El tranvía se alejó traqueteando y nos dejó a los tres bajo el cielo abierto, rodeados de campos azotados por el viento. Sentí la refrescante brisa en la cara, y me quedé mirando cómo el tranvía se alejaba a través de los campos y se perdía en el horizonte.
– Por aquí, por favor, señor Ryder…
El periodista y Pedro me esperaban unos pasos más allá. Llegué hasta ellos y los tres echamos a andar a través de la hierba. De cuando en cuando violentas ráfagas de viento tiraban de nuestras ropas y ondulaban la hierba de los campos. Finalmente llegamos al pie de una colina, e hicimos una pausa para recuperar el aliento.
– Está muy cerca de aquí -dijo el periodista señalando hacia lo alto de la colina.
Tras la dificultosa caminata a través de la alta hierba, me alegró ver que había un camino de tierra que conducía hacia la cima.
– Bien -dije-. No tengo mucho tiempo, así que será mejor que nos demos prisa.
– Claro, claro, señor Ryder -dijo el periodista.
El periodista se situó en cabeza y ascendimos por la escarpada y zigzagueante senda. Conseguí seguirle a uno o dos pasos de distancia. Pedro, quizá a causa de la bolsa, quedó enseguida muy a la zaga. Mientras subíamos me sorprendí pensando en Fiona, en cómo le había fallado la noche pasada, y me chocó darme cuenta de que pese a toda la seguridad de la que hasta el momento había hecho gala en aquel viaje, pese a todo lo que hasta el momento había conseguido, mi manera de abordar ciertos asuntos -enjuiciada desde mi nivel de exigencia, al menos- dejaba mucho que desear. Dejando a un lado los trastornos que le había causado a Fiona, resultaba sumamente enojoso el hecho de que, siendo tan inminente la llegada de mis padres, hubiera dejado escapar la oportunidad de discutir sus numerosas y complejas necesidades con las personas a cuyo cuidado iban a ser confiados. A medida que la respiración se me hacía más y más dificultosa, me iba invadiendo un sentimiento de irritación contra Sophie por la confusión que había traído a mis asuntos. Sin duda no era demasiado pedir que en momentos como aquel, tan cruciales en mi vida, tuviera a bien reservarse su caos para sí misma. Las palabras que de pronto habría querido decirle acudieron en tropel a mi cabeza, y si no me hubiera faltado el resuello habría quizá empezado a mascullarlas en voz alta.
Tras doblar tres o cuatro recodos del camino, nos detuvimos para descansar. Alcé la vista y comprobé que disfrutábamos de una amplia vista de la campiña circundante. Los campos se perdían en la distancia sin solución de continuidad. Sólo a lo lejos, en el horizonte, se divisaba algo parecido a un grupo de granjas. -Una vista espléndida -dijo el periodista, jadeando y apartándose el pelo de la cara con los dedos-. Es tan estimulante subir hasta aquí arriba. El aire fresco nos vendrá bien para el resto del día. Bien, por agradable que sea esto, será mejor que no perdamos tiempo.
Lanzó una risa festiva, y reanudó la marcha. Le seguí de cerca, como antes, y Pedro continuó muy rezagado. Entonces, en un momento dado, cuando estábamos subiendo un trecho particularmente empinado, Pedro gritó algo a nuestra espalda. Pensé que nos estaba pidiendo que aminoráramos la marcha, pero el periodista siguió a su ritmo y se limitó a gritarle por encima del hombro:
– ¡Qué has dicho!
Oí cómo Pedro se esforzaba lo indecible por ganar unos pasos. Luego le oí gritar:
– Decía que parece que tenemos ya camelado al mierda éste. Creo que acabará haciendo lo que le digamos.
– Bueno -le respondió a gritos el periodista-, hasta ahora ha cooperado, pero uno nunca puede estar seguro con estos tipos. Así que sigue adulándole. Ha subido hasta aquí y parece muy contento. Pero no creo que el muy bobo sepa siquiera la importancia del edificio.
– ¿Qué le decimos si pregunta? -gritó Pedro-. Porque seguro que pregunta.
– Cambia de tema. Pídele que cambie de pose. Seguro que cualquier cosa que le digas sobre su aspecto le distraerá del asunto. Si sigue preguntando, al final tendremos que decírselo, pero para entonces le habremos sacado un montón de fotos y el mierda éste ya no podrá hacer nada.
