Sólo al entrar en el café y sentir el calor del fuego de leña que ardía al fondo del local tomé conciencia de lo mucho que había refrescado la noche. El interior del café había cambiado de decoración desde la última vez que yo lo había pisado. La mayoría de las mesas habían sido pegadas a la pared, a fin de habilitar espacio para la gran mesa circular que presidía el centro del recinto. Alrededor de ella había una docena de hombres sentados, bebiendo cerveza y hablando y riendo de forma bulliciosa. Parecían más jóvenes que Gustav, aunque la mayoría de ellos rebasaba ya la edad mediana. A unos pasos de ellos, cerca de la barra, dos hombres delgados ataviados de zíngaros tocaban al violín un vals de ritmo vigoroso. Había otros parroquianos, pero parecían satisfechos de permanecer en segundo plano, algunos en los rincones más sombríos del local, como haciéndose perdonar el estar presentes en una fiesta ajena.
Cuando Gustav y yo entramos, los mozos se volvieron al unísono y se quedaron mirándonos, sin saber si dar o no crédito a sus ojos. Entonces Gustav dijo:
– Sí, chicos, es él. Ha venido personalmente a desearnos lo mejor.
Se hizo un silencio absoluto, y todos los presentes -maleteros, camareros, músicos y demás clientes- fijaron la mirada en mí. Y acto seguido se pusieron a aplaudirme. No esperaba tal recibimiento, y a punto estuve de que volvieran a asomarme las lágrimas. Sonreí y dije: «Gracias, gracias», mientras los aplausos proseguían con tal intensidad que apenas alcancé a °ír mis propias palabras. Los maleteros se habían levantado de las sillas y hasta los músicos zíngaros se habían colocado los violines bajo el brazo para unirse a los aplausos. Gustav me invitó a acercarme a la mesa central, y cuando tomé asiento en ella los aplausos cesaron. Los músicos volvieron a tocar, y me encontré rodeado de caras presas de excitación. Gustav, que se había sentado a mi lado, empezó a decir:
– Chicos, el señor Ryder ha tenido la amabilidad de…
Antes de que pudiera terminar, un maletero corpulento de nariz roja se inclinó hacia mí y levantó la jarra de cerveza.
– Señor Ryder, nos ha salvado usted -declaró-. Ahora nuestra historia será diferente. Nuestros nietos nos recordarán de forma diferente. Ésta es una gran noche para nosotros.
Aún le estaba sonriendo al maletero corpulento cuando sentí que una mano me agarraba del brazo, y vi que una cara demacrada y nerviosa me estaba mirando fijamente.
– Por favor, señor Ryder -dijo el hombre de la cara demacrada-. Por favor, ¿de verdad va a hacerlo? No creo que lo haga: cuando llegue el momento, con todas esas cosas importantes que tendrá usted en la cabeza, delante de toda esa gente…, ¿no cambiará de idea y…?
– No seas insolente -le dijo alguien, y el hombre demacrado y nervioso desapareció del primer plano como si hubieran tirado de él y lo hubieran apartado.
– Pues claro que no va a echarse atrás. ¿Con quién te crees que estás hablando?
Me volví, deseoso de tranquilizar al hombre demacrado, pero alguien me estaba estrechando la mano mientras decía:
– Gracias, señor Ryder, gracias…
– Son ustedes muy amables -dije, sonriendo al grupo en general-. Aunque…, creo que debería advertirles de que…
Entonces alguien me empujó y me lanzó casi contra la persona que tenía al lado. Oí que se disculpaban, y otra voz que decía:
– ¡No pegues empujones!
Y luego otra voz que dijo, muy cerca de mí:
– Me pareció usted, señor, allí sentado en la terraza de enfrente… Fui yo quien le dije a Gustav que fuera a cerciorarse. Es tan amable de su parte venir a reunirse con nosotros. Ésta será una noche que recordaremos toda la vida. Una fecha clave para todos los maleteros de esta ciudad.
– Escuchen, tengo que advertirles… -dije en voz alta-. Haré todo lo que esté en mi mano, pero tengo que advertirles de que es posible que ya no ejerza la influencia de otros tiempos. Tienen que hacerse cargo de que…
Pero mis palabras fueron ahogadas por unas cuantas voces que me lanzaban estentóreos vítores. Al segundo «¡hurra!», se unió a ellas el grupo entero de mozos de hotel, y hasta la música cesó momentáneamente cuando la totalidad de los parroquianos me dedicó a coro el último y ensordecedor «¡hurra!». Y al cabo estallaron de nuevo los aplausos.
– Gracias, gracias -dije, genuinamente conmovido.
Cuando el aplauso cesaba ya, el maletero de la nariz roja dijo al otro extremo de la mesa:
– Usted es bienvenido aquí, señor. Usted es una persona célebre, famosa, pero quiero que sepa que nosotros reconocemos a un buen tipo en cuanto lo vemos. Sí, señor, llevamos tanto tiempo en este oficio que hemos desarrollado un buen olfato para detectar la decencia en la gente. Usted es una persona decente de pies a cabeza. Todos podemos verlo. Decente y amable. Puede que piense que le estamos dando esta bienvenida sólo porque va a ayudarnos. Y, por supuesto, le estamos enormemente agradecidos. Pero sé que a todos estos que tiene usted delante les ha caído usted bien desde el primer momento, y no habría sido así si no fuera usted un tipo decente. Si hubiera sido demasiado orgulloso, o falso en algún aspecto, lo habrían detectado inmediatamente. Oh, sí. Por supuesto, le estarían agradecidos de todos modos, y le tratarían bien, pero no les habría gustado usted como les ha gustado. Lo que intento decir, señor, es que aunque no hubiera sido famoso, aunque no fuera más que un forastero que hubiera llegado aquí por azar, en cuanto hubiéramos visto que era usted un buen tipo, en cuanto nos hubiera explicado que estaba lejos de casa y que necesitaba compañía, le habríamos recibido con los brazos abiertos. No le habríamos recibido de forma muy diferente a como lo hemos hecho ahora, porque habríamos visto que era usted un buen tipo. Oh, sí, no somos personas tan distantes como la gente dice. De ahora en adelante, señor, puede usted contar con la amistad de cada uno de nosotros.
