
– Pero dime que lo pensarás. Dime que lo pensarás antes de vernos. Piensa en ello. En lo del animal, en todo lo demás…
La señorita Collins apartó la mirada y se quedó contemplando otro arbusto durante largo rato. Y finalmente dijo:
– Está bien. Lo pensaré.
– Hazte cargo de lo que ha supuesto para mí. Lo duro que ha sido. A veces era tan horrible que quería morirme, que quería que todo terminara, pero seguí porque esta vez podía ver una salida. Volvía a ser director de orquesta. Y tú volvías conmigo. Todo sería como entonces, mejor incluso. Pero a veces era espantoso, era el delirio, ya no podía aguantar más. No hemos tenido hijos. Tengamos un animal.
La señorita Collins reanudó el paseo, y esta vez Brodsky se mantuvo a su lado, mirándola gravemente a la cara mientras caminaba. La señorita Collins parecía a punto de volver a hablar, pero en aquel preciso instante Parkhurst dijo de pronto a mi espalda:
– Nunca me uno a ellos, ¿sabes? Me refiero a cuando empiezan a jalearme y todo eso. Ni siquiera me río, ni siquiera sonrío. No participo en absoluto. Puede que pienses que lo digo sólo de palabra, pero es cierto. Me dan asco, me da asco cómo se comportan. ¡Y esa especie de rebuzno! ¡En cuanto aparezco por la puerta, se ponen a emitir ese rebuzno! No me conceden ni un minuto, ni siquiera eso, ni siquiera me conceden sesenta segundos para demostrarles que he cambiado. «¡Parkers! ¡Parkers!» Oh, qué asco me dan…
– Mira -dije, súbitamente impaciente con él-, si te molestan tanto, ¿por qué no se lo dices a la cara? ¿La próxima vez por qué no te enfrentas a ellos? Diles que dejen de emitir ese rebuzno. Y pregúntales por qué, por qué me odian tanto, tanto… Por qué les ofende tanto mi éxito. ¡Sí, pregúntaselo! O mejor, para mayor impacto, ¿por qué no se lo preguntas en la mitad de alguna de tus payasadas? Sí, en la mitad de una de tus parodias, cuando estés poniendo esas voces chistosas y esas caras… Cuando estén todos riendo y dándote palmadas en la espalda, encantados de que no hayas cambiado ni un ápice… Sí, hazlo entonces… Pregúntales de repente: «¿Por qué? ¿Por qué el éxito de Ryder os resulta tan provocador?» Eso es lo que debes hacer. Y no sólo me harás un favor a mí; servirá también para demostrarles a esos necios, de una elegante tacada, que hay, que siempre ha habido otra persona mucho más profunda detrás de tu exterior de payaso. Alguien que ni se deja manipular fácilmente ni es amigo de componendas. Si yo fuera tú, haría eso.
– ¡Eso está muy bien! -gritó, iracundo, Parkhurst-. ¡Para ti es muy fácil decir eso! No tienes nada que perder: ¡a ti ya te odian! Pero son mis amigos más antiguos. Cuando estoy aquí, rodeado de todos estos europeos continentales, la mayor parte del tiempo estoy bien. Pero de cuando en cuando me sucede algo, algo desagradable, y entonces me digo: «¿Y qué? ¿Qué diablos me importa? Estas gentes, para mí, no son más que extranjeros. En mi país tengo buenos amigos. No tengo más que volver; me recibirán con los brazos abiertos.» Es fantástico que ahora me vengas con brillantes consejos como ése. Y la verdad, ahora que lo pienso, es muy posible que no todo te dé tan igual como dices. No veo por qué tienes que sentirte tan satisfecho de ti mismo. Tú, lo mismo que yo, no puedes permitirte el lujo de olvidar a tus viejos amigos. Tienen mucha razón, ¿sabes?, en algunas de las cosas que dicen. Estás totalmente satisfecho de ti mismo y algún día pagarás por ello. ¡Y sólo porque te has hecho famoso! «¿Por qué no te enfrentas a ellos?», me dices. ¡Qué arrogancia!
Parkhurst continuó su parlamento durante unos minutos más, pero yo había dejado de escucharle. Porque su mención de mi «satisfacción de mí mismo» había pulsado algo en mi interior que me había hecho recordar de pronto que mis padres estaban a punto de llegar a la ciudad. Y en aquel preciso momento, en la salita de la señorita Collins, con un pánico glacial y casi tangible, caí en la cuenta de que no había preparado en absoluto la pieza que debía interpretar ante ellos aquella noche. En efecto, llevaba ya varios días, quizá varias semanas sin tocar el piano. Y allí estaba, a sólo unas horas de una actuación de suma importancia, sin haber hecho siquiera los preparativos necesarios para ensayar un poco. Cuanto más pensaba en mi situación, más alarmante se me antojaba. Vi que me había preocupado demasiado por la alocución que debía dirigir a los ciudadanos, y que de algún modo, inconcebiblemente, había descuidado el elemento primordial: la interpretación de la pieza. De hecho, por espacio de unos instantes, no logré recordar la pieza que había decidido interpretar. ¿Era Globestructures: Option II, de Yamanaka? ¿O Asbestos and Fibre, de Mullery? Cuando pensé en ellas, ambas piezas fluctuaron en mi mente como algo inquietantemente nebuloso. En cada una de ellas, recordé, había partes de gran complejidad, pero cuando traté de pensar más detenidamente en tales fragmentos comprobé que apenas lograba recordar nada. Y mientras tanto mis padres, según mis noticias, se hallaban ya en la ciudad. Comprendí que no tenía ni un segundo que perder, que fueran cuales fueren las otras exigencias, lo primero que debía hacer era asegurarme como mínimo dos horas de quietud e intimidad ante un buen piano.