– Me muero de ganas de que termine todo esto -dijo Pedro, respirando aún más dificultosamente-. Dios, me pone la carne de gallina cómo se frota las manos continuamente.
– Casi hemos llegado. Lo hemos hecho a la perfección; no lo estropeemos en el último momento.
– Disculpe -dije, interrumpiéndole-, pero necesito descansar un poco.
– Por supuesto, señor Ryder. Qué falta de delicadeza por mi parte -dijo el periodista, deteniéndose-. Yo soy un corredor de maratón -prosiguió-, así que tengo ventaja. Pero debo decir, señor, que usted parece extraordinariamente en forma. Y para un hombre de su edad… Sé su edad por las notas que tengo aquí, jamás la habría adivinado de otra forma… Bueno, ya ve cómo ha dejado bien atrás al pobre Pedro.
Cuando éste nos alcanzó, el periodista le espetó a gritos:
– Venga, so tortuga… El señor Ryder se ríe de ti.
– No es justo -dijo Pedro, sonriendo-. Tener tanto talento…, y encima estar tan bien dotado para el atletismo. Otros no tenemos tanta suerte.
Permanecimos allí contemplando las vistas, recuperando el aliento. Al cabo el periodista dijo:
– Estamos ya muy cerca. Sigamos. No hay que olvidar que al señor Ryder le espera un día muy ocupado.
El último tramo del camino era el más arduo de recorrer. Se hacía aún más empinado, y a menudo el suelo se convertía en una pura sucesión de embarrados charcos. El periodista, en cabeza, seguía subiendo a buen ritmo, sin desmayo, aunque ahora me daba cuenta de que avanzaba un tanto encorvado por el esfuerzo. Mientras le seguía con paso tambaleante, volvieron de pronto a mi cabeza las cosas que deseaba decirle a Sophie. «¿Te das cuenta?», me sorprendí murmurando, con los dientes apretados, al ritmo de mis pasos. «¿Te das cuenta?» La frase, por una razón u otra, no llegó a alcanzar desarrollo alguno, pero a cada paso, bien mentalmente o bien en un susurro, fui repitiéndola una y otra vez hasta que las palabras mismas empezaron a atizar mi irritación incipiente.
El camino, finalmente, se hizo más llano y alcancé a ver un edificio blanco en la cima de la colina. El periodista y yo avanzamos hacia él dando traspiés, e instantes después, ya sin resuello, estábamos apoyados contra uno de sus muros. Al poco se nos unió Pedro, jadeando como un poseso. Se derrumbó de costado contra el muro, se dejó caer sobre las rodillas, y por un momento temí que fuera a padecer algún ataque. Pero, incluso resollando y pugnando por recuperar el aliento, se puso a abrir la cremallera de la bolsa. Sacó una cámara, y luego un objetivo. Entonces, al parecer vencido por el esfuerzo, apoyó un brazo contra el muro, hundió la cabeza en el pliegue del codo y atrajo el aire a sus pulmones.
Cuando por fin recuperé el aliento, me aparté unos pasos del edificio para poder verlo en su totalidad. Una ráfaga de viento casi me pegó de nuevo contra el muro, pero al final conseguí situarme en un punto desde el que pude contemplar el alto cilindro de ladrillo blanco, sin ventanas a excepción de una estrecha abertura vertical cerca del ápice. Era como si el torreón de un castillo medieval hubiera sido trasplantado a la cima de aquella colina.
– Cuando esté listo, señor Ryder.
El periodista y Pedro se habían situado a unos diez metros del edificio. Pedro, claramente recuperado, había plantado su trípode y miraba por el visor de la cámara.
– Pegado al muro, si no le importa, señor Ryder -dijo el periodista.
Me acerqué al edificio.
– Señores -dije, alzando la voz para hacerme oír por encima del ruido del viento-. Antes de empezar, me gustaría que me explicaran la naturaleza exacta del escenario que hemos elegido.
– Señor Ryder, por favor -me gritó Pedro, agitando la mano en el aire-. Manténgase junto al muro. Con un brazo apoyado en él, por ejemplo. Así -me mostró, levantando un codo doblado al viento.