– Eso es -dijo alguien a mi derecha-. Ahora somos sus amigos. Si alguna vez tropieza usted con alguna dificultad en esta ciudad, puede contar con nosotros.
– Gracias, muchísimas gracias -dije-. Gracias. Haré cuanto esté en mi mano por ustedes esta noche. Pero, de verdad, tengo que advertirles de que…
– Señor, por favor. -Gustav me hablaba en voz baja, casi al oído-. Por favor, deje de preocuparse. Todo va a salir bien. ¿Por qué no se divierte al menos unos minutos?
– Pero si sólo quería advertirles a estos buenos amigos suyos…
– De verdad, señor -prosiguió Gustav en voz baja-. Su entrega es admirable. Pero se preocupa demasiado. Por favor, relájese y trate de pasarlo bien. Sólo unos minutos. Mírenos. Todos tenemos preocupaciones. Yo, por ejemplo, tengo que volver enseguida a la sala de conciertos, a todo ese trabajo. Pero cuando nos reunimos aquí todos, nos sentimos felices de estar entre amigos y nos olvidamos de las preocupaciones. Nos relajamos y lo pasamos bien. -Gustav, entonces, alzó la voz por encima del bullicio-: ¡Venga, vamos a mostrarle al señor Ryder cómo nos divertimos de verdadl ¡Mostrémosle cómo lo hacemos!
Su exhortación fue acogida con grandes vítores y otra salva de aplausos, y al poco los aplausos se convirtieron en rítmicas palmadas. Los zíngaros empezaron a tocar más rápido, al compás de las palmadas, y algunos de los parroquianos que nos estaban observando se pusieron también a dar palmadas. Vi que otros clientes, más alejados de nosotros, interrumpían sus conversaciones y daban la vuelta a sus sillas, como aprestándose a presenciar un espectáculo esperado con impaciencia. Alguien, que supuse el propietario -un hombre moreno, larguirucho-, salió de la trastienda y se quedó apoyado contra el vano de la puerta, con expresión de no quererse perder tampoco lo que iba a tener lugar a continuación.
Entretanto, los maleteros seguían dando palmadas, cada vez más exultantes, y algunos de ellos golpeaban el suelo con los pies para acompañar las rítmicas palmadas. Entonces aparecieron dos camareros que despejaron apresuradamente la gran mesa central. Jarras de cerveza, tazas de café, azucareros, ceniceros…, todo desapareció de ella como por ensalmo. Y acto seguido uno de los maleteros, un hombre voluminoso y barbudo, se subió a la mesa. Tras la espesa barba, su cara era de un rojo vivo, no sabría precisar si por timidez o por la bebida. En cualquier caso, en cuanto se encaramó a la mesa esbozó una gran sonrisa y se puso a bailar sin inhibición alguna.
Era una danza extraña, estática, en la que los pies apenas se despegaban de la mesa, basada más en las cualidades del cuerpo humano que en la agilidad o en la movilidad airosa. El hombre barbudo adoptaba posturas de dios griego, con los brazos en ademán de acarrear una pesada carga, y a medida que las palmadas y los gritos de ánimo seguían jaleándole, el hombre cambiaba casi imperceptiblemente el ángulo de la cadera o giraba sobre sí mismo despacio. Me pregunté si todo aquello tendría alguna finalidad cómica, pero a pesar de las estentóreas risas de los maleteros sentados a la mesa pronto estuvo claro que la danza no tenía la menor intención satírica. Mientras estaba observando la danza del hombre barbudo, alguien me dio un codazo y dijo:
– Éste es, señor Ryder. Nuestro baile. El Baile de los Mozos de Hotel. Habrá oído hablar de él, supongo…
– Sí -dije-. Oh, sí… ¿Así que éste es el Baile de los Mozos de Hotel?
– Sí, señor. Pero aún no ha visto nada -dijo quien me había hablado, sonriendo y volviéndome a dar con el codo.
Reparé en que los maleteros se estaban pasando de mano en mano una gran caja de cartón. La caja tendría las dimensiones de una maleta, aunque a juzgar por la ligereza con que surcaba el aire de mano en mano, estaba vacía y apenas tenía peso. La caja viajó alrededor de la mesa durante un rato, y en un momento dado de la danza fue arrojada al aire en dirección al hombre barbudo. Éste, en ese preciso instante, cambió de postura y alzó los brazos de nuevo, y la caja de cartón fue a caer con precisión en sus manos.