Parkhurst seguía hablando con vehemencia.
– Mira, lo siento -dije, dirigiéndome hacia la puerta-. Tengo que irme inmediatamente.
Parkhurst se puso en pie dando un respingo, y ahora su voz adoptó un tono de súplica.
– No les sigo la corriente, ¿sabes? Oh, no, no participo en absoluto. -Vino hacia mí e hizo ademán de agarrarme del brazo-. Ni siquiera sonrío. Me da asco, esa forma que tienen de meterse contigo…
– Está bien, te lo agradezco -dije, alejándome de él-. Pero me tengo que ir ahora mismo.
Salí del apartamento de la señorita Collins y me alejé apresuradamente calle abajo, incapaz de pensar en otra cosa que en la necesidad de volver al hotel para sentarme al piano. De hecho estaba tan preocupado que no sólo no miré hacia la pequeña verja de hierro al pasar, sino que ni siquiera vi a Brodsky ante mí en la acera hasta que prácticamente me topé con él. Brodsky inclinó ligeramente la cabeza y me saludó con perfecta calma, como si llevara ya algún tiempo observando cómo me acercaba.
– Señor Ryder. Volvemos a encontrarnos.
– Ah, señor Brodsky -respondí yo, sin aflojar el paso-. Por favor, discúlpeme, pero tengo muchísima prisa.
Brodsky se puso a mi lado y durante varios minutos caminamos juntos en silencio. Aunque sin duda me daba cuenta de que había algo raro en todo aquello, estaba demasiado preocupado para intentar cualquier conversación.
Doblamos la esquina juntos, y salimos al ancho bulevar. La
acera estaba más atestada que nunca -los oficinistas habían salido para el almuerzo-, y nos vimos obligados a caminar más despacio. Y fue entonces cuando oí que Brodsky decía a mi lado:
– Toda esa palabrería la otra noche. Una gran ceremonia. Una estatua. No, no, no aceptaremos nada de eso. Bruno odiaba a esa gente. Voy a enterrarlo con discreción, yo solo, ¿qué hay de malo en ello? He encontrado un sitio esta mañana, un pequeño rincón para enterrarlo, yo solo, él no querría que estuviera nadie más, odiaba a toda esa gente. Señor Ryder, me gustaría que tuviera algo de música, de la mejor música. Es un pequeño y tranquilo rincón que he encontrado esta mañana, sé que a Bruno le gustaría el sitio. Cavaré yo. No habrá que cavar mucho. Y luego me sentaré junto a la tumba y pensaré en él, en todo lo que hacíamos juntos, y le diré adiós… Eso es todo. Y querría que hubiera un poco de música mientras pienso en él, de la mejor música… ¿Me hará ese favor, señor Ryder? ¿Lo hará por mí y por Bruno? Es un favor que le pido, señor Ryder…
– Señor Brodsky -dije, volviendo a apretar el paso-, no veo claro lo que me está pidiendo exactamente. Pero tengo que decirle que ya no dispongo ni de un minuto libre.
– Señor Ryder…
– Señor Brodsky, siento mucho lo de su perro. Pero lo cierto es que me he visto obligado a atender demasiadas peticiones, y en consecuencia he de dedicar mi escaso tiempo a las cosas más importantes… -De pronto sentí que me invadía una oleada de impaciencia, y me detuve bruscamente-. Con franqueza, señor Brodsky -dije, casi a gritos-, debo pedirle a usted y a todo el mundo que dejen de pedirme más favores. ¡Ha llegado el momento de que esto acabe! ¡Esto tiene que acabar!
Durante un fugaz instante Brodsky me miró con expresión ligeramente perpleja. Luego apartó la mirada y pareció absolutamente descorazonado. Lamenté inmediatamente mi exabrupto, consciente de la irracionalidad de culpar a Brodsky de todas las distracciones de que había sido objeto desde mi llegada a la ciudad. Suspiré y dije en tono más amable:
– Mire, permítame que le haga una sugerencia. Ahora voy al hotel a ensayar. Necesitaré como mínimo dos horas sin que nadie, nadie me moleste. Pero después, dependiendo de cómo vayan las cosas, podría quizá volver a tratar con usted el asunto de su perro. Debo hacer hincapié en que no puedo prometerle nada, pero…
– Era sólo un perro -dijo de pronto Brodsky-. Pero quiero decirle adiós. Y quería la mejor música…
– Muy bien, señor Brodsky, pero ahora debo darme prisa. Ando muy escaso de tiempo.
Reanudé la marcha. Estaba seguro de que Brodsky volvería a ponerse a mi lado, pero el anciano no se movió. Vacilé un instante, un tanto reacio a dejarle allí en la acera, pero recordé que no podía permitirme ninguna dilación más. Caminé deprisa y pasé por delante de los cafés italianos, y no miré atrás hasta que llegué al paso de peatones y hube de aguardar a que cambiara el semáforo. Al principio no pude ver nada a causa del gentío, pero al poco divisé la figura de Brodsky en el punto exacto de la acera en que lo había dejado. Estaba ligeramente inclinado hacia adelante, como en ademán de mirar hacia el tráfico que se aproximaba. Me vino el pensamiento de que aquel punto de la acera, donde me había detenido antes para hablarle, era en realidad una parada de tranvía, y que Brodsky se había quedado allí con intención de esperar la llegada de uno. Pero las luces cambiaron y, mientras cruzaba la calzada del bulevar, mis pensamientos se centraron de nuevo en el mucho más apremiante asunto de mi interpretación de aquella noche.