Me acerqué más al muro e hice lo que me pedía. Pedro, a continuación, sacó unas cuantas fotografías, ora haciendo ligeros cambios en el emplazamiento del trípode, ora cambiando de lente. Mientras tanto, el periodista permanecía a su lado, mirando por encima de su hombro y conferenciando con él en voz baja.
– Señores -dije al cabo de un rato-, seguro que no está fuera de lugar que les pregunte…
– Señor Ryder, por favor -dijo Pedro, asomando como un resorte por detrás de la cámara-. ¡La corbata!
La corbata se había volado con el viento y se me había encaramado sobre un hombro. Me la coloqué en su sitio, y aproveché la ocasión para componerme el pelo.
– Señor Ryder, por favor -dijo Pedro-. Si pudiéramos sacarle algunas con la mano levantada así… ¡Sí, sí! Como si invitara a alguien a acercarse al edificio. Sí, así, perfecto, perfecto. Pero, por favor, sonría con orgullo. Muy ufano, como si el edificio fuera su propio hijo. Sí, perfecto… Sí, así está magnífico.
Obedecí sus instrucciones lo mejor que pude, aunque las violentas ráfagas me dificultaban la adopción de una expresión afable.
Luego, instantes después, me percaté de la figura que había a mi izquierda. Un hombre con una gabardina oscura, muy cerca del muro, pero en aquel momento yo estaba en medio de una pose y sólo pude vislumbrarlo de soslayo. Pedro seguía gritándome instrucciones a través del viento -que moviera la barbilla unos milímetros hacia un lado, que sonriera más abiertamente…-, y transcurrió cierto tiempo hasta que pude volverme y mirar con libertad al desconocido. Cuando finalmente lo hice, el hombre -alto, delgado y recto como un palo, calvo y de huesudas facciones- vino hacia mí de inmediato. Se mantenía la gabardina apretada contra sí mismo, pero al acercarse me tendió una mano.
– Señor Ryder, ¿cómo está usted? Es un honor conocerle.
– Ah, sí -dije, estudiándole-. Mucho gusto en conocerle, señor…
El hombre con aspecto de palo pareció desconcertado. Y luego dijo:
– Christoff. Soy Christoff.
– Ah, señor Christoff… -Una ráfaga particularmente violenta nos obligó a esforzarnos por mantenernos firmes en el suelo, momento que aproveché para recobrarme un poco de la sorpresa-. Ah, sí, señor Christoff. Claro. He oído hablar mucho de usted.
– Señor Ryder -dijo Christoff, inclinándose hacia mí-. Permítame decirle en primer lugar lo agradecido que le estoy por aceptar asistir a este almuerzo. Sabía lo educado que era usted, y por ello no me sorprendió en absoluto que respondiera afirmativamente. Sabía que era usted de ese tipo de personas, y que al menos se avendría a escucharnos. De ese tipo de personas que, de hecho, sentiría vivos deseos de escuchar muestra versión del asunto. No, no me sorprendió en absoluto, pero le quedo inmensamente agradecido de todas formas. Bien, ahora… -miró el reloj-, estamos un tanto retrasados, pero no importa. El tráfico no estará muy mal. Por aquí, por favor.
Seguí a Christoff hacia la parte de atrás del edificio blanco. Allí el viento no era tan fuerte, y del muro de ladrillo salía un montón de tuberías que emitían un zumbido grave. Christoff siguió andando hacia el borde de la colina, en dirección a un punto marcado por dos postes de madera. Imaginé que detrás de los postes se abriría una pendiente muy pronunciada, pero al llegar a ellos miré hacia abajo y vi que una larga y deteriorada escalera de piedra descendía vertiginosa por la ladera de la colina. La escalera, abajo, daba a una carretera asfaltada donde divisé la forma de un coche negro que -supuse- nos estaba esperando.
– Después de usted, señor Ryder -dijo Christoff-. Por favor, baje a su ritmo. No hay prisa.
Sin embargo, vi que volvía a mirar el reloj con expresión inquieta.
– Siento que se nos haya hecho tarde -dije-. La sesión fotográfica nos ha llevado más de lo que esperábamos.
– No se preocupe, señor Ryder. Seguro que llegamos a tiempo. Después de usted, haga el favor.