El maletero barbudo reaccionó como si acabara de recibir una losa de piedra -lo que arrancó un rugido temeroso entre sus compañeros-, y por espacio de uno o dos segundos pareció doblarse bajo su peso. Pero luego, con determinación inflexible, fue enderezándose poco a poco hasta quedar totalmente erguido, con la caja abrazada contra el pecho. Mientras los vítores celebraban la «proeza», el maletero barbudo empezó a alzar despacio la caja hasta situarla por encima de su cabeza, y finalmente la mantuvo en el aire con los brazos totalmente extendidos hacia lo alto. Aunque, como es lógico, no se trataba de ninguna hazaña, había en todo ello una dignidad y un dramatismo que me hizo unirme a los vítores y celebrarlo como si realmente hubiera levantado un enorme peso. El maletero barbudo procedió entonces a crear, con consumada pericia, el efecto ilusorio de que la pesada caja iba perdiendo peso y se hacía más y más liviana. Y al poco la sostenía con una sola mano, y se puso a hacer malabarismos con ella, e incluso se la lanzó por encima del hombro y la recogió a su espalda. Cuanto más liviana se hacía la caja, más exultantes parecían sus colegas. Luego, cuando las proezas del hombre barbudo fueron haciéndose más y más frivolas y disparatadas, sus colegas empezaron a mirarse unos a otros, a sonreírse y a incitarse mutuamente, hasta que otro de los maleteros, un hombre menudo y nervudo con un fino bigote, empezó a subirse a la mesa.
La mesa se tambaleó y llegó a ladearse, y los maleteros rieron a carcajadas, como si ello formara parte del espectáculo, y luego sujetaron la mesa para que no volcara y para que el hombre nervudo acabara de subirse a ella. Al principio el hombre barbudo no advirtió la incorporación de su colega, y siguió haciendo alarde de su dominio de la caja, mientras el otro mozo se mantenía ceñudo a su espalda como quien espera su turno para bailar con alguna pareja codiciada. Al final el hombre barbudo vio al hombre nervudo, y le lanzó la caja. Al cogerla entre sus brazos, el hombre nervudo se tambaleó y reculó, y pareció a punto de caerse de la mesa. Pero recuperó el equilibrio justo a tiempo, y, con visibles esfuerzos, fue enderezando el cuerpo con la caja sobre la espalda. Mientras lo hacía, el maletero barbudo, que ahora daba palmadas y reía como sus compañeros, se bajó de la mesa con la ayuda de varias manos.
El maletero nervudo ejecutó muchos de los malabarismos de su predecesor, aunque con aditamentos mucho más cómicos. Arrancaba grandes risotadas con unas muecas y unos traspiés dignos de la mejor tradición bufonesca. Yo lo contemplaba todo sin perder detalle, y las palmadas rítmicas, los violines de los zíngaros, las risas, los alaridos burlescos anegaban no sólo mis oídos sino todos mis sentidos. Al cabo, cuando un tercer maletero se subió a la mesa a relevar al hombre nervudo, sentí que el calor humano empezaba a envolverme por completo. Los consejos de Gustav se me antojaron de pronto profundamente sabios. ¿Por qué preocuparse tanto? De cuando en cuando era esencial relajarse totalmente y divertirse.
Cerré los ojos y me dejé ganar por la agradable atmósfera, sólo vagamente consciente de que seguía dando palmadas, y de que mi pie llevaba el ritmo contra el suelo de tablas. Me vino a la mente la imagen de mis padres, de mi padre y mi madre en el carruaje tirado por caballos acercándose a la explanada de la entrada de la sala de conciertos. Podía ver a la gente de la ciudad -los caballeros con traje de etiqueta, las damas con sus abrigos y chales y joyas- interrumpiendo sus conversaciones y volviéndose hacia el sonido de los cascos que les llegaba desde la negrura de los árboles. Luego, el reluciente carruaje irrumpía en el retazo de luz de la explanada, y los hermosos caballos se acercaban al trote y finalmente se paraban, mientras el vaho de su aliento se alzaba y se perdía en el aire nocturno. Y mi padre y mi madre miraban por la ventanilla del carruaje, con la emocionada expectación dibujada en el semblante, pero también con algo cauteloso y reservado en su expresión: cierta actitud remisa a ceder por completo a la esperanza de que la velada fuera a resultar un triunfo deslumbrante. Y luego, cuando el cochero de librea se apresuraba a ayudarles a descender del carruaje, y la hilera de dignatarios se disponía a darles la bienvenida, ellos adoptaban las sonrisas forzadamente calmas que yo les recordaba de mi niñez, de aquellas raras ocasiones en que tenían invitados para el almuerzo o la cena.
Abrí los ojos y vi que ahora eran dos los maleteros subidos a la mesa, y que ejecutaban juntos un divertido número del programa. Quienquiera que tuviera en ese momento la caja, se tambaleaba y hacía como que iba a desplomarse junto al borde y a caerse de la mesa, pero en el último momento cedía la caja a su compañero. Entonces advertí que Boris -que presumiblemente había estado todo el tiempo sentado en alguna parte del local- se había acercado a la mesa y miraba a los dos maleteros con patente gozo. Por el modo en que el chico daba palmadas y reía en los momentos justos, deduje que Boris se hallaba perfectamente familiarizado con todo aquello. Estaba sentado entre dos maleteros grandes y morenos que parecían hermanos. Vi que Boris le hacía un comentario a uno de ellos, y el hombre se echó a reír y le pellizcó en broma la mejilla.
El espectáculo parecía atraer a más y más gente de la plaza, y el café empezaba a estar abarrotado. Advertí también que, aunque cuando llegué había sólo dos músicos zíngaros, ahora se les habían unido otros tres, y la música de sus violines llegaba de todas direcciones y con mayor potencia que antes. Entonces alguien del fondo -no me pareció que fuera uno de los maleteros- gritó:
– ¡Gustav!
Y en un abrir y cerrar de ojos el grito fue adoptado por to dos los maleteros sentados a la gran mesa:
– ¡Gustav! ¡Gustav!
Y pronto se convirtió en una especie de salmodia. Hasta el hombre demacrado y nervioso que antes me había hablado y que ahora cumplía su turno encima de la mesa -una actuación vigorosa pero escasamente diestra- se unió a los gritos rítmicos, de forma que mientras manipulaba la caja haciendo que le bajara por la espalda y le rodeara las caderas, entonaba la salmodia:
– ¡Gustav! ¡Gustav!
Busqué con la mirada a Gustav -ya no estaba a mi lado-, y vi que se había acercado a Boris y que le estaba diciendo algo al oído. Uno de los hermanos morenos le puso una mano en el hombro, y adiviné que imploraba al anciano mozo que subiera a la mesa y bailara. Gustav sonrió y sacudió la cabeza con humildad, pero su negativa no hizo sino intensificar los gritos. Ahora prácticamente todos los presentes gritaban su nombre, e incluso la gente que había en la plaza parecía unirse gradualmente a la salmodia. Finalmente, dirigiendo una sonrisa cansada a Boris, Gustav se puso en pie.
A Gustav, que era unos años mayor que los demás maleteros, le costó más subirse a la mesa, y lo hizo ayudado por sus compañeros. Una vez arriba, se puso de pie y sonrió a la concurrencia. El mozo demacrado y nervioso le tendió la caja y se bajó de la mesa.
La actuación de Gustav, desde el principio, fue muy distinta de las de los maleteros que le habían precedido. Al recibir la caja, en lugar de simular que la caja era en extremo pesada, se la echó sin esfuerzo al hombro e hizo ademán como de encogerse. Ello arrancó sonoras risotadas, y oí que gritaban: «¡El bueno de Gustav!» y «¡Ya veréis lo que hace!»… Y entonces, mientras él seguía manejando la caja como quien maneja algo liviano, un camarero se abrió paso entre los presentes, llegó hasta el borde de la mesa y lanzó una maleta en dirección a Gustav. Por la manera de sostenerla y de lanzarla y el ruido que produjo al caer sobre la mesa, era obvio que no estaba vacía. Cayó a los pies de Gustav, y un murmullo se alzó en el local. Luego volvió a oírse la salmodia, esta vez con mayor intensidad: «¡Gustav! ¡Gustav! ¡Gustav!»…
Vi cómo Boris seguía, con expresión de inmenso orgullo, cada movimiento de su abuelo, dando enérgicas palmadas y secundando los gritos rítmicos. Gustav, al ver a su nieto, volvió a sonreírle, y luego se agachó y cogió la maleta por el asa.
Cuando Gustav, aún agachado, se llevó la maleta a la cadera, vi con claridad que no estaba fingiendo respecto a su peso. Luego, al ponerse en pie, con la caja aún en el hombro y la maleta en una mano, cerró los ojos y su cara se crispó. Pero nadie pareció ver nada anormal en ello -era con toda probabilidad
una peculiaridad de Gustav previa a la ejecución de algún número difícil-, y la salmodia y las palmadas ensordecedoras siguieron sonando por encima de los quejumbrosos violines. Al instante siguiente Gustav había vuelto a abrir los ojos y sonreía abiertamente a todo el mundo. Luego, alzando aún más la maleta, se las arregló para ponérsela bajo el brazo, y en tal postura -la maleta bajo un brazo y la caja sobre el hombro opuesto- se puso a bailar arrastrando los pies muy despacio por la superficie de la mesa. Hubo vítores y ¡hurras!, y oí que alguien, junto a la entrada, preguntaba:
– ¿Qué está haciendo ahora? No veo. ¿Qué es lo que hace?
Gustav, entonces, se subió la maleta al hombro y siguió bailando con la caja en un hombro y la maleta en el otro. El hecho de que la maleta fuese mucho más pesada que la caja le obligaba a inclinarse más hacia un lado, pero por lo demás parecía sentirse cómodo, y sus pies seguían moviéndose con sorprendente agilidad y viveza. Boris, radiante de gozo, le gritó a su abuelo algo que no pude oír, y a lo cual Gustav respondió con un forzado giro de cabeza que arrancó nuevos vítores y carcajadas.
Luego, mientras Gustav seguía bailando, me percaté de que algo sucedía a mi espalda. Alguien llevaba ya un buen rato clavándome un codo en la espalda con irritante regularidad, pero hasta entonces había supuesto que se debía simplemente a la vehemencia con que los presentes se apretaban entre sí a fin de conseguir un buen sitio desde donde presenciar el espectáculo. Pero al volverme vi que, justo detrás de mí, y pese a que la gente no paraba de empujarles por los cuatro costados, dos camareros, arrodillados en el suelo, estaban llenando otra maleta. Habían llenado ya gran parte de ella con lo que parecían tablas de cortar de la cocina. Uno de los camareros las iba colocando ordenadamente en el interior de la maleta, mientras el otro, dirigiendo impacientes señas hacia el fondo del café, señalaba airadamente el espacio que aún quedaba libre en la maleta. Entonces vi que seguían llegando tablas, dos o tres cada vez, de mano en mano, a través de una cadena humana. Los camareros trabajaban con rapidez, apretando las tablas unas contra otras en el interior de la maleta, hasta que ésta pareció a punto de reventar. Pero las tablas seguían llegando -a veces sólo trozos de ellas-, y los camareros, con experimentada ingenuidad, se las ingeniaban para encontrarles algún hueco. Tal vez habrían seguido metiendo tablas, pero los empujones de los presentes parecieron acabar con su paciencia, y por fin dejaron caer la tapa, cerraron de un par de tirones las correas y, pasando a mi lado, subieron la maleta hasta la mesa.