Al iniciar el descenso sentí un poco de vértigo. No había barandilla en ninguno de los lados, y hube de concentrarme intensamente para no dar un mal paso en un escalón y caer rodando por la ladera. Pero, afortunadamente, el viento había amainado y al cabo de unos instantes me vi ganando confianza -no había gran diferencia con el descenso por cualquier otra escalera-, hasta el punto de que de cuando en cuando apartaba por completo la vista de mis pies para echar un vistazo al panorama que se ofrecía ante nuestros ojos.
El cielo seguía encapotado, pero el sol empezaba a abrirse paso a través de las nubes. La carretera en la que esperaba el coche -pude ver ahora- se hallaba sobre una meseta. Más allá de ella la colina continuaba su descenso a través de un vasto arbolado. Más abajo aún, pude ver campos que se extendían en todas direcciones hasta perderse en la lejanía, y, de un modo difuso, sobre el horizonte, la silueta de la ciudad recortada contra el cielo.
Christoff me seguía de cerca. Durante los primeros minutos de descenso, quizá consciente de mi nerviosismo ante lo empinado de la escalera, tuvo a bien no despegar los labios. Pero en cuanto vio que yo bajaba a buen ritmo, suspiró y dijo:
– Esos bosques, señor Ryder… Allá, a su derecha. Son los bosques de Werdenberger. Mucha de la gente más acaudalada de la ciudad tiene un chalet en la zona. Los bosques de Werdenberger son enormemente atractivos. Están a apenas un breve trayecto en coche, y sin embargo te sientes tan lejos de todo cuando estás en ellos… Cuando bajemos por la ladera en el coche, podrá ver los chalets. Algunos están como colgados en el borde de pequeños precipicios. Las vistas tienen que ser realmente asombrosas. A Rosa le habría encantado tener uno de esos chalets. De hecho teníamos uno en mente; se lo mostraré cuando pasemos por delante. Es uno de los más modestos, pero tan bonito como el que más. El propietario actual apenas lo utiliza; no más de dos o tres semanas al año. Si le hiciera una buena oferta, seguro que la consideraba seriamente. Pero ya no tiene sentido pensar en ello. Todo eso ha terminado.
Calló unos instantes. Luego su voz volvió a sonar a mi espalda.
– No es nada extraordinario. Rosa y yo ni siquiera hemos visto el interior. Pero hemos pasado ante él tantas veces que nos imaginamos perfectamente cómo es. Se asienta sobre un pequeño promontorio, junto a un declive abrupto del terreno: oh, da la sensación de estar suspendido en lo alto del cielo. Ves nubes desde todas las ventanas cuando vas pasando de cuarto a cuarto. Rosa se había enamorado de esa casa. Solíamos pasar por delante de ella muy despacio, y a veces parábamos el coche y nos quedábamos mirándola, imaginando cómo sería por dentro, visualizando las habitaciones una a una. Bien, ya le digo, todo es ya agua pasada. De nada sirve recrearse en ello. En cualquier caso, señor Ryder, usted no nos ha concedido su precioso tiempo para oír esto. Debe perdonarme. Volvamos a asuntos más importantes. Le estamos inmensamente agradecidos por haber accedido a venir a hablar con nosotros. ¡Qué drástico contraste con esa gente, con esos hombres que afirman dirigir esta comunidad! En tres ocasiones diferentes les hemos invitado a asistir a uno de nuestros almuerzos, a venir a discutir los asuntos que nos conciernen, como usted está a punto de hacer en este momento. Pero ellos ni siquiera se han dignado a considerar la idea. ¡Ni un solo segundo! Son demasiado orgullosos. Todos ellos. Von Winterstein, la condesa, Von Braun, todos ellos. Y la razón es que se sienten inseguros. En el fondo de su corazón saben que no entienden nada, y por eso se niegan a tener una discusión como es debido con nosotros. Tres veces les hemos invitado, y las tres veces se han negado rotundamente. Pero de todos modos habría sido un esfuerzo inútil. No habrían entendido ni la mitad de lo que estamos diciendo.
Me quedé de nuevo en silencio. Sentí que debía hacer algún comentario, pero pensé que sólo lograría hacerme oír si le gritaba por encima del hombro, y no estaba dispuesto a arriesgarme a apartar los ojos de los escalones. Durante los minutos que siguieron, pues, continuamos el descenso en silencio, mientras la respiración de Christoff se hacía más y más trabajosa a mi espalda. Al poco le oí decir:
– Diré, si he de ser justo, que la culpa no es suya. Hoy las formas modernas se han hecho muy complejas. Kazan, Mullery, Yoshimoto… Incluso para un músico como yo, hoy se ha vuelto difícil, muy difícil. La gente como Von Winterstein, como la condesa, ¿cómo iban a poder ponerse al día? Son territorios fuera de su alcance. Para ellos se trata sólo de ruido, de un torbellino de extraños compases. Con el paso de los años quizá se han convencido a sí mismos de que «oyen» algo en esa música, ciertas emociones, cierto sentido. Pero la verdad es que no han encontrado en ella nada en absoluto. Está fuera de su alcance. Jamás llegarán a entender cómo funciona la música moderna. En un tiempo eran Mozart, Bach, Chaikovski… Hasta el hombre de la calle sería capaz de emitir un juicio razonable sobre ese tipo de música. ¡Pero las formas modernas! ¿Cómo podría esa gente, gente sin preparación, provinciana, llegar a entender esas cosas, por mucho sentido del deber para con la comunidad que tuvieran? No, imposible, señor Ryder. No saben distinguir entre una cadencia «interrumpida» y un motivo inconcluso. O entre una armadura de tiempo fracturado y una secuencia de compases de silencio. ¡Y ahora interpretan mal toda la situación! ¡Quieren que las cosas den un giro de ciento ochenta grados! Señor Ryder, si se siente cansado podemos tomarnos un pequeño descanso.
De hecho yo ya me había parado unos segundos, porque un pájaro había revoloteado peligrosamente cerca de mi cara y casi me había hecho perder el equilibrio.
– No, no, estoy bien -le grité, reanudando el descenso.
– Estos escalones están demasiado mugrientos para que nos sentemos. Pero si quiere podemos hacer un alto y descansar de pie.
– No, de verdad, gracias. Estoy bien.
Seguimos bajando en silencio durante unos minutos. Y al cabo Christoff dijo:
– En mis momentos de mayor desapego, hasta me dan pena. No les culpo. Después de todo lo que han hecho, después de todo lo que han dicho de mí, hay veces en que veo la situación objetivamente. Y me digo: no, en realidad no es culpa suya. No es culpa suya que la música se haya hecho tan difícil y complicada. No es razonable esperar que en un lugar como éste haya alguien capaz de comprenderla. Y sin embargo esa gente, esos líderes cívicos han de hacer creer que saben lo que están haciendo. Así que se repiten ciertas cosas a sí mismos, y al cabo de un tiempo empiezan a creerse autoridades. Ya ve, en sitios como éste no hay nadie que les contradiga. Por favor, vaya con cuidado con los siguientes escalones, señor Ryder. Están un poco desmenuzados por las esquinas.
Descendí unos cuantos escalones con sumo cuidado. Luego, cuando volví a mirar hacia adelante, vi que no nos faltaba mucho para llegar abajo.
– Pero habría sido inútil -dijo la voz de Christoff a mi espalda-. Aunque hubieran aceptado nuestra invitación, habría sido inútil. No habrían entendido de la misa la media. Usted, señor Ryder, usted al menos entiende nuestros argumentos. Aunque no lográramos convencerle, usted, estoy seguro, saldría de la reunión con cierto respeto por nuestra postura. Pero, claro, esperamos convencerle. Convencerle de que, con independencia de cuál vaya a ser mi suerte personal, el actual rumbo ha de mantenerse a toda costa. Sí, usted es un músico brillante, uno de los más dotados hoy en activo en todo el mundo. Pero hasta un experto de su talla necesita aplicar su saber a las condiciones concretas de un lugar determinado. Cada comunidad posee su propia historia, sus propias necesidades concretas. La gente que en breve voy a presentarle, señor Ryder, se cuenta entre los pocos, los muy pocos en esta ciudad que uno podría calificar de intelectuales. Se han tomado la molestia de analizar las particulares condiciones actuales de esta urbe, y, lo que es más, tienen cierta idea, a diferencia de Von Winterstein y otros como él, de cómo «funcionan» las formas modernas. Con su ayuda, y del modo más civilizado y respetuoso, naturalmente, espero persuadirle, señor Ryder, de que modifique su actual postura. Ni que decir tiene que todos los que va a conocer sienten el mayor de los respetos por usted y por todo lo que usted defiende. Pero creemos que, pese a su penetrante perspicacia, es posible que existan ciertos aspectos de la situación de esta ciudad que usted aún no haya captado cabalmente. Bien, ya hemos llegado.