Boris se quedó mirando fijamente la nueva maleta, y luego miró dubitativamente a Gustav. Su abuelo ejecutaba ahora unos arrastramientos de pies no muy diferentes a los de un matador de toros. Durante un momento el esfuerzo realizado para mantener la caja y la maleta sobre los hombros pareció impedirle ver el nuevo desafío que tenía ante sus pies. Boris miraba atentamente a su abuelo, a la espera de que éste viera la segunda maleta. Era obvio que los demás esperaban lo mismo, pero su abuelo siguió bailando y bailando, haciendo como si no la hubiera visto. ¡Seguramente se trataba de una argucia! Su abuelo, casi con toda seguridad, estaba haciendo «rabiar» a la concurrencia, y Boris sabía que en cualquier momento su abuelo cogería la pesada maleta, aunque quizá antes dejaría la caja. Pero, sea como fuere, Gustav parecía seguir sin ver la maleta, y la gente empezaba a gritar y a señalarla. Entonces Gustav pareció reparar en ella, y en su cara -emparedada entre la caja y la primera maleta- se dibujó una expresión de consternación y desaliento. Alrededor de Boris, todos reían y daban palmadas. Gustav seguía girando sobre sí mismo despacio, pero sin dejar de mirar fijamente, con expresión de desmayo, la nueva maleta, y durante un instante fugaz Boris pensó que su abuelo no estaba simulando su preocupación ante el nuevo reto. Pero entonces vio que todos los que le rodeaban reían a carcajadas -eran gente que había visto a su abuelo realizar este número muchas veces-, y Boris se echó a reír como los demás y se puso a instar también a su abuelo. La voz del chico llegó a oídos de Gustav, y abuelo y nieto volvieron a dirigirse mutuas sonrisas.
Entonces Gustav, con un desdén casi donoso, hizo que la caja vacía cayera de su hombro y se le deslizara por el brazo, para finalmente ir a caer encima de los presentes. Se levantó de nuevo un clamor de vítores y carcajadas, y la caja fue reculando por encima de las cabezas hasta perderse en el fondo del local. Luego Gustav volvió a mirar la nueva maleta, y se subió más arriba del hombro la primera. Adoptó de nuevo una expresión de grave preocupación -esta vez no había duda de que era totalmente simulada-, y Boris rió como todo el mundo. Entonces Gustav empezó a doblar las rodillas. Lo hizo muy, muy despacio -no sabría decir si por culpa de algún achaque físico o merced a un consumado talento dramático-, hasta que quedó en cuclillas, y, con la primera maleta aún en el hombro, alargó el brazo libre y cogió la maleta nueva por el asa. Luego, mientras seguían las palmadas, fue levantándose muy lentamente con la maleta pesada hasta erguirse totalmente y quedar de pie sobre la mesa.
Gustav fingía realizar un ciclópeo esfuerzo, muy similar al simulado al principio por el maletero barbudo con la caja. Boris lo contemplaba todo con el orgullo a flor de piel, y de cuando en cuando se volvía para mirar las admiradas caras de los presentes que se apretaban en torno a él. Hasta los músicos zíngaros se abrían paso ahora entre la gente para ver mejor el espectáculo, ayudándose de furtivos y vigorosos codazos. Uno de los violinistas había conseguido con tales artes llegar hasta la propia mesa, de forma que ahora tocaba el violín con el pecho pegado al borde, apoyado directamente sobre ella.
Gustav volvía a arrastrar los pies. El peso de las dos maletas, en especial de la que contenía tablas de cortar de madera maciza (que ni siquiera había tratado de subirse al hombro, algo sin duda físicamente imposible), hacía que tales movimientos fueran muy limitados, muy suaves, pero para los presentes seguía siendo una hazaña y lo presenciaban todo como en una especie de éxtasis. Y al poco volvieron a estallar los gritos:
– ¡El bueno de Gustav! ¡El bueno de Gustav!
Y Boris, pese a no sentirse familiarizado con tal forma de dirigirse a su abuelo, se unió al bullicio general y gritó a voz en cuello:
– ¡El bueno de Gustav! ¡El bueno de Gustav!…
De nuevo el viejo mozo oyó la voz de su nieto por encima de las demás voces, y aunque esta vez no se volvió para mirarle -se hallaba demasiado ocupado en simular una gran preocupación por las dos maletas-, pareció insuflar a sus movimientos una viveza nueva. Empezó a girar sobre sí mismo despacio, y en su espalda ya no había el menor atisbo de encorvamiento. Gustav estaba espléndido: allí de pie, encima de la mesa, como una estatua, con una maleta al hombro y la otra a la cadera, girando al ritmo de las palmadas y la música. En un momento dado pareció dar un traspié, pero recuperó el equilibrio casi de inmediato, y la gente premió esta nueva variante con un fuerte «¡ooohhh»!» y con otra tanda de sonoras risotadas.