En realidad faltaban aún unos veinte escalones para llegar a la carretera. Christoff permaneció en silencio durante este último tramo. Y yo me sentí aliviado, porque sus últimas manifestaciones habían empezado a molestarme. Su insinuación de que yo más o menos ignoraba la situación de aquella ciudad, de que yo era una de esas personas que sacan conclusiones sin preocuparse por conocer las condiciones locales, se me antojó bastante insultante. Recordé, por ejemplo, cómo la tarde anterior, cuando bien podría haberme tomado un muy merecido descanso en el confortable atrio del hotel, había salido a la calle a recoger impresiones sobre la ciudad. Cuanto más pensaba en las palabras de Christoff, más irritado me sentía, de modo que cuando llegamos al coche y Christoff me abrió la portezuela del acompañante, subí sin dirigirle apenas la palabra.
– No estamos tan retrasados -dijo él, ocupando el asiento del conductor-. Si el tráfico no está mal, estaremos allí enseguida.
Al oírle decir esto, recordé de pronto mis otras obligaciones de la jornada. Estaba, por ejemplo, Fiona, que en cualquier momento se sentaría a esperarme en su apartamento. La situación, me daba cuenta, iba a requerir cierta firmeza por mi parte.
Puso en marcha el coche y pronto nos vimos descendiendo por una carretera muy inclinada y llena de curvas. Christoff, que parecía conocer muy bien la carretera, tomaba con gran seguridad las cerradas curvas. A medida que descendíamos la carretera se hacía menos empinada y los chalets de los que había hablado -precariamente encaramados en el terreno algunos de ellos- empezaron a aparecer a ambos lados del asfalto. Al final me volví a Christoff y dije:
– Señor Christoff, he esperado con vivo anhelo este almuerzo con usted y sus amigos. Deseaba oír su versión de las cosas. Sin embargo, esta mañana me han surgido varios asuntos por completo inesperados, y en consecuencia me espera una jornada harto atareada. De hecho, ahora mismo…
– Señor Ryder, por favor, no tiene que explicarme nada. Sabíamos desde el principio lo ocupado que iba a estar, así que todos los asistentes al almuerzo, se lo aseguro, se mostrarán enormemente comprensivos al respecto. Si se marcha usted a la hora y media, o incluso a la hora de su llegada, le puedo asegurar que nadie se ofenderá en lo más mínimo. Son gente estupenda, la única en la ciudad capaz de pensar y sentir a tal nivel. Sea cual fuere el resultado de la reunión, señor Ryder, estoy seguro de que le agradará haberles conocido. Aún me acuerdo de cuando muchos de ellos eran jóvenes y vehementes. Son un grupo estupendo. Puedo responder por cada uno de ellos. Supongo que hubo un tiempo en que se consideraron mis protegidos. Me siguen respetando enormemente, pero hoy somos colegas, amigos, o acaso algo más profundo. Estos últimos años nos han unido aún más. Hay unos cuantos, como es lógico, que me han abandonado. Es inevitable. Pero los que han permanecido a mi lado, oh, Dios, lo han hecho de forma inquebrantable. Estoy orgulloso de ellos. Los quiero entrañablemente. Constituyen la esperanza mejor de esta ciudad, pese a que no se les permitirá ejercer la más mínima influencia durante un tiempo. Ah, señor Ryder, enseguida vamos a pasar por el chalet del que le he hablado. Está detrás de esa curva. Aparecerá por su lado.
Calló, y cuando le miré, advertí que se hallaba al borde de las lágrimas. Sentí una oleada de comprensión solidaria, y le dije con voz suave:
– Uno nunca sabe lo que el futuro puede depararle, señor Christoff. Quizá usted y su mujer encuentren un chalet muy parecido a éste algún día. Si no aquí, en otra ciudad.
Christoff sacudió la cabeza.
– Sé que está tratando de ser amable, señor Ryder. Pero de nada sirve ya. Entre Rosa y yo todo ha terminado. Va a dejarme. Lo sé desde hace algún tiempo. De hecho toda la ciudad lo sabe. Seguro que ha oído usted algún cotilleo al respecto.
– Bueno, supongo que sí, que algo he oído…
– Estoy seguro de que circulan montones de habladurías sobre ello… Ahora ya no me importa gran cosa. Lo esencial es que Rosa me dejará muy pronto. No va a tolerar por mucho tiempo seguir casada conmigo después de todo lo que ha pasado. Pero no debe hacerse usted una idea equivocada. Al cabo de los años hemos llegado a amarnos, hemos llegado a amarnos mucho. Pero, ¿sabe?, entre nosotros siempre medió un acuerdo, desde el primer día. Ah, ahí lo tiene, señor Ryder. A su derecha. Rosa solía ir sentada donde ahora se sienta usted, y pasábamos ante él muy despacio. Una vez íbamos tan despacio, tan absortos en su contemplación, que por poco chocamos con un vehículo que subía por la colina. Pues sí, siempre tuvimos un acuerdo. Mientras yo gozara del prestigio del que gozaba en esta comunidad, ella podría amarme. Oh, sí, me amaba, me amaba genuinamente. Puedo decirlo con absoluta convicción. Porque verá, señor Ryder, para Rosa nada hay en la vida más importante que estar casada con alguien con la posición que yo tenía entonces. Tal vez pueda parecerle a usted superficial de su parte. Pero no debe interpretarla mal. A su modo, de la forma en que ella sabía, me amaba profundamente. En cualquier caso, es una necedad pensar que la gente se sigue amando suceda lo que suceda. En el caso de Rosa, bueno, dada su forma de ser, sólo es capaz de amarme en ciertas circunstancias. Y ello no hace su amor por mí menos real.
Christoff, claramente absorto en sus pensamientos, volvió a guardar silencio. La carretera describía una morosa curva, y a través de mi ventanilla pude gozar de una amplia vista del valle. Miré hacia abajo y pude divisar lo que parecía una zona residencial de grandes y lujosas casas, todas ellas en parcelas de unos cinco mil metros cuadrados.
– Estaba recordando -dijo Christoff- la primera vez que vine a esta ciudad. cuán excitados estaban todos. Y cómo Rosa vino hasta mí por vez primera en el Edificio de las Artes. -Volvió a quedarse en silencio, y al poco prosiguió-: ¿Sabe?, en aquel tiempo yo ya no me hacía ideas fantasiosas acerca de mí mismo. Para entonces ya había aceptado el hecho de no ser ningún genio. De estar muy lejos de serlo. Mi carrera no había estado mal, pero habían sucedido una serie de cosas que me habían forzado a ver mis limitaciones. Cuando vine a esta ciudad, mi plan era vivir apaciblemente (disfruto de una pequeña renta) y quizá dar unas clases o algo por el estilo. Pero la gente de aquí parecía apreciar tanto mis pequeños talentos… ¡Se sentía tan feliz de que yo hubiera venido! Y al cabo de un tiempo empecé a pensar. Después de todo, había trabajado duro, muy duro, para tratar de adaptarme a los métodos de la música moderna. Sabía bastante al respecto. Miré a mi alrededor y pensé, bueno, sí, podría aportar algo a esta ciudad. En aquel entonces, estando como estaban las cosas, vi que podía hacer algo por ella. Vi el modo en que podía hacer un bien real. En fin, señor Ryder, al cabo de todos estos años tengo la firme convicción de que mi labor fue verdaderamente valiosa. Lo creo sinceramente. No se trata de que mis protegidos, bueno, debería decir mis colegas, mis amigos, a quienes usted conocerá muy pronto, hayan hecho que lo crea. No, lo creo yo, y lo creo firmemente. Hice algo valioso aquí. Pero ya sabe cómo son las cosas. Una ciudad como ésta. Tarde o temprano las cosas empiezan a ir mal en las vidas de la gente. El descontento germina en ellas. Y la soledad. Y la gente como ésta, que no entiende casi nada de música, se dice a sí misma, oh, debemos de haberlo hecho todo mal. Hagamos lo diametralmente contrario. ¡Esas