Entonces Boris reparó en una conmoción que se había producido a su espalda: los dos camareros de antes se afanaban de nuevo con algo en el suelo, mientras empujaban hacia atrás a la gente para hacerse sitio. Estaban de rodillas, y parecían hurgar en una bolsa de golf. Sus modos eran irritados e impacientes (quizá estaban furiosos porque la gente que les rodeaba no paraba de empujarles y de clavarles las rodillas en la espalda). Boris miró otra vez hacia su abuelo, y cuando volvió a mirar a su espalda vio que uno de los camareros mantenía abierta la bolsa de golf como a la espera de que metieran algo de gran tamaño en ella. En efecto, de entre la masa humana emergió el otro camarero apartando a unos y a otros bruscamente; caminaba de espaldas e iba arrastrando algo por el suelo. Metiéndose apretadamente entre la gente Boris vio que lo que arrastraba el camarero era una gran pieza de maquinaria, pero no alcanzó a verla por completo porque entre sus ojos y ella se interponían las piernas de la gente. El objeto era un viejo motor, tal vez de un ciclomotor o tal vez de una lancha motora… Los dos camareros trataban denodadamente de meterlo en la bolsa de golf: tiraban del duro material de la bolsa, forzaban la cremallera… Al volver a mirar a su abuelo Boris vio que seguía controlando por completo las dos maletas, y que no mostraba el menor signo de cansancio. Los presentes, en cualquier caso, no tenían aún intención de permitir que abandonara su actuación. Finalmente se hizo un revuelo en torno a él y los dos camareros auparon la bolsa de golf hasta la mesa.
Durante unos segundos, al correr la voz de que la bolsa se hallaba ya encima de la mesa, se intensificó el tumulto. Gustav no vio inmediatamente la bolsa, pues en ese instante se hallaba intensamente concentrado, pero el urgente apremio de las voces le hizo mirar a su alrededor. Al fijar la mirada en la bolsa que tenía a sus pies, Gustav adoptó una expresión extremadamente seria, pero enseguida sonrió y siguió girando sobre sí mismo despacio. Luego, tal como había hecho antes -aunque sin tanta ligereza-, se descolgó del hombro la maleta menos pesada y la hizo descender por uno de los brazos. Pero antes de permitir que cayera totalmente alzó el brazo con supremo esfuerzo e hizo que la maleta saltara hacia los asistentes. Siendo como era mucho más pesada que la caja vacía, describió un ínfimo arco en el aire, rebotó sobre la mesa y fue a caer en brazos de los maleteros de la primera fila. La maleta, como la caja, fue a perderse entre la multitud, y los ojos se fijaron de nuevo en Gustav. La salmodia que repetía su nombre volvió a dejarse oír en el café, y el anciano maletero miró detenidamente la bolsa de golf que tenía a sus pies. El alivio momentáneo que suponía vérselas tan sólo con una maleta -aunque fuera la de las tablas de cocina-, pareció insuflarle nuevas energías. Puso cara larga y sacudió la cabeza dubitativamente en dirección a la bolsa, con lo que no hizo sino conseguir que la gente lo azuzara aún más:
– ¡Vamos, Gustav, demuéstrales quién eres! Gustav empezó a subirse la maleta pesada al hombro que antes había sostenido la maleta liviana. Con gran cuidado y minuciosidad, con los ojos cerrados y encorvado sobre una de las rodillas, fue enderezándose poco a poco. Las piernas le temblaron una o dos veces, pero al final se quedó de pie, derecho, con la maleta sobre el hombro y el brazo libre tendido hacia la bolsa. De pronto a Boris lo invadió el miedo, y gritó:
– ¡No!
Pero su grito fue ahogado por la salmodia, las risas, los «¡ooohhh!» y los suspiros de la masa humana que lo rodeaba.
– ¡Venga, Gustav! -gritaba el maletero que había al lado de Boris-. ¡Demuéstrales de lo que eres capaz! ¡Que se entere todo el mundo!
– ¡No! ¡No! ¡Abuelo! ¡Abuelo!
– ¡El bueno de Gustav! -gritaban las voces-. ¡Vamos! ¡Demuéstrales lo que sabes hacer!
– ¡Abuelo! ¡Abuelo! -Ahora Boris extendía los brazos sobre la mesa para llamar la atención de su abuelo, pero la cara de Gustav seguía sombría y concentrada, y su mirada fija en el correaje de la bolsa de golf que descansaba sobre la mesa. El viejo maletero, entonces, empezó a agacharse poco a poco, con el cuerpo trémulo bajo el peso de la maleta que sostenía sobre su hombro, y la mano tendida -un tanto prematuramente- hacia la correa de la bolsa de golf. En el aire se percibía una tensión nueva, acaso la sensación de que Gustav iba por fin a intentar una proeza que superaría incluso sus propias habilidades. El ambiente, pese a ello, seguía siendo festivo, y jubilosa la salmodia que repetía su nombre.
Boris miraba con aire suplicante las caras de los adultos de las primeras filas, y por fin tiró del hombro del maletero más cercano.
– ¡No! ¡No! Ya basta. El abuelo ya ha hecho suficiente. El mozo barbudo -que era quien estaba a su lado- miró al chico con sorpresa, y luego dijo con una carcajada:
– No te preocupes, no te preocupes. Tu abuelo es un fenómeno. Puede hacer esto y mucho más. Mucho más. Es un auténtico fenómeno.
– ¡No! El abuelo ya ha hecho suficiente.