acusaciones que me hacen! Dicen que en mi modo de enfocar la música prima lo mecánico, que ahogo la emoción natural. ¡Cuan poco entienden! Como vamos a demostrarle en breve, señor Ryder, lo único que hice fue introducir un enfoque, un sistema capaz de hacer que gente como ésta pudiera iniciarse de algún modo en autores como Kazan y Mullery. Un mero modo de descubrir sentido y valor en ese tipo de obras. Le aseguro, señor, que cuando llegué a esta ciudad la gente pedía a gritos exactamente esto. Cierto orden, cierto sistema que ellos pudieran comprender. La gente veía que esa música estaba fuera de su alcance, que sus conocimientos no bastaban. Tenía miedo, sentía que las cosas escapaban a su control. Guardo en mi poder documentos; se lo mostraré todo muy pronto. Entonces verá, sin ningún género de duda, cuán errados están todos en su actual consenso. Muy bien, soy una mediocridad, no lo niego. Pero verá que siempre me he mantenido en el buen camino. Que lo poco que yo hice fue tan sólo un comienzo, una aportación útil. Y que lo que se necesita ahora (espero que lo vea, señor Ryder; si al menos usted lo viera, quizá no todo estaría perdido para esta ciudad), que lo que se necesita ahora es que alguien, alguien con más talento que yo, de acuerdo…, alguien que continúe la labor, que construya sobre los cimientos que yo he puesto. Hice una aportación, señor Ryder. Tengo la prueba, y se la mostraré en cuanto lleguemos.
Habíamos entrado en una autopista. La calzada era ancha y recta. Ante ella se abría un vasto espacio de cielo. Frente a nosotros, en la lejanía, vi dos pesados camiones que circulaban por el carril lento. A excepción de ellos, la autopista estaba prácticamente vacía.
– Espero que no piense -dijo Christoff al cabo de unos instantes- que el traerle hoy a este almuerzo sólo es una estratagema para recuperar mi preeminencia en la ciudad. Soy perfectamente consciente de que mi posición personal no admite vuelta atrás. Además, ya no me queda nada que dar. Lo he dado todo, todo lo que tenía; se lo he dado todo a esta ciudad. Quiero marcharme a alguna parte, muy lejos, a algún lugar tranquilo, yo solo, y olvidarme para siempre de la música. Mis protegidos, por supuesto, se quedarán desolados cuando me vaya. Aún no han aceptado la idea. Quieren que me quede y luche. Una palabra mía, y se pondrían manos a la obra, harían todo lo imaginable, incluso ir de puerta en puerta. Les he dicho cómo están las cosas, se lo he explicado con toda franqueza, pero ellos siguen sin aceptarlo. Les resulta tan difícil… Me han venerado durante tanto tiempo… Encontraban sentido a las cosas a través de mí. Se quedarán anonadados. Pero no importa: esto tiene que terminar. Quiero que termine. Todo, hasta Rosa. Cada minuto de nuestro matrimonio ha sido para mí precioso, señor Ryder. Pero saber que ha de acabar, aunque sin saber bien cuándo… Ha sido terrible. Quiero que todo termine ahora mismo. Quiero bien a Rosa. Espero que encuentre a alguien, a alguien de la talla adecuada. Sólo espero que tenga el buen juicio de mirar más allá de esta ciudad. Esta ciudad no puede proporcionarle el perfil humano que ella necesita en un marido. Nadie aquí entiende la música lo bastante. ¡Ah, si yo tuviera su talento, señor Ryder…! Rosa y yo envejeceríamos juntos…
El cielo se había encapotado. El tráfico seguía siendo escaso, y de cuando en cuando teníamos que adelantar a camiones de transporte de larga distancia antes de poder volver a pisar el acelerador. Surgieron densos bosques a ambos lados del asfalto, que al final dieron paso a vastas extensiones llanas de tierra de labrantío. El cansancio de los últimos días empezó a vencer mi resistencia física, y mientras contemplaba cómo se iba desplegando ante nosotros la autopista me resultaba difícil resistirme al apremio de echar una cabezada. Entonces oí la voz de Christoff que me decía:
– Hemos llegado.
Y abrí los ojos de nuevo.