Pero nadie, ni siquiera el maletero barbudo -que, para tranquilizarle, le había pasado un brazo por el hombro-, le escuchaba. Porque Gustav estaba prácticamente en cuclillas sobre la mesa, y su mano se hallaba a escasos centímetros de la correa de la bolsa. Luego, tras conseguir asirla, con el cuerpo aún en cuclillas, fue pasándosela por encima del hombro libre. Al cabo se pegó la correa al cuerpo y comenzó a enderezarse para alcanzar la posición erecta. Boris gritó y golpeó la superficie de la mesa, y por fin Gustav lo vio. Se hallaba a punto de poner rectas las piernas, y se detuvo, y por espacio de un segundo los dos se miraron fijamente.
– No. -Boris sacudió la cabeza-. No. El abuelo ya ha hecho suficiente.
Puede que, con todo aquel ruido, Gustav no pudiera oírle, pero pareció comprender perfectamente los sentimientos de su nieto. Asintió con unos movimientos rápidos de cabeza, esbozó una tranquilizadora sonrisa y volvió a cerrar los ojos para concentrarse.
– ¡No! ¡No! ¡Abuelo!
Boris volvió a tirar del brazo del maletero barbudo.
– ¿Qué pasa? -preguntó el maletero barbudo, con lágrimas de risa en los ojos. Luego, sin esperar una respuesta, volvió a centrar su atención en Gustav y a entonar con más intensidad que nunca la salmodia.
Gustav seguía irguiéndose lentamente. Una o dos veces su cuerpo se sacudió como si fuera a doblarse. Y su cara enrojeció de forma extraña. Las mandíbulas furiosamente crispadas, las mejillas distorsionadas, los músculos del cuello nítidamente marcados, sobresaliéndole… Incluso en medio de aquel estrépito era casi audible la respiración del viejo maletero. Pero nadie salvo Boris parecía darse cuenta de todo ello.
– No te preocupes, tu abuelo es un fenómeno -le dijo el maletero barbudo-. ¡Esto no es nada! ¡Lo hace todas las semanas!
Gustav siguió enderezándose más y más, con la bolsa de golf colgada de un hombro y la maleta aupada sobre el otro. Al final logró ponerse absolutamente recto, con la cara trémula aunque triunfante, y por primera vez en muchos minutos las palmadas rítmicas se transformaron en desatados aplausos y fuertes vítores. Los violines entonaron entonces una melodía más lenta, más solemne, propia de un final. Gustav giró sobre sí mismo despacio, con los ojos entreabiertos y la cara crispada en un gesto de dignidad y sufrimiento.
– ¡Ya basta! ¡Abuelo! ¡Para! ¡Para!
Gustav siguió girando, resuelto a exhibir su proeza ante quienes quisieran verlo. Luego, de pronto, algo pareció quebrarse en su interior. Se detuvo, y durante unos segundos siguió meciéndose suavemente, balanceándose como en una brisa. Segundos después, recuperado, reanudó su movimiento rotatorio. Sólo cuando volvió a la postura exacta que había adoptado al ponerse recto, empezó a descolgarse la maleta del hombro. La dejó caer sobre la mesa con ruido -sin duda juzgó que era demasiado pesada para arrojarla sobre los presentes sin riesgo de herir a alguno de ellos-, y fue empujándola con el pie hasta hacerla caer de la mesa en brazos de sus colegas.
La masa humana aplaudía y lanzaba vítores, y una parte de ella empezó a entonar una canción -una especie de balada de oscilante melodía y letra húngara- al son de la música de los zíngaros. La canción fue ganando paulatinamente a los presentes, y pronto fue entonada por todo el mundo. Gustav, encima de la mesa, procedía a descolgarse la bolsa de golf, que cayó con un ruido metálico. Esta vez no hizo ademán de empujarla hacia el borde de la mesa, sino que permaneció con los brazos en alto unos segundos -ahora hasta este gesto pareció costarle un gran esfuerzo-, y se apresuró a bajarse de la mesa. Corrieron en su ayuda numerosas manos, y Boris contempló cómo su abuelo volvía a poner pie, sano y salvo, sobre el suelo del café.
El local entero parecía ahora volcado en la canción. La balada poseía una tonalidad nostálgica, y los presentes, mientras la cantaban, empezaron a enlazarse los brazos y a balancearse juntos. Uno de los violinistas zíngaros se subió a la mesa, y al punto se le unió un segundo, y ambos se pusieron a presidir la improvisada fiesta, moviéndose al ritmo de la música de sus propios instrumentos.
Boris se abrió paso a empujones entre la gente y se acercó a su abuelo, que permanecía de pie recuperando el resuello. Extrañamente, pese a haber centrado la atención de todo el mundo hasta hacía sólo unos segundos, nadie parecía mirar cómo abuelo y nieto se fundían ahora en un fuerte abrazo, con los ojos cerrados, sin tratar en absoluto de ocultarse su inmenso alivio. Tras lo que pareció un tiempo interminable, Gustav sonrió a Boris, pero el chico siguió abrazando con fuerza, sin abrir los ojos, a su abuelo.
– Boris -dijo Gustav-. Boris, hay algo que tienes que prometerme.
El chico no respondió, siguió abrazado a su abuelo.
– Boris, escucha. Eres un buen chico. Si alguna vez me sucede algo, si algo llega a sucederme, tendrás que ocupar mi lugar. ¿Sabes?, tu madre y tu padre son buenas personas. Pero a veces todo se les hace muy duro. No son fuertes como tú y yo. Así que, ya sabes, si alguna vez me sucede algo, y ya no estoy aquí, tendrás que ser tú el fuerte. Tendrás que cuidar de tu madre y de tu padre, hacer que la familia se mantenga fuerte, y unida. -Gustav dejó de abrazar a Boris, y le sonrió-. ¿Vas a prometérmelo, Boris?
Boris pareció pensar en ello, y al cabo asintió con la cabeza, muy serio. Luego, al instante siguiente, la masa humana pareció tragárselos y dejé de verlos. Alguien me tiraba de la manga y me rogaba que me cogiera de su brazo y cantara con todos.
Miré a mi alrededor y vi que los demás violinistas se habían unido a la pareja que tocaba y bailaba encima de la mesa, y que el local entero cantaba y giraba en torno a ellos. Había entrado mucha más gente de la plaza, y el café estaba ahora abarrotado por completo. Las puertas del local estaban abiertas, y en la oscuridad del exterior entrevi gente balanceándose y cantando. Enlacé los brazos con un hombre grande -un maletero, supuse- y con una mujer gorda que probablemente procedía de la plaza, y me vi dando vueltas al recinto con ellos a ambos costados. No conocía la canción, pero pronto caí en la cuenta de que la mayoría de la gente tampoco sabía la letra, ni se hallaba familiarizada con la lengua húngara, y que tan sólo articulábamos vagas aproximaciones fonéticas de las palabras correctas. El hombre y la mujer que evolucionaban a mi lado, por ejemplo, cantaban cosas totalmente diferentes, y ninguno de los dos parecía vacilar o sentirse violento en absoluto. De hecho, tras un momento de atención, llegué a la conclusión de que pronunciaban palabras sin sentido, pero ¿qué más daba?, y antes de que pasara mucho tiempo, y ganado por la atmósfera reinante, me sorprendí yo también cantando con palabras que imaginaba aproximadas a las húngaras. No sabría decir por qué, pero la cosa funcionaba -las palabras salían de mí cada vez con mayor y más grata soltura-, y al poco me vi cantando con emoción genuina.
Al final, quizá veinte minutos después, vi que la masa humana empezaba a hacerse menos compacta. Vi que los camareros recogían las sillas y las llevaban a sus primitivos emplazamientos. Éramos muchos, sin embargo, los que seguíamos dando vueltas al recinto, cantando con pasión y con los brazos enlazados. Los zíngaros seguían encima de la mesa, sin dar la menor muestra de desear poner fin a la fiesta. Mientras giraba en torno al local, llevado por los suaves empujones y tirones de mis compañeros, sentí que alguien me daba unos golpecitos en el hombro, y al volver la cabeza vi que el hombre a quien antes había tomado por propietario del café me estaba sonriendo. Era un hombre larguirucho, y mientras yo seguía balanceándome y girando, él fue desplazándose a mi lado afablemente, encorvado y con un arrastrar de pies que evocaba vagamente a Groucho Marx.
– Señor Ryder, parece usted muy cansado. -Prácticamente me gritaba al oído, pero yo alcanzaba a oírle a duras penas por encima de la canción y los violines-. Y aún le queda esa importante velada por delante… Por favor, ¿por qué no descansa unos minutos? Disponemos de una cómoda pieza en la trastienda, y mi mujer ha preparado el sofá con unas mantas y unos cojines, y ha encendido la estufa de gas. Se sentirá muy cómodo. Podrá hacerse un ovillo y dormir un rato. La pieza es pequeña, es cierto, pero está apartada, allá al fondo, y es muy tranquila. Nadie le molestará, nos ocuparemos de ello. Estará estupendamente. La verdad, señor, creo que con la velada que le espera debería usted aprovechar el poco tiempo que le queda. Por favor, sígame por aquí. Parece usted tan cansado…
Estaba disfrutando enormemente con la canción y la compañía, pero hube de admitir que me encontraba exhausto y que la sugerencia de aquel hombre era de lo más sensata. La idea de un breve descanso, cuanto más pensaba en ella, más me atraía, y mientras el propietario iba girando en pos de mí por el local yo empezaba a sentir una honda gratitud hacia él, no sólo por su amable ofrecimiento, sino también por habernos brindado el marco de su maravilloso café, y por su generosidad para con los maleteros, un grupo humano claramente subvalorado en la comunidad. Me solté de la cadena humana, sonriendo en señal de adiós a mis compañeros de derecha e izquierda, y dejé que el propietario del café -que me había puesto una mano sobre el hombro- me guiara hacia la puerta que llevaba a la trastienda.
Me condujo a través de una habitación a oscuras, donde pude distinguir montones de mercancías apiladas contra las paredes, y abrió una puerta que dejaba entrever una luz tenue y cálida.
– Aquí es -dijo el propietario, invitándome a entrar-. Échese ahí en el sofá. Deje la puerta cerrada, y si tiene demasiado calor ponga el gas al mínimo. No se preocupe, no existe el menor peligro.
La estufa era la única fuente de luz del cuarto. A su fulgor anaranjado pude distinguir el sofá, que olía a viejo -aunque no desagradablemente-, y antes de que pudiera darme cuenta la puerta se cerró y me quedé a solas. Me tendí en el sofá, que tenía la largura justa para que pudiera echarme con las piernas encogidas, y me tapé con la manta que la mujer del propietario había dejado a un lado para que no tuviera